Periodistas bajo amenazas
Dinamitan el diario Madrid. Ley Fraga: libertad condicional a la prensa. Triunfo y Cuadernos para el Diálogo. La verdad sin rodeos. Torturas al director de Doblón. Bombas en El País y en El Papus
Complicada era también la situación para los periodistas españoles. La mayoría de los que tenían vocación democrática se habían especializado en disturbios ajenos y conflictos internacionales para referirse, de manera críptica, a los excesos que la dictadura cometía con el pueblo español. Una de esas alusiones encubiertas sugería la retirada de Franco de la Jefatura de Gobierno, con motivo de la dimisión del general De Gaulle como presidente de la República Francesa. Había que leer entre líneas para entenderlo, pero los censores poseían una mente tortuosa, calenturienta y paranoica, de manera que cualquier sospecha de crítica al régimen tenía como consecuencia una sanción.
El artículo de opinión titulado «Retirarse a tiempo. No al general De Gaulle», firmado por Rafael Calvo Serer, desencadenó la primera suspensión temporal del diario Madrid. La dictadura no estaba dispuesta a tolerar aquella insolencia y el periódico firmó su condena a muerte a raíz de aquel gesto de rebeldía. Primero fue cerrado cuatro meses (de mayo a septiembre de 1968), y tras una persecución continua, tres años más tarde, en noviembre de 1971, las autoridades franquistas impusieron su cierre por presuntas irregularidades administrativas, aunque en realidad solo era una argucia legalista para decretar después la clausura definitiva.
El ministro de Información y Turismo, Alfredo Sánchez Bella, integrista católico cercano al Opus Dei, desempeñó el triste cometido de llevar a cabo el cierre del Madrid por desafiar la Ley de Prensa e Imprenta que había maquinado Fraga Iribarne; por defender, en la medida de las limitadas posibilidades del momento, la libertad de expresión. Esta última fue la causa real por la que, literalmente, se voló el edificio que había sido la sede del Madrid, el 24 de abril de 1973, poco antes de la muerte de Carrero Blanco, dinamitado de un modo similar. Los propietarios de los restos de la empresa, obligados a liquidar sus activos para evitar la ruina, decidieron simbolizar con aquella «voladura controlada» la violencia que aún estaba dispuesto a ejercer el régimen contra la incipiente libertad. La maniobra fue un éxito para la empresa de demolición y un golpe para las ilusiones de un grupo relevante de periodistas, escritores, catedráticos, publicistas y demás trabajadores que reivindicaron las libertades públicas, la legalización de los partidos políticos, las elecciones libres y, en definitiva, que defendían el sistema democrático frente a un régimen totalitario que estaba en las últimas.
Para llegar a entender cómo fue posible aquel cierre fulminante, recordemos que hasta 1966, fecha de la promulgación de la conocida como «Ley Fraga», en España existía la censura previa, que fue sustituida por un simulacro consistente en la obligación de depositar en el Ministerio de Información y Turismo diez ejemplares firmados por el director de cualquier publicación antes de salir a la venta. Si los funcionarios encargados de la revisión (expertos censores) consideraban que una información faltaba a su verdad o atentaba contra los principios del Movimiento Nacional, se advertía del riesgo al responsable del medio y, si no atendía al requerimiento, se le imponía una multa o se secuestraba la publicación para que no llegase al punto de venta. La interpretación de dicha ley permitía «recomendar» el cambio de algunas expresiones dentro de un texto, la transformación de unos titulares o cortar por lo sano una información, un artículo de opinión o un editorial. El editor era muy libre de aceptar o no la recomendación ministerial, pero la insubordinación tenía graves consecuencias. La censura pura y dura se sustituyó por el eufemismo de «consulta previa». La nueva ley tenía un fondo autoritario y franquista, pero aparecía camuflado por expresiones mejor adaptadas a las circunstancias de aquellos momentos de apertura económica, que debían ir acompañados de cierta evolución social.
Para evitar la persecución del Gobierno, en forma de sanciones o secuestros, los periodistas ejercieron en aquellos tiempos una autocensura voluntaria y aprendieron a escribir con suma cautela y grandes circunloquios. A veces, sin embargo, no tenían más remedio que informar abiertamente sobre conflictos laborales, manifestaciones, huelgas, juicios militares, torturas policiales, crímenes políticos y hasta ejecuciones, asuntos todos ellos que enfurecían a las autoridades. La mayoría de las publicaciones seguían ejerciendo el papel asignado a la «Prensa del Movimiento», que en las postrimerías de la dictadura pasó a denominarse con otro eufemismo: «Medios de Comunicación Social del Estado»; periódicos, agencias de noticias y emisoras de radio que transmitían la propaganda franquista en un intento de neutralizar la información de los corresponsales extranjeros o de los pocos medios que se atrevían a contradecir la versión oficial del Gobierno.
Eran muy escasos los periódicos y revistas que no se plegaban a los deseos del régimen. El caso del Madrid fue emblemático, sobre todo porque terminó literalmente hecho escombros, pero había un par de revistas más veteranas y combativas que se convirtieron en símbolos de la resistencia intelectual en la España de las dos últimas décadas franquistas. Inicialmente, el semanario Triunfo fue una apacible revista de espectáculos, fundada en 1946, que giró radicalmente de rumbo ideológico en los años sesenta, cuando se hizo cargo de la dirección José Ángel Ezcurra, hijo del fundador. Lo mismo sucedió con el diario Madrid cuya licencia fue otorgada a Juan Pujol una semana después del fin de la Guerra Civil, por su apoyo desde el primer momento a los sublevados contra el Gobierno de la Segunda República. Franco le concedió, además, la maquinaria, las instalaciones y el edificio incautados al republicano Heraldo de Madrid. Juan Pujol, incondicional del régimen franquista, hizo un periódico que tuvo un gran éxito popular.
Cuando Pujol estaba viejo y enfermo, la familia vendió el periódico y lo adquirió un nuevo consejo de administración. Tras varios años de vacilaciones ideológicas, entre falangistoides y monarquizantes, y varios percances financieros que casi lo llevan a la ruina, se hicieron con el poder nuevos accionistas que, coincidiendo con la aparición de la «Ley Fraga», consiguieron nombrar, el 19 de julio de 1966, presidente del consejo de administración a Rafael Calvo Serer, cuya idea era hacer un Madrid independiente, en la línea de Le Monde o Le Fígaro. A partir de entonces impuso, no sin dificultades, y con la ayuda de Antonio Fontán como director y un renovado equipo de colaboradores y jóvenes redactores, un cambio ideológico hacia el reformismo.
Las circunstancias políticas habían radicalizado la línea periodística del Madrid, hasta el punto de convertirlo en una de las plataformas de la oposición. Los movimientos antifranquistas de intelectuales, políticos, sindicalistas, curas y estudiantes encontraban siempre un hueco en sus páginas donde informar de sus actividades. De hecho, era el único diario que se libraba de las hogueras, donde ardían el resto, cuando se organizaban las protestas estudiantiles. Y así acabó: con su cierre definitivo, aunque la voladura final y el paso del tiempo se encargaron de agrandar la leyenda.
Aún más legendarias fueron Triunfo y Cuadernos para el Diálogo, las revistas que, desde la legalidad, compartieron los combates periodísticos de aquellos años. Los partidos políticos de izquierda publicaban regularmente sus respectivos órganos oficiales; entre los más destacados, Mundo obrero, del PCE; El Socialista, del PSOE, y Combate, de los trotskistas de la Liga Comunista Revolucionaria (LCR), que se imprimían en condiciones muy precarias, con grandes medidas de seguridad para burlar la vigilancia, y eran distribuidos de forma clandestina.
Triunfo representaba claramente la ideología de la izquierda, sin rodeos ni ambigüedades, y pagó por ello numerosas multas y sufrió varios secuestros. Cuadernos para el Diálogo, que se publicó desde 1963 hasta 1978, tenía, en un principio, la orientación democristiana de Joaquín Ruiz-Giménez, su fundador y presidente, pero también evolucionó desde el centro-izquierda hasta el socialismo. Reunió a prestigiosos colaboradores de todo el espectro político. Marcelino Camacho firmó diversos artículos en la revista. Como el resto de las publicaciones que defendían las reformas democráticas, fue represaliada en múltiples ocasiones, en pleno franquismo y, posteriormente, durante la transición democrática.
Los momentos más críticos sucedieron cuando Franco estaba decrépito, lo cual no le impidió dar el «enterado» para que se aplicase la sentencia de muerte con la que un tribunal militar condenó al militante anarquista Salvador Puig Antich, ejecutado el 2 de marzo de 1974 mediante garrote vil. Cuando el jefe del Estado ya se encontraba enfermo, tampoco tuvo clemencia para los últimos condenados a muerte: tres militantes del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP): José Humberto Baena Alonso, de veinticuatro años; José Luis Sánchez Bravo, de veintidós, y Ramón García Sanz, de veintisiete; y a otros dos militantes de ETA: Juan Paredes Manot, Txiki, de veintiún años, y Ángel Otaegui Etxebarria, de treinta y tres. Fueron fusilados un sábado, 27 de septiembre de 1975, dos meses antes de la muerte del dictador. No permitieron asistir a ningún familiar a las ejecuciones, en contra de lo que señalaba la ley respecto a la ejecución pública. Franco se negó a escuchar las peticiones de clemencia del papa Pablo VI, de la Conferencia Episcopal española presidida por el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, del primer ministro sueco Olof Palme, del presidente de México Luis Echevarría, de su propio hermano Nicolás Franco y de diversas organizaciones proderechos humanos.
Los consejos de guerra sumarísimos, las condenas y las posteriores ejecuciones desencadenaron numerosas manifestaciones populares y protestas oficiales contra el régimen franquista a nivel internacional.
El corresponsal británico William Chislett describe así el momento de su detención junto a la de una serie de personalidades que quisieron denunciar los hechos con su presencia en Madrid:
Yves Montand, la estrella de cine francesa; Regis Debray, el intelectual de izquierdas; el escritor Michel Foucault y cuatro personas más vinieron a Madrid y mantuvieron una rueda de prensa en un hotel para protestar contra las condenas. Tan pronto hubieron comenzado, entró en la sala un grupo de policías de paisano y arrestaron a todos los presentes, incluyéndome a mí.
El presidente mexicano pidió la expulsión de España de Naciones Unidas. Los manifestantes asaltaron varias embajadas españolas en diversos países europeos y se boicotearon los productos españoles en Francia. Una docena de países retiraron a sus diplomáticos de Madrid. En el interior, se convocaron huelgas y manifestaciones, que fueron reprimidas, como era habitual, con métodos contundentes. En el País Vasco se llevó a cabo una huelga general. Y todo lo que se le ocurrió al Gobierno, paralizado ante la enfermedad de Franco y el acoso internacional, fue convocar una manifestación de «adhesión al Caudillo» en la plaza de Oriente de Madrid. Fue el 1 de octubre de 1975, la última aparición pública del dictador que, tembloroso y visiblemente deteriorado, se asomó al balcón del Palacio Real, acompañado del entonces príncipe Juan Carlos, para pronunciar, con una voz imperceptible, dificultad respiratoria y lágrimas en los ojos, un discurso surrealista, en el que culpaba de todo lo acontecido a «una conspiración masónica-izquierdista en contubernio con la subversión comunista-terrorista».
A raíz de la muerte de Franco, tras una larga agonía, aparecieron nuevas publicaciones con grandes expectativas de disfrutar de la incipiente libertad y, sin embargo, durante el mandato de Carlos Arias Navarro se desencadenó una oleada de represalias furibundas contra la prensa. La extrema derecha consideró que el Gobierno tenía un comportamiento demasiado tolerante respecto a la aplicación de la todavía vigente Ley de Prensa y, aunque no era cierto (como demuestran las amonestaciones y amenazas de suspensión contra las veteranas revistas Triunfo, Cuadernos para el Diálogo, otras más recientes como Cambio 16 y Doblón, y el diario El País), el búnker franquista decidió tomarse la justicia por su mano.
La acción más violenta que se llevó a cabo fue contra el director del semanario Doblón, José Antonio Martínez Soler, que, dos meses después de la muerte de Franco, había publicado un exhaustivo reportaje, anunciado en la portada de la revista, con el título: «De Vega a Campano». En él, un tal Rafael Ibáñez (seudónimo utilizado para la ocasión por Martínez Soler) informaba de unos traslados irregulares de altos mandos moderados de la Guardia Civil. Pocos días después, el 2 de marzo, varios individuos armados, cubiertos con pasamontañas, le secuestraron a la salida de su casa, le condujeron en coche hasta un lugar recóndito de la Sierra de Guadarrama, le torturaron metódicamente y le sometieron a un simulacro de fusilamiento, para que revelara sus fuentes de información. El comando quería saber los nombres de los guardias civiles que habían sido sus confidentes. No lo lograron. Le dejaron en libertad a condición de que mantuviera silencio, porque si contaba algo de lo sucedido matarían a su mujer, a la que habían hecho un exhaustivo seguimiento. Martínez Soler se lo contó a su mujer y a su editor, y dio una versión escueta a un amigo fiscal, a un juez de guardia, al jefe superior de Policía y al director general de Seguridad. Pasó varios meses protegido, día y noche, por escoltas de la Guardia Civil y de la Brigada Antiterrorista de la Policía.
La noticia del secuestro del periodista y sus fotografías, con signos evidentes de tortura, tuvieron gran repercusión en la prensa internacional. La mayoría de sus colegas españoles se solidarizaron con él y enviaron una carta de protesta al presidente Arias Navarro, al vicepresidente segundo y ministro de la Gobernación, Fraga Iribarne, y al ministro de Información y Turismo, Martín Gamero, exigiendo la detención de los torturadores. Insisto en decir que fueron la mayoría, pero no todos, porque Televisión Española informó de una manera tendenciosa, dando a entender que el periodista había sido secuestrado y torturado por ETA.
Unas semanas después de aquel suceso, el 4 de mayo de 1976, se publicaba el primer número del diario El País, dirigido por Juan Luis Cebrián. Durante el golpe de Estado del 23-F, cuando Tejero y sus guardias civiles aún no habían abandonado el Congreso de los Diputados, fue el primer periódico que sacó a la calle una edición especial con el titular a toda página «El País, con la Constitución» y un llamamiento a los ciudadanos para que se manifestasen en defensa de la democracia. A partir de ese momento se consolidó como el referente de la España democrática. Antes había sufrido también la persecución de la extrema derecha y un atentado con un paquete bomba que causó la muerte al conserje Antonio Fraguas. La acción terrorista fue atribuida a los ultras de la Triple A; lo mismo que habían atentado un mes antes contra el semanario satírico El Papus, donde también recibieron un paquete bomba que mató al conserje Juan Peñalver e hirió a diecisiete personas más.
Ojalá la recuperación de la memoria periodística sirva para valorar las dificultades a las que se enfrentaron los inequívocos defensores de la democracia durante la Transición. Y así comprender mejor los esfuerzos que se hicieron para superar unos obstáculos que en aquellos momentos parecían insalvables.