Regresan a España
Llegan el 18 de julio. Mal día para los vencidos. Los fantasmas de Franco: la pertinaz sequía y la conspiración judeomasónica. La Iglesia santifica a los franquistas. Primeras manifestaciones de obreros y estudiantes
Por circunstancias del azar, la familia Camacho regresó a España un 18 de julio, fecha de pésima memoria para los vencidos, por ser el día de la sublevación militar contra el gobierno de la Segunda República. En Argelia, los franceses no dejaban a la familia vivir en paz, así que Marcelino decidió regresar tras enterarse de la concesión de indultos para los evadidos de los campos de concentración que ya habían sido juzgados. Sin embargo, lo que realmente le movilizó fue el llamamiento de la dirección del partido a incorporarse a la lucha en el interior del país.
En 1956, Dolores Ibarruri todavía estaba al frente de la Secretaría General del PCE, pero había regresado a Moscú y el que se ocupaba de hecho de la dirección política del partido era Santiago Carrillo, que desde su exilio en París promovió la política de reconciliación nacional para acabar con la división del país en los dos bandos enfrentados desde la guerra. Carrillo tuvo la perspicacia de captar la realidad: que los únicos beneficiarios del régimen pertenecían a la oligarquía financiera y terrateniente y a las nuevas fortunas florecidas a la sombra del franquismo. La mayoría del pueblo estaba sometido a las arbitrariedades de la dictadura, vivía sin libertad y sin dar muestras de la menor exaltación política o, incluso, con una ideología contraria al régimen.
Ellos también, en cierto modo, habían perdido la guerra, aunque hubieran caído del lado del ejército vencedor. Resultaba imprescindible acabar con las actitudes revanchistas para que el país pudiera avanzar.
Para lograrlo era necesario, además de continuar el trabajo en la clandestinidad, abrir un frente de lucha legal.
Una cuestión importante que se planteaba al optar por una «vía pacífica» era la de las formas que debía tomar la lucha antifranquista […] Para nosotros estaba muy claro entonces que la principal base de apoyo de toda movilización general contra la dictadura la tenía que hacer la clase obrera.
Inspirado por dichas ideas, Marcelino Camacho decidió abandonar el exilio. A través del consulado de España en Orán, consiguió un certificado donde se hacía constar que no había ninguna causa contra él y que podía regresar a España, tras pagar una multa de quinientas pesetas por haber cruzado la frontera sin pasaporte. Marcelino, Josefina y sus dos hijos salieron del puerto de Orán el 17 de julio de 1957 en el barco Siri Bel Abbes y, a la mañana siguiente, al desembarcar en Alicante, encontraron algunas dificultades burocráticas, precisamente por ser día festivo.
—Allí estaba mi suegro —recuerda Josefina como si lo estuviera viendo en estos momentos—. Nos saludábamos con el pañuelo. Ni mis hijos ni yo le conocíamos. Bajé por las escaleras del barco con los dos niños, porque Marcelino me dijo que, mientras él recogía las cosas, los llevase con su padre y su hermana. Llevaba también mi máquina de coser, de la marca Alfa, por la que la Guardia Civil me quería hacer pagar un impuesto para pasarla por la aduana. Les dije que con ella me iba a ganar el pan y protesté tanto que, al final, los guardias se apiadaron de mí y me dejaron por imposible. Ahí la tengo todavía —me dice señalando a una pared de la habitación—, y buenas ganancias que le he sacado.
»Con todo ese lío no me di cuenta de que Marcelino no bajaba del barco. Al cabo de un buen rato, me entero de que los marineros franceses le habían retenido, porque tenían orden de que no dejarle bajar hasta que no llegara la autorización. ¿Sabes lo que hice? Coger a mis hijos y volver a subir al barco. Los marineros intentaron prohibírmelo, y entonces les dije: “Yo no me voy de aquí sin mi marido y, si no me dejan reunirme con él, me tiro al mar con los niños”. Resulta que las oficinas estaban cerradas por el maldito 18 de julio y por eso el permiso tardaba tanto en llegar. Por fin, le dieron los papeles a Marcelino; los firmó, mi suegro pagó la multa de quinientas pesetas y nos dejaron marchar.
Facturaron el voluminoso equipaje, embalado en cajas de madera, para recogerlo en la madrileña estación de Atocha. Se habían traído todas sus posesiones: el colchón, las sábanas, las toallas, las doce mil pesetas ahorradas en Orán, la olla a presión y la vajilla, que, por cierto, no soportó los golpes de la travesía y llegó hecha añicos. Pasaron unas horas en Alicante hasta que salió el tren para Madrid, donde les esperaba una nueva vida. Nueva y difícil.
Ese 18 de julio los periódicos celebraban en sus portadas el XXI aniversario del Alzamiento Nacional con una inmensa cara de Franco de perfil y una apología de su figura llena de excesos. Sirva de ejemplo un breve párrafo extraído de la tercera de ABC, que se refiere a sus hazañas posbélicas:
Y deshace la conjura internacional, y encuentra apoyos diplomáticos, y domina el mar, y funda una Hacienda, y sostiene la moral, única arma abundante de los cruzados, y evita, en los difíciles finales, en 1939, que la guerra nuestra empalme con la guerra general (supremo anhelo de los rojos), con lo que libra a España de una catástrofe: ser el suelo donde se desarrolle la segunda contienda mundial.
El régimen franquista estaba muy orgulloso de haber mantenido una aparente neutralidad, a pesar su cercanía con el eje Roma-Berlín, a costa del aislamiento político-económico de la posguerra. En los discursos de Franco, influido por la retórica fascista y los métodos de la propaganda nazi, aparecen repetidas hasta el aburrimiento referencias a dos de sus enemigos emblemáticos: la pertinaz sequía y la conspiración judeomásónica. Utilizaba la adversidad climática y la conjura indemostrable, un discurso patriótico para justificar la catastrófica situación económica y el boicot internacional. Repitió tantas veces la frase hecha de «la pertinaz sequía», que se convirtió en motivo de burla encubierta. De todo tenía la culpa la escasez de lluvia hasta que, en el otoño de ese mismo año, a causa del temporal, se desbordó el río Turia e inundó Valencia, causando más de ochenta muertos y cuantiosas pérdidas materiales. Las ayudas prometidas por el Gobierno tardaron tanto en llegar, que el alcalde de Valencia tuvo un enfrenamiento con Franco. El regidor fue cesado de manera fulminante.
La segunda obsesión de Franco, que le acompañó hasta sus últimos días, fue la conspiración judeomasónica a la que, a veces, añadía la coletilla de marxista-internacional. La tradición de esta vieja consigna de los monarcas católicos se remonta a los tiempos de Felipe II, cuando servía para justificar la decadencia española culpando de ella a la venganza de los descendientes de los sefardíes expulsados por los Reyes Católicos, a los que se unieron los masones, enemigos herejes del católico imperio español. Ya en el siglo XX, la responsabilidad se extendió a las conspiraciones bolcheviques. Se suponía que todos juntos se harían los amos del mundo. Una teoría chapucera y contradictoria que hacía agua por todas partes.
Hay mucha literatura psicoanalítica que atribuye diversos complejos de inferioridad a Franco, entre otros su odio a la masonería, como consecuencia de haber sido rechazada su petición de ingreso en una logia masónica. De su antisemitismo sería culpable su posible origen judío, que quiso ocultar a toda costa por su cercanía con los partidarios de Hitler. Le imputaban, además, un pensamiento poco perspicaz, más bien tosco y ramplón, que le llevaba a simplificar la consideración de todos sus enemigos, incluidos los defensores de la República, a los que clasificaba en dos grupos: masones y comunistas.
Transcurridos dieciocho años desde el final de la Guerra Civil, cuando Hitler y Mussolini ya no suponían un peligro, llegó para Franco el momento de abandonar la retórica fascista, como el saludo con el brazo en alto y la mano extendida, para iniciar una aproximación a los países que podían romper el cerco al que fue sometido en los años cuarenta. Los primeros tiempos de la autarquía habían paralizado la situación económica del país.
El primer aliado de la dictadura fue la Iglesia católica, que se puso de parte de los sublevados por reacción al anticlericalismo de la Segunda República. Gracias a su apoyo, Franco le concedió grandes privilegios, que constan en el Concordato firmado con el Vaticano en el año 1953 y en el Fuero de los Españoles (que pretendía suplir a la Constitución), donde se reconocía explícitamente que la religión católica gozaba de la protección oficial, mientras se impedía el culto y toda manifestación externa de las demás religiones. La Iglesia católica bendijo el golpe militar contra la Segunda República y fue muy combativa durante la Guerra Civil. Después se alineó con los vencedores, se identificó plenamente con el dictador y accedió a todos sus caprichos. La sublevación pasó a llamarse «la santa cruzada» y Franco se autonombró Caudillo de España, para unificar en dicho título los cargos de jefe del Estado, generalísimo de todos los ejércitos y jefe nacional del partido único. Las autoridades eclesiásticas le permitieron que todas las monedas llevasen acuñada su efigie con la inscripción «por la gracia de Dios» y que se exhibiera en público cubierto bajo palio sagrado, un ritual religioso reservado para las imágenes de la Virgen, de los santos y de la Custodia solo cuando lleva la hostia consagrada. La Iglesia dio entierro a las víctimas franquistas con la inscripción, en sus lápidas, de la leyenda «gloriosos caídos por Dios y por España». La escuela católica se hizo cargo en exclusiva de la educación y fueron derogadas por decreto las leyes de la República más avanzadas en cuestiones sociales, entre otras el voto femenino y la ley del divorcio, lo que supuso una regresión para los derechos de las mujeres. Cuentan que Carrero Blanco le decía a Franco: «Ningún gobernante en ninguna época de nuestra historia ha hecho más por la Iglesia católica que Vuestra Excelencia».
Con este sombrío panorama se encontró Marcelino Camacho cuando llegó a Madrid y, sin embargo, su naturaleza optimista y sus ganas de luchar le llevaron a pintar en sus memorias un porvenir esperanzador.
Eran años en los que se iniciaba un desarrollo industrial acelerado, sobre todo en Madrid, y se vivía el final de la autarquía que mantuvo España económica y políticamente cerrada al mundo exterior. No solo se había acabado la reconstrucción que siguió al fin de la guerra, sino que además se había hecho la acumulación de capital imprescindible para una nueva etapa de desarrollo. En 1953, a raíz de los acuerdos con Estados Unidos, se vivió el principio de la apertura al exterior y la entrada de capital extranjero […] Cuando volví a Madrid ya no era una ciudad administrativa, sino una ciudad industrial, y con ello emergió una nueva clase trabajadora que empezó a entrar en liza en el país. Por razones económicas, generacionales, y por el propio desarrollo de Madrid, aparecieron nuevas condiciones de las que surgieron luchas y actividades sindicales.
Marcelino estaba bien informado de los conflictos obreros que surgieron al final de los años cuarenta, como la huelga general del 1 de mayo de 1947 en el País Vasco, convocada por UGT, CNT, las maltrechas fuerzas políticas de la oposición y el Consejo de la Resistencia. Contó también con el apoyo de los nacionalistas, que fueron reprimidos duramente. Era una de las primeras movilizaciones laborales que se producían después de la guerra, y la más heroica de todas ellas, pues los militantes sindicalistas obreros habían sido aniquilados y los pocos que sobrevivieron pasaron a la clandestinidad o al exilio. La represión y el olvido internacional lograron silenciar a los grupos opositores de la izquierda sindical y política, pero el malestar social iba en aumento.
A la falta de libertad había que sumar las dificultades para encontrar trabajo, la escasez de viviendas y la carestía de la vida. La subida de las tarifas de los transportes fue la causa, en 1951, del boicot a los tranvías en Barcelona, que desembocó en una gran protesta de masas. Las salidas laborales eran escasas y discriminatorias. Seguía vigente el espíritu que incitó a proclamar las primeras leyes franquistas, que excluían del trabajo a los desafectos y les condenaban a la marginación. Hubo una represión generalizada, pero los maestros republicanos se llevaron la peor parte. Acusados de izquierdistas, contrarios a la «Causa Nacional» y ateos, fueron suspendidos de empleo y sueldo e inhabilitados para el magisterio. Como escribe el historiador Francisco Moreno en la obra colectiva Víctimas de la Guerra Civil, «los fichados como izquierdistas, levantiscos o promotores de huelgas estaban perdidos», porque no solo se habían restringido por ley las oposiciones, además, el ochenta por ciento del empleo público quedaba reservado para mutilados, oficiales provisionales, excombatientes, huérfanos de víctimas de los rojos y, en general, para los más significados en el bando vencedor. Por eso se acuñó la frase de la «adhesión inquebrantable» exigida implícitamente para contar con el beneplácito oficial. A pesar de que ya habían concluido las depuraciones masivas de los años más duros, para acceder a la mayoría de los puestos de trabajo seguían teniendo prioridad los adictos al régimen.
El descontento también se extendió a la Universidad, donde los estudiantes, una vez licenciados, tenían grandes dificultades para encontrar empleo. En 1951, Franco decidió hacer algunos cambios, tratando de dejar a un lado la vieja retórica falangista, para acercarse a las potencias occidentales. Dentro de esa línea de intentos renovadores nombró ministro de Educación a Joaquín Ruiz-Giménez, representante de los sectores católicos aperturistas del régimen, que había demostrado su eficacia y lealtad en sus anteriores cargos: director del Instituto de Cultura Hispánica (1946-1948) y embajador ante la Santa Sede (1948-1951) durante las negociaciones del Concordato —firmado finalmente en 1953— que tantas satisfacciones le había dado al Caudillo. Ruiz-Giménez intentó modernizar la política educativa, y para ello eligió a los intelectuales exfalangistas más liberales para los puestos clave de su ministerio y de los rectorados de las mejores universidades de la época. Así, Pedro Laín Entralgo fue rector de la Complutense; Torcuato Fernández-Miranda, de la de Oviedo y Antonio Tovar, de la de Salamanca. A pesar de sus esfuerzos por reformar las instituciones docentes, no logró realizar los cambios necesarios para modernizar la vida académica. Se lo impidieron los sectores más inmovilistas de la dictadura. Sin embargo, durante su mandato se consolidaron algunos movimientos clandestinos de izquierda, cuyos principales protagonistas habían vivido la Guerra Civil siendo niños y, por lo general, procedían de familias ilustres del régimen.
Hasta entonces, solo existía el Sindicato Español Universitario (SEU), de ideología falangista, que contaba con el apoyo de algunos disidentes dentro del régimen y organizaba manifestaciones de protesta contra determinados actos oficiales, como la visita de la reina de Inglaterra a Gibraltar, que fueron disueltos de forma violenta por la Policía. Al mismo tiempo, se estaban formando grupos activistas, de ideología comunista, para oponerse al SEU e impedir que ostentase el monopolio de la representatividad.
La izquierda reclamaba elecciones libres y con ese objetivo se consiguió que un sector de los universitarios madrileños firmaran un manifiesto el 1 de febrero de 1956, dirigido al Gobierno, al ministro de Educación y al Secretario General del Movimiento, donde denunciaban su grave situación:
Al ambiente de desencanto como españoles que quisieran ser eficaces, colaborar y servir inteligente y críticamente a la empresa del bien común y ven ahogado este noble propósito, hay que unir ya la amargura que provoca la emigración creciente de cientos y miles de nuestros mejores graduados. Estos hechos solo pueden perturbar hondamente en el futuro la ya nada fácil ni justa, en otros aspectos, vida social de la Nación. Porque el camino hasta hoy seguido es el de la ineficacia, la intolerancia, la dispersión y la anarquía.
Exigían una serie de reivindicaciones: desde la libertad de cátedra o el abaratamiento de las tasas y del precio de los libros, hasta la libertad sindical. Y pedían, además, la convocatoria de un Congreso Nacional de Estudiantes en el que participasen todos los centros por medio de sus representantes, designados por libre elección, garantizada por el control de los Claustros de Profesores, que habría de ser el único órgano legítimo de representación estudiantil. Sus intereses entraban en colisión con los del SEU.
El 7 de febrero un grupo de asaltantes irrumpió violentamente en la Facultad de Derecho durante la elección de los representantes estudiantiles. Al día siguiente, los universitarios de izquierda se manifestaron frente al Ministerio de Educación para protestar por los incidentes, mientras otros destrozaban el local del SEU, a quien consideraban culpable del asalto. Se produjeron enfrentamientos en la calle y murió un estudiante falangista, de diecinueve años, de un disparo cuya procedencia nunca se aclaró, aunque se lo atribuyeron a un error de la Policía. Detuvieron a medio centenar de estudiantes de la oposición, pero los falangistas, la prensa del movimiento y, de manera especial, el ultraderechista Girón de Velasco exigieron que se tomaran más medidas frente a lo que llamaban la conjura de «marxistas y monárquicos». La represión fue brutal y, por primera vez, los hijos de la alta burguesía, educados en el bando de los vencedores, pasaban por las cárceles franquistas, una experiencia que, en vez de domarlos, les hizo más combativos.
Franco se fue a meditar a una de sus cacerías y, al volver a El Pardo, tomó la decisión de cerrar temporalmente la Universidad, suspender varios artículos del Fuero de los Españoles (lo cual equivalía a un estado de excepción añadido a la excepcionalidad habitual del régimen) y cesar al ministro del Movimiento, Raimundo Fernández Cuesta, al rector de la Universidad de Madrid, Pedro Laín Entralgo, y al ministro de Educación, Joaquín Ruiz-Giménez, al que, no obstante, condecoró poco después con la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio y con la de Isabel la Católica.
Los incidentes desembocaron en una crisis política general que puso fin a los primeros intentos aperturistas del régimen. Los partidos clandestinos, comunistas y socialistas, se infiltraban en la Universidad y, bajo las siglas del Frente de Liberación Popular, nacía un movimiento de resistencia estudiantil muy combativo que pronto se uniría a las movilizaciones obreras.