INTRODUCCIÓN

En tiempos heroicos se decía que la clase obrera iba al paraíso, así que los restos de Marcelino Camacho descansarán ya en ese idílico lugar que cada uno concibe a su manera. La situación ha dado un giro radical desde que el joven Marcelino se hizo comunista para luchar contra las injusticias que padecía su familia.

Un esforzado sindicalista, en la actualidad, no es el que se enfrenta al patrón, sino el que facilita la vida al empresario. Las nuevas relaciones laborales exigen empleados productivos, dóciles y, a ser posible, indefensos. La salvación ya no es colectiva, sino individual y, además, ya no están los de arriba frente a los de abajo, sino los instalados frente a los excluidos del sistema. Desde su particular infierno, el parado sueña que el paraíso es un puesto de trabajo. Movimiento obrero, clase trabajadora o lucha reivindicativa son expresiones arcaicas que han sido reemplazadas por una hojarasca de eufemismos como mercado laboral, capital humano, fuerza de trabajo, capacidad competitiva, desarrollo de competencias, moderación salarial, poder adquisitivo y una serie de palabras de apariencia conciliadora como temporalidad, retos, incertidumbre, flexibilidad, riesgo y otras muchas con las que nos han familiarizado a la fuerza.

La situación económica y financiera vuelve a ser, si es que alguna vez dejó de serlo, comprensiva con el ganador y despiadada con el perdedor. Se impone, de nuevo, la idea insolidaria de que cada cual se hace a sí mismo y se merece su destino. Nos encontramos en uno de esos periodos regresivos en los que se cumplen las peores expectativas. En la última década del pasado siglo tuvimos la sensación de que el progreso era imparable. Caían regímenes dictatoriales y la democracia se extendía por el mundo, al tiempo que se producían grandes avances científicos y tecnológicos. Todo parecía indicar que, algún día, la prosperidad y la riqueza se distribuirían de forma equitativa y alcanzarían a los sectores más necesitados, hasta acabar con las odiosas desigualdades. Era una percepción muy arraigada, sobre todo, en una España en la que, tras las penurias de la larga dictadura y la vacilante transición, habíamos alcanzado una democracia estable con un relativo bienestar económico.

Y, de pronto, parece que la historia se cansa de avanzar y decide dar unos cuantos pasos atrás. El muro de Berlín fue derribado y desapareció la Guerra Fría, pero, a cambio, entramos en guerras calientes. El terrorismo islamista nos retrotrae a las cruzadas y el Vaticano demoniza asuntos sociales y avances científicos. Aún no se ha abolido la esclavitud en muchos talleres textiles de los países del sur y en los del norte hemos perdido derechos laborales. Las mujeres siguen siendo víctimas de costumbre retrógradas, de amenazas integristas y de muertes violentas. La juventud vive un presente hostil y un futuro sombrío. Su herencia es un mundo inquietante donde prevalecen la ley del más fuerte y el sálvese quien pueda. Quizá se trate de una percepción exagerada, pero se aproxima a una realidad que invita, más que a luchar, a salir corriendo.

De ahí la curiosidad hacia esos seres extraordinarios que, en circunstancias adversas, ni se someten ni se doblegan. Marcelino Camacho murió a los noventa y dos años, sin domesticar, venerado por su mujer, Josefina, por sus hijos, Yenia y Marcel, y por los camaradas que le acompañaron hasta el fin de sus días. Pertenece a una clase de héroes humildes que luchan, resisten y no ganan. Más interesantes que los otros, los vencedores, los que consiguen cruces y medallas por un acto de valor supremo que surge de un arrebato emocional mezcla de coraje, inconsciencia y enajenación. No resto méritos a los que se merecen condecoraciones por un acto heroico, pero sus hazañas suelen ser más solitarias que solidarias. Para el común de los mortales sus proezas tienen algo de inhumanas. Es más admirable la resistencia pacífica, obstinada y tenaz, que la arrogancia de cualquier acción ofensiva o violenta. Los primeros, los resistentes, son los que dan el relevo para que los demás sigan avanzando.

No sabemos cómo reaccionar frente a una persona que se juega la vida por una causa, por una idea, por los demás, por la dignidad de un pueblo. Admiramos su generosidad, parece invulnerable, pero nos abruma su grandeza. «Quizá las generaciones venideras duden alguna vez de que un hombre semejante fuese una realidad de carne y hueso en este mundo», dijo Einstein sobre el valeroso y resistente Mahatma Gandhi. Nos desconcierta que una persona de raza negra, solitaria y desamparada, como Rosa Park, se siente en el lugar destinado a los blancos en un autobús de Alabama, aguante que la echen a patadas y su gesto, en apariencia insignificante, dé lugar al triunfo de la ley contra la discriminación racial por la que dio su vida Martin Luther King.

Cómo entender que gente de apariencia frágil, como la birmana Aung San Suu Kyi, premio Nobel de la Paz, hija de otro héroe nacional que fue asesinado tras firmar el tratado de independencia con los británicos, continúe su lucha pacífica por la democratización de su país, a pesar de que ha sido privada de libertad durante largos años.

¿De qué pasta están hechos los héroes que soportan huelgas de hambre, torturas y años de cárcel? Resisten por encima de toda lógica, independientemente de su triunfo o su fracaso personal, luchan para derrotar la esclavitud, el racismo, la discriminación, el fanatismo religioso, en definitiva, por solidaridad con las víctimas sojuzgadas, avasalladas, oprimidas o esclavizadas por cualquier clase de tiranía.

Bajo la dictadura franquista, se dieron muchos casos de personas heroicas que olvidaron sus propios intereses y se jugaron la vida para proteger a los más débiles. En este libro no me refiero tanto a su ideología como a las privaciones que tuvieron que sufrir para alcanzar la democracia y la libertad. Habrá quien se pregunte si mereció la pena tanto sacrificio para llegar a esto.

Seamos generosos y reconozcamos el valor de los que sufrieron directamente la represión, más allá de sus posibles errores políticos o de su intransigencia en determinadas circunstancias, aunque ocupen un papel modesto, apenas un par de líneas en la historia. Al primer secretario general de Comisiones Obreras se le ha juzgado con exceso de rigor desde la izquierda y la derecha, pero ya nadie pone en duda su valor.

Quiero personalizar esta historia de lucha permanente e inacabada en una mujer que para las nuevas generaciones será, probablemente, una completa desconocida. Se llama Josefina Samper, es viuda de Marcelino Camacho y en las siguientes páginas irá recordando los momentos inolvidables, tristes, dramáticos y alegres de las seis décadas que vivió junto al líder sindical. Es una mujer tenaz y resolutiva, como lo fue su marido, comprometida políticamente desde niña, republicana y luchadora. Sus testimonios sobre la resistencia sirven de guía para reflejar la dureza de la vida clandestina en plena erosión del régimen franquista, los esfuerzos de quienes lucharon a cara descubierta contra la dictadura, los acontecimientos que la censura trató de ocultar y los sueños que se perdieron por el camino de la libertad.