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La primera vez que mi marido Michael murió, yo caminaba por un suelo de mármol recién encerado, subida en unos Stuart Weitzman de ocho centímetros y sosteniendo una bandeja de pastelitos con gesto tembloroso.

Tembloroso por culpa de una sobredosis de azúcar —al fin y al cabo, alguien tenía que sacrificarse y probar los pastelitos—, no porque me preocupara resbalar y tirar la bandeja, aunque los pastelitos no fueran la típica receta simplona sacada de un programa de televisión. Se trataba más bien de pequeñas obras de arte de chocolate fundido y pimentón picante, coronadas cada una con un nombre distinto dibujado con pan de oro comestible.

Pastelitos decadentes a modo de tarjeta repartidos por las mesas redondas que rodeaban la pista de baile; la clase de detalle que me mantenía en la cresta de la ola de la organización de fiestas. Aquella noche íbamos a recaudar medio millón de dólares para la Compañía de Ópera de Washington, o quizá más, si los camareros seguían rellenando las copas de vino y champán, tal y como les había ordenado.

—¡Julia!

Dejé la bandeja sobre una mesa con cuidado y me di la vuelta en busca del inquieto ayudante de florista, que era quien acababa de llamarme por mi nombre.

—El encargado del catering quiere bajar los centros de mesa —exclamó, la angustia prácticamente brotándole por los poros. Y no le culpaba. Yo también temía a su jefa en secreto, una mujer pequeña y un tanto brusca con algo más que un leve atisbo de bigote.

—Las flores no se tocan —respondí, tratando de parecer tan dura como Clint Eastwood, suponiendo que este se enzarzara alguna vez en una discusión sobre la longitud apropiada de los lirios de agua.

Mi teléfono móvil sonó y me dispuse a contestar la llamada, observando distraídamente el nombre que aparecía en la pantalla. Era mi marido, Michael. Me había enviado un mensaje unas horas antes para avisarme de que le había surgido un viaje de negocios y se perdería la cena de cumpleaños que mi mejor amiga me había organizado para finales de mes. Si Michael hubiera tenido una amante, quizá me habría resultado más fácil competir con ella, pero su empresa ocupaba su mente y atraía toda su atención con más efectividad que cualquier modelo de Victoria’s Secret estratégicamente hidratada. Hacía tiempo que me había resignado a que el trabajo me sustituyera como el verdadero amor de Michael. Ignoré la llamada y volví a guardar el móvil en el bolsillo.

Más tarde, claro está, supe que no había sido Michael quien me había llamado, sino su asistente personal, Kate. Para entonces, mi marido ya se había incorporado a la cabeza de la mesa de la sala de juntas de su empresa, había abierto la boca para hablar y se había desplomado sobre el suelo enmoquetado de la oficina, todo en el tiempo exacto en que yo atravesaba la pista de baile a unos cuantos kilómetros de allí.

El ayudante de florista desapareció como una exhalación para ser reemplazado al instante por un vigilante de seguridad de cabello cano y aspecto de abuelo bonachón que trabajaba para la joyería The Little Jewellery Box.

—¿Señorita? —se dirigió a mí con gesto educado.

Agradecí en silencio a las máscaras de oxígeno y a los reflejos de color caramelo que aquel hombre no me hubiera llamado señora. Estaba a punto de cumplir treinta y cinco, lo cual significaba que no podría librarme para siempre de las manchas en las manos propias de las mujeres de cierta edad, pero mi intención era deshacerme de ellas en cuanto me fuera posible.

—¿Dónde quiere que las deje? —preguntó el vigilante, señalando una docena de cajas rectangulares que llevaba sobre una bandeja envuelta con terciopelo negro. Las cajas estaban forradas de un papel color plata idéntico al de la pistola que colgaba de su generosa cadera.

—Sobre la mesa de exposición, junto a la puerta principal, por favor —respondí—. La gente debe verlas tan pronto como llegue. —Los asistentes a la gala pujarían miles de dólares para ganar una de aquellas chucherías, aunque solo fuera para demostrar a todo el mundo que podían permitírselo. El vigilante seguramente era un policía retirado, que trataba de ganar un dinero extra para complementar su pensión, y yo sabía a ciencia cierta que tenía órdenes de no perder aquellas cajas de vista en toda la noche.

—¿Le apetece tomar algo? ¿Tal vez un café? —le ofrecí.

—Será mejor que no —respondió él con una sonrisa irónica en los labios. Era más que posible que el pobre hombre prefiriese no beber nada porque la joyería no le dejaba tomarse ni un mínimo descanso para ir al servicio. Asentí y me dije que le prepararía unos cuantos platos para que se los llevara a casa.

Mi BlackBerry vibró justo cuando empezaba a colocar los pastelitos en la mesa presidencial, mientras debatía mentalmente el problemilla del gurú de los videojuegos que aparentaba y actuaba como un chaval de trece años impaciente por recibir la siguiente dosis de su tratamiento para el trastorno por déficit de atención con hiperactividad. Había decidido sentarlo entre una senadora y el copropietario del equipo de baloncesto de los Washington Blazes. Ambos eran muy altos, de modo que podrían hablar por encima de su cabeza sin ningún problema.

En aquel preciso instante, una docena de ejecutivos se levantaban de sus sillas de cuero para arremolinarse junto al cuerpo inerte de Michael. Se gritaban los unos a los otros tratando de decidir quién llamaba a emergencias —al fin y al cabo, estaban acostumbrados a dar órdenes, no a recibirlas— y preguntando si alguien conocía las maniobras de reanimación.

Mientras yo permanecía de pie en el centro de la sala, alisando las arrugas de una servilleta con la mano e inhalando el dulce aroma de los lirios de agua, un representante de la Compañía de Ópera de Washington, de rostro aniñado, comunicaba la peor de las noticias imaginables:

—Melanie tiene dolor de garganta —anunció con gesto sombrío.

Me dejé caer en una silla entre suspiros y me quité los zapatos con la esperanza de descansar los pies, aunque solo fuera un segundo. Genial. Melanie era la soprano estrella que debía cantar una selección de Orfeo ed Euridice en menos de una hora. Si las copas rebosantes no eran suficiente para arrancar cuantiosos cheques de los bolsillos de los asistentes, la voz de Melanie, lírica e impresionante, se ocuparía de ello. Aquella noche la necesitaba desesperadamente.

—¿Dónde está? —pregunté.

—En una habitación del hotel Mayflower —respondió el representante de la compañía.

—¡Oh, mierda! ¿Quién le ha reservado la habitación?

—Mmm… yo —dijo él—. ¿Hay algún prob…?

—Consíguele una suite —le interrumpí—. La más grande que tengan.

—¿Por qué? —insistió, arrugando su respingona y confusa nariz—. ¿Por qué la ayudará eso a encontrarse mejor?

—¿Cuál es su nombre? —pregunté.

—Patrick Riley.

Lo suponía; ponle un trébol en la solapa y podría haberse tratado del chico del póster de ¡Bienvenido a Irlanda!

—Patrick, ¿cuánto tiempo lleva trabajando para la ópera? —le pregunté amablemente.

—Tres semanas —admitió él.

—Confíe en mí. —Melanie necesitaba drama en su vida del mismo modo que los demás no podríamos vivir sin agua. Si la hidrataba ahora con una gran escena, Melanie se recuperaría milagrosamente y olvidaría su gran escena de aquella noche.

—Envíele un humidificador —continué mientras Patrick sacaba con rapidez una libreta y anotaba a toda velocidad, diligente como un reportero persiguiendo la historia que le hará famoso—. No, ¡que sean dos! Consígale pastillas de regaliz, una manzanilla con miel, lo que se le ocurra. Si Melanie quiere un masaje linfático, haga que el conserje del hotel lo prepare de inmediato. Tenga. —Saqué mi BlackBerry y busqué el nombre de mi médico de cabecera—. Llame al doctor Rushman. Si no puede ir él mismo, que envíe a alguien que sí pueda.

El doctor Rushman se ocuparía de Melanie, de eso estaba segura. Dejaría lo que estuviera haciendo en cuanto supiera que era yo quien le necesitaba. Se trataba del médico del equipo de baloncesto de los Washington Blazes.

Mi marido, Michael, era otro de los copropietarios del equipo.

—Hecho —dijo Patrick. Clavó la mirada en mis pies, se sonrojó y acto seguido desapareció a la velocidad del rayo. Probablemente por culpa de la visión de mi dedo gordo; suele tener ese efecto en los hombres.

Terminé de colocar el último pastelito antes de comprobar los mensajes en mi móvil. Para cuando hube leído los correos electrónicos de Kate intentando averiguar desesperada si a Michael le habían diagnosticado recientemente alguna enfermedad tipo epilepsia o diabetes que tal vez hubiésemos mantenido en secreto, todo había acabado.

Mientras un enjambre de ejecutivos vestidos de Armani revoloteaba alrededor de mi marido, Bob, el chico del correo, echó un vistazo a la escena y salió disparado pasillo abajo, dejando tras de sí una nube de sobres blancos como confeti. Corrió hacia la mesa de la recepcionista y encontró el desfibrilador portátil que la empresa donde trabajaba Michael había comprado hacía apenas seis meses. Luego regresó a la carrera, rasgó la camisa de mi marido, puso la oreja sobre su pecho para confirmar que su corazón había dejado de latir y a continuación le colocó los parches adhesivos. «Analizando… —dijo la voz electrónica de la máquina—. Se recomienda aplicar descarga».

La ópera italiana Orfeo ed Euridice es una historia de amor. En ella, Eurídice muere y su apenado esposo viaja al Inframundo para intentar devolverle la vida. Melanie la soprano iba a cantar la desgarradora aria en la que Eurídice se encuentra suspendida entre los mundos gemelos de la Muerte y la Vida.

Quizá no debería de haberme sorprendido que el aria de Eurídice sonara en mi cabeza mientras Bob, el chico del correo, se inclinaba sobre el cuerpo de mi marido, administrando descargas al corazón de Michael hasta que finalmente empezó a latir de nuevo. Porque en ocasiones siento que los grandes momentos de mi vida, del primero al último, están secretamente conectados a las maravillosas y ancestrales historias de la ópera.

Cuatro minutos y ocho segundos. Es el tiempo que mi marido, Michael Dunhill, estuvo muerto.

Cuatro minutos y ocho segundos. Es el tiempo que necesitó mi marido para convertirse en un completo extraño.