El estatuto del preso político
Las ollas para los presos. Colectas en las fábricas. Huelga de hambre. Celdas de castigo. El primer atentado de ETA
Sin el compromiso de Josefina Samper y el resto de las compañeras que luchaban en la clandestinidad, la supervivencia de CCOO hubiera sido bastante improbable. Fueron luchadoras infatigables tanto en los partidos como en sus propias casas. Ellas se ocupaban de los hijos, maridos o hermanos cuando caían presos, hacían de enlace, los mantenían en contacto con el exterior, establecían turnos de visitas, les pasaban información camuflada, comida para suplir la mala alimentación carcelaria, organizaban manifestaciones, protestas, huelgas, encierros y difundían sus consignas en el extranjero. El propio Marcelino lo señala en sus Memorias:
Si Josefina no hubiera sido una compañera que coincidía plenamente en la gran batalla que estábamos librando y que asumía las dificultades que íbamos a tener, no hubiéramos podido convivir durante tantos años llenos de cárcel y de lucha […] Esos años de cárcel, de detenciones y de lucha, en los que se ha construido, a pesar de todo, nuestra vida familiar y han crecido los hijos, hubieran sido años de infierno si no hubiera tenido a mi lado a Josefina respaldando mi lucha y la suya propia.
—Durante los años que Marcelino estuvo encerrado en las cárceles franquistas en precarias condiciones, pasó frío y contrajo una serie de enfermedades delicadas. ¿Cuántas veces pensó que podría morir?
—He sido siempre bastante optimista, aunque pasé miedo más de una vez. Estuvo enfermo muchas veces, porque en Carabanchel hacía frío hasta en verano; la humedad se le metía en los huesos y lo pasaba mal, muy mal, pero siempre se recuperaba. Por eso le hacía los jerséis de cuello alto, para que se tapase hasta la boca, y le llevaba esas ollas gigantes con comida, para que se alimentase, porque «el rancho de don Leoncio» era una porquería.
—¿Qué rancho era ese?
—El director de Carabanchel era don Leoncio, y así le llamaban al rancho diario, que era un par de huevos fritos, pero fríos y más duros que una piedra, y las pocas veces que daban carne estaba más tiesa que la suela de un zapato. Todo incomible. El tal Leoncio venía del penal de Burgos y los presos políticos le llamaban «Sisí», porque a todo lo que le pedían les decía que sí, pero luego no les hacía ni caso. No recuerdo que Marcelino se quejase de don Leoncio, pero sí lo hacía del comportamiento de algunos funcionarios, que maltrataban a los presos comunes y les sometían a todo tipo de humillaciones. Con los políticos tenían bastante cuidado, porque sabían que si les hacían algo malo se enteraría todo el mundo.
—Ya se encargaba usted de difundirlo…
—Era una de mis obligaciones… El caso es que había allí un preso sevillano, muy cocinillas, que en una celda que habían habilitado para recalentar la comida arreglaba la bazofia del rancho de don Leoncio, mezclándolo con lo que nosotras llevábamos, más que nada, para alargar los guisos. A una de sus especialidades, hecha a base de restos y de latas, le llamaban «Coalición de ternera socialista con vaca reaccionaria». Lo mejor fue lo del arroz. ¿Te lo he contado?
—No, ¿qué pasó con el arroz?
—Pues que se le antojó a Marcelino una paella y yo no sabía cómo hacer una paella en un perolo gigante. Pero él insistía… «Pues echas el arroz en la olla y algo saldrá»… Así lo hice, con muy poca confianza, pero se lo llevé. Cuando volví a comunicar le pregunté: «¿Qué tal la paella, Marcelino?». «Pues muy buena de sabor, mujer, pero aquello se había hecho un puré que no se veía ni un grano de arroz». «Claro, ¿cómo quieres que haga una paella en una olla de aluminio? Eso es imposible». «Pues lo siento, te tienes que apañar como puedas —insistía Marcelino—, porque me ha dicho Saborido que la tienes que hacer otra vez, pero con todos los ingredientes». Así que me levanté a las tres de la mañana, para guisar la dichosa paella en un fuego de esos de gas que me dejaron; los trozos de carne, las verduras, los guisantes… y cuando estaba todo hecho lo envolví en una bolsa muy grande que había comprado, lo cubrí con una manta vieja de planchar y lo tapé con periódicos. Entonces, cuando estaba a punto de salir para la cárcel, le eché el arroz, pero ya sin ponerlo al fuego. Al día siguiente le pregunté y me dijo que estaba buenísima: «Pero ¿cómo lo has hecho?». «Pues, sin fuego», le contesté. Lo bueno es que la necesidad te obliga a ingeniártelas como puedas. Les gustaba tanto mi paella, que tuve que repetir el menú varias veces.
Las ollas de Josefina se hicieron famosas en Carabanchel, porque servían para abastecer a su marido y a veinte compañeros más. Para que la comida llegase a los presos, Josefina tenía que hacer tremendos esfuerzos, no solo para conseguir los ingredientes para el guiso, sino para transportarlo, convencer a los funcionarios y superar todos los controles. En muchas ocasiones, el guardia de turno decidía que algunos productos no se podían revisar y prohibía la entrada de los alimentos. Unas veces por simple arbitrariedad y otras porque era una manera de tomar represalias contra algún preso. El reglamento permitía pasar paquetes tres veces por semana y en ellos, además de la comida, se añadía ropa, libros y periódicos, legales o ilegales, que eran revisados en la secretaría de la dirección y convenientemente censurados.
Josefina dedicaba mucho tiempo a preparar sus generosos guisos y, aunque muchas veces no tenía dinero para comprar comida, nunca le faltó el apoyo de la gente.
—Claro, como Marcelino se quedó sin sueldo, yo trabajaba en lo que podía, pero, aun así, no nos hubiese llegado, a no ser por la gente que nos ayudaba de forma anónima y totalmente desinteresada. También debo decir que contamos en todo momento con la solidaridad de los compañeros de la Perkins, que hacían colectas para los presos. Mis padres me ayudaron mucho. Como mi padre estaba jubilado y vivía en Francia, en la finca de su consuegra, que le daba de todo, frutas, hortalizas, alojamiento… a cambio de que le sembrara y mantuviera la huerta… Mi padre era muy mañoso y le salieron unas cosechas de tomates… que nadie los había visto tan buenos y tan grandes. La dueña de la finca, cada vez que los veía, le daba besos a monsieur Samper de lo emocionada que estaba. El caso es que mi padre venía a verme y me traía comida y me daba dinero. Con lo suyo y lo de la Perkins íbamos tirando. Y, luego, había gente muy buena. Varias veces abría el buzón de mi casa y me encontraba veinte duros.
—¿Supo alguna vez quién era el donante?
—Nunca supe quién era esa persona tan generosa y desinteresada. También me echaban una mano cuando iba a comprar al mercado. Yo nunca oculté que Marcelino estaba en la cárcel, al contrario, lo decía bien orgullosa. En los puestos de la carne, la fruta y la verdura se portaban muy bien. El carnicero me decía que le avisara un par de días antes de hacer la olla, para darme los mejores trozos que iba recortando de los filetes más tiernos, y me decía: «Ya está pagado». No me cobraba un céntimo, lo mismo que el frutero. A veces, me cobraban dos o tres pesetas, de manera simbólica. Los taxistas que me llevaban con las ollas, porque no me admitían con aquello en ningún otro transporte, en cuanto sabían que era para los presos políticos y me dejaban a las puertas de Carabanchel, tampoco me cobraban la carrera. Hay mucha gente buena y solidaria. Gracias a ellos nunca nos faltó lo fundamental.
Esas personas generosas, no solo aportaban dinero, también su tiempo y, sobre todo, su esfuerzo. Josefina se levantaba a las cinco de la mañana para pelar las patatas y limpiar las verduras necesarias para preparar los guisos. Una vez que estaba hecha la olla gigante, contaba con la ayuda de su vecina Dolores para transportarla hasta el taxi. Dolores vivía en la puerta de al lado y, más de una vez, había ayudado a Marcelino a burlar la vigilancia a la que le tenía sometido la Brigada Político-Social. En las puertas de Carabanchel estaban las mujeres de los presos que hacían cola de pie durante cinco horas, con temperaturas extremas, para superar todos los trámites hasta que les permitían ver a sus compañeros. Una vez entregada la olla, los papeles y la ropa, Josefina tenía que esperar un tiempo hasta llegar al locutorio para hablar con Marcelino a través de una doble barrera metálica.
—Siempre tuvimos batallas con los locutorios, pero, a pesar de tanto impedimento, yo fui haciendo un agujerito con una lima de uñas, sin que se notara, en ese plástico gordo que nos ponían en medio. Y por allí, aunque te parezca mentira, le pasaba Mundo obrero y hasta una bandera hecha cientos de trocitos. Los carceleros nunca lo vieron. Luego él pegaba los trocitos con la cinta celo, que eso sí me lo dejaban pasar, aunque me preguntaban los guardias para qué quería Marcelino tanta cinta de pegar. Se había gastado ya un montón de rollos. Yo les contaba que era para las guirnaldas de las fiestas que les dejaban dar de vez en cuando, sobre todo, la del día del Carmen.
—¿Qué fiesta era esa?
—Pues un acto con motivo del santo de la mujer de Franco, que se llamaba Carmen, y con ese motivo autorizaban la entrada en la cárcel de la familia con los críos. La fiesta, en realidad, era para los chavales, y por eso se ponían las guirnaldas.
En otras ocasiones, generalmente los domingos, también permitían alguna comunicación especial, y Josefina iba con sus hijos Yenia, Marcel y su cuñada Vicenta, así que la charla daba para poco más que preguntar por la salud y algo de lo que sucedía en la calle, porque enseguida sonaba un timbre ensordecedor que anunciaba el final de la entrevista. La comunicación, siempre bajo la vigilancia de los funcionarios, duraba como mucho veinte minutos, a veces, en condiciones deplorables.
A pesar de que la cárcel de Carabanchel fue construida en los años cuarenta, siempre estuvo en obras (realizadas por unos mil presos políticos sometidos a trabajos forzados), que se prolongaron durante los cincuenta y cinco años que estuvo abierta. Nunca llegó a terminarse completamente el proyecto. Como recuerda Marcelino, la primera vez que atravesó sus muros (junio de 1966),
las condiciones materiales eran francamente desastrosas; las camas eran muy malas, no había cristales en las ventanas o estaban rotos, las mantas estaban muy sucias, celdas de tres por dos metros y veinte centímetros, con el retrete dentro y, normalmente, atascado, porque casi nunca había agua corriente…
Los locutorios también dejaban mucho que desear. Estaban situados en un largo pasillo donde un funcionario vigilaba constantemente. Las cabinas tenían micrófonos para grabar las conversaciones y estaban separadas de las visitas por una gruesa tela metálica separada por otra de agujeros más pequeños. El sistema técnico era tan deficiente que se oía el ruido de la grabación y el rebobinado de las cintas, de manera que los presos y sus familiares gritaban cada vez más, porque apenas podían escucharse.
—Si mirabas no oías lo que decía y si pegabas la oreja a la tela metálica no le veías la cara —recuerda Josefina—. Había que hablar a gritos y la mitad de las cosas no se entendían, porque, además, un funcionario estaba escuchando todo el tiempo. Una pobre mujer salió un día llorando porque había entendido a su marido que le pedía pescadilla hervida, y pensó que algo le pasaba, que estaba muy enfermo porque él era de mucho comer. Así que le llevó la pescadilla y el hombre se enfadó porque no le había pedido nada de eso. Yo me enfadé bastante, porque cosas de esas pasaban todos los días. Aquello era imposible y se me ocurrió que podíamos hacer una «huelga de comunicaciones». Convencí a las compañeras de que no corríamos el menor riesgo, puesto que entregaríamos los paquetes, la ropa limpia y la comida en la cárcel, pero al llegar a la galería nos limitaríamos a saludar —«hola, hola»—, pero sin cruzar una palabra. Media vuelta y a la calle. No nos podían obligar a más.
También los presos se negaron a comunicar con sus familias en semejantes condiciones y llevaron a cabo una serie de protestas escalonadas para que sustituyeran aquel sistema de locutorios. Como todo fue inútil, organizaron una huelga de comunicaciones. Frente a las informaciones tendenciosas del diario Arriba, setenta presos de la sexta galería de Carabanchel tomaron la decisión de demandar ante el juez de guardia al director de la publicación. A oídos de las autoridades carcelarias llegó el rumor de que los presos iban a realizar una huelga de hambre para que la protesta tuviera más repercusión.
La tensión iba en aumento y decidieron tomar represalias contra Marcelino Camacho porque le consideraban el principal instigador de las protestas. Tratando de impedir la huelga, le cambiaron de prisión, a pesar de que debía permanecer en Carabanchel hasta que no tuviera una condena en firme, pues las anteriores ya las había cumplido. Aunque el traslado era ilegal, le llevaron a la cárcel de Soria. Allí se puso en contacto con los dirigentes del PCE y de CCOO para coordinar una huelga de hambre en varias prisiones y reclamar un aumento de las asignaciones y los derechos recogidos en el Estatuto del Preso Político. Aún estaba vigente una ley de 1873 que reconocía un tratamiento penitenciario diferenciado a quienes estaban presos por motivos políticos, pero ni siquiera se respetaba esa mínima legalidad.
La huelga duró diez días y alguno de los que la realizó tuvo que ser hospitalizado. En plena protesta, decidieron reintegrar a Marcelino a Carabanchel, atendiendo la petición de su abogado Ruiz-Giménez. No era el mejor momento, pues se encontraba en una situación física muy delicada. Salió días después de Soria con destino a Madrid, y así se lo comunicaron a la familia.
—En esa ocasión sí me asusté, porque no llegó a Carabanchel en la fecha que me habían dicho. Tuve miedo e incluso llegué a pensar que se lo habían llevado por ahí y se les había muerto o le habían pegado cuatro tiros. Yo qué sé las cosas que pude imaginar… El problema fue que, sin dar ninguna explicación, lo llevaron de Soria a Zaragoza, donde estuvo una semana. Luego me contó que allí le tuvieron completamente aislado, sin poder hablar con ningún otro preso, y que le fue imposible informar a nadie de su situación. Hasta me enviaron un telegrama al encierro que decía: «Marcelino gravemente herido. Se encuentra en la tercera planta de La Paz». Todo era para meternos miedo y lograr que saliéramos de la iglesia donde estábamos encerradas las mujeres de los presos.
—¿No lo lograron?
—Claro que no. En todo momento me mantuve firme. Sabía que eran mentiras para asustarme. Un cura se ofreció para ir a enterarse al hospital de La Paz, pero yo le dije que no hacía falta, que si hubiera pasado algo me lo habrían dicho inmediatamente los abogados, que estaban bien informados. Antes del encierro, por consejo de nuestros abogados, escribimos cartas y visitamos a mucha gente, incluso advertimos al director de la cárcel de que, si no atendían a las peticiones de los presos, se iban a enterar en todas partes, porque llevaríamos nuestras protestas mucho más lejos. Y así lo hicimos. Para que se diera por enterado todo el mundo de lo que estaba pasando con los presos políticos, nos habíamos encerrado en una iglesia de Madrid, en la de los jesuitas de Serrano, y allí acudieron todos los corresponsales extranjeros y gran parte de la prensa nacional para informar. No era la primera vez que las mujeres de los presos se encerraban en las iglesias. Eso daba muy buen resultado, porque los obispos tenían que autorizar que entrase allí la Policía y se lo pensaban dos veces antes de consentirlo. Nos ayudó mucho, como siempre, el padre Llanos, que junto con Ruiz-Giménez consiguió que fuera a visitarnos el arzobispo para convencernos de que abandonásemos el encierro. Pero nosotras le dijimos que solo saldríamos de allí si nos daba garantías de que aceptarían nuestras reivindicaciones. Nos prometió que él haría lo posible y así decidimos salir, gracias a él y al padre Llanos, que nos protegieron durante la salida, sin que ninguna fuéramos detenidas. Así terminó mi primer encierro.
—Repito que era usted una mujer muy valiente, Josefina.
—No te creas, todo el mundo tiene su corazoncito y pasa miedo. Yo también lo pasé, pero no quería admitirlo ante nadie y, menos aún, ante los funcionarios de prisiones. Yo siempre entraba con una sonrisa en la cárcel y cuando algunas compañeras llegaban llorando yo les decía que se quedasen fuera; que no entrasen así a comunicar; que no tenían derecho a preocupar aún más a sus maridos; que tenían que verlas muy sonrientes y con la cabeza bien alta, porque allí se iba para darles ánimos y no más penas.
—¿Nunca se le saltaron las lágrimas al comprobar las penalidades que estaba pasando su marido?
—Jamás. Las nuevas que venían conmigo a la puerta de la cárcel me decían: «¿Pero tú de qué pasta estás hecha? ¿Cómo puedes sonreír?». Cuando tenía ganas de llorar lo hacía a escondidas, pero no delante de los carceleros, que se hubiesen alegrado un montón de verme flojear. Y mucho menos delante de mi marido. Claro que costaba, pero había que hacer un esfuerzo. Yo les decía a todas que apretasen los dientes y pusieran una sonrisa, aunque fuera falsa. Que era lo menos que podían hacer por sus compañeros presos. Teníamos que echarle coraje, porque nuestra obligación era demostrar que estábamos a su altura.
A pesar de la repercusión que tuvo la protesta en la prensa internacional, una vez finalizada la huelga de hambre, muchos presos fueron a parar a las celdas de castigo. Pero la mediación de los abogados, la del arzobispo de Madrid, monseñor Casimiro Morcillo, y la proximidad de las fiestas navideñas lograron que les sacaran de las celdas de castigo y pudieran comunicar con sus familias.
Pocos días después de aquellos graves incidentes, en enero de 1969, y a consecuencia de las multitudinarias protestas de obreros y estudiantes, cuyas universidades fueron clausuradas por orden gubernamental, el Gobierno de Franco, por primera vez desde la Guerra Civil, decretó en todo el territorio el estado de excepción que estaba vigente en el País Vasco desde agosto de 1968, tras el atentado de ETA que causó la muerte de Melitón Manzanas, jefe de la Brigada Político-Social de Guipúzcoa. La organización terrorista le consideraba un torturador y el principal exponente de la represión en Euskadi, por lo que montaron un dispositivo para asesinarle frente a su domicilio de Irún. Era la primera víctima deliberada de ETA, si bien unas semanas antes habían matado de varios disparos al guardia civil José Ángel Pardines, en un control accidental de tráfico.
Durante los meses que duró la situación especial de privación de libertades, se intensificaron las redadas y las detenciones de militantes de partidos y sindicatos clandestinos.