La vida de los españoles en Orán
Un menor de edad de voluntario a la guerra. Fugado de los campos de internamiento. Los chivatos cobraban quinientas pesetas. A Camacho le dieron por muerto. Josefina y Marcelino bailan el tango. Boda en Orán. Nacen los hijos
No existe mayor alteración del equilibrio natural que el exterminio de cientos de miles de personas, la muerte de animales, la destrucción de ciudades, la contaminación de las tierras y los ríos. La guerra es el peor desastre ecológico que puede provocar el ser humano. Pero aún son más graves los desgarros internos que causan palabras de destrucción masiva como engaño, odio, trampa, hambre, soledad, juicio sumarísimo, fusilamiento, muerte, matanza, exterminio, cadáveres en la cuneta… No voy a agotar todos los tópicos sobre los desastres bélicos. Solo recordar, una vez más, la palabra de Gandhi: «El ojo por ojo puede dejar ciego al mundo». ¿Llegará el día en que quede proscrita la guerra, del mismo modo que se abolió la esclavitud o la segregación racial?
Mientras tanto, es necesario recuperar hasta el último recuerdo de quienes la vivieron. A pesar de la tragedia histórica, no olvidaron sus raíces ni sus ganas de continuar su lucha con métodos pacíficos. No quieren compasión, ni se sienten víctimas, pero siguen reclamando justicia. Lo asombroso es que, al recordar sus experiencias más traumáticas, no muestran ni una pizca de rencor.
—Cuando conocí a Marcelino, acababa de escaparse de un campo de concentración. Yo vivía en un barrio de Orán muy cerca del centro, donde habíamos conseguido un local para las actividades del PCE. Allí nos reuníamos los de las Juventudes Comunistas con los emigrados económicos y con los políticos. Un joven que conocía, porque yo iba mucho a coser a su casa con su hermana, la modista, me trajo una nota en la que se me daba una cita para que fuera a recibir a tres muchachos fugados a los que teníamos que dar una merienda de bienvenida en el local del partido. Hicimos poca cosa, porque no había mucho que ofrecer, pero algunos sándwiches se comieron. Venían en un estado tan lamentable que daban verdadera lástima. No sabíamos qué hacer, si llorar o abrazarlos. Me acuerdo de lo flaco que estaba Marcelino, con ese pelo que no había tenido ocasión de cortar, largo y alborotado, que le salía por debajo de una gorrilla redonda que llevaba la P de preso. Llevaba una chaqueta gris oscura también marcada con la P, unos pantalones de telilla fina y unas botas desgastadas. Me entraron ganas de llorar. Lo habían pasado tan mal…, aunque estaban felices de haber conseguido, al fin, la libertad. A Marcelino le traté como a un camarada más. La verdad es que pasamos una tarde muy agradable con ellos, mientras nos fueron contando sus peripecias.
La historia que narra Josefina comienza cuando Marcelino era menor de edad y tuvo que pedir autorización a su padre porque quería alistarse en las milicias republicanas. Se apuntó de voluntario al frente de Toledo hasta que la ciudad fue tomada por los franquistas y regresó a Madrid, precisamente al frente de Carabanchel, un destino que iba a marcar gran parte de su vida. Poco después, al cumplir los diecinueve años, fue elegido por sus camaradas secretario general de brigada del Partido Comunista de España, con tres mil jóvenes milicianos a su cargo. Procedían de todas las clases sociales, eran militantes socialistas y comunistas con poco sentido de la disciplina, y la labor de Marcelino era instruirlos para que tomaran conciencia de lo que significaba la defensa de la causa republicana.
Luchó en las provincias de Toledo y Extremadura en numerosas batallas, hasta que, en los últimos días, tras el golpe de Casado (el Gobierno republicano que pactó la entrega de Madrid a las tropas de Franco) y la ruptura del Frente Popular, lo detuvieron para llevarle a la prisión de Navahermosa junto con otros presos franquistas y delincuentes comunes. De allí se fugó por primera vez con la intención de llegar a Valencia y salir del territorio español, ya casi enteramente en poder de los sublevados. No alcanzó su objetivo. Le atraparon nuevamente para llevarle a los campos de concentración donde recluían a los soldados republicanos. Una vez más, logró fugarse e intentó llegar hasta Madrid para pedir ayuda a una prima que vivía en la calle del Amparo, el mismo lugar en el que, años más tarde, viviría con Josefina.
—Sí, son coincidencias raras de la vida —dice ella—. Cuando regresamos del exilio vivimos primero en la calle del Amparo, en casa de su prima Felisa, y después en nuestra casa de Carabanchel, toda la vida, hasta los últimos meses, cuando nos vinimos a este piso de Majadahonda.
La guerra estaba perdida y Marcelino ya no tenía mucho que hacer, excepto evitar la represión. Tampoco lo consiguió. Cuando viajaba camuflado en el tren, al detenerse en Aranjuez, le apresaron de nuevo las tropas franquistas. Se escapó otra vez y, después de largas caminatas, aprovechando la oscuridad de la noche, llegó a Madrid y se escondió en casa de la prima Felisa, donde pasó una breve temporada, porque el barrio estaba vigilado por chivatos y delatores.
Al cabo de unos días, los camaradas le proporcionaron documentación falsa y, con su nueva identidad, obtuvo un certificado del Centro de Depuración de Responsabilidades Políticas, donde constaba que José Marcelino González Pérez no tenía cuentas pendientes con el régimen. Le costaba tanto mentir que ni siquiera fue capaz de prescindir en sus falsos documentos del Marcelino, su nombre real. Los papeles, al menos, le permitían salir a la calle, aunque era muy arriesgado, pues la ciudad estaba plagada de controles de la Guardia Civil, de policías que querían hacer méritos, de delatores falangistas que obligaban a saludar taconazo y brazo en alto, al grito de ¡Arriba España!
Los militantes del PCE en aquellos momentos se exponían al tiro en la nuca, lo cual no intimidó lo más mínimo a Marcelino Camacho, que, a los pocos días de estar en Madrid, retomó el contacto con sus camaradas y organizó el comité del Socorro Rojo. Su trabajo consistía esta vez en buscar papeles falsos y refugio seguro para los que corrían mayor riesgo de ser fusilados. La clandestinidad no le duró mucho tiempo. Un soplón le denunció a la Policía y Marcelino reanudó su recorrido por las prisiones españolas.
Aunque los carceleros ignoraban sus verdaderas responsabilidades dentro del PCE, le acusaron de pasarse a la zona republicana y de militar en UGT. Fue sometido a un consejo de guerra, un juicio sumarísimo frente al que no había posibilidad de defensa. Le cayó una sentencia de doce años y un día que, por una serie de peripecias, fue revisada, reducida y, finalmente, indultada o, más bien, sustituida por una efímera libertad condicional y la inmediata incorporación a filas. Cuando llegó al cuartel fue arrestado y, como desafecto al régimen, destinado a uno de los campos de trabajo donde los penados cumplían condena a cambio de reconstruir pueblos, carreteras militares y fortificaciones. En esos centros de internamiento pasaron hambre, contrajeron graves enfermedades y fueron sometidos a toda clase de abusos, malos tratos y a una violencia tan brutal que acabó con la vida de buen número de presos.
Marcelino fue a parar al campo de trabajo de Reus, donde contrajo unas fiebres tifoideas de tal gravedad que, al cabo de un tiempo, le dieron por muerto y le llevaron al depósito de cadáveres. Por suerte, se dieron cuenta de que estaba vivo y le rescataron, aunque, una vez recuperado y en plena convalecencia, le enviaron a otro campo de concentración donde la anemia y los excesivos esfuerzos físicos le provocaron una hernia inguinal. Tras ser operado, se recuperó y volvió a enfermar, en esta ocasión, de fiebres de Malta. Todavía afectado y débil, fue enviado a un batallón de penados en Marruecos para construir fortificaciones en la zona del ferrocarril y la carretera de Tánger a Fez. Allí contrajo el paludismo y, en el hospital de Larache, le atiborraron a quinina hasta que lograron ponerle en pie para enviarle, otra vez, a picar piedra. Las fiebres eran recurrentes, pero, a pesar de su lamentable estado, escribía para una publicación clandestina. Cuando descubrieron su verdadera identidad política, no tuvo más remedio que escapar para librarse de una muerte segura.
Josefina recuerda vagamente alguna de estas proezas, que, referidas de este modo tan apresurado, dan una idea cabal de la entidad del personaje y de la cantidad de sufrimiento que llevaba acumulado. Es, sin embargo, a partir de la última fuga cuando su memoria reconstruye con precisión todo lo vivido a lo largo de los sesenta y tres años que estuvieron juntos.
—Esta nueva huida fue muy peligrosa, porque los franquistas daban una recompensa de quinientas pesetas por cada evadido que les entregasen. ¡Un dineral en aquella época! Caminar de día era muy arriesgado, así que Marcelino y los otros dos que iban con él tuvieron que aprovechar una noche de luna llena para caminar por las montañas que separaban el Marruecos español de la parte francesa. Anduvieron cuatro días dando vueltas por las estribaciones del Atlas. Creo que era Navidad, y Marcelino solo tenía veinticinco años, pero ya estaba bien curtido. Tenían que esconderse de día y avanzar de noche. Atravesaron un río bastante caudaloso, con los moros pisándoles los talones, empeñados en cobrar su recompensa. Uno de los camaradas casi se ahoga, se rompió una pierna y el pobre gritaba: «¡No me dejéis aquí!». Lo llevaron a rastras, hasta que tuvieron la suerte de dar con otro camarada en la aduana francesa que, al verlos tan hambrientos, les dio de comer cuscús y una pierna de cordero.
—¿Y, al fin, acabaron sus penurias? —le pregunto a Josefina.
—No, no creas…, todavía no terminó su cautiverio. Los franceses se empeñaron en alistarles en la Legión Extranjera y, como ellos no quisieron, les mantuvieron como evadidos y les llevaron de calabozo en calabozo hasta que fueron a parar al cuartel de Orán, que estaba en lo alto de una colina desde la que se veía mi barrio. Allí es donde encontraron a un soldado del PCE que les puso en contacto con la emigración española, les facilitó la salida y escaparon con menos dificultades que en ocasiones anteriores. Y es cuando le vi por primera vez.
—¿Se fijó especialmente en él? ¿Qué impresión le causó?
—Bueno, yo le traté como a un camarada más. El pobre estaba hecho polvo, ya te digo, tan flaco y desastrado que daba pena. No pesaba más de cuarenta y cinco kilos. De ahí, hasta que nos hicimos novios, pasó un tiempo.
»Después de la merienda, les llevamos a casa de Eltufin, un camarada de origen ruso que había luchado en las Brigadas Internacionales contra Franco. Al terminar la guerra, tuvo que exiliarse en Orán. Se había casado con Asunción, una chica española, y tenían dos hijos, José y Yenia. Era un fotógrafo muy bueno, vivía en el barrio de La Gambetta y allí, en su estudio, le dio algún trabajo a Marcelino. Poco después, el pobre Eltufin murió en un horrible accidente, aplastado contra una pared por una camioneta que dio marcha atrás. Y por eso le pusimos el nombre de Yenia a nuestra hija, el mismo que tenía la suya, porque a Marcelino y a mí nos dio mucha pena su muerte y le estábamos muy agradecidos. Tuvimos mucha relación con esa familia.
—Ha dado un salto en el vacío, Josefina… Habla de su hija antes de contarme cuándo se enamoró de Marcelino…
—Es que no hay mucho que contar. No había tiempo para romanticismos.
—Cuénteme cómo se inició la relación.
—Bueno, nos veíamos en las casas de algunos camaradas y en ese pequeño local del barrio donde nos reuníamos que llamaban «La basurica del Cuco», porque estaba junto a un vertedero y cerca, también, de donde yo vivía. No sé cómo se llamará ahora… Allí, ya lo he dicho, se organizaban muchas reuniones del partido, mítines, protestas por las condenas a muerte de Franco, pero también bailes y rifas para recoger dinero para la lucha en España. Iba mucha gente joven, porque el baile era barato.
—¿Y bailaron juntos muchas veces?
—Muchísimas, porque Marcelino era muy bailón. Le encantaba bailar el tango, sobre todo el tango, aunque también nos gustaba el vals y el pasodoble… Eramos los dos muy buenos bailarines. No hace mucho tiempo, fuimos al balneario de Archena y allí también nos marcamos unos cuantos tangos.
—¿Y así se enamoraron?
—Bueno… las cosas entonces se hacían de otro modo. Un día le pidió a un compañero de trabajo que me diera una nota de su parte. Me dio una cita para ir el domingo a las doce del mediodía al local de las reuniones. Me imaginé que, como siempre, me llamaba para hacer algún trabajo para las Juventudes o alguna tarea del partido, pero me extrañaba que fuera en domingo. Fui tan pronto que él no había llegado todavía. Marcelino siempre ha sido muy puntual. El caso es que le dije: «¿Qué pasa? ¿Hay algún trabajo que hacer?». Y él me respondió que no, que se trataba de una cosa personal y que fuéramos a dar un paseo. Aquello daba a la avenida principal del barrio de La Gambetta, y lo único que hicimos fue dar una vuelta al edificio.
—¿Entonces se dio cuenta de lo que iba a decirle?
—No, yo seguía pensando que era algún trabajo importante o algo así… Y, de pronto, me suelta: «¿Tú tienes novio?». Yo le contesté: «¿Eso qué tiene que ver con el trabajo? ¿Qué importa si tengo o no tengo novio?». Es cuando me dijo que no se trataba de ningún trabajo, sino de una entrevista personal suya y mía. Al decirle que no tenía novio, me preguntó: «¿Qué te parece si nos hacemos novios?»… «Bueno —le dije—, no se hable más, pero antes de darte una respuesta, tengo que irme a casa a preguntar a mis padres si no les parece mal y, si ellos están de acuerdo, a mí me parecerá bien».
—¿Les gustó Marcelino a sus padres?
—Se lo dije a mis padres y les pareció bien. En mi casa estaba un amigo suyo, Anselmo, que era el hijo del carpintero, y me dijo que, si me casaba con Marcelino, él nos haría los muebles de la casa. Yo le advertí de que no le podíamos pagar porque no teníamos ni un céntimo, pero, aun así, nos hizo una cama, una mesa, cuatro sillas, un armario para meter la ropa y la cuna para cuando naciese nuestra hija. Todo nos lo hizo Anselmo. Nos pidió que le pagásemos solo los clavos y la cola, porque el resto del material lo sacaba de las chapas del embalaje, que eran de buena madera. Nos hizo unos muebles estupendos que nos duraron mucho tiempo. Pero, antes de casarnos, estuvimos casi un año de novios.
»Cuando murió Eltufin, después del accidente de la camioneta que le aplastó contra el muro, Marcelino ya trabajaba de fresador en los talleres Arvidel, que estaban muy cerca del aeropuerto y muy lejos del barrio. Se tenía que ir andando a las cinco de la mañana, porque no había transporte ni nada. Él venía a comer a mi casa los domingos. Eran días muy difíciles para todos. En aquel momento yo hacía unas sandalias de rafia preciosas que se vendían bastante bien, porque casi nadie tenía zapatos. Enseñé a un montón de gente a hacer las sandalias de rafia con unos moldes, del número veintidós al cuarenta y cuatro, que me había dado un zapatero, y algunos me decían que era tonta, porque mis aprendices me iban a quitar la clientela. Trabajaba en todo lo que encontraba y me podía hacer sacar algún dinero: en una fábrica de mermeladas que se llamaba Blancanieves, en otra deshuesando y moliendo dátiles, haciendo jerséis de punto, cosiendo pantalones y vestidos… En fin, la vida en Orán era muy difícil en aquellos tiempos y, si me pagaban cincuenta céntimos más por hacer cualquier cosa, allá me iba. Tuve que falsificar los papeles en alguna ocasión para que me dejasen trabajar, porque estaba prohibido hasta los catorce y, claro, yo empecé antes.
—Y decidieron casarse…
—Ya te digo que tuvo que pasar un tiempo hasta que reunimos dinero para casarnos. Trabajábamos mucho los dos. Los compañeros le decían a mi padre que cómo dejaba a su niña casarse con ese hombre que se iba a morir enseguida. «Pero Sebastián, ¿no has visto cómo está?», le preguntaban. Y él les respondía: «Tranquilo, hijo, que cuando empiece a comer los potajes de la señora Piedad ya verás como engorda». Es verdad que estaba tan flaco que parecía un fantasma. Mi madre, que se llamaba Piedad Rosas, tenía una hucha para que cada hijo fuese metiendo sus ahorrillos. El primer sueldo que ganó Marcelino en la fábrica me lo dio para que lo metiese en la hucha y así poder casarnos lo antes posible, porque, claro, él estaba hecho una pena y necesitaba una casa y una mujer que lo cuidara. Pero mi padre, que era muy buena persona (por eso lo estimaban tanto), le dijo que con ese dinero se comprase una bicicleta y, así, no tendría que pegarse esas caminatas de madrugada para ir al trabajo. Bueno, el caso es que, por fin, reunimos el dinero, y con los muebles que nos hizo Anselmo nos casamos el 22 de diciembre de 1948. Nos fuimos a vivir a una casa de alquiler por la que pagamos los cien mil francos antiguos que habíamos ahorrado entre los dos. Era muy pequeña, tenía solo una habitación, una cocina y aparte estaban los servicios comunes. Me acuerdo muy bien, y eso que han pasado sesenta y dos años.
—¿Cómo fue la boda?
—La fiesta la hicimos en el patio de la casa de mis padres. Vinieron todos los camaradas y mi padre, con otros amigos, preparó los ingredientes para las bebidas, mientras mi madre y las vecinas hicieron bollitos y rosquillas. Nos casó el alcalde de Orán, que era del Partido Comunista argelino, y fue una boda muy sencilla, pero bonita. Lo pasamos muy bien. Nos hicimos una foto para mandársela a sus padres y a su hermana, que estaba en la cárcel. Y como yo no iba vestida de novia, el fotógrafo, que era muy simpático, me prestó el velo y las flores, para que saliera como una foto de boda de verdad.
»Ya de casados, Marcelino tenía su ropa limpia todos los días, su café por las mañanas, su comida caliente, su barreño para lavarse… Estaba tan contento que a los seis meses ya había engordado diez kilos y, cuando fue al médico para la revisión de la hernia, pesaba veintitantos kilos más que cuando le conocí, aquel día que se escapó del campo de concentración.
—Y pronto nacieron los hijos…
—Sí, yo quería tenerlos enseguida. «No sea que te vayas a morir —le decía a Marcelino— y me quede viuda y encima sin hijos». Tenía miedo de que le mandaran a la guerrilla, porque entonces se reclutaba gente para que fuera a luchar en España. Así que, al poco de casarnos, me quedé embarazada y nació Yenia, nuestra primera hija. Tuvimos al hijo, a Marcel, casi tres años después. Y Marcelino me ayudó a dar a luz.
—No era habitual que los hombres estuvieran presentes en los partos.
—Pues no, pero él quiso echar una mano a la comadrona que me atendía. También estaba mi hermana, mientras mi madre se quedaba en la cocina hirviendo las sábanas que se utilizaban para la limpieza del niño y de la madre después de los partos. Como no había tenido ningún problema durante el embarazo, todo se dio muy bien. Yenia siempre ha sido muy sana. Lo mejor es que cuando nació mi hijo, ella se empeñó en quedarse en la habitación. La comadrona intentó que se saliera, porque pensaba que no lo aguantaría y se pondría a llorar, pero ni rechistó. Yenia, que tenía dos años, se quedó sentada en una almohada mirándolo todo y, cuando nació su hermano Marcel, la comadrona, después de lavarlo, se lo puso en los brazos y le preguntó: «¿Qué vas a hacer con tu hermanito?». Y ella dijo: «Cuidarlo». La comadrona se quedó asombrada de que fuera tan fuerte. Yenia es como su padre. También en este parto estuvo Marcelino ayudando, pero ya teníamos más experiencia. Tuve suerte de tener a mis dos hijos antes de que se llevaran a Marcelino.