El Proceso 1001
El grito en las calles: amnistía y libertad. Los Diez de Carabanchel. La Operación Ogro. ETA mata a Carrero. ¿Qué hizo la CIA? Los ultras piden venganza. «No hay mal que por bien no venga»
En el transcurso de una reunión de CCOO, en junio de 1972, en la residencia de los Oblatos de Pozuelo de Alarcón, de Madrid, Paco García Salve fue detenido en compañía del resto de los dirigentes del sindicato: Marcelino Camacho, Eduardo Saborido, Nicolás Sartorius, Fernando Soto, Juan Marcos Ruiz Zapico, Francisco Acosta, Miguel Ángel Zamora, Pedro Santiesteban y Luis Fernández Costilla. Pasaron más de un año en prisión preventiva hasta la celebración del juicio. Todos ellos, conocidos como los «Diez de Carabanchel», fueron acusados de asociación ilícita, como dirigentes de Comisiones Obreras. Según las consideraciones del fiscal, formaban parte de una organización ilegal presuntamente vinculada al Partido Comunista de España. En aquel juicio, conocido como el Proceso 1001, los Diez de Carabanchel fueron condenados con gran severidad por el Tribunal de Orden Público a un total de ciento sesenta y dos años de prisión. Los abogados defensores, Joaquín Ruiz-Giménez, Paca Sauquillo, Ignacio Montejo, Enrique Barón, Marcial Fernández, Adolfo Cuellar, Francisco de Cossío, Guillermo García, José Manuel López, José María Gil Robles y Cristina Almeida, tuvieron un comportamiento memorable, dejando claro que había sido un juicio simbólico a la libertad; que se condenaba sin pruebas a unos militantes obreros en función solo de su trabajo sindical, todos eran conscientes de la desproporción de las penas, incluso, probablemente, hasta el presidente del Tribunal, el magistrado Francisco Matéu, que tuvo la desgracia, cuatro años más tarde, de ser asesinado a tiros por el comando Argala de ETA. Los terroristas tenían marcada a la familia Matéu y, ocho años después de la muerte del padre, asesinaron a su hijo Ignacio en el País Vasco, donde él mismo había pedido su destino como guardia civil. Así de sanguinaria fue la etapa final de la dictadura.
Durante la transición democrática, García Salve sufrió más detenciones y fue sometido a nuevos juicios. Fue expulsado del PCE en 1981 por pertenecer a la facción minoritaria prosoviética, se dedicó a escribir, se casó y tuvo dos hijos. Por uno de sus libros, Yo creo en la clase obrera, la Audiencia Provincial de Madrid le condenó a tres años y cuatro meses de arresto mayor y a una multa de medio millón de pesetas, por delito de desacato e injurias graves a la autoridad. Fue indultado en 1984.
Aunque, tardíamente, los Diez de Carabanchel también fueron indultados. Horas después de la muerte del dictador, en la calle se reclamaba amnistía y libertad. El 22 de noviembre de 1975, el príncipe Juan Carlos de Borbón fue proclamado rey, y lo celebró concediendo un indulto para los presos políticos. Su libertad no fue muy duradera, pues Marcelino Camacho y García Salve, entre otros, volvieron a prisión poco después. La oposición democrática, sindicatos y partidos todavía no legalizados, se lanzaron a las calles para exigir la libertad de los centenares de presos políticos que aún permanecían en las cárceles españolas, a los que no había alcanzado el insuficiente indulto del monarca.
Los primeros dos años de transición democrática fueron de una enorme conflictividad social, porque seguían prohibidos los derechos de reunión, manifestación y huelga. Los españoles, cansados de la falta de libertad y de la lentitud del proceso reformista, llevaron a cabo numerosas huelgas y manifestaciones callejeras contra las cuales se desencadenó una brutal represión del gobierno de Carlos Arias Navarro y su ministro del Interior, Manuel Fraga Iribarne.
Recordemos los sucesos de Vitoria, en marzo de 1976, cuando un grupo de trabajadores en huelga se refugió en la iglesia de San Francisco de Asís. Mientras realizaban una asamblea, fueron desalojados violentamente por la Policía, que entró en el templo en contra de la voluntad del párroco y disparó contra los que iban saliendo, asfixiados por los gases lacrimógenos. El resultado fue una masacre. Murieron cinco trabajadores y otros ciento cincuenta resultaron heridos de bala.
Impactado por los acontecimientos, cuenta Lluís Llach que al día siguiente escribió la canción Campanades a morts, en homenaje a las víctimas. Como consecuencia de aquella acción salvaje por parte de las fuerzas de orden público, se multiplicaron las huelgas y las manifestaciones.
Al fin, en octubre de 1977, ya destituido Carlos Arias y nombrado presidente Adolfo Suárez, se concedió una amnistía general y Marcelino Camacho, entre otros muchos presos políticos, quedó definitivamente en libertad. Pero no adelantemos acontecimientos. Los últimos momentos de la dictadura fueron atroces y hubo que curar muchas heridas antes del inicio del difícil tránsito hacia la democracia.
Con el paso del tiempo, muchos historiadores coinciden en fijar una fecha simbólica para el comienzo de la Transición: 20 de diciembre de 1973. Ese día, en Madrid, a poco más de siete minutos y dos kilómetros de distancia, volaba por los aires el presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, en la calle de Claudio Coello, quince minutos antes de que en la plaza de las Salesas, en el Tribunal de Orden Público, se iniciara el famoso «Proceso 1001», el juicio contra los diez miembros del entonces sindicato clandestino Comisiones Obreras. Josefina Samper recuerda todos los detalles, hasta los más insignificantes, que vivió en aquellos difíciles momentos.
—Llegamos al palacio de Justicia muy temprano. Aquello estaba completamente lleno de policías. Los familiares nos pusimos al principio de la cola, junto con los sindicalistas extranjeros que habían venido al juicio. Detrás de nosotros reconocí a Billy el Niño y a Delso… Nos dimos cuenta de que esa gente estaba visiblemente nerviosa. Nosotros, también. De pronto, se corrió el rumor de que habían matado a Carrero Blanco y no sabíamos qué hacer. La cola rodeaba todo el edificio, porque se había hecho mucha propaganda previa y había delegaciones y prensa extranjera de todas partes del mundo. La sala era muy pequeña y los bancos estaban destinados a nosotros, los familiares de los presos. Estábamos rodeados por un montón de policía secreta, policía armada y coches antidisturbios. Fue un abogado el que nos contó que el coche de Carrero había volado por los aires y que, al parecer, estaba muerto. No sé cómo se enteró, porque entonces, como te puedes imaginar, no había teléfonos móviles. Yo le dije al abogado: «¡Cállate, por favor! Que no te oigan, que se va a armar». Me dijo que iba a enterarse de algo más, pero el abogado no volvió. Pensé que no se atrevió a entrar o que lo habían detenido. El caso es que la noticia corrió como la pólvora y ya lo sabía todo el mundo.
—¿No tenían miedo a que se produjese allí mismo un linchamiento?
—Sí, la cosa estuvo a punto de estallar. Los Guerrilleros de Cristo Rey andaban por allí merodeando y nos hacían gestos amenazantes; se pasaban la mano por el gaznate, como diciendo que nos iban a cortar el cuello, y nos señalaban con el dedo, como si disparasen una pistola. Estábamos esperando que empezara el juicio. Un oficial de los grises mandó a sus compañeros que nos rodeasen. Era impresionante, porque entonces llevaban unas capas impermeables que parecía que iban a volar. El oficial les dijo a los de Cristo Rey: «Si tocáis a esta gente un pelo os vais a enterar». Y aquel hombre nos protegió, al menos a los familiares, a los periodistas y a algunas delegaciones extranjeras. Otros tuvieron que salir corriendo, porque la Policía cargó contra una parte de los que estaban en la cola. Cuando, al fin, empezó el juicio y se sentaron los diez procesados en el banquillo, el presidente del tribunal, muy nervioso, dijo, de pronto, que se suspendía. Y se los volvieron a llevar a todos esposados.
—¿Qué se le pasó por la cabeza?
—Tuvimos miedo, porque nadie nos informaba de lo que estaba pasando. «¿Qué hacemos?», me preguntaban los compañeros. Yo no sabía qué era lo más conveniente, pero les dije: «¡Que no se mueva nadie de aquí!». Hubo que esperar bastante tiempo a que se reanudara el juicio; los habían bajado a los calabozos de las Salesas y no se atrevían a sacarlos de allí, porque los ultras querían lincharlos. Marcelino me contó después que sus abogados les confirmaron en los calabozos lo de Carrero, que en principio les habían dicho que era una explosión de gas, pero que ya se sabía que era un atentado. Y él pensó que aquello nos complicaba mucho las cosas; que parecía una provocación. El caso es que estuvo a punto de suspenderse el juicio, pero al final se celebró.
—¿Se esperaban esa condena tan tremenda?
—No, porque a las mujeres de los presos nos había recibido un día antes el fiscal del Supremo y nos dijo que las condenas iban a ser leves. Sin embargo, la cosa cambió con el atentado. Quisieron dar un escarmiento. Los días que duró el juicio fueron de una tensión brutal. Podían haber hecho cualquier barbaridad. Los Guerrilleros de Cristo Rey insultaron y empujaron a Ruiz-Giménez y a Montejo, dos de nuestros abogados, que fueron muy valientes, sin que la Policía hiciera nada por evitarlo. A Ruiz-Giménez le gritaban: «¡A la horca con Camacho!»… Aquellos tres días se nos hicieron muy largos.
»Cuando todo terminó, los policías nos dijeron que nos largásemos de allí inmediatamente, porque los “fachas” nos querían matar y no podían contenerlos por más tiempo. Qué tuviéramos cuidado, porque estaban dispuestos a todo. Así que salimos corriendo. Me acuerdo de que nos subimos a un autobús, con los de Cristo Rey pisándonos los talones, y empezaron a aporrear las puertas, pero el conductor se negó a abrirles; debía de ser un camarada o, al menos, un simpatizante, porque ¿te imaginas la masacre que hubieran hecho? Los tipos siguieron corriendo un buen rato detrás del autobús para subirse en la siguiente parada, pero el conductor fue a toda velocidad, sin abrir, hasta la glorieta de Embajadores. Aquel hombre nos salvó la vida. Sí, reconozco que ese día estábamos amedrentados. La Policía me volvió a advertir de que tuviera mucho cuidado, porque los de Cristo Rey eran mala gente, querían hacernos daño y, aunque tenían la orden de detenerlos, quizá no llegasen a tiempo de evitar lo peor. En aquel momento, nos libramos de ellos, pero luego los canallas se vengaron con la matanza de los abogados de Atocha.
Han pasado más de tres décadas y todavía se especula con la posibilidad de que ETA no actuase sola en la organización del asesinato de Carrero Blanco. Existen varias teorías conspirativas, pero todas han sido sucesivamente desmentidas. Los servicios de espionaje sostuvieron que había sido la CIA la que, supuestamente, prestó apoyo a la banda terrorista para llevar a cabo el magnicidio. El único hecho probado es que el comando Txikia de ETA alquiló un semisótano en el número 104 de la calle de Claudio Coello para excavar un túnel hasta la calzada, siguiendo el itinerario habitual de Carrero Blanco después de asistir a una misa diaria en la cercana iglesia de San Francisco de Borja, más conocida como los Jesuitas de la calle de Serrano. Allí colocaron cien kilos de Goma-2, que hicieron explotar en la mañana del 20 de diciembre de 1973 al paso del coche del recién nombrado presidente del Gobierno. Acababa de asistir a misa y de comulgar. Iba acompañado por el conductor y un escolta, muertos también en el atentado. El vehículo saltó por los aires y se empotró en la azotea del claustro del templo. Entre los miembros del comando etarra se encontraba José Miguel Beñarán, alias Argala, asesinado por el Batallón Vasco Español cinco años y un día después del 20 de noviembre de 1973, en venganza por la muerte de Carrero.
Todos lograron escapar a Francia tras el atentado, y al cabo de un año publicaron Operación Ogro, un libro escrito por Eva Forest bajo el seudónimo de Julen Agirre, donde el comando explicaba cómo prepararon y realizaron el atentado, introduciendo algunos elementos de distracción para confundir las investigaciones policiales.
Veinte años después se reeditó el libro, con nuevas aportaciones; aclaraban sus anteriores mentiras intencionadas y se añadía un análisis de aquel momento, escrito por el histórico dirigente de ETA Antxon Etxebeste. Operación Ogro fue como denominó la banda terrorista a un plan cuyos preparativos se iniciaron en 1972, que consistía inicialmente en el secuestro de Carrero Blanco, con el fin de intensificar las divisiones internas en el seno del Gobierno, que ya habían provocado algunos enfrentamientos soterrados entre los llamados aperturistas y los del búnker. Los primeros querían liberalizar el régimen, abrir un poco la mano con el fin de permitir su supervivencia posfranquista; los otros eran inmovilistas, seguían aferrados al pasado y querían que Franco dejase todo «atado y bien atado». El almirante Carrero Blanco pertenecía claramente al sector inmovilista, aunque con ciertas peculiaridades que le hacían, según expresiones de los propios etarras, «una pieza fundamental e insustituible del franquismo puro».
El inmovilismo de Carrero es, precisamente, el origen de las sospechas. Son reveladoras las interpretaciones del periodista Eduardo Martín de Pozuelo en su libro Los secretos del franquismo, basado en los documentos desclasificados por Estados Unidos sobre el espionaje en España desde 1934 hasta la Transición.
El 27 de abril de 1971, un documento secreto norteamericano, sellado por el Departamento de Estado de Estado Unidos y referenciado con un escueto «España: la próxima transición», analizaba los cambios que percibían una obsesión por el orden en detrimento claro de la libertad […]. En la quiniela sucesoria, por supuesto de carácter militar, el documento describía corrientes ultrarreaccionarias y básicamente antiamericanas como la que representa el almirante Luis Carrero Blanco, y otras más de su agrado como las del teniente general Manuel Díez-Alegría.
Los espías estadounidenses, sabiendo que a Franco le quedaba poco tiempo de vida, examinaron con lupa el proceso español. Tenían una pésima opinión de Carrero, desde que Franco decidió que fuera su sucesor y le nombró presidente. En todos los informes secretos se referían a él como un hombre gris, amargado, ultracatólico, anclado en el pasado, más franquista que Franco y, sobre todo, contrario a los intereses estadounidenses en España y un estorbo para su política en Oriente Medio. Era el político más leal y cercano al dictador; su hombre de absoluta confianza. Le culpaban, además, de haber animado a Franco a firmar las seis sentencias de muerte contra seis terroristas de ETA tras el juicio de Burgos de 1970, un proceso que desencadenó tantas protestas internacionales a favor de los condenados y tal agitación interna, que puso al país en una peligrosa situación involucionista. Consideraban que el régimen atravesaba la peor crisis política desde la Guerra Civil. El presidente Nixon, que había visitado España un año antes, presionó a través del embajador Hill, para que Franco conmutara las penas de muerte, como así sucedió finalmente.
En uno de los informes del espionaje se daban detalles sobre el propio servicio de inteligencia especial que había organizado Carrero Blanco para vigilar las actividades políticas de amigos y enemigos. Presumía de no fiarse de nadie y de estar perfectamente informado de cuanto sucedía en España. Otro motivo para la especulación. ¿No detectó ni un solo indicio sobre la organización de su propio atentado? La planificación del atentado era muy compleja y el lugar elegido se encontraba a muy poca distancia de la embajada de los Estados Unidos, sometida a una fuerte vigilancia. ¿Por qué no tomó precauciones sabiendo que era un objetivo preferente de los terroristas? Le habían advertido de la posibilidad de sufrir un atentado y, sin embargo, se negó a reforzar sus medidas de seguridad: mantenía habitualmente el mismo itinerario y su coche no estaba blindado. ¿Cómo es posible, además, que todos los movimientos de los terroristas pasaran inadvertidos, y quién les encubrió para que escapasen? Los propios etarras nunca confesaron el nombre del confidente que se entrevistó con Argala en el hotel Mindanao, al que se alude en Operación Ogro sin desvelar su identidad, el que hizo el seguimiento de Carrero e informó al comando de sus hábitos cotidianos. La familia reveló, años después, que la última llamada telefónica recibida la noche anterior al atentado fue de un militar del servicio de Inteligencia que informó de que el comando terrorista sospechoso estaba bajo control. No existe ninguna prueba de que, tal como se dijo en aquellos días, los servicios secretos estadounidenses hubieran hecho la vista gorda para no impedir el atentado.
Ese mismo día, 19 de diciembre de 1973, Carrero había mantenido una entrevista oficial en su despacho con Henry Kissinger, secretario de Estado en el Gobierno de Richard Nixon. La situación internacional era especialmente delicada. Tras la llamada guerra del Yom Kippur, que enfrentó a Siria y Egipto con Israel, se había acordado un precario alto el fuego, aunque permanecía la tensión en la zona. Para el Gobierno estadounidense era fundamental en esos momentos utilizar las bases militares que tenía en España. Carrero Blanco, al parecer, quiso imponer ciertas restricciones, sobre todo en lo referente al conflicto de Oriente Medio. En dicha entrevista, Kissinger trató de convencerle para que el Gobierno español apoyase con más decisión a Israel como aliado de los Estados Unidos. Se desconocen los términos de la conversación porque se mantuvo en secreto. El caso es que en la última foto de Carrero Blanco en vida aparece junto a Henry Kissinger durante la famosa entrevista. Unas horas más tarde, se producía el magnicidio y Franco, viejo y enfermo, se quedaba solo, a merced de las conspiraciones de su propia familia y de los sectores enfrentados del Gobierno. Tras el entierro, al que, por cierto, no asistió, se vio llorar por primera vez al dictador. Acto seguido, pronunció la enigmática frase: «No hay mal que por bien no venga», cuyo significado, a estas alturas, nadie ha sabido dilucidar.
En aquel momento, hubo varias interpretaciones sobre las consecuencias que podía tener el magnicidio. «El asesinato de Carrero nos perjudicó a nosotros y al movimiento que se había creado contra el proceso», dijo Nicolás Sartorius, uno de los diez condenados en Carabanchel. Para Marcelino Camacho, «aquello fue una provocación, que, si no lo era, desde luego, podría volverse contra nosotros». Está claro que para quienes habían elegido la lucha pacífica por las libertades, el atentado y la posterior represión les perjudicó hasta el punto de que tuvieron que paralizar las movilizaciones para evitar la espiral de violencia que se había desencadenado.
Los más extremistas del régimen quisieron organizar una matanza, según recogen testigos de la época, como Sartorius y Alfaya, que comentan, a su vez, referencias del libro que el coronel San Martín escribió entre finales de febrero y primeros de septiembre de 1981, mientras se encontraba en prisión preventiva, antes de ser condenado por participar en la intentona golpista del 23-F:
Una vez producido el atentado que acabó con la vida de Carrero, hubo propuestas de algunos jerarcas del régimen de organizar una «Noche de los cuchillos largos», empezando por los presos del 1001, cortada en seco por Fernández-Miranda, que actuó con firmeza y dio órdenes estrictas de proteger a los procesados de los grupos ultra congregados ante las Salesas […]. San Martín, por su parte, reconoce el factor desmovilizador que supuso al frenar las manifestaciones y huelgas convocadas en solidaridad con los procesados. Lo que dice del 1001 confirma que el atentado contra Carrero fue una enorme provocación de ETA, que pretendió arrebatar a las CCOO el protagonismo de la fecha y el sentido de la lucha por la libertad.
La secuela inmediata del atentado fue que, al desvanecerse las previsiones continuistas, el Gobierno de Washington se quitaba un peso de encima. Sin Carrero ya no habría franquismo. ETA había dado un tiro de gracia al régimen, como dijo el falangista Girón de Velasco.
Una vez enterrado el almirante, se desencadenó la lucha por el poder entre las distintas facciones que protagonizaban las intrigas palaciegas de El Pardo. El aperturista Torcuato Fernández-Miranda, que durante unos días ejerció como presidente en funciones y tenía esperanzas de ser el elegido, fue desplazado de la sucesión. Ganó la señora Carmen Polo, esposa del caudillo, que colocó a uno de sus peones, Carlos Arias Navarro, al frente de la Presidencia de Gobierno. Había sido uno de los más calamitosos alcaldes de Madrid, un pésimo ministro de la Gobernación, ya que fue incapaz de impedir el magnicidio de ETA, y sería un desastroso presidente de Gobierno que, por suerte para los españoles, duró poco tiempo en el cargo. Mientras tanto, frenó las aspiraciones de los reformistas e intensificó la represión contra los opositores. La situación fue de mal en peor. Hasta que Adolfo Suárez plantó cara a los residuos del franquismo.