La agonía de la dictadura
«Se murió y lo enterraron». El testamento no se cumplió. Todo quedó mal atado. El yerno de Franco, a puñetazos. Hassan II le dio la puntilla. Marcel Camacho hace la mili en los calabozos
No quiere rememorar los detalles sobre la muerte de Franco. «Se murió y lo enterraron», dice Josefina Samper con desgana. Y es que la noche del 20 de noviembre de 1975, cuando le dieron la esperada noticia, ni siquiera pudo compartirla con Marcelino, porque su marido seguía en la cárcel.
Muchos españoles vivieron el acontecimiento con la alegría de la libertad contenida por ambiguos sentimientos de temor y esperanza. El fin de la dictadura produjo un silencio colectivo sobrecogedor. Muchos se preguntarán por qué la gente no salió a la calle a celebrar el inicio de una nueva época. Tal vez no las tenían todas consigo. Después de tantos años, no daban crédito a que la represión hubiera terminado con la muerte del dictador. Temían que todo siguiera atado y bien atado.
Los dos últimos años de la vida de Franco fueron un infierno para él, pero todavía más para el resto de los españoles. La situación de incertidumbre provocó tensiones entre la familia del jefe del Estado, entre los ministros del Gobierno, entre las autoridades eclesiásticas e incluso entre los miembros de la familia real. Todos ellos se emplearon a fondo para tomar posiciones en una España sin Franco, cuya salud era sumamente precaria.
Un año antes de su muerte, en julio de 1974, a los españoles se les informó de que el jefe del Estado se había trasladado a un centro hospitalario por las complicaciones sufridas a raíz de un proceso gripal. No era cierto. Una vez más se intentó ocultar la realidad. Vicente Gil, su médico de cabecera, decidió internarle a causa de una tromboflebitis con complicaciones que derivaron en una hemorragia gástrica. Padecía, además, la enfermedad de Parkinson. Ante la gravedad del enfermo, en estado inconsciente, el Gobierno decidió el traspaso de poderes al príncipe Juan Carlos, designado sucesor desde 1969. Lo aceptó en contra de los deseos de su padre, el conde de Barcelona, que no reconocería su derecho dinástico hasta la subida al trono, después de la muerte de Franco.
La decisión de dar el poder al Borbón, aunque fuera algo transitorio, provocó las iras del yerno, Cristóbal Martínez Bordiú, y de la hija, Carmencita Franco, que a partir de ese momento hicieron la vida imposible al doctor Vicente Gil. El enfrentamiento entre el yerno y el doctor Gil se resolvió literalmente a puñetazos, a las puertas de la habitación donde estaba Franco y ante varios miembros del personal sanitario, que presenciaron atónitos aquella brutal pelea. El marqués de Villaverde prohibió la entrada del médico personal de su suegro y buscó un sustituto de su agrado, el doctor Vicente Pozuelo. Los dos médicos contaron con profusión de detalles su experiencia junto a Franco en sus respectivos libros de memorias.
También se creó un conflicto interno en la Casa Real de los Borbón. El conde de Barcelona aún no había renunciado a sus derechos sucesorios y le disgustó ver a su hijo como suplente de Franco. Las relaciones entre padre e hijo, en esos momentos, estaban muy deterioradas.
Lo mismo sucedió entre los distintos sectores de la Iglesia. Una parte de la conferencia episcopal, presidida por el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, decidió tomar distancia del franquismo y marcar visiblemente la separación entre la Iglesia y el Estado, como se recomendaba desde el Vaticano. Otros siguieron vinculados al dictador hasta su muerte, como monseñor Marcelo González Martín, arzobispo de Toledo y cardenal primado de España, que pronunció la homilía ante el cadáver de Franco. Un mes y medio antes, el cardenal González Martín le había acompañado en el balcón del Palacio Real, durante su última aparición pública tras los fusilamientos de septiembre.
Para asombro de todos, el dictador se recuperó de la tromboflebitis e inmediatamente quiso asumir de nuevo el poder. Una de sus primeras decisiones fue unificar criterios en el Gobierno y cesar al ministro de Información y Turismo, Pío Cabanillas, el más aperturista del Gobierno, que había organizado una campaña de imagen de cara a las democracias de los países europeos para mostrar el rostro más amable del régimen español; pero esa cara nunca existió. Tras el cese de Cabanillas, demostrado ya el falso intento aperturista del presidente Arias Navarro, dimitieron varios altos cargos y el ministro de Hacienda, Barrera de Irimo. El régimen se enrocaba en posiciones cada vez más rígidas, mientras los seguidores del búnker coreaban la consigna: «¡No queremos apertura, solamente mano dura!».
La regresión provocó descontento y nuevas protestas, que a su vez eran reprimidas con la dureza que reclamaban desde las posiciones más extremistas. Al final del franquismo se sucedían los acontecimientos luctuosos. Aprovechando la confusión y la debilidad del régimen, el rey Hassan II de Marruecos decidió reclamar por la fuerza el territorio del Sahara, colonizado hasta entonces por España. El rey incitó a sus súbditos a emprender la denominada «Marcha Verde», una estratégica movilización de más de trescientos mil marroquíes desarmados, hombres, mujeres y niños, para invadir pacíficamente el territorio saharaui. Al Gobierno español la operación le pilló por sorpresa, intentó contener el avance de los civiles marroquíes minando la zona fronteriza, pero al cabo de una semana habían llegado hasta las alambradas que les separaban de los campos de minas, y se dio la orden de retirada de las tropas española para evitar una masacre. Se firmaron los acuerdos tripartitos de Madrid con los gobiernos de Marruecos y Mauritania, por los que España, la potencia administradora, cedía una parte del territorio saharaui para repartirlo entre ambos países africanos. Fue una claudicación frente a Hassan II y una traición al pueblo saharaui, al que las Naciones Unidas habían reconocido su derecho a la autodeterminación. Una situación que, a día de hoy, sigue sin resolverse.
Según posteriores declaraciones de los médicos que le atendían, la Marcha Verde precipitó la muerte de Franco, aunque su decadencia física se había acelerado ya a raíz de un suceso anterior: los fusilamientos de septiembre. Cuentan que las presiones del papa pidiendo clemencia fueron la causa indirecta de su primer infarto coronario, que fue de la muerte in extremis. Señalo para su desgracia, porque vivió unas semanas más que fueron atroces, según explicaron los testigos de su terrible y prolongada agonía. Existen distintas versiones sobre si el hecho de mantenerle con vida fue un deseo de la familia, interesada en controlar mejor los pasos previstos para la sucesión. Los médicos lo niegan rotundamente. Murió, al fin, en la madrugada del 20 de noviembre de 1975.
—No es que no lo quiera recordar —me corrige Josefina— es que, como te decía, Marcelino seguía en la cárcel junto a centenares de presos políticos. Y no le aplicaban la redención de pena, como castigo por haber hecho la huelga de hambre a raíz de los fusilamientos de septiembre. Tampoco me dejaban comunicar con él ni llevarle paquetes. Estaba preocupada por su salud, aunque él me hacía llegar a través de los abogados que se encontraba bien, porque siempre trataba de quitarle importancia. Pero yo en esos días tenía una preocupación añadida. Mi hijo Marcel estaba haciendo la mili en Aranjuez, le habían castigado en el calabozo y un sargento, que estaba borracho, le obligó a aprenderse de memoria el último discurso de Franco. A Marcel le hicieron la vida imposible en el cuartel, pues le tenían vigilado y le castigaban continuamente por ser hijo de quien era. Por eso no estaba muy pendiente de las noticias que venían de El Pardo y del hospital de La Paz. Lo que yo quería es que aquello se acabase pronto y, una vez muerto Franco, que las autoridades garantizasen la seguridad de los presos y de los chicos que estaban en la mili, como el mío, porque nos temíamos que pasara cualquier cosa con la extrema derecha o los militares. Los abogados me decían que mantuviese la calma, porque el rey no tenía más remedio que dar un indulto a los presos políticos, pero yo estaba muy impaciente y aquellos días se me hicieron interminables.