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En la cárcel se trabaja gratis

Esposado ante su padre enfermo. No hay permiso carcelario para un entierro. Tampoco estuvo en las bodas de sus hijos. Marcelino comparte celda con su hijo Marcel

Las condiciones de vida siempre son difíciles para cualquier preso, pero se complican considerablemente cuando no se pueden amparar en la ley, carecen de asistencia letrada y los funcionarios les aplican sus propias normas represivas. Existen testimonios pavorosos de las penalidades que sufrieron los presos republicanos en las cárceles franquistas de la inmediata posguerra, donde se producían excarcelaciones arbitrarias, vejaciones y torturas, y donde se les utilizaba para trabajos forzados. Antes de acabar la guerra, Franco se encargó de dictar un decreto que obligaba a los presos políticos a trabajar gratis y a destajo. Estaban sometidos a jornadas extenuantes y muchos perdieron la vida en las minas, en la reconstrucción de pueblos, carreteras, embalses, vías del ferrocarril y grandes monumentos de triste memoria como el Valle de los Caídos. Vivían en condiciones infrahumanas, pésimamente alimentados, hacinados en celdas invadidas por plagas de ratas e insectos, víctimas de epidemias como el tifus, la viruela y la tuberculosis.

Las penalidades fueron disminuyendo con el paso de los años, pero los presos seguían sometidos a toda clase de arbitrariedades y humillaciones. A modo de ejemplo, y a propósito de Carabanchel, el dirigente comunista Simón Sánchez Montero cuenta una anécdota denigrante:

Nos llevaron a Carabanchel y, como a todos los que ingresaban, al día siguiente nos tocó la ducha y el reconocimiento de la región genital, que se alumbraba con una bombilla para ver si portaba parásitos. Afortunadamente, el preso encargado de hacerlo, un anarquista que nos conocía de Burgos, habló con el practicante y nos evitó el reconocimiento. Al lado había uno con una maquinilla de afeitar por si tenía que hacer de barbero, lo que tuvo que hacer con varios. La ducha era como un callejón con cristales en la parte alta. Se entraba por un extremo y se salía por otro, no había escapatoria; el agua caía con fuerza durante todo el recorrido.

Al sufrimiento de vivir durante años encerrado en una cárcel había que añadir la impotencia que causaba la imposibilidad de asistir a los acontecimientos familiares que sucedían en el exterior. Unas veces se trataba de felices cumpleaños; otras, de tristes entierros. Marcelino Camacho estaba preso durante el estado de excepción de enero 1969 y muy preocupado por la enfermedad de su padre. Aunque tiene un libro titulado Charlas en la prisión, pocas veces se queja Camacho del trato carcelario, incluso en ocasiones se muestra agradecido por el buen comportamiento de algunos funcionarios o responsables del sistema, como el del director de la prisión de Soria, apellidado Menéndez, que demostró gran comprensión con ellos y, precisamente, por su humanidad, sus superiores le hicieron la vida imposible hasta que lograron que pidiera la excedencia del Cuerpo de Prisiones.

Recién salido de una huelga de hambre, para reclamar la aplicación del Estatuto del Preso Político, Marcelino supo que su padre, enfermo de cáncer de páncreas, se encontraba en estado terminal y lo acababan de trasladar del hospital Clínico de Madrid a su casa para que pasara allí sus últimos días. Sus abogados habían pedido autorización para que él pudiera visitarlo y, tras haberle sido denegado varias veces, consiguieron, al fin, un permiso de una hora para que fuera a verle a su casa.

—No se me olvida la escena —dice Josefina con rabia—. Lo trajeron esposado, como si fuera un delincuente peligroso. Iba acompañado por Ruiz-Giménez, que le esperaba a la salida de la cárcel y no quiso dejarle solo ni un momento, porque aquellos días pasaban cosas raras con la Policía; entre otras, decían que se había suicidado un estudiante, pero suponíamos que lo habían matado durante un interrogatorio. El caso es que subieron al piso muchos policías, unos de paisano y otros con uniforme. Todos rodeaban a Marcelino, que iba con las manos atadas a la espalda. Les pedimos que le quitaran las esposas para que su padre no le viera así, pero solo conseguimos que le quitasen una, la de la otra mano iba atada a la de un policía. Llevaban pistolas y metralletas. Fue un escándalo, porque todos los vecinos se asomaron a las ventanas y algunos salieron a la calle. Se armó un gran lío. Me acuerdo de una mujer que iba con una niña que le preguntaba «Mamá, ¿quién es ese?, dime, ¿quién es?». Y la madre le contestó bien alto, para que lo oyese la Policía: «Una bellísima persona». Y gritaba: «¡No hay derecho, no hay derecho a que lo lleven así!». Me dio miedo que le dieran una tunda a aquella buena mujer por gritar de esa manera. ¡Qué valor tenía la gente!

Su padre murió una semana después, pero no le dieron permiso para ir al entierro; solo a la casa para despedirle por última vez. En esta ocasión la operación fue más aparatosa. Marcelino iba custodiado por tres agentes, además del conductor, con un coche delante y otro detrás, llenos de policías con metralletas. Otros tantos ocupaban las calles que rodeaban su casa. Tenían miedo de que el entierro se convirtiera en una manifestación, como sucedió ya en el cementerio, donde se agrupaban centenares de personas, a las que pedían el carné de identidad y, finalmente, fueron disueltas por los grises montados a caballo y por los coches manguera de la Policía.

—Guardias con metralletas volvieron a tomar la calle otra vez y entraron en todas las habitaciones de la casa, hasta en el cuarto de baño, para vigilar todas las ventanas. Yo les decía: «Pero es que no se enteran, que esas ventanas dan todas al mismo sitio». Y ellos me contestaban: «No se meta en nuestros asuntos, señora, que nosotros sabemos cómo hacer nuestro trabajo». En cada ventana había uno con metralleta. Esta vez ni le quitaron las esposas, y le dejaron que estuviera solamente quince minutos delante del cadáver de su padre. ¿Qué creían? ¿Qué se iba a escapar otra vez? Se lo llevaron a toda velocidad, porque empezaban a llegar autocares con compañeros que querían seguir la comitiva hasta el cementerio. Nos metieron prisas porque tenían miedo de que aquello se llenase de gente.

—Ni al entierro de su padre, ni a los aniversarios o a sus bodas de plata. Todos los acontecimientos familiares le pillaron a Marcelino en prisión.

—La verdad es que nosotros no éramos de hacer muchas fiestas. Nunca celebramos esas cosas; lo que más eran los cumpleaños: los de los padres y la hermana de Marcelino, los de los chicos y poco más. Lo que sí celebrábamos después fue el 1 de mayo, cuando ya podíamos ir a la Casa de Campo, a las fiestas del PCE y de CCOO. No nos lo perdíamos nunca. Eso, y las Navidades, que comíamos turrón.

—¿No le dio pena tener que ir sola, sin Marcelino, a las bodas de sus hijos?

—Me dio más pena lo de su padre, que no le dejaran acompañarle al cementerio, o lo de su hermana, que tampoco pudo estar con ella cuando se murió. Pero los hijos, al fin y al cabo, celebraron las bodas con sus amigos de la universidad. Por cierto, también en las bodas había policías. Yenia se casó en Carabanchel, y el juez lo hizo con muchas prisas. Firmaron y a la calle. Mejor dicho, a la cárcel a ver a Marcelino, porque nos dieron permiso para una visita especial. Y allí fuimos todos, menos Isabel, la segunda madre de Marcelino (su padre quedó viudo y se volvió a casar), que no la dejaron entrar porque el director de la cárcel dijo que no era familiar directo. ¡Siempre con esas ganas de fastidiar! Y mira que Marcelino la quería… Pues se quedó sin verla. Pero fuimos todos los demás, con los novios y con los padres de Jorge, mi yerno, buenas personas y muy de izquierdas. Hemos tenido unos hijos muy buenos, nunca les tuvimos que señalar el camino; lo eligieron ellos solos. Yo creo que vieron el ejemplo de su padre, y se sintieron tan orgullosos de él que siempre quisieron seguir esa misma vida. Se han ido acercando a la gente que compartía sus ideas. La suerte es que se encontraron con buenos compañeros. Mi yerno siempre estuvo muy comprometido políticamente. A varios miembros de su familia los fusilaron durante la guerra. A su padre, que en el frente recibió una herida sin importancia en una pierna, cuando le llevaron al hospital le tocó un médico falangista, y ¿sabes lo que hizo al enterarse de que era rojo? Cortarle la pierna.

En pocas ocasiones he visto a Josefina dramatizar sobre las numerosas adversidades por las que ha tenido que pasar a lo largo de su vida, excepto cuando recuerda alguna historia relacionada con sus hijos. Se vio obligada a compensar la ausencia de Marcelino durante los años que estuvo en prisión, fue una madre coraje ante la necesidad de protegerlos y cualquier agresión o desprecio hacia Yenia y Marcel lo consideraba una declaración de guerra.

Estaban acostumbrados, desde niños, a la austeridad y al sacrificio, a vivir con escasos medios y pocas diversiones. La primera vez que fueron conscientes de que su padre entraba en la cárcel, Yenia tenía diecisiete años y Marcel, catorce. Los dos se quedaron muy afectados, pero, conociendo sus ideas, tenían claro que era una tremenda injusticia propia de un régimen sin libertades. Las actividades políticas y sindicales de su padre eran legales en otros países democráticos, pero en España estaban sometidas a un régimen dictatorial donde se vulneraban los derechos humanos. Por eso veían con naturalidad que su casa estuviese permanentemente rodeada de guardias civiles y de agentes de la Policía secreta. Solo podían ir los domingos a la cárcel para ver a su padre, porque era el único día que había una comunicación especial. No obstante, ese contacto y la correspondencia que mantenían era suficiente para conocer su evolución. Ése era el modo de intercambiar charlas, libros, ideas y afectos. Sus convicciones les daban fortaleza y les hacían más resistentes.

—Lo peor de todo fue cuando detuvieron a mi hijo Marcel. Me preguntabas antes que si no me daba pena que Marcelino se tuviera que perder todos los acontecimientos familiares. Pena y rabia, pero cuando pienso en lo de Marcel, me pongo furiosa. Nunca perdonaré lo que le hicieron.

En pleno estado de excepción, un par de policías se presentaron en el instituto San Isidro, entraron en el aula, sin esperar a que finalizara la clase, y detuvieron a Marcel delante de sus compañeros y del profesor, sin que nadie pudiera impedirlo. Se llevaron a otros cinco estudiantes. Marcel tenía dieciséis años y era delegado de curso del sindicato democrático de estudiantes. Acusado de organización ilegal y de pertenecer al Partido Comunista, le llevaron esposado a los sótanos de la Dirección General de Seguridad. Durante el interrogatorio, que se prolongó más de tres días, fue sometido a malos tratos. Conrado Delso, comisario de la Brigada Político-Social, que se ocupaba de controlar las actividades relacionadas con Comisiones Obreras, se encargó personalmente del detenido.

Desde la cárcel, Marcelino Camacho, a través de sus abogados, puso una denuncia en el juzgado de guardia por detener a su hijo, menor de edad, sin ninguna garantía procesal. Como seguía vigente el estado de excepción, la denuncia se archivó y Marcel fue enviado a la prisión de Carabanchel, donde tuvieron la «deferencia» de dejarle compartir celda con su padre.

—Lo encerraron con su padre porque lo exigió su abogado y después de que montase yo un escándalo. La noche anterior la pasó solo en otra galería. Cuando detuvieron a Marcel, me fui a ver a Yagüe y le grité que no tenían vergüenza por haber torturado a mi hijo y a otros cinco menores de edad. Él me dijo que al mío no le habían puesto la mano encima, pero era mentira. «Esas bofetadas que le han dado me han dolido a mi más que a él —le contesté—. ¿No tienen ya bastante con el padre? Mi marido ya tiene años, pero mi hijo es menor de edad ¿Qué quieren, meter en la cárcel a toda la familia?». Yo sabía que a Marcel le habían pegado unas bofetadas, pero la peor parte se la llevó Antonio, el mayor de todos los que detuvieron. A ese le tiraron al suelo y le pisotearon encima.

—¿Cuánto tiempo pasó Marcel en la cárcel?

—Tres meses estuvo encerrado, y el pobre no pudo ir al viaje de fin de curso con sus compañeros del instituto, que, por cierto, se portaron muy bien con él. Hicieron manifestaciones de protesta y le fueron a esperar a la salida de la cárcel. Volví a ver a Yagüe otra vez, para hablar de los hijos de otras compañeras que tenían más miedo que yo. Me acuerdo muy bien de aquel hombre, bajo y regordete, que siempre me decía lo mismo: «Usted y yo estamos jugando al ratón y al gato, pero algún día la cogeremos en alguna de sus reuniones». Yo le miraba y decía para mí misma: «Cómo puede ser tan cruel…, pisotear a unos chavales de esa manera…». Pero delante de él yo me hacía la tonta: «Pero si en las reuniones lo único que hacemos es ponernos de acuerdo entre todas las compañeras para llevarles comida a nuestros maridos. ¿Qué se cree usted?, ¿qué vamos a arriesgarnos a meter la pata con todo lo que tenemos encima?». Y para mis adentros pensaba: «Será gilipollas la Policía… tanto que presume de saberlo todo y se la estoy pegando delante de sus narices».