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La lucha semiclandestina

La doble militancia de Josefina Samper. Compañera de un preso político. A cara descubierta. De nuevo en la cárcel de Carabanchel. La huelga en la mina de La Camocha. Nace Comisiones Obreras

A Josefina Samper no se le ha dado el protagonismo que merece en la historia de la oposición antifranquista. Siempre aparecía al lado de Marcelino Camacho, limitada, al menos en apariencia, a ejercer el papel de esposa, compañera y madre de sus hijos. La realidad es que se sintió plenamente realizada como trabajadora y como militante política. Se ocupaba, con el mismo afán, de luchar por las reivindicaciones propias y las de su marido. De sus hijos, de la doble militancia, de los presos políticos y de la solidaridad con el resto de las mujeres que se encontraban en la misma situación que ella. Siempre fue una mujer capaz y una combativa sindicalista, cuyas acciones políticas han sido decisivas en la lucha por las libertades democráticas. Ya ha contado cómo empezó a militar de niña en las Juventudes Socialistas y, siendo una adolescente, se comprometió con el Partido Comunista en el exterior, pero no parece dar la importancia debida a su intensa actividad política cuando llegó el momento de regresar a España.

—Le doy la importancia que tiene, ni más ni menos. Siempre he sido consciente de mi papel en la lucha obrera y sabía perfectamente cuál iba a ser mi futuro desde que me casé con Marcelino —afirma con rotundidad—. Llegado el caso, él habría hecho lo mismo por mí que lo que yo hice por él. Pero que quede claro: nunca he estado ni delante ni detrás; ni he sido más valiente ni menos. Caminábamos uno al lado del otro. Lo que pasa es que las responsabilidades de cada uno fueron distintas. Yo siempre he estado muy orgullosa de él. No de que le dieran premios o le eligieran diputado, eso era lo de menos. Yo estaba orgullosa de ese muchacho que conocí, siempre activo, serio, preparado, trabajador, valiente, buena persona… Eso es lo que más me importaba de él.

—¿Le consultaba su marido las decisiones políticas relevantes? —le pregunto—. ¿Estaba al corriente de sus actividades clandestinas?

—Vamos a ver… —me repite con paciencia—. Yo era militante comunista y me casé con Marcelino porque compartíamos las mismas ideas políticas. Se lo dije a mi suegro cuando un día me contó que estaba preocupado por mí y por los chicos. «Mire, padre —porque yo le llamaba padre—, no se tiene que disgustar por mí. ¿Qué cree usted, que yo me casé con su hijo porque era guapo? Pues si lo cree, está muy equivocado. Su hijo se casó con una militante comunista. Ninguno de los dos habríamos aguantado a otro que no compartiera nuestros ideales». Así que yo sabía muy bien lo que nos esperaba. Hasta íbamos juntos a las citas clandestinas. Yo llevaba a los niños de la mano para dar más apariencia de normalidad. Tanto es así que, cuando Yenia y Marcel preguntaba quiénes eran los camaradas con los que nos citábamos, generalmente en el parque de El Retiro, yo les decía siempre, para disimular, que eran primos. Y los chicos presumían de tener un montón de familiares. Todo el que venía a hablar con nosotros era de la familia.

—¿Era consciente de que pronto se convertiría en la mujer de un preso político?

—Te repito que yo quería vivir cerca de Carabanchel. Fíjate hasta qué punto sabía lo que me esperaba. Al volver a España nos dimos cuenta de que no podíamos seguir en la clandestinidad. Marcelino tenía claro que debía organizarse para hacer las dos cosas: la lucha clandestina y la lucha legal, porque el movimiento obrero, si quería alcanzar sus objetivos, tenía que participar en las elecciones sindicales, en los convenios colectivos, en las huelgas y en las manifestaciones… y, claro, para hacer todo eso ya he dicho que no había más remedio que luchar a cara descubierta. Es lo que hizo Marcelino para consolidar Comisiones Obreras. Y eso, en la dictadura, tenía un precio: el paso por Carabanchel.

No sería la primera vez que Marcelino Camacho entraba en la cárcel. Había pasado previamente por la de Navahermosa, en la provincia de Toledo, y después por la de Comendadoras, en Madrid. Carabanchel iba a ser su tercer destino carcelario, pero en esta ocasión entraría ya como dirigente de Comisiones Obreras, una organización cuya fundación muchos reivindican, pero que nadie se puede atribuir, pues surgió, curiosamente, de una manera espontánea y en una fecha imprecisa.

El nombre procede de las comisiones de obreros que se organizaban para realizar una negociación determinada, como la que llevó a cabo Camacho, como enlace sindical de Perkins, con Ruiz-Giménez. Una vez cumplido su objetivo, la comisión se anulaba para evitar que los miembros de la misma fuesen perseguidos o represaliados. Surgían de manera espontánea cada vez que los trabajadores de las minas, el campo, las fábricas o las oficinas tenían que plantear una reivindicación. Para formar una comisión se elegía en asamblea a los representantes de los trabajadores encargados de una negociación concreta. Explicaban su gestión y se autodisolvían, porque así no les podían aplicar ninguna sanción prevista en la legislación vigente.

La clase obrera trataba de recuperar la libertad perdida y aprovechó el ligero repunte económico y el desarrollo industrial para reivindicar mejores salarios y nuevos derechos sociales. La agitación laboral y las demandas de los trabajadores se extendieron por todo el país, y así fue creciendo el movimiento que dio lugar a Comisiones Obreras, una nueva central sindical de carácter permanente. ¿Cuándo nació? Camacho lo sitúa entre 1956 y 1964, coincidiendo con la creación en Asturias de un comité para denunciar las malas condiciones de trabajo en las galerías inundadas por el agua, la falta de ayudas a los enfermos de silicosis y los bajos salarios del destajo que pagaban a los trabajadores de la mina gijonesa de La Camocha, propiedad de la empresa Solvay. Integraban dicho comité un comunista militante del partido clandestino, un afiliado a las Juventudes Obreras Católicas (JOC), un socialista independiente, un falangista excombatiente de la División Azul y un trabajador sin afiliación conocida.

Iniciaron la huelga en enero de 1959 y la mantuvieron durante nueve días, con el apoyo de sus familias y de 1500 mineros. En los días siguientes todas las minas próximas habían ido a la huelga y, al cabo del mes, se habían unido también los metalúrgicos de Vizcaya, los trabajadores de El Ferrol, Sagunto y Jerez; las mujeres de los mineros, que habían apoyado a sus maridos en La Camocha, se manifestaron en Madrid. «Las mujeres ayudaban, y allí donde había esquiroles sembraban su camino de granos de maíz para llamarlos gallinas. Hasta que se unían a los demás», cuenta Jorge Martínez Reverte.

El movimiento se inicia de una manera espontánea, nadie lo dirige, pero se van incorporando los elementos más politizados, y los comunistas se implican de manera rotunda, a pesar de que en un principio no les parecía el momento oportuno, ya que todos sus esfuerzos estaban dirigidos a la preparación de una huelga general. Los nueve días de movilizaciones fueron un éxito y lograron una respuesta favorable a todas las demandas. La empresa cedió, probablemente, por temor a que el conflicto se extendiera todavía más. No les salió gratis. Los mineros y sus mujeres fueron detenidos y sufrieron brutales palizas por parte de policías y guardias civiles para que confesaran los nombres de los cabecillas de las huelgas.

Con el paso del tiempo, la resistencia heroica de aquellos hombres que plantaron cara a la dictadura y consiguieron todas sus reivindicaciones se convirtió en una leyenda. No pudieron imaginar que su lucha sería el comienzo de un gran movimiento sindical que daría origen a Comisiones Obreras.

A pesar de la miscelánea ideológica de las primeras comisiones, hay quien insiste en atribuir al Partido Comunista un papel fundamental en la creación del sindicato. Santiago Carrillo escribe al respecto en sus Memorias:

Tradicionalmente, el PCE había ejercido una influencia muy reducida en el movimiento sindical español. Los anarcosindicalistas y el PSOE controlaban las dos grandes centrales históricas: CNT y UGT. Durante años yo defendí la idea de que había que modificar esa situación si queríamos lograr el punto de apoyo decisivo que nos había faltado antes de la guerra. Por eso en mi labor dediqué mucha atención al movimiento sindical…

Repite más adelante:

Si nadie personalmente puede atribuirse la paternidad de este movimiento, que surgió de la espontaneidad de los mismos trabajadores, su generalización y teorización fue impulsada decisivamente en los órganos del PCE por mí […]. El movimiento político-social de CCOO fue uno de los grandes logros del PCE; por este lado la pretensión de aislar políticamente al partido quedaba radicalmente frustrada.

Carrillo sostiene, además, el papel de vanguardia que CCOO desempeñó en el movimiento obrero.

Desde la aparición de Comisiones Obreras trataron de romper la clandestinidad y de conseguir un status de facto, y aunque sufrieron serios golpes policiacos lo consiguieron, a costa, ciertamente, de largos periodos de prisión de sus dirigentes reconocidos. De este modo, en el momento de la Transición, había en toda España decenas de líderes obreros conocidos, populares, que se habían formado en CCOO, lo que no sucedía con otras centrales sindicales.