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En el barrio de Carabanchel

El Vaticano II y los derechos humanos. Conocen a Ruiz-Giménez. Se crea el TOP (Tribunal de Orden Público). La ejecución de Julián Grimau. Garrote vil para dos anarquistas

Con tres colchones y una mesa, el 6 de enero de 1960, se trasladaron al piso de Carabanchel. Era todo lo que habían logrado salvar tras las sucesivas mudanzas. Tenían, además, una hipoteca a treinta años, concedida por el Banco Oficial de Crédito, que irían pagando con el trabajo de Marcelino en la Perkins. Cobraba un buen sueldo mensual como obrero metalúrgico especializado, oficial de primera fresador, a base de hacer dos horas extraordinarias todos los días.

En Perkins reinició la lucha desde la Organización Sindical Obrera (OSO), sindicato vinculado al Partido Comunista, con la pretensión de adaptarse a las nuevas circunstancias democráticas. Al principio, tuvieron muchos problemas para incorporar nuevos afiliados, pues el riesgo de la represión era muy alto. A los trabajadores les paralizaba el miedo al despido o incluso a la posibilidad de terminar en la cárcel. Conviene recordar que en aquellos tiempos no existían derechos de asociación, reunión, manifestación ni huelga. A pesar de las dificultades, decidieron participar como infiltrados, sin prejuicios ni dogmas, en las elecciones del sindicalismo vertical, beneficiarse de los convenios colectivos, acudir a las magistraturas de Trabajo y echar mano de las escasas posibilidades legales para defender a los trabajadores. «Así, de cárcel a cárcel, reivindicación a reivindicación, huelga a huelga, se produjeron en nosotros mismos los cambios necesarios para combinar la lucha legal con la ilegal, “extralegal”, como decíamos entonces».

Entre los accionistas que formaban parte del consejo de administración de Perkins Hispania S. A., figuraban varios exministros franquistas que habían tenido problemas con un turbio asunto de importaciones o, para mayor precisión, de contrabando de motores. Como los pillaron con las manos en la masa, pidieron ayuda a otro exministro y viejo amigo, Joaquín Ruiz-Giménez, y le encargaron su defensa ante los tribunales. Ésa fue su vinculación inicial con Perkins, pero, al cabo de un tiempo, Ruiz-Giménez fue nombrado presidente del consejo de administración. A él acudió Marcelino Camacho, como portavoz del jurado de empresa y representante de los trabajadores, para plantearle una serie de reivindicaciones. Su primer encuentro fue el principio de una excelente relación que permaneció a lo largo de toda su vida.

—Nos hicimos muy amigos de la familia —corrobora Josefina—. Joaquín Ruiz-Giménez era una bellísima persona y siempre fue nuestro abogado, junto a María Luisa Suárez, que ahora anda fastidiada, la mujer. Es una lástima, todos vamos echándonos años encima…

Merece la pena destacar el papel que representó Ruiz-Giménez en los años de la dictadura y en la reconciliación nacional entre los dos bandos enfrentados desde la Guerra Civil. Tras los conflictos en la Universidad y su cese fulminante, abandonó el cargo de ministro de Educación con mucho resquemor político. Sin embargo, a pesar de su decepción, no rompió con los gerifaltes de la dictadura, aunque sí era consciente de lo que él llamaba «los agujeros del 18 de julio», en clara referencia a las injusticias del régimen. Durante un tiempo breve se refugió en su cátedra de la Universidad de Salamanca, donde estableció buenas relaciones con una serie de estudiantes de izquierda que, años más tarde, formarían parte de la revista Cuadernos para el Diálogo. A pesar de la intensa actividad académica que llevaba en Salamanca, echaba de menos Madrid, y en 1960 decidió regresar, después de haber aprobado las oposiciones a la cátedra de Filosofía del Derecho en la Complutense, en cuyo departamento coincidieron, entre otros, Elías Díaz, Fernando Ledesma, Raúl Morodo, Leopoldo Torres, Liborio Hierro y Tomás de la Quadra-Salcedo. Todos ellos tuvieron un papel destacado, como militantes de izquierda, en la transición a la democracia y algunos formaron parte de los gobiernos de Felipe González.

Su actividad en Madrid durante aquellos años fue incesante, entre otras razones, porque quería mantener la buena posición de una numerosa familia de once hijos. Ruiz-Giménez daba clases en la Universidad, pertenecía a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP), ejercía de abogado en su despacho privado, formaba parte de media docena de consejos de administración, presidía otros, como el citado de la empresa Perkins, y, aunque apenas le quitaba tiempo, era procurador en Cortes y consejero nacional de «Los Cuarenta de Ayete», un grupo de designación directa de Franco, encargado de la defensa de los «Principios Fundamentales del Régimen».

En definitiva, Ruiz-Giménez ocupaba todavía una importante parcela de poder, en representación del sector católico con el que Franco intentó compensar la influencia de los falangistas. Tenía la habilidad de favorecer a unos o a otros según las conveniencias del momento. Los sectores católicos, sin embargo, empezaron a disgregarse, a su vez, en diversas tendencias. Los tecnócratas del Opus Dei competían con la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP) para disputarse los favores del régimen. Por otra parte, en la Iglesia católica corrían vientos de renovación desde que el papa Juan XXIII anunció la convocatoria del Concilio Vaticano II, pronunciando una frase reveladora de sus intenciones: «Quiero abrir las ventanas de la Iglesia para que podamos ver hacia fuera y los fieles puedan ver hacia el interior». El mismo pontífice presidió su inauguración, en 1963, pero falleció un año después, sin llegar a la clausura, que fue presidida por su sucesor, Pablo VI. Fue uno de los acontecimientos decisivos del pasado siglo, porque hizo posible una renovación sin precedentes en la Iglesia católica.

Los nuevos aires posconciliares llegaron a España y lograron que un sector de la jerarquía eclesiástica marcase distancias con la dictadura y renegase de un nacional-catolicismo que, hasta entonces, había amparado los desatinos franquistas. Algunos obispos hicieron veladas críticas contra la política laboral o la falta de libertades. El abad de Montserrat, Dom Aureli María Escarré, llegó más lejos, y en unas valientes declaraciones al periódico Le Monde denunciaba al régimen por la falta de libertades que existía en España y reclamaba la autonomía para Cataluña. Recibió el apoyo de los comunistas catalanes, de cuatrocientos sacerdotes que firmaron una carta de adhesión y, además, los insultos de la prensa franquista, con la especial animadversión del benedictino fray Justo Pérez de Urbel, primer abad del monasterio del Valle de los Caídos, además de consejero nacional del Movimiento y procurador en Cortes. El abad Escarré tuvo que exiliarse en Milán.

Más de trescientos sacerdotes del País Vasco habían firmado previamente un documento en el que reclamaban libertades y protestaban por la represión. Un año antes de dicho manifiesto, en 1959, hacía su aparición un grupo disidente del Partido Nacionalista Vasco (PNV) que se autodenominaba ETA. El clima creciente de insumisión fortaleció las organizaciones sindicales obreras cristianas como la Juventud Obrera Católica (JOC) y la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC), que se fusionarían en la nueva Unión Sindical Obrera (USO), de carácter progresista, cuyas actividades semiclandestinas eran «parcialmente toleradas» por el régimen.

Del mismo modo que parte de la jerarquía eclesiástica fue sensible a las injusticias del régimen, algunos personajes fieles a Franco y al levantamiento del 18 de julio empezaron a marcar distancias, a mostrarse menos comprensivos y, al fin, a tomar caminos divergentes. Así se explica la evolución política de Joaquín Ruiz-Giménez, que pasó de identificarse con el régimen a plantar cara a determinadas actitudes represoras y a enmendar algunos restrictivos proyectos de ley. La primera enmienda a la totalidad que presentó fue a la creación del Tribunal de Orden Público (TOP), un juzgado especial al que Ruiz-Giménez se opuso de manera radical, argumentando que era contrario a la Declaración de los Derechos Humanos y a la encíclica del Juan XXIII, Vacem in terris, subtitulada: Sobre la paz entre todos los pueblos que ha de fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad.

El TOP, situado en el palacio de las Salesas de Madrid, empezó a actuar en diciembre de 1963, tras el asesinato de Julián Grimau. Se creó en sustitución del Tribunal Especial de Represión de la Masonería y el Comunismo. Durante sus catorce años de funcionamiento, el TOP transformó a miles de opositores políticos, por pacíficos que fueran, en sediciosos elementos subversivos que atentaban contra la seguridad del Estado. Los impedimentos de Ruiz-Giménez fueron inútiles y terminó por convertirse en el juzgado por donde pasaban los disidentes políticos, y su misión era revestir de legalidad las arbitrarias detenciones de la Policía con sus correspondientes torturas y malos tratos.

Fue la primera vez que Franco, indiferente a los derechos humanos y contrario a la nueva corriente vaticanista, reprochó la actitud de Ruiz-Giménez, permitiendo que sus más cercanos colaboradores le acusaran públicamente de ser uno de los tontos útiles de los que se aprovechaban las organizaciones subversivas. De nada sirvió la oposición de Ruiz-Giménez, pues el Tribunal de Orden Público se creó sin enmiendas. Tal vez fuera el detonante que le llevó a asumir la defensa de sindicalistas, socialistas, comunistas y, en general, de todo el que sufriera la persecución de aquella institución destinada a reprimir a los enemigos del régimen.

También contribuyó a su alejamiento del régimen el impacto que le causó la ejecución de Grimau, así como los rumores que circularon en torno a su intento previo de asesinato y las torturas a las que fue sometido. A Ruiz-Giménez le afectó mucho que Franco no indultara al condenado a muerte, haciendo oídos sordos a la petición de clemencia del sumo pontífice.

Julián Grimau, miembro del Comité Central del PCE, era uno de los responsables del aparato del partido en el interior y estaba perfectamente informado de los detalles de la lucha clandestina. Su detención, debida al chivatazo de un camarada que le traicionó, fue un gran éxito para la Policía. Le llevaron a la Dirección General de Seguridad (DGS) para sacarle información mediante torturas, pero, al no conseguir su objetivo, en un posible arrebato de furia o para justificar el lamentable estado en el que le dejaron, los policías que le interrogaban le lanzaron desde una ventana a un callejón. Varias personas vieron cómo caía el cuerpo y se estrellaba contra el asfalto. Estuvo a punto de morir y, como tantas otras veces, la versión policial fue que se había arrojado al vacío en un intento de suicidio. Los pocos que pudieron verle en Carabanchel cuentan que tenía el cráneo hundido y las manos rotas. Le mantuvieron en régimen de aislamiento hasta que le llevaron ante un tribunal militar y fue condenado a muerte en un juicio rápido, sin pruebas y sin testigos. Para evitar que fuese fusilado, su mujer solicitó la intervención del Vaticano, de los presidentes de la Unión Soviética y los Estados Unidos y de diversos organismos internacionales. En muchas capitales europeas se realizaron manifestaciones en solidaridad con Grimau. El papa Juan XXIII pidió clemencia a Franco, pero el dictador fue implacable y ordenó a su embajador ante la Santa Sede que defendiese la condena a muerte con el argumento de que el condenado era «un hombre cargado de numerosísimos asesinatos, torturas y brutalidades, sabotajes, estallido de bombas y esfuerzos continuados a lo largo de toda su vida para implantar sangrientamente el comunismo en España».

Julián Grimau fue fusilado el 20 de abril de 1963. Tres días después, Angela Grimau, su viuda, estremecida y rota de dolor, hizo unas dramáticas declaraciones ante cientos de periodistas que habían acudido al palacio de Orsay, en París, procedentes de todos los medios europeos.

Frente a lo irreparable, quiero declarar ante la conciencia universal que mi deseo más profundo, y también el de mis dos hijas y el de mi madre, es que la sangre derramada por Julián Grimau sea la última. ¡Que el general Franco sea proscrito de la Humanidad! Deseo ardientemente que en mi país reine la paz, que mi país pueda vivir en un régimen de paz y democracia. No quiero que otras madres, otras esposas y otros niños tengan que sufrir lo que estamos sufriendo nosotras en estos momentos.

Sus palabras causaron enorme impacto internacional.

Una semana después, Ángela Grimau compareció en el espacio de mayor audiencia de la televisión francesa:

En aquellos días se estrenaba la película de Frédéric Rossif Mourir d Madrid, y en algunos cines se anuncia el film con el rostro dolorido y digno de Angelita […] Lo más indignante, lo que sigue doliéndonos de aquella atroz injusticia, repudiada por el mundo entero, es que todavía, más de cuarenta años después de aquel crimen de Estado (y de un Estado ilegítimo), seguimos con la asignatura pendiente de rehabilitar oficial y públicamente a Julián Grimau y a tantos hombres y mujeres condenados ilegalmente por la dictadura.

Lamentablemente, a pesar de la súplica de Ángela el crimen de su marido no fue el último de la dictadura. Poco después del fusilamiento de Grimau, en la madrugada del 17 de agosto de 1963, ejecutaron en los sótanos de la prisión de Carabanchel a dos jóvenes anarquistas, Francisco Granados y Joaquín Delgado. Les aplicaron el método del garrote vil, una máquina que consistía en un collar de hierro, ajustado al cuello del reo, rematado por un anillo metálico que, por medio de un tornillo, retrocedía y estrangulaba a la víctima. Habían sido acusados, una vez más sin pruebas, de poner dos bombas en Madrid. Años más tarde, los verdaderos autores del atentado desvelaron su identidad en un programa de la televisión francesa, demostrando así la inocencia de los que fueron tan injustamente condenados y ejecutados.

Las protestas internacionales no impidieron que el Tribunal de Orden Publico funcionase a pleno rendimiento. Aumentó la represión al mismo tiempo que las actividades de la oposición semiclandestina.

En tales circunstancias, como se ha relatado, se conocieron Joaquín Ruiz-Giménez y Marcelino Camacho: uno como presidente del consejo de administración de Perkins y el otro como portavoz del jurado de empresa. Los trabajadores de la fábrica habían conseguido doblar la producción y consideraban que tenían derecho a pedir una prima de productividad. Denegada su petición, iniciaron acciones de protesta como disminuir el ritmo del trabajo y negarse a hacer horas extras. El director gerente, un personaje que tenía fama da autoritario y déspota, consideró aquella actitud como un sabotaje y una acción ilegal alentada por «agitadores extranjeros», en clara referencia a Marcelino Camacho. En una de las asambleas pidieron una reunión extraordinaria del jurado de empresa que, según la legislación vigente desde 1953, debía convocar el presidente del consejo de administración. Ruiz-Giménez no tuvo inconveniente en participar en la reunión para mediar entre el gerente y los trabajadores. Mientras aquel amenazaba con llamar a la Dirección General de Seguridad para que enviase policías a la fábrica con el fin de restaurar el orden laboral, Ruiz-Gimenez escuchaba respetuosamente las peticiones de los trabajadores, prestando especial atención a las palabras de su portavoz, Marcelino Camacho, lo cual encendió los ánimos del gerente, que insistía en resolver el problema por la fuerza. Ruiz-Giménez le mandó callar, dio por zanjada la discusión y, finalmente, los trabajadores, gracias a él, lograron ver cumplidas sus reivindicaciones. Al cabo de un tiempo, Ruiz-Giménez dimitió de la presidencia de Perkins, S. A., y el jurado de empresa, a propuesta de Marcelino Camacho, le hizo un cariñoso homenaje de despedida.