Legalización del PCE y de CCOO
El Sábado Santo Rojo. El PCE y CCOO, al fin son legales. Regresan las figuras del exilio. Pasionaria y Alberti, en la sesión de apertura de las Cortes. Marcelino Camacho es elegido diputado. La normalidad democrática
La espantosa matanza de los abogados laboralistas de Atocha y las posteriores movilizaciones fueron una de las causas que aceleraron la legalización de Comisiones Obreras y del Partido Comunista de España. El resto de las centrales sindicales y de los partidos políticos habían sido legalizados con anterioridad.
Desde el exilio, Santiago Carrillo le había comunicado a Suárez, a través de intermediarios, sus deseos de regresar a España; si no le daba un pasaporte legal, volvería clandestinamente y daría una rueda de prensa con los corresponsales extranjeros para forzar la situación. Y así lo hizo. Pasó varios meses en una extraña situación de clandestinidad; entraba y salía de España con documentación falsa. La Policía estaba al corriente de sus andanzas. Todo el mundo sabía que vivía en Madrid, pero el Gobierno hizo la vista gorda hasta que, en diciembre de 1976, Carrillo celebró la anunciada rueda de prensa, echándole un órdago a Suárez, para que decidiera de una vez sobre su extraño estado semilegal. Era la situación habitual en la España de aquellos días. A primeros de diciembre se celebraba en Madrid el primer congreso «legal» del PSOE que, aunque resulte paradójico, todavía no estaba reconocido «legalmente».
Tanto los militantes del PCE como los de Comisiones habían organizado la semana anterior unas jornadas de propaganda. Se celebraron asambleas en los barrios, donde se vendía Mundo obrero y se repartían carnés abiertamente. La Policía detuvo de manera arbitraria a unos cuantos militantes. El abogado José Mario Armero, intermediario entre Suárez y Carrillo, había enviado un mensaje a este último confirmando que el Gobierno sería tolerante con el PCE, a cambio de que no se hicieran demasiado visibles. Carrillo pensó que era el momento de dar un paso adelante para obligar al Ejecutivo a actuar en un sentido o en otro. El partido organizó una rueda de prensa en Madrid a la que acudieron setenta periodistas, entre españoles y extranjeros, que no sabían exactamente el motivo de la convocatoria. Se sorprendieron ante la presencia de Carrillo que, después de leer un comunicado, permaneció dos horas contestando a sus preguntas. En vista de la enorme repercusión que tuvo la noticia, el Consejo de Ministros se interrumpió para decidir sobre su detención.
El 22 de diciembre, la Policía rodeó la casa donde se había reunido el secretario general del PCE con el resto de sus dirigentes. Al término de la reunión, Carrillo fue detenido, al asomar por el portal. Llevaba la famosa peluca (confeccionada especialmente para la ocasión por el peluquero de Picasso) que le había proporcionado el abogado Teodulfo Lagunero cuando, camuflado en su Mercedes, pasó clandestinamente la frontera, por primera vez, el 7 de febrero de 1976, después de treinta y siete años de exilio.
Al ser detenido, Carrillo se quitó la peluca, dijo: «Tengan, ya no la necesito», y se la regaló a los inspectores, que le trataron con absoluta corrección y le trasladaron a la Dirección General de Seguridad. Desde que se supo la noticia, se organizaron inmediatamente importantes actos de protesta en España y en muchas capitales europeas, pidiendo la inmediata liberación del dirigente comunista. Pasó unos días en Carabanchel, y el 30 de diciembre le llegó la orden de libertad. En enero se reanudaron los contactos con el Gobierno.
Santiago Carrillo cuenta los motivos que el presidente Adolfo Suárez tenía para ir posponiendo la legalización del PCE. Lo hablaron durante el primer encuentro que mantuvieron ambos en casa del abogado José Mario Armero, buen amigo de Teodulfo Lagunero:
Él [Adolfo Suárez] insistió en las grandes dificultades que encontraba a su derecha, aludiendo especialmente a la actitud del Ejército; en muchos de los mandos de este había la mentalidad de que en la guerra habían derrotado al «comunismo» y consideraban la legalización del PCE como una revancha de la historia que se resistían a aceptar; pasaban por la legalización de los socialistas y hasta de los nacionalistas, pero se resistían a la de los comunistas.
A partir de dicha reunión, celebrada el 28 de febrero, Carrillo empezó a creer en las buenas intenciones de Suárez y el presidente se dio cuenta de que la legalización de un partido que había sido decisivo en la lucha antifranquista era imprescindible para finalizar con éxito la transición democrática. Desde sus respectivas responsabilidades se comprometieron a colaborar para que se celebraran unas elecciones impecables desde el punto de vista democrático. Los dos cumplieron la promesa. Ambos se enfrentaron a no pocas dificultades y obstáculos: Suárez para llevar a buen término la legalización del PCE, y Carrillo para aceptar la bandera nacional y a Juan Carlos I como jefe del Estado.
Mientras el Gobierno mantenía diversos encuentros secretos con los líderes de la oposición, la Policía había logrado liberar en febrero a Oriol y Villaescusa, los dos secuestrados por los GRAPO. En medio de grandes tensiones, el 17 de marzo, Suárez promulgaba el decreto de amnistía para todos los presos políticos. Comisiones Obreras todavía tuvo que esperar un tiempo, porque los sindicatos fueron las últimas organizaciones en ser declaradas legales.
Para la legalización del PCE se decidió esperar hasta el sábado de Semana Santa, una fiesta de total inactividad en aquella época, en la que la mayoría de la oposición y los militares se tomaban un descanso. Suárez eligió aquel 9 de abril para amortiguar las reacciones que provocaría tal iniciativa. Lo hizo por sorpresa, pero no a traición, porque había informado de sus intenciones solo a quienes debían saberlo. La fecha quedó grabada para siempre como el «Sábado Santo Rojo». Santiago Carrillo esperaba la confirmación en la casa de Teodulfo Lagunero, en Cannes, y, nada más conocer la noticia, se fue al aeropuerto para regresar a Madrid. Era un día histórico para la democracia. Muchos militantes antifranquistas se habían dejado la vida para alcanzar ese objetivo.
Aunque el gran rechazo que produjo la legalización del PC entre los militares hacía presagiar graves conflictos, la sangre no llegó al río. La protesta causó gran impacto entre un sector del Gobierno. El ministro de Marina, el almirante Pita da Veiga, veterano militar franquista, mostró su rechazo y dimitió. Al día siguiente El País titulaba: «Repulsa general de todas las unidades (del Ejército) por la legalización del PCE».
El 14 de abril, aniversario de la República, se celebraba el pleno del Comité Central del Partido Comunista, el primero en la legalidad en España desde 1938. Y Carrillo aprovechó la ocasión para cumplir su promesa de apoyar la Monarquía y renunciar a la bandera republicana. Aceptar la bandera bicolor, roja y amarilla, fue un golpe de efecto, incomprendido por muchos militantes que, sin embargo, lo asumieron con disciplina. Suárez, por su parte, hizo desaparecer el gigantesco símbolo falangista del yugo y las flechas que ocupaba toda la fachada de la Secretaría General del Movimiento, un edificio situado en plena calle de Alcalá, y dio la orden de eliminar aquel emblema también del resto de los organismos oficiales del país.
El 13 de mayo, procedente de Moscú, llegó la presidenta del PCE, Dolores Ibarruri, Pasionaria, para participar en las primeras elecciones libres que el Gobierno convocó para el 15 de junio. La primera campaña electoral fue emocionante, y los españoles parecían haber perdido el miedo a los poderes fácticos. Los mítines eran multitudinarios. El PCE, con la bandera española bien visible, llenaba estadios, polideportivos y plazas de toros.
En Comisiones Obreras eran conscientes de que los trabajadores y el movimiento sindical tenían que estar presentes en las Cortes que iban a elaborar una constitución democrática. España, además, atravesaba una grave crisis económica y se necesitaba una nueva legislación que protegiese los derechos de los obreros. La comisión permanente de CCOO dio libertad a todos los miembros del sindicato para que participaran en las elecciones, con el partido que les pareciera más próximo a sus ideas. En el segundo puesto de sus listas por Madrid del PCE, tras el secretario general Santiago Carrillo, aparecía por méritos propios el nombre de Marcelino Camacho.
La mañana del 15 de junio, Josefina y su marido madrugaron para votar en el recién abierto colegio electoral, y por la noche se fueron a la sede del partido a esperar los resultados. Ganó las elecciones, con más de un 34 por 100 de los votos, Unión de Centro Democrático, la coalición liderada por Suárez. El PSOE quedó en segundo lugar, con casi un 30 por 100. Y al PCE, que se convirtió en la tercera fuerza política parlamentaria, le votó casi un 10 por 100, porcentaje con el que consiguió veinte escaños, cuatro más que la derecha liderada por Fraga, que se presentaba con las siglas de Alianza Popular. Entre sus diputados más emblemáticos, Rafael Alberti y Dolores Ibarruri, que presidieron la mesa de edad en la sesión solemne de apertura de las Cortes celebrada el 13 de julio de 1977. Una de las imágenes más representativas del comienzo de la Transición.
Y, por supuesto, Marcelino Camacho, que cuando recibió el acta de diputado tuvo la sensación de ser «un espectro huido de las cárceles y refugiado en el Palacio de las Cortes», como escribió en sus memorias. Y aunque aquel espectro no quería permanecer mucho tiempo sentado en el escaño, su trabajo político fue decisivo en la elaboración de las leyes que garantizaban los derechos de los trabajadores. Dimitió como diputado porque no estuvo de acuerdo con las normas laborales que aprobó el Parlamento con el apoyo del Partido Comunista de España. A partir de entonces, se dedicó plenamente a su trabajo como sindicalista. Camacho fue reelegido por mayoría en los cuatro primeros congresos de Comisiones Obreras. En 1987 fue sustituido en el cargo de secretario general por Antonio Gutiérrez, y pasó a ocupar el puesto honorífico de presidente. Hasta su muerte, continuó siendo militante del PCE e integrante de su Comité Federal, y conservó como oro en paño su carné de miembro n.º 1 de CCOO.
Siempre le quedó una clara sensación de que los trabajadores fueron los que pagaron un precio más alto en la lucha por la democracia.
Y más aún quienes, forzados primero a exiliarse, decidieron arriesgar su vida y volver a España para luchar desde el interior. Pero eso forma parte de otra historia. La que acabo de contar solo pretende ser, como dijo en su día Marcelino Camacho, «un recuerdo-homenaje a los trabajadores asesinados, encarcelados y represaliados por su lucha por la libertad sindical, las libertades democráticas y nacionales, por sus derechos e intereses de clase».