Nadie pudo con ellos. Es una conclusión elemental, pero cargada de significado. He recorrido una parte de la vida de Marcelino Camacho y la época más difícil que le tocó vivir, de la mano de Josefina Samper, ochenta y cuatro años, su compañera, su esposa, la madre de sus hijos, luchadora incansable por la libertad. A través de sus sentimientos, expresados de forma humilde, enérgica y rotunda, doy por satisfechas muchas de mis curiosidades iniciales. Espero que también las del lector.
¿Qué les sucede a las personas acostumbradas a llevar una doble vida, a contar mentiras vitales, a inventar estratagemas para ocultar o justificar sus actos ante su perseguidor, en este caso, un poderoso enemigo político? ¿Cómo influye en su mentalidad el hecho de sentirse durante tantos años vigilados, investigados, amenazados? ¿Por qué se mantienen firmes, tenaces e invulnerables y, en la mayoría de casos, si no acaban con ellos violentamente, sobreviven durante largos años contra viento y marea? Marcelino Camacho llegó a los noventa y dos años después de vivir en condiciones de extrema dureza y arrastrar una salud precaria durante toda su vida. Nos quedan aún muchos luchadores resistentes y longevos, tanto en el caso de los hombres como en el de las mujeres.
Hace falta una especial fortaleza para construir la propia vida. Los pensadores antiguos decían que la fortaleza tiene dos componentes: la valentía, que es el valor del comienzo, del lanzarse, del atreverse, y la resistencia, que es la virtud de la continuación, la que ayuda a soportar el desgaste producido por el tiempo. Platón ya distinguía entre el coraje de emprender y el coraje de perseverar en la obra emprendida. Esa constancia es lo que llamamos fidelidad; una actitud menos espectacular y más callada, que se enfrenta a dos enemigos peligrosos y difíciles de vencer: el peligro y el cansancio.
«Ni nos domaron, ni nos doblegaron, ni nos van a domesticar». Ésa fue la respuesta de Camacho a los años de cárcel y hostigamiento. ¿Cuál es el secreto de esa fortaleza que tienen algunos hombres y mujeres? Ojalá conociera la respuesta. Los psicólogos hablan de resiliencia, la capacidad de soportar los embates de la fortuna y reponerse con rapidez, pero dicha característica psicológica no lo explica todo. Es cierto que puede haber una especie de tozudez en no abandonar, de amor propio, de impulso ciego. Sartre decía: «A los once años ya sabes si te someterás o te rebelarás». Pero tiene que haber algo más. La resistencia obedece a una vocación de dignidad, que es siempre una vocación de libertad. Por eso «resistencia» y «dignidad» son dos palabras que se apoyan mutuamente y que, unidas, sirven como lema vital: «Resistencia y dignidad».
Esa firmeza está tejida a base de una humilde sucesión de actos minúsculos de valor. Marcelino Camacho, como todos los que lucharon en la clandestinidad, vivió una situación de amenaza permanente; todos ellos tuvieron que adquirir hábitos de precaución, vivir una doble vida. La palabra «clandestino» fue durante mucho tiempo una cualidad sospechosa, que significaba «lo que se hace a espaldas de la ley». Se convirtió en un término positivo cuando los partisanos, guerrilleros y maquis se agruparon para combatir heroicamente contra el nazismo, el fascismo y el franquismo.
La resistencia adquirió tintes de leyenda, porque entre sus filas se infiltraron personajes literarios y cinematográficos, los llamados emotion seeker, que buscaban la excitación del riesgo. Pero nuestros resistentes obreros no eran «buscadores de emociones», sino luchadores cabales que convivían con el miedo, sin disfrutar de la excepcionalidad del aventurero.
Vivían tiempos de apodos, de escondites, de precauciones. Lo narra con precisión poética José Antonio Labordeta, que participó en la lucha antifranquista desde su condición de profesor, artista e intelectual:
Éste ha sido el itinerario de la mayoría de las gentes que anduvimos por este país desde mediados de los años treinta hasta mediados de 2010. Nacimos bajo la desastrosa situación de un grito a lo Genovés y seguimos en esa misma situación setenta años después, creyendo que todo iba a ir mejor y sin darnos cuenta de que la clandestinidad fue nuestro estado natural.
Y describe cómo sobrevivieron a duras penas los vencidos, escondiéndose en los lavabos de los cines antes de la proyección del NO-DO (Noticiario y Documentales Cinematográficos) para liberarse de la penosa obligación de cantar el Cara al sol, el himno de los vencedores de la guerra. Desarrollaron ciertas destrezas. Escabullirse, evadirse, soñar… Pasar de mano en mano los libros prohibidos y organizar lecturas clandestinas con los de Alberti, Lorca, Vallejo, Hernández… y el resto de los poetas perseguidos. Miradas huidizas y el desasosiego que provoca la constante necesidad de disimular que estás en contra de la impostura.
Con el paso del tiempo, los militantes comprometidos de la clase obrera vivieron en una difícil clandestinidad visible, incierta legalidad ilegal, en la que fueron ejerciendo una peculiar lucha no violenta. Los de las primitivas comisiones obreras fueron infiltrando su sindicato en los sindicatos oficiales y lograron vencer en la carrera contra el tiempo.
Añade interés y complejidad a la figura de Camacho el hecho de que fuera un organizador, un dirigente, un líder. Hay líderes decentes e indecentes. Los indecentes se aprovechan de la energía de los demás. Los decentes aumentan sus posibilidades, despiertan el ánimo, suscitan un cierto optimismo, son capaces de inventar la esperanza y de movilizar a los inmóviles.
«La tarea fundamental del líder es despertar los sentimientos positivos de sus subordinados, es decir, producir el clima emocional positivo indispensable para movilizar lo mejor del ser humano. La tarea fundamental del liderazgo es emocional», dice Daniel Goleman. Pero en cada momento debe fomentar emociones distintas: unas veces la indignación, otras el entusiasmo, y siempre, más aún en tiempos difíciles, la confianza. Hay un liderazgo basado en el convencimiento, en la argumentación, en la confianza, y también existen otros tipos de liderazgos carismáticos. Los dos provocan sentimientos. El primero es muy útil en momentos de miedo o turbación; otorga a sus seguidores un efecto de calma, de seguridad, y les hace creer que están en buenas manos. Los carismáticos, sin embargo, despiertan sentimientos movilizadores, para bien o para mal. Puede haber líderes perversos que, a veces, excitan el odio, el deseo de humillación o de venganza, como en el caso de Hitler. Otros, con el carisma de Churchill, despiertan un sano sentimiento de orgullo. Lo único que tienen en común es su capacidad de movilizar, de conducir a la acción, de despertar energías dormidas. También hay líderes para emprender y líderes para resistir. La historia de Comisiones Obreras demuestra que Marcelino Camacho fue líder en los dos sentidos. Camacho, sobre todo en sus últimos años, provocaba un sentimiento de serenidad; plagiando el eslogan de François Mitterrand, de «fuerza tranquila».
Hay vidas casuales y vidas elegidas. Todo depende de cómo resuelvan la inevitable pugna entre el proyecto personal y la situación. La manera de dar respuesta a este problema es lo que convierte cada biografía en una breve aventura, apasionante y única. Nos transforma a todos en dramaturgos, porque tenemos que escribir el argumento de nuestras vidas con lo que nacemos y con lo que se nos impone. En las vidas casuales, vence la situación, que no es nunca elegida; en las vidas decididas, el proyecto se impone a veces con facilidad, pero otras de manera esforzada e incluso heroica. El modo de hacerlo puede ser, precisamente, empeñándose en cambiar la situación en la que se vive.
En algunas vidas, y creo que la de los personajes que aparecen en este libro es un buen ejemplo, el proyecto vital íntimo se centra precisamente en ese objetivo público: mejorar la situación. Hay entonces un vaciado de lo privado en lo público, de lo íntimo en lo social, del proyecto personal en el proyecto político, que plantea un difícil problema: ¿Cómo separar la persona del personaje? ¿Cómo desmitificar el mito? ¿Cómo humanizar a un símbolo? No me he limitado a dar una visión panorámica. He querido compaginarla ampliando mucho el zoom, porque, desde la distancia, una vida como la de Marcelino Camacho puede reducirse a un esquema de Wikipedia, y entonces todo parece sencillo. Los resúmenes siempre olvidan el minucioso entramado de la realidad. Simplifican, a pesar de que la vida es prolija, reiterativa y minuciosa.
El heroísmo de lo cotidiano es pesado, da lo mismo que se refiera al ama de casa que al líder de una nación. Los momentos de gloria, si son merecidos, se edifican sobre horas de oscuridad. La narración de los acontecimientos que nos ha recordado Josefina Samper se confunde con el relato del turbulento mundo que les rodeaba. Su vida transcurría junto a Marcelino, tejiendo y luchando en un mundo hostil, en el que resultaba muy difícil sobrevivir. Pero ellos lo lograron.
Dicen que para conseguir una vida larga y fructífera hace falta comprometerse con valores generosos y trascendentes, porque dicha actitud, al proporcionarnos un sentido, nos saca del ensimismamiento, del narcisismo, y nos libera de la insignificancia. Un resistente como Viktor Emil Frankl construyó su terapia vital sobre esta búsqueda del significado. Y ya que lo menciono, recordaré que es uno de los mejores ejemplos de resistencia y dignidad. Frankl, que vivió durante casi un siglo (1905-1997), fue un neurólogo y psiquiatra austríaco, de origen judío, militante socialista en su juventud, perseguido y hecho prisionero por los nazis, deportado en los campos de concentración de Theresienstadt, Auschwitz y Dachau. Vio cómo destruían todo lo que valía la pena. Sus padres, su hermano y su esposa fueron enviados a las cámaras de gas. La única persona de su familia que se salvó del exterminio fue su hermana.
Frankl resistió el dolor, superó la desolación y fue liberado por las tropas norteamericanas en 1945. Cuando pudo regresar a casa, escribió un libro sobre el holocausto, digno de ser leído: El hombre en busca de sentido. Narra la historia íntima de un campo de concentración, protagonizada por uno de sus supervivientes. No se limita a contar, una vez más, los grandes horrores, sino los pequeños tormentos cotidianos de una legión de víctimas desconocidas y olvidadas cuya presencia ignoraba todo el mundo. Seres humanos que no tenían «nada que perder excepto su ridícula vida desnuda». Una vez más, me pregunto: ¿Por qué hay personas capaces de trascender y elevarse por encima de un destino atroz y otras, sin embargo, se comportan como sabandijas? Los campos de exterminio fueron un excelente banco de pruebas vital, donde convivían los que inventaron las cámaras de gas con los que entraban en ellas con la cabeza erguida. «El hombre tiene dentro de sí ambas potencias; de sus decisiones y no de sus condiciones depende cuál de ellas se manifieste». Frankl encontró motivos para vivir y, a pesar de las condiciones de deshumanización y sufrimiento que soportó en los campos de exterminio, lo consiguió. Y después, además de publicar treinta libros traducidos a otros tantos idiomas, dar conferencias por todo el mundo, ser nombrado doctor honoris causa de veintinueve universidades internacionales y aprender a pilotar aviones, fue un gran escalador de montaña y dio clases en la Universidad de Viena hasta los ochenta y cinco años.
El nombre de Frankl, como el de Rita Levi y el de tantos otros que han aparecido en estas páginas, forma parte de esas vidas ejemplares por sus colosales méritos. Los griegos consideraron que contar las «vidas ejemplares» era la única pedagogía posible. No querían aplicar teorías, porque siempre son abstractas y nosotros somos demasiado concretos. Una buena manera de aprender es recuperar la memoria de personas excelentes, pero en el fondo iguales que nosotros, que supieron resolver inteligentemente el complejo problema de vivir.
En mi actividad profesional siempre me ha interesado descubrir y contar esa increíble creatividad de lo real. Me ha conmovido la fascinante y humilde aventura de salir adelante, de no abandonarse a la desesperanza, al cansancio o a la amargura. En algún momento, todos nos vemos obligados a inventar una prolongación del presente.
La vida de los luchadores siempre produce cierta inquietud. No actúan para obtener solo un objetivo o cumplir un sueño; su lucha es un modo de vida o un fin en sí mismo. ¿Sirvió para algo tanto esfuerzo? En momentos de crisis es inevitable la pregunta: ¿Han contribuido de algún modo al progreso? La respuesta me parece evidente. Sí, hemos progresado, pero el progreso de la humanidad se hace siempre en precario. No hay victorias finales, sino treguas fugaces. En momentos de desolación, hace falta mantener el ánimo. Por eso, lo mejor es terminar con el verso de Rilke: «¿Quién habla de victoria? Resistir es todo».