La prensa extranjera
Contra la censura. Corresponsales antifranquistas, infiltrados en el Club de Prensa. Las combativas crónicas de Le Monde
Eran pocos los corresponsales extranjeros que trabajaban en España en la época más correosa de la dictadura. Vivían en permanente lucha contra la censura y amenazados con la expulsión del país en cuanto se pasaban una línea de lo que el régimen consideraba tolerable. A pesar de la represión y de la incomodidad de un trabajo que ejercían siempre a duras penas, fueron valerosos defensores de la libertad de expresión y, en cierto modo, portavoces de curas obreros, sindicalistas, partidos clandestinos, periodistas españoles y, en general, de cualquier ciudadano al que el régimen pretendiera tapar la boca. La mayoría de las veces no acudían a las fuentes gubernamentales para saber realmente lo que pasaba en el país, recurrían más bien a informadores oficiosos con quienes establecían citas clandestinas.
—Cuando querían saber lo que pasaba con las huelgas o dentro de las cárceles, iban a mi casa de Carabanchel, donde les recibía con los brazos abiertos —cuenta Josefina—, porque les debemos mucho a todos ellos. Cualquier cosa que les pasara a los presos políticos aparecía en Le Monde al día siguiente, cosa que le fastidiaba mucho a Franco. Yo me enteraba porque me informaba mi familia, que casi toda se había quedado a vivir en Francia, y me contaban que las noticias que salían en la prensa francesa sobre la represión en España tenían allí mucho alcance y enseguida se organizaban manifestaciones de apoyo y recogidas de firmas contra la dictadura. Al régimen no le convenían tantos escándalos. Marcelino era de los que más nombraban, y él estaba muy agradecido, sobre todo, a Nováis, que era el de Le Monde, y a dos corresponsales alemanes, cuyos nombres no recuerdo en este momento.
—¿Linda Herman y Walter Haubrich?
—¡Sí, ellos eran! A Linda parece que la estoy viendo. Ella, Nováis y Walter informaban con detalle de cualquier cosa que les pasara a los presos políticos, y la verdad es que lo personalizaban todo en Marcelino. Yo, a veces, les decía: «Ocuparos de todos los demás, que todos son iguales y necesitan la libertad tanto como nosotros». Pero ellos nombraban mucho a Marcelino porque era muy conocido fuera de España… Por eso, ahora he recibido telegramas de pésame de todo el mundo, escritos hasta en chino, en árabe y en no sé cuántos idiomas más. Tendrán que traducírmelos, aunque me imagino lo que dicen.
Lo ratifica Marcelino en sus Memorias:
Nunca valoraremos bastante el apoyo que nos prestaron la mayor parte de los corresponsales extranjeros. Personalmente, si quiero ser justo y honesto, tengo que reconocer y agradecer que, sobre todo en los casi diez últimos años que pasé en las prisiones franquistas, ellos mantuvieran casi semanalmente contacto con Josefina, mi compañera, y con mi hermana Vicenta. Casi todas mis cartas las utilizaban para sus crónicas cuando buscaban información alternativa a la oficial; seguían las luchas de las cárceles, además de las de los centros de trabajo y la calle.
Y a continuación, a modo de homenaje, cita a los que recuerda: José Antonio Nováis, corresponsal del francés Le Monde; Linda Herman, del alemán National Zeitung y de la Televisión Alemana (RFA); Harry Debelius, del británico The Times, y Walter Haubrich, del Frankfurter Allgemeine Zeitung.
Hubo algunos más, dignos también de ser recordados, pero los cuatro mencionados por los Camacho merecen capítulo aparte por su implicación personal en las actividades clandestinas de la época. Marcelino se reunía en casa de Linda, que además de corresponsal de la televisión era militante del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), para encontrarse con los sindicalistas alemanes que pasaban por España. Herman era un enlace constante entre la oposición antifranquista y la socialdemocracia alemana. Ella asistió a la reunión que mantuvieron Marcelino Camacho y Hans Mathoffer, dirigente del SPD alemán, en el despacho que Raúl Morodo y Enrique Tierno Galván tenían en la madrileña calle de Marqués de Cubas, centro de múltiples conspiraciones, al que habitualmente acudían estudiantes, obreros, periodistas, diplomáticos y dirigentes extranjeros. Los socialdemócratas alemanes apoyaban la lucha de CCOO y los sucesivos partidos políticos socialistas que Tierno fue creando en España, al margen del Partido Socialista en el exilio, liderado en aquellos tiempos por Rodolfo Llopis y, posteriormente, por Felipe González. El «viejo profesor», como llamaban a Tierno, quería acreditar ante los representantes del socialismo internacional sus excelentes relaciones con el movimiento obrero, al que consideraba, con mucha razón, el verdadero protagonista de la lucha contra el franquismo. Marcelino comenta, con cierta sorna, que Comisiones contaba con la solidaridad del SPD, pero el apoyo y el sustento económico iban a parar al PSOE.
De las circunstancias que vivía la oposición en la semiclandestinidad de aquellos días fueron meticulosos cronistas los corresponsales extranjeros que, a veces, se reunían en la madrileña calle de Pinar, sede del Club Internacional de Prensa (CIP), inaugurado en 1962 por Manuel Fraga Iribarne, entonces ministro de Información y Turismo. Así se expresaba:
A veces, vendremos a almorzar, otras a tomar una copa, otras simplemente a cambiar impresiones y, en definitiva, procuraremos promover cuantas reuniones ordinarias y extraordinarias sean posibles para mantener viva la vida informativa acerca de cuanto ocurre en España.
El Gobierno de la época pensó que era conveniente reunir a los periodistas nacionales y extranjeros en un lugar común donde desarrollar su labor de manera pública y manifiesta. Era la naturaleza que pretendían imprimir al club, y en ese sentido remató Fraga su discurso:
Entiendo que el Club Internacional de Prensa va a llenar una función importante, al poner en contacto a quienes tienen por misión informar a todos los periodistas del mundo sobre la vida española, al hacerles conocer a los compañeros de profesión españoles y al ofrecerles ocasión de tratar con los funcionarios del Gobierno que tienen encomendado precisamente atender a los informadores extranjeros.
El primer presidente del Club Internacional de Prensa fue Harold Milks, corresponsal de la agencia de noticias norteamericana Associated Press y, al cabo de los años, lo serían Harry Debelius y Walter Haubrich. Por la junta directiva pasaron personajes tan significativos como el abogado José Mario Armero, que gracias a sus excelentes contactos entre políticos, financieros y periodistas fue testigo e intermediario de momentos cruciales de las postrimerías del franquismo y la pretransición democrática. Con motivo del XXV aniversario de la fundación del club, Armero reveló que a Fraga le obsesionaba la prensa extranjera, porque estaba pendiente de todo lo que se escribía fuera del país, y la creación del club le permitía controlar mejor a los corresponsales.
Evidentemente, en aquella época era imposible llevar a la sede a determinadas personas que necesitaban pasar inadvertidas. Aunque fuera de manera oficiosa, todo quedaba registrado. Pero, a pesar de los disimulados controles, fue un lugar donde se produjeron interesantes encuentros político-periodísticos, aunque el Gobierno diera pocas facilidades o tratara de evitarlos.
En el año 1974 se anunció en la sede del CIP un ciclo de conferencias, organizado por los corresponsales extranjeros, con una serie de personalidades políticas con proyección de futuro, entre otros: José María de Areilza, Enrique Tierno Galván, Joaquín Satrústegui y Manuel Jiménez de Parga. El Gobierno, que en aquel momento presumía de aperturismo y de promover asociaciones políticas y la libertad de prensa, hizo saber a los organizadores que los conferenciantes, en especial Tierno Galván, no eran de su agrado, y aunque no prohibió abiertamente el acto para evitar un nuevo escándalo en la prensa internacional, envió varios coches de la Policía y ordenó poner un letrero en la puerta del club donde se decía que estaba «cerrado por reformas». Y así permaneció unas cuantas semanas, mientras las conferencias se trasladaron a otro lugar privado, donde el Gobierno no pudo intervenir, aunque lo intentó. Al final, se limitó a enviar un par de policías para que tomaran nota e informaran de cuanto aconteciera a sus superiores.
Las pretensiones del régimen para controlar a los corresponsales en España fueron inútiles, aunque dificultó todo lo que pudo su labor. Cuando firmaban informaciones conflictivas, les amenazaban con expulsarles del país o les retiraban las acreditaciones. Impidieron, por ejemplo, que José Antonio Nováis se hiciera socio del Club Internacional de Prensa y, por lo tanto, tuviera derecho a utilizar su local. Llegaron incluso a exigir que se retractase de algunas noticias aparecidas en Le Monde. Estuvo detenido en varias ocasiones y en 1977 recibió una brutal paliza por parte de los Guerrilleros de Cristo Rey. Nováis, cuyo padre fue jefe de prensa de Manuel Azaña, desafiaba la censura y las presiones del régimen, a veces de manera temeraria. Durante los años sesenta y setenta era una especie de buzón de correos en el que los periodistas españoles de izquierda depositaban las protestas e informaciones que la censura impedía publicar en España y que, la mayoría de las veces, tenían cabida en las páginas de Le Monde. En su casa de la avenida de La Moncloa sus colegas se reunían con estudiantes, sindicalistas, curas obreros y cualquier antifranquista que necesitara difundir una información.
Por motivos similares todos sus colegas extranjeros fueron perseguidos por el régimen. Cuando a Harry Debelius le caducó su carné de prensa impidieron su renovación, pero ante las protestas de sus compañeros, finalmente se lo devolvieron. Debelius había nacido en Baltimore (Maryland, Estados Unidos), tuvo como profesor universitario al poeta Pedro Salinas, quien despertó en él el interés por la cultura española. Cuando vino a España, en 1955, trabajó en las bases estadounidenses, hasta que logró incorporarse a la agencia United Press, donde pasó cuatro años. En 1969 le contrató el diario británico The Times, del que fue corresponsal durante tres décadas. Los censores le hicieron la vida imposible.
Lo que no pudieron evitar es que Walter Haubrich, corresponsal del diario alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung, prestara su casa para ocultar panfletos y perseguidos políticos o, como sucedió en julio de 1974, para acoger a los representantes de la Junta Democrática de España, cuando no podían celebrar sus reuniones en lugares públicos porque estaban vigilados por la Policía. La Junta fue una coalición de opositores al franquismo procedentes de todas las tendencias políticas; desde Santiago Carrillo, dirigente del Partido Comunista (PCE), Enrique Tierno Galván, del Partido Socialista Popular (PSP), el monárquico Rafael Calvo Serer y los independientes Antonio García-Trevijano y José Vidal-Beneyto, hasta los representantes de CCOO, el Partido Carlista, el Partido del Trabajo, el Partido Socialista de Andalucía, asociaciones judiciales y movimientos vecinales.
Se presentó simultáneamente en Madrid y en París, coincidiendo con la primera hospitalización del dictador a causa de una tromboflebitis. La prensa española franquista lanzó una campaña de descrédito contra los organizadores del acto en París, con especial inquina hacia Santiago Carrillo y Rafael Calvo Serer, además de monárquico, liberal de derechas y miembro del Opus Dei, al que consideraban un traidor a sus principios políticos. Después de superar algunos desencuentros iniciales, se unieron la Junta Democrática y la Plataforma de Organizaciones Democráticas, cuya fuerza principal era el Partido Socialista Obrero Español, en lo que se conoció popularmente como la «Platajunta», creada ya tras la muerte de Franco. Los únicos opositores al franquismo que se automarginaron fueron algunos partidos y organizaciones de extrema izquierda.
En la Platajunta todos tenían ideologías divergentes, pero estaban unidos por una estrategia común, gracias a la cual se llevaron a cabo las mayores movilizaciones populares para exigir libertad, amnistía y los estatutos de autonomía de las nacionalidades históricas. El apoyo incondicional de la prensa extranjera facilitó de manera decisiva su proyección internacional y la presión de los líderes políticos norteamericanos y europeos para acelerar la transición democrática en España. El trabajo de los corresponsales sirvió para agitar o conmover, según las necesidades del momento, a la opinión pública mundial.
Linda Herman, José Antonio Nováis y Harry Debelius tuvieron merecidos premios y homenajes antes de morir. Nos queda Walter Haubrich, decano de los corresponsales extranjeros, que se instaló en Madrid en 1969, el momento más propicio para la labor de un corresponsal, en pleno estado de excepción decretado por el Gobierno como respuesta a las multitudinarias protestas obreras y estudiantiles.
A los pocos meses tuvo que informar sobre el proceso de Burgos, el juicio sumarísimo contra dieciséis militantes de ETA acusados de los asesinatos de José Ángel Pardines, agente de la Guardia Civil, y de Melitón Manzanas, el jefe de la Brigada Política de la comisaría de San Sebastián. Los dos fueron asesinados en 1968 y a los procesados se les imputaban otros delitos posteriores, como la muerte del taxista Monasterio y la colaboración y encubrimiento en varios atentados y robos. El régimen cometió el error de acumular todos los delitos en un solo sumario y de solicitar en bloque seis penas de muerte y más de setecientos años de cárcel. Entre los encausados había dos curas, Calzada Ugalde y Echave Garitacelaya, con los que se solidarizaron la Iglesia vasca y los monjes de Montserrat, que permitieron en su abadía el encierro de trescientos artistas e intelectuales catalanes. La sentencia del tribunal militar superó con mucho la petición del fiscal; nueve condenas a muerte, más de quinientos años de cárcel y multas de un millón y medio de pesetas.
Varios de los condenados tuvieron después un enorme protagonismo político en las instituciones democráticas. Mario Onaindía y Teo Uriarte fundaron Euskadiko Ezkerra y más tarde se unieron al Partido Socialista de Euskadi. Se organizó una formidable operación de solidaridad internacional contra la pena de muerte y a favor del indulto, con protestas diplomáticas, recogidas de firmas, encierros y manifestaciones. En Eibar, la Policía disparó contra los manifestantes y mató a un joven de veintiún años, Roberto Pérez, y en Madrid detuvieron, entre otros, a Tierno Galván, Nicolás Sartorius y Pablo Castellano, conocidos líderes políticos. El régimen había perdido los nervios, además de la batalla frente a la opinión pública internacional, y decidió, finalmente, conmutar las penas de muerte.
Las crónicas periodísticas de Nováis, Debelius y Haubrich sobre el proceso de Burgos o los últimos fusilamientos de Franco contribuyeron de manera determinante a la progresiva erosión del régimen. Todos ellos informaron al mundo de las tropelías que cometió la dictadura hasta los últimos momentos. Corrieron, además, serios riesgos al extralimitarse en su labor profesional y prestar su apoyo y solidaridad a las fuerzas de la oposición, saltándose las leyes franquistas cuando era preciso.
Como dijo José Antonio Nováis, cuando recibió el premio de Periodismo Francisco Cerecedo,
Si ante una dictadura el periodista está obligado a ser beligerante y a ayudar con su arma —la pluma— al derroque de la misma, no comprendo por qué en un régimen de libertades, el periodista tiene que autocastrarse políticamente […] Ser un periodista militante no quiere decir no ser un periodista objetivo o tener que seguir consignas en su trabajo. Malo sería el partido político que así lo creyera y peor el lector que así lo entendiera.
Difícil labor ejercer la libertad de prensa en plena dictadura.