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La penúltima salida de prisión

La coronación del rey. Indulto para algunos condenados. Los iconos de la Transición: El Abrazo de Genovés y el jersey de Marcelino. En Roma, con Pasionaria

Antes de que Franco fuera enterrado en el Valle de los Caídos, el príncipe Juan Carlos leyó ante las Cortes su discurso de coronación. Los más perspicaces creyeron ver en sus palabras algunos indicios de su voluntad democrática. Las fuerzas de la izquierda desconfiaban de un rey, al que enseguida apodaron Juan Carlos el Breve, que asistió visiblemente afectado a los funerales de Franco y que, ante todos los procuradores franquistas, juró sobre la Biblia que iba a «cumplir y hacer cumplir las leyes Fundamentales del Reino y guardar y hacer guardar lealtad a los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional». Poco después, celebró su coronación con una misa en la iglesia de los Jerónimos, donde el presidente de la Conferencia Episcopal, el cardenal Tarancón, pronunció una homilía en la que mencionaba los derechos humanos y las libertades, algo que indignó profundamente a los franquistas. Al cabo de los diez días, el 30 de noviembre, el rey firmó un indulto para unos cuatro mil presos, entre los que se encontraban los condenados por el Proceso 1001.

Desde primeras horas de la tarde, Josefina se encontraba en las puertas de la cárcel de Carabanchel, pero en aquella ocasión no hacía cola, como tantas otras veces, para ver a su marido tras las rejas. Iba acompañada de su cuñada Vicenta, de sus hijos Yenia y Marcel, de sus yernos, de sus consuegros y de un montón de compañeros, amigos y periodistas. Tuvieron que esperar mucho tiempo a que salieran los presos. Los primeros excarcelados fueron los comunes. Pero la orden de libertad para los políticos se retrasó hasta avanzadas horas de la noche, con el fin de evitar que se produjeran altercados o les recibieran con manifestaciones. La Policía y la Guardia Civil vigilaban a los familiares que estaban esperando y les obligaron a alejarse de la puerta. Tenían orden de disolver cualquier conato de manifestación. Había numerosos representantes de la prensa, la radio y la televisión extranjeras, y querían evitar a toda costa un altercado que ocupase al día siguiente los titulares de todo el mundo.

—¿Qué recuerdos tiene de aquel día?

—Llovía a cantaros y se nos empapó toda la ropa. No teníamos un sitio donde refugiarnos, porque yo quería estar en primera línea para recibir a Marcelino, que, por cierto, fue de los últimos en salir. Creo que él salió a las dos de la madrugada, con los demás compañeros del 1001. Fueron muchas emociones las de aquella noche. Cuando apareció por la puerta nos abrazamos muy fuerte. La gente le abrazaba y estaba muy contenta. Hubo montones de abrazos entre todos, como en el cuadro de Genovés.

Me enseña el famoso cartel de Amnistía Internacional que reproduce El Abrazo, la obra más representativa del pintor Juan Genovés. Aparece en la portada de este libro porque es el símbolo de la transición democrática, de la petición de amnistía, de la libertad de los presos políticos. La mujer de la derecha que aparece de espaldas con los brazos abiertos, como el resto de las figuras, guarda un enorme parecido con Josefina Samper. Dice que se lo confirmó el propio Genovés; que se había inspirado en ella.

Cuenta Genovés que los miembros de la Junta Democrática le pidieron que hiciera un cartel para exigir la libertad de los presos políticos. Se reunió con sus representantes en el estudio y se fijaron en El Abrazo, que ya estaba pintado. Cuando fueron a la imprenta para reproducir la imagen, detuvieron al artista y le encerraron durante una semana en los calabozos de la Puerta del Sol. La primera tirada de los carteles fue destruida y hasta que no llegó la democracia no se imprimieron más. Con la venta de aquellos carteles, cedidos por el artista a Amnistía Internacional, se ayudó a financiar el montaje de la sección española de la organización. Desde entonces se han hecho incontables reproducciones en numerosos países para pedir la libertad de sus presos políticos. Genovés dice que el cuadro ya no es suyo, porque considera que le pertenece a todo el mundo.

Años más tarde, realizó una versión escultórica de la obra, como homenaje a los abogados laboralistas asesinados por la ultraderecha en la calle de Atocha. El cartel de El Abrazo estaba colgado en una de las paredes del despacho donde se perpetró la matanza. El cuadro se expone en la colección permanente del Museo Reina Sofía, y la escultura, en la madrileña plaza de Antón Martín.

—Teníamos la sensación —continúa recordando Josefina— de que aquello se acabaría para siempre y de que ya no iba a volver jamás a la cárcel. Pero nos equivocamos, porque le detuvieron una semana después.

—¿Llevaba Marcelino el famoso jersey que usted le hizo?

—Supongo que iba bien abrigado, porque hacía muy mal tiempo, pero no me acuerdo exactamente de la ropa que llevaba. Lo puedo mirar en las fotos. Tiene gracia, porque el famoso jersey de Marcelino no se lo hice yo.

—¡Menuda revelación! Todo el mundo pensaba que era usted la creadora.

—Verás… yo le hice muchos jerséis a él y a otros presos, porque me dedicaba a tejerlos para ganar un poco de dinero, aunque a los presos, como es natural, se los hacía gratis. En las cárceles el frío era insoportable y Marcelino cogía muchas bronquitis. Estuvo enfermo montones de veces porque en Carabanchel hasta en pleno verano pasaban frío y había siempre humedad. Así que decidí que le iba a tejer uno con el cuello muy alto y una cremallera para que se tapase hasta la nariz. Ya he contado alguna vez que el famoso «jersey Marcelino», ese que conoce todo el mundo, empecé a tejerlo yo, pero lo terminó la hija de una amiga, Rocío Fernández. Esta amiga tenía una tricotosa y me dijo: «Si tienes prisa para llevárselo a tu marido, le doy el jersey a mi hija y te lo termina esta noche». Fue el único que no le hice yo, y cuando se lo llevé a la cárcel, Marcelino se quedó asombrado, pensó que no había dormido en toda la noche para terminarlo. Bueno, son tonterías… anécdotas sin importancia.

El «marcelino», sin embargo, es más que una anécdota. Se convirtió en un icono, quizá más local, pero también más nuestro, que el langoti (taparrabos) que llevaba Mahatma Gandhi como única vestimenta, o la túnica azafrán del Dalai Lama o la boina con la estrella roja del Che. Y como tal símbolo se puso de moda.

—Todo el mundo me pedía que le hiciera uno igual. Hasta vinieron a mi casa para ofrecerme que lo patentara. Y yo les dije lo mismo que con las alpargatas de esparto… que yo no patento nada. Salió una fábrica por ahí que los hacía en plan industrial y no me pidieron permiso. Pero yo me alegré, porque bienvenido sea todo lo que crea puestos de trabajo.

Al día siguiente de la liberación de los condenados en el Proceso 1001 ya se habían organizado numerosas manifestaciones para pedir amnistía y libertad para los políticos que aún seguían presos. Los grises disolvieron violentamente a los manifestantes agrupados en el exterior de la prisión de Carabanchel. Marcelino Camacho, que fue testigo del mal trato que daban a unos manifestantes, llamó la atención a un par de guardias, que, al reconocerle, le detuvieron y se lo llevaron esposado a los calabozos de la Puerta del Sol, donde pasó tres días. Así que la libertad, como cuenta Josefina, le duró solamente una semana. Cuando salió a la calle, para quitarse de la circulación y tener un poco de tranquilidad, se fueron a Francia a pasar las Navidades con la familia de Josefina, ocasión que Marcelino aprovechó para asistir en París, como representante de CCOO, a una reunión de la Junta Democrática.

Ya en Madrid, los representantes de la nueva Coordinación Democrática, la citada Platajunta, convocaron una rueda de prensa en el despacho que García Trevijano tenía en el paseo de la Castellana, para dar a conocer un comunicado. Policías de la secreta camuflados por las inmediaciones fueron deteniendo a todos los participantes. Era 29 de marzo de 1976 y Camacho, una vez más, se encontraba esposado frente a Yagüe y Delso, en la Dirección General de Seguridad. De los calabozos de Sol, Marcelino pasó a las celdas de Carabanchel. Nuevamente procesado por el Tribunal de Orden Público, a los cien días de la proclamación de la Monarquía.

Ante las preguntas del corresponsal de Le Monde, referidas a la pésima impresión que había causado internacionalmente la detención de Marcelino Camacho, el portavoz del Gobierno, Fraga Iribarne, le respondió:

Cumplía una pena que era de larga duración, la del 1001, fue agraciado en virtud de la amnistía general decretada por el rey cuando accedió al trono. Pero entonces se puso a hacer provocación y a mezclarse con todas las formas de agitación, a hacer todo lo posible para que las huelgas tomen un carácter de delito político. Llegó a tal punto que se le detuvo.

Una peculiar manera de subjetivar los hechos. El rey se había limitado a decretar un indulto, por lo tanto, la amnistía no era tal, y Camacho estaba muy lejos, en aquel momento, de ser un agitador o un provocador; en todo caso, lo era en la misma medida que el resto de las fuerzas de la oposición democrática.

Unos días más tarde, en una encuesta realizada por la revista Actualidad Económica, Marcelino Camacho aparecía como uno de los «25 políticos para el futuro». Los organizadores del acto convocado para celebrar tal proclamación excusaron su asistencia por razones obvias. Siguió en la cárcel hasta el 27 de mayo, cuando obtuvo la libertad condicional.

Todavía quedaba mucho por hacer hasta llegar a la legalización de los partidos políticos y organizaciones sindicales; la amnistía total para los presos políticos y el libre retorno de los exiliados; el pleno ejercicio de las libertades de expresión, reunión, asociación y manifestación; la derogación de las leyes represivas y la supresión del Tribunal de Orden Público; la supresión del Movimiento Nacional y la convocatoria de elecciones libres.

Los Camacho viajaron a Roma en julio de 1976, porque Marcelino tenía que asistir al pleno del Comité Central del Partido Comunista, y allí Josefina se encontró por primea vez con Dolores Ibarruri.

—Marcelino conoció a Pasionaria durante la Guerra Civil, pero yo era la primera vez que la veía en persona. Me impresionó tenerla delante. Era una mujer imponente. Luego nos encontramos en España varias veces. Entre todas las compañeras montamos un taller de costura para hacer vestidos y contribuir a los gastos del sindicato, pero no sacamos ni para pagar el alquiler del local, así que al cabo de un año tuvimos que cerrar. Ella iba por allí de vez en cuando. Le quisimos hacer ropa nueva, porque estábamos hartas de verla con la misma de siempre. Le cosimos un par de blusas y de faldas para que cambiara un poquito de aspecto, pero se negó; nos dijo que a ella solo le gustaba ir de negro.

Desde España, la prensa tardofranquista criticó duramente a los Camacho por su doble militancia, política y sindical. Eso demostraba, para sus detractores, que Comisiones Obreras no era más que la correa de transmisión del Partido Comunista de España. A Marcelino le indignaba esa manipulación interesada, pues no solo tenía una dedicación plena al sindicato, sino que tuvo oportunidad de demostrar en varias ocasiones su independencia respecto a la dirección del PCE. Fue a Roma, fundamentalmente, a plantear la lucha que desarrollaban para alcanzar la libertad sindical y la situación socioeconómica en la que se encontraba España tras la muerte de Franco. En aquel Comité Central se trató sobre la necesidad de que tanto el PCE como Comisiones Obreras fueran legalizados, pues sin ellos no habría una transición real a la democracia.