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El miedo a los poderes fácticos

De Vitoria a Montejurra. El suicidio de los franquistas. La Iglesia y los militares. La extrema derecha siembra el pánico. Los terroristas de ETA y GRAPO. Detienen a Carrillo con la peluca. La matanza de los abogados de Atocha

A lo largo de 1976 se produjeron una serie de sucesos trágicos que estuvieron a punto de dinamitar la precaria transición democrática. El rey Juan Carlos mantuvo al frente del Gobierno a Carlos Arias Navarro confiando en que asumiría las reformas necesarias, pero las esperanzas pronto se desvanecieron. Arias solo era un continuador del franquismo y la sociedad reclamaba un cambio urgente. Las fuerzas democráticas, todavía ilegales, organizaron huelgas, manifestaciones contra un Gobierno que, no solo se negaba a escuchar las reivindicaciones, sino que reprimía violentamente las protestas.

El conflicto más grave tuvo lugar en Vitoria. Los trabajadores llevaban dos meses en paro y habían convocado una huelga general para el 3 de marzo. Ese mismo día, en el transcurso de una manifestación, tuvieron un enfrentamiento con la Policía que respondió con fuego real y mató a cuatro trabajadores. Con tan luctuoso motivo y como toda explicación, Fraga, ministro de la Gobernación, pronuncio la histórica frase de «La calle es mía». Vitoria se llenó de barricadas y organizó una impresionante manifestación para despedir a los trabajadores muertos.

Dos meses después, elementos carlistas de la ultraderecha, agrupados en torno a Sixto de Borbón, abrieron fuego contra los seguidores izquierdistas de su hermano Carlos Hugo, en la romería que realizaban anualmente al monasterio de Irache, en el monte navarro de Montejurra. Fueron asesinados dos seguidores de Carlos Hugo, cuyo partido formaba parte de la Junta Democrática y, aunque nadie reivindicó la acción, los culpables (neofascistas italianos y Guerrilleros de Cristo Rey) fueron identificados y detenidos. A Sixto de Borbón lo expulsaron de España. En este caso, Fraga tampoco estuvo muy afortunado al declarar que los incidentes no eran más que «una pelea entre hermanos». Un año después, los acusados, sin haber sido juzgados, se beneficiaron de la Ley de Amnistía y quedaron en libertad.

El Gobierno se vio completamente desbordado por la conflictividad social, política y laboral. La incompetencia de Carlos Arias iba en aumento y, a pesar de su resistencia, el rey, tras mantener con él una tensa reunión, le obligó a dimitir el 1 de julio, al tiempo que le concedía un título nobiliario como premio de consolación.

Todo estaba previsto para que el elegido de una terna, Adolfo Suárez, jurase su cargo el 4 de julio como nuevo presidente. Su nombramiento fue mal recibido por la mayoría. La extrema derecha le consideraba un traidor y la izquierda, un franquista. Fraga y Areilza se negaron a formar parte del Gobierno para manifestar su desaprobación y su absoluto desdén hacia el nuevo presidente. A Suárez no parecía importarle demasiado su rechazo, pues contaba con el apoyo necesario para poner en marcha su ambicioso proyecto político: transformar, pacíficamente, un régimen dictatorial en una democracia.

Era la primera vez que se intentaba semejante experimento. Se puso enseguida manos a la obra. Presentó su proyecto de reformas y logró algo insólito: que las Cortes franquistas aprobaran la Ley para la Reforma Política, que suponía su suicidio o autoinmolación. Nadie sabe bien cómo se logró un resultado tan prodigioso.

Medio año después, se convocaban las primeras elecciones democráticas. El proceso de transición tuvo que superar enormes dificultades para llegar al 15 de junio de 1977, primera cita electoral de los españoles con las urnas. Fueron seis meses decisivos en los que se legalizaron los sindicatos y todos los partidos políticos, incluido el comunista, en contra de la voluntad de los influyentes residuos franquistas y del poder fáctico de los militares. Los terroristas de ultraderecha y de extrema izquierda compartieron un objetivo común: aterrorizar a la población para impedir que España se convirtiera en una democracia.

Desde la muerte de Franco y hasta principios de los años ochenta, las organizaciones de extrema derecha actuaron con una violencia sanguinaria. Estaban integradas por bandas neofascistas, que fueron cambiando de nombre y de siglas en acciones sucesivas: Batallón Vasco Español, Alianza Apostólica Anticomunista o Triple A, Grupos Armados Españoles, Guerrilleros de Cristo Rey, Comandos Antimarxistas…

Otros grupos terroristas, de ideología opuesta, también contribuyeron a sembrar el pánico. ETA acabó con la vida de veintiocho personas durante 1977. La mayoría de los españoles vivieron consternados el mes de enero de aquel año. Los GRAPO, organización que se autodenominaba marxista-leninista, asesinaron a dos guardias civiles y a un policía nacional. Cuando se realizó el primer referéndum sobre la Ley para la Reforma Política, la organización todavía mantenía secuestrados a dos notables representantes del régimen: José María de Oriol, miembro del Consejo del Reino y presidente del Consejo de Estado, y al teniente general Emilio Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar. El objetivo de los secuestros, según los terroristas, era la inmediata aplicación de una amnistía general. También lo exigían, pero mediante métodos pacíficos, las organizaciones democráticas. Antes de que consiguieran su objetivo se produjeron una serie de atentados que tenían atemorizada a la población. Los fanáticos enemigos de la democracia estaban empeñados en provocar una ruptura política para volver al régimen dictatorial; a un imposible franquismo sin Franco.

El 27 de noviembre de 1976, durante una manifestación, el estudiante Carlos González murió de un disparo. Nadie reivindicó su muerte, pero fue atribuida a grupos paramilitares ultraderechistas. En medio de los disturbios, siempre aparecían individuos de paisano armados con objetos contundentes que atacaban a los manifestantes. El 23 de enero, los Guerrilleros de Cristo Rey asesinaron en plena calle a Arturo Ruiz, estudiante de diecinueve años que se manifestaba a favor de la amnistía. Un argentino mafioso y ultraderechista, llamado Cesarky, fue detenido como sospechoso de asesinato. Al día siguiente, murió de una herida en la cabeza, esta vez producida por un bote de humo de la Policía, María Luz Nájera, otra estudiante de Sociología que protestaba por el asesinato de su compañero.

El país vivía conmocionado en medio de tanta violencia política. Más preocupante aún que los sucesos de Vitoria y Montejurra, que los asesinatos de estudiantes, que el secuestro de Oriol y Villaescusa, fue la matanza de Atocha. En la noche del 24 de enero, tres pistoleros vinculados a la ultraderecha llevaron a cabo el sangriento atentado contra los abogados del despacho del número 55 de la calle de Atocha. Abrieron fuego indiscriminadamente contra las personas que participaban en una reunión y de las heridas recibidas murieron en el acto los laboralistas Enrique Valdevira, Luis Javier Benavides y Francisco Javier Sauquillo, el estudiante de derecho Serafín Holgado y el administrativo Ángel Rodríguez. Y fueron heridos de gravedad Miguel Sarabia, Alejandro Ruiz-Huerta, Luis Ramos Pardo y Dolores González Ruiz, casada con Sauquillo, que con anterioridad había sido novia de Enrique Ruano, el estudiante de Derecho y militante antifranquista asesinado por la Policía en 1969.

Los terroristas querían matar al dirigente del Sindicato de Transportes de CCOO, Joaquín Navarro, por haber contribuido a desarticular una mafia franquista que controlaba el sector. Había salido un poco antes, y al no encontrarlo, decidieron matar a los que estaban en el despacho.

La matanza causó una tremenda conmoción. El decano del Colegio de Abogados, Antonio Pedrol, convenció al Gobierno para que permitiese rendir un homenaje a las víctimas, cuya capilla ardiente fue instalada en la sede de dicho Colegio. Al entierro asistieron más de cien mil personas, en un silencio impresionante. Era la primera manifestación multitudinaria de la izquierda que se realizaba en España con la autorización del Gobierno, desde la muerte de Franco. Cuentan que el rey sobrevoló la zona en helicóptero para ver con sus propios ojos la impresionante demostración de duelo.

Santiago Carrillo, secretario general del ilegal Partido Comunista, que había entrado en España clandestinamente en febrero de 1976, hizo un turno de guardia ante los féretros y participó en el inicio del desfile que precedió al entierro. Fue reconocido por los asistentes, incluidos los policías y las fuerzas de seguridad, pero tenían orden de no detenerle. Carrillo, previamente, había dado instrucciones a los militantes del PCE para que acudieran en masa, desfilaran en silencio y resistieran pacíficamente cualquier provocación. El servicio de orden fue tan eficaz que no se produjo ni un solo incidente. Varios periódicos señalaron la extraordinaria responsabilidad de los manifestantes.

—Seguro que todavía te estremece recordarlo —le comento a Josefina, mientras repasamos las fotografías de aquellos días.

—¡Cómo no me voy a acordar, si hacía diez minutos que había salido mi hijo del despacho! ¡Cómo no me voy a acordar! —repite—. Había participado en una reunión tras la que salieron unos cuantos para dar paso a los siguientes, que fueron a los que mataron. Yo no sabía nada en el momento de la matanza. Estaba esperando a Marcel. Apareció a las tres y, como le vi con mala cara, le pregunté. «Pero hijo, ¿ha pasado algo? ¿Por qué vienes tan tarde a comer?». Y, para tranquilizarme, me contestó que no había tenido ningún problema. Fue espantoso. Una venganza inútil. Lo único que lograron fue quitar la vida a unas buenas personas y destrozar a sus familias. Yo lo sentí enormemente, porque los abogados laboralistas siempre se portaron maravillosamente con nosotros. Tampoco me olvido, ni un solo instante, de nuestros abogados María Luisa Suárez y Joaquín Ruiz-Giménez, que se merecen los dos un monumento.

Los Camacho conocían personalmente a los abogados asesinados, porque habían realizado numerosas reuniones en aquel despacho y, además, se encargaron de muchos asuntos legales que Marcelino les enviaba periódicamente desde la cárcel.

Durante los días siguientes al entierro se produjeron protestas y huelgas en todo el país. Comunistas y sindicalistas, todavía no legalizados, salieron abiertamente a la calle sin que la Policía actuase contra ellos.

Los asesinos se creían tan seguros que no huyeron de España, y pocos días después de cometer el crimen fueron detenidos por la Policía Armada. En el juicio posterior, se condenó a los acusados a más de cuatrocientos años de cárcel. Fueron declarados autores materiales de los hechos José Fernández Cerrá, Carlos García Juliá y Fernando Lerdo de Tejada, y Francisco Albadalejo como autor intelectual. También fueron detenidos varios cómplices ultraderechistas por suministrar las armas con las que cometieron la matanza, y tuvieron que declarar ante el juez conocidos dirigentes de la extrema derecha, como Blas Piñar, líder de Fuerza Nueva, y Mariano Sánchez Covisa, de los Guerrilleros de Cristo Rey.

Era la primera vez que la Audiencia Nacional juzgaba y condenaba a elementos de la extrema derecha, señalados en la sentencia como un grupo «defensor de una ideología política radicalizada y totalitaria, disconforme con el cambio institucional que se estaba operando en España».