—Es para ti —dijo Michael, pasándome el teléfono. Me dio una palmadita en el hombro y luego, durante un segundo, su mano quedó suspendida en el aire, como si no supiera adónde ir después—. Si necesitas algo, estaré abajo.
Ignoré sus palabras y me llevé el teléfono a la oreja para oír la preocupada voz de Isabelle preguntándome: «¿Estás mejor?».
Me estiré bajo las blancas sábanas de seda, doblando los dedos de los pies y sintiendo cómo se contraían los músculos de mis pantorrillas, mientras en mi mente se sucedían las imágenes de la mañana anterior: el chófer de Isabelle recogiéndome del suelo de la tienda y llevándome en brazos a su coche; Isabelle con el brazo alrededor de mis hombros mientras hacía unas llamadas desde el asiento trasero de su Bentley; los avispados ojos castaños del doctor Rushman observándome tras sus gafas de montura metálica mientras me auscultaba con el estetoscopio. El doctor Rushman me había dado una pastilla pequeña de color naranja —Xanax, pensé, no sin darme cuenta de la ironía—, y yo había permitido que su sabor amargo se disolviera en mi lengua antes de dejarme envolver por la más absoluta oscuridad. Había dormido todo el día. A la una de la madrugada abrí los ojos y encontré a Michael adormilado junto a mí. Era una de las pocas veces en que estaba despierta mientras él dormía.
Me levanté de la cama, bajé a la cocina y me preparé una taza de café. Encendí mi iPod, me puse los auriculares y salí a nuestro enorme patio de piedra. A medida que las horas fueron pasando, yo tumbada en una chaise longue admirando las primeras pinceladas de color iluminando el cielo, me di cuenta de que cada vez me encontraba mejor. Tal vez fuera debido al Xanax, pero sospechaba que había algo más, algo más poderoso tratando de abrirse paso entre el miedo y la confusión: mi instinto de supervivencia. Había conseguido escapar de la vida triste y gris que se había apoderado de mis padres. Había creado mi propia empresa de la nada, había aprendido a publicitarla y a descifrar los distintos impuestos por mi cuenta. Y había soportado la implacable soledad de mi matrimonio. Sin duda era mucho más fuerte de lo que creía.
Y entonces la voz de Renée Fleming sonó a través de los auriculares.
Creo sinceramente que Renée es la mejor cantante de ópera del mundo. Tiene el pelo rubio y abundante, unos ojos sabios y azules y una cara que combina fuerza y dulzura a partes iguales. Pero no es su belleza lo que la hace tan especial. Es soprano lírica, lo cual significa que su voz es dulce, más que, no sé, Maria Callas, por ejemplo, cuyos tonos eran más fríos. Mucha gente opina que la Callas era mejor, o incluso Beverly Sills, pero en cuanto escuchas a Renée cantar por primera vez… Es imposible no caer bajo su embrujo. Lo mejor de todo es que parece una mujer normal, una amiga de toda la vida que un día se queja de los kilos de más que ha cogido durante las vacaciones y otro discute sobre quién está más bueno, si John Cusack o John Mayer.
Pero la forma en que trabaja su voz… El entrenamiento al que se somete dejaría en evidencia a cualquier atleta olímpico. Contorsiona su cuerpo en posturas que recuerdan al yoga para asegurarse de que puede alcanzar las notas más agudas mientras se toca la punta de los pies o permanece tumbada en el suelo, con todos los músculos de su cuerpo relajados. Memoriza páginas y páginas del libreto en todo tipo de idiomas que ni siquiera conoce, y cuando está en el escenario, controla la respiración y repasa mentalmente la pronunciación en otros idiomas y lo sintetiza todo con gestos y movimientos que haría su personaje; todo ello sin que su gloriosa voz deje de llegar hasta la última fila del recinto ni un instante. Solo pensar en ello me deja sin respiración.
Pero hace un tiempo, Renée estuvo a punto de tirar a la basura todos esos años de entrenamiento y abandonar los escenarios para siempre. Su matrimonio se fue al garete cuando aún estaba criando a sus dos hijas. De pronto un día, sin previo aviso, tuvo su primer ataque de ansiedad en medio de una representación. Le aterrorizaba la posibilidad de no poder interpretar canciones que había cantando docenas de veces. Le daba miedo fallar. Temblaba como una hoja antes de cada representación, e intentaba contener el terror con todas sus fuerzas porque sabía que era el peor enemigo para su voz. Entonces, una noche actuó en La Scala y todo fue mal. El director de la orquesta se desmayó en plena representación. Y algunas personas del público —no muchas, pero las suficientes para que se les escuchara— empezaron a abuchearla. ¿Te lo imaginas? Estás pasando por un divorcio, te preocupa que tu voz pueda fallar por culpa del miedo, has empezado a tener ataques de pánico e incluso has sopesado la posibilidad de dejarlo todo y esconderte en algún lugar remoto. Y un día estás bajo los focos, los focos de una ópera, ni más ni menos, y la gente empieza a abuchearte. ¿Tú no lo dejarías? ¿No saldrías corriendo del escenario para no volver jamás?
Pero Renée siguió poniéndose sus maravillosos vestidos y practicando la respiración, y descansó la voz en los días de las grandes actuaciones. Nunca intentó huir. Hoy en día sigue cantando, en las lenguas de Puccini, Strauss y Bizet.
Seis meses después de ser abucheada en La Scala, Renée volvió y cantó como nunca lo había hecho. El público se puso en pie y la ovacionó durante varios minutos.
Mientras la escuchaba y veía cómo salía el sol, me dije que si ella había podido aguantar tanto —aguantar y triunfar—, quizá yo también podría superar mis problemas.
No pensaba quedarme sentada sin hacer nada mientras mi marido dictaba la dirección que debían seguir nuestras vidas. Había llegado el momento de empezar a trazar mi propio plan. En aquel momento solo tenía dos opciones: podía intentar convencer a Michael para que cambiara de idea, o podía llamar al abogado cuya tarjeta guardaba en la cartera y pedirle que impugnara el contrato prenupcial. Sabía que se trataba de un contrato sólido como una piedra —yo misma me había asegurado de ello—, pero seguro que un buen abogado podría encontrar un resquicio legal, o invalidarlo ante un juez. Quizá no tendría derecho a todo el dinero de Michael, pero sí a un buen pellizco.
Ojalá no hubiera sido tan inflexible con el tema de mantener nuestras finanzas separadas, me dije, cubriéndome la cara con las manos. No quise que mi nombre apareciera en las escrituras de ninguna de las dos casas que teníamos. Michael se había hipotecado para aprovecharse de los beneficios fiscales, y una parte de mí no acababa de creerse que las cosas le fueran tan bien. En cierto modo, supongo que esperaba que en cualquier momento el suelo cediera bajo nuestros pies, y no quería resultar herida en la caída. Me daba vergüenza admitirlo, pero quería disfrutar de todos los lujos de nuestro estilo de vida sin ser responsable de ninguno de ellos. Ahora tanta precaución se había vuelto en mi contra.
Apoyé la cabeza en el respaldo y me imaginé pidiéndole el divorcio a Michael. ¿Qué le diría? ¿Qué cara pondría él? No sabía qué sentiría al alejarme de él, seguramente porque llevábamos tanto tiempo juntos. Tal vez podría aprender a ser feliz sin mi marido.
Cuando Renée terminó de cantar, me levanté, apagué el iPod y volví a la cama. Sabía que necesitaría fuerza para lo que me esperaba.
—Te juro que estoy bien —le dije a Isabelle de vuelta al presente, manteniendo un tono de voz neutral. Ya la había asustado suficiente últimamente—. Ya me conoces. Solo intentaba ser el centro de atención.
—Oh, cariño, no sabes el miedo que he pasado —dijo Isabelle, y por su voz parecía que estuviera a medio camino entre el llanto y la risa—. Llamé ayer por la noche, pero Michael me dijo que seguías durmiendo.
—Creo que se me vino todo encima de golpe —le expliqué—. Nunca podré volver a entrar en una boutique y comprarme lo que quiera. Dios, si Michael se sale con la suya, ni siquiera podré permitirme entrar en un todo a cien.
—Entonces ¿de verdad lo ha hecho? —preguntó Isabelle.
—Sí —respondí—. Por eso está aquí y no en la oficina.
Oí un suave golpe en la puerta y cubrí el teléfono con la mano.
—Adelante, Naddy.
Pero no era Naddy. Era Michael cargado con una bandeja.
—Pensé que tendrías hambre —dijo, dejando la bandeja a mi lado, sobre la cama. Me había preparado tostadas con huevos revueltos y café. Los huevos parecían un tanto pasados… Michael había cogido unos cuantos lirios del jardín y los había colocado en un pequeño jarrón de cristal, en una esquina de la bandeja.
Y allí estaba: la prueba de que mi marido no me conocía lo más mínimo. Llevaba años sin comer tostadas; era el desayuno del infierno para los que vivíamos siendo conscientes de las calorías que nos llevamos a la boca.
Oh, Dios, ¿y qué más daba?, me dije mientras cortaba un trozo con el tenedor. Estaba grasienta y muy hecha, tanto que casi se deshizo en mi boca.
Así que Michael todavía recordaba que aquel era mi desayuno favorito. ¿Y qué? Necesitaría algo más que unos cuantos lirios marchitos para que le perdonara. De pronto las flores me hicieron recordar la noche de Isabelle.
—Hablemos de ti para variar —dije—. ¿Qué tal fue la cita?
Casi podía ver su sonrisa al otro lado del teléfono.
—Bien —respondió finalmente.
—Detalles —exigí.
—Fue maravilloso —me explicó emocionada—. Bueno, menos los momentos en los que no podía dejar de preocuparme por ti. Fuimos a cenar, y fue como si nos sentáramos y de pronto, al levantar la cabeza, nos habíamos quedado solos en el restaurante.
—Vaya —exclamé—. No te he oído hablar así de una cita desde… Bueno, nunca.
—Tenemos tanto en común —continuó—. Hasta el punto que los dos tuvimos un primer matrimonio fallido siendo muy jóvenes.
Isabelle se había casado al acabar la universidad para divorciarse solo seis meses más tarde. «¿Por qué dejan que la gente se case tan joven? —me preguntó una vez—. Casarse tendría que ser como sacarse el carnet de conducir: deberían darte una licencia provisional hasta los treinta y luego, si has demostrado ser capaz de evitar los golpes y los pequeños accidentes, entregarte el carnet de verdad».
—Le he hablado de ti —prosiguió Isabelle—. Es decir, sin darle los detalles ni nada. Pero cuando vino a buscarme se dio cuenta de que me pasaba algo, y yo no quería volver a cancelar la cita. El doctor Rushman dijo que seguramente dormirías toda la noche, así que pensé que no había nada que yo pudiera hacer…
—Ya has hecho suficiente —le dije, y lo sentía de verdad—. Háblame de Norm.
—¿Estás segura? —No esperó a que yo respondiera; no creo que pudiera. Las palabras se sucedían vertiginosamente, como la espuma que se derrama de una botella de champán—. Cuando llegamos, había un niño pequeño en la puerta del restaurante, y era tan mono, sentado en su carrito y hablando por uno de esos teléfonos móviles de mentira. Y de pronto se le cayó el teléfono y Norm lo recogió del suelo y se lo devolvió, y le dijo: «¿Señor? Creo que la llamada es para usted». Y el niño le dedicó una sonrisa enorme. Fue uno de esos momentos, ¿sabes?
—Parece muy majo —dije. Vaya. ¿Desde cuándo Isabelle era tan efusiva? ¿Mi Isabelle, la mujer directa e inteligente y divertida que nunca se mostraba efusiva?
—¿Sabes qué? No es perfecto —continuó emocionada—. Sospecharía de él si lo fuera. Tiene la nariz un poco grande y es bastante torpe. Estuvo a punto de tropezar cuando entramos en el restaurante. Pero así parece…, no sé, más real. Luego en el coche, de camino a casa, canturreó las canciones que sonaban en la radio, y tiene una voz horrible, pero no le importaba. Así que canté con él, y ya sabes que nunca canto en público. Mi voz es delito en los cincuenta estados.
Permanecí allí, cómodamente sentada mientras las tostadas se enfriaban, escuchando. Isabelle había salido con docenas de hombres desde que la conocía —siempre revoloteaban a su alrededor, atraídos por su belleza y por su dinero, y algunos, los más seguros de sí mismos, por su inteligencia—, sin embargo ella siempre se deshacía de ellos después de unas cuantas citas. Ya casi me había hecho a la idea de que mi amiga se quedaría para vestir santos. A medida que mi relación con Michael se fue volviendo más y más distante, imaginé secretamente un futuro en el que ambas estaríamos solteras y en el que nuestra amistad sería más profunda con el paso de las décadas. Iríamos juntas al médico cuando nos pusiéramos enfermas, nos quejaríamos de la artritis mientras nos mecíamos en sendas mecedoras y nos reiríamos a carcajadas cada vez que le gritáramos «Hijo, ¿podrías traernos algo para beber?» a uno de los jóvenes musculados que Isabelle contrataría para limpiar la piscina.
Me alegraba por Isabelle —¿verdad?— pero me perseguía un vergonzoso sentimiento de traición. Estábamos tan unidas… Hablábamos por teléfono una o dos veces todos los días. Nos sentíamos tan a gusto en casa de la otra como en la nuestra propia, lo cual se traducía en que yo me preocupaba tanto por no rayar los muebles antiguos o tirar uno de los jarrones de valor incalculable al suelo como si estuviera en mi propia casa. Incluso había jugado con la idea de quedarme en casa de Isabelle, si al final acababa dejando a Michael, hasta que decidiera qué haría a continuación.
—¿Tienes intención de volver a verle pronto? —pregunté, y aparté la bandeja de Michael a un lado. Había perdido el apetito.
—Pasado mañana —respondió ella—. Me ha preparado una sorpresa. Solo me ha dicho que vista ropa cómoda y que me recogerá a la hora de la comida. ¿Crees que está mal que haya buscado su nombre en Google? Tenía que asegurarme de que no esté en bancarrota o algo así como… —De pronto la voz de Isabelle se detuvo en seco.
Rompí el silencio tan deprisa como pude.
—Sé a qué te refieres.
—No es que no tener dinero sea algo tan terrible —se disculpó Isabelle—. Solo quería asegurarme de que eso no era lo único que buscaba en mí.
Allí estaba: una nota de vergüenza tiñendo su voz. El primer signo de que entre nosotras empezaba a abrirse una fisura.
Podríamos discutir sobre si una verdadera amistad resiste cualquier prueba, si las cosas superficiales deben importar o no, pero sabía de primera mano que emociones como la envidia, la pena y la culpabilidad eran un cáncer para la amistad. Si lo intentaba con todas mis fuerzas, ¿sería capaz de ignorar los celos que sintiera cada vez que viera a Isabelle viviendo la vida que hasta hacía tan poco había disfrutado yo? ¿Qué pensaría Isabelle si, en lugar de quedar en un restaurante de cinco tenedores, lo hiciéramos en la charcutería de la esquina? ¿Le importaría? Seguramente no, al menos al principio, pero yo misma había estado al otro lado de la ecuación hacía apenas unos años, cuando Michael había pasado de deber dinero a todo el mundo a ser asquerosamente rico, y yo seguía echando de menos la amistad que habíamos perdido entonces.
Me prometí que no volvería a pasar. Isabelle era demasiado importante para mí.
—No digo más que tonterías —añadió—. ¿Qué planes tienes para hoy?
—Oh, cuéntame más cosas de tu cita de anoche —insistí, inyectando entusiasmo en mi voz—. ¿Qué te pusiste al final?
Mientras reconducía la conversación de vuelta a terreno seguro, Michael entró en la habitación de puntillas y se llevó la bandeja. Había una nota detrás del jarrón de flores que no había visto hasta entonces, que se cayó sobre la cama cuando recogió la bandeja.
«Te quiero desde el primer momento en que te vi —decía—. Por favor, dame otra oportunidad».
Arrugué la nota con la mano sin importarme si Michael lo veía. Quería hacerle daño. Estaba destrozando toda nuestra vida.