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Curas obreros

En el Pozo del Tío Raimundo. La conversión del padre Llanos. Tarancón al paredón. Los insurgentes curas vascos.

Los marxistas dialogan con los cristianos. Ceden los templos para reuniones clandestinas

El nombre del padre José María Llanos se repite insistentemente a lo largo del relato, porque ocupa un lugar privilegiado en la historia del movimiento católico de resistencia contra el franquismo. Llanos simboliza el paso de una Iglesia políticamente sumisa a otra que denuncia la opresión y exige libertades y derechos.

A fines de la década de los sesenta y en los primeros años setenta del pasado siglo, se produjo una ruptura entre el nacional-catolicismo, aliado de la dictadura, y la corriente renovadora partidaria del Concilio Vaticano II. Ya me he referido a los enfrentamientos entre el abad de Montserrat, Dom Escarré, y el del Valle de los Caídos, fray Justo Pérez de Urbel, así como a las denuncias de otros obispos contra las flagrantes injusticias políticas del régimen, y a las actividades de las organizaciones sindicales obreras cristianas. Lentamente se fue promoviendo un relevo en la cúpula de la jerarquía eclesiástica, al tiempo que se radicalizaban los movimientos católicos de base.

Aunque permanecieron algunos obispos integristas, como los monseñores Guerra Campos o Morcillo, surgieron figuras tan decisivas para la evolución de la Iglesia como la de José María González Ruiz, canónigo de la catedral de Málaga, el teólogo español más influyente en el Concilio Vaticano II, que organizaba reuniones clandestinas en el convento de las Misioneras Cruzadas de la iglesia de Carabanchel. También, la del cardenal Vicente Enrique y Tarancón, arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal, que tuvo gran influencia política durante las últimas etapas del régimen. En uno de sus destinos anteriores, cuando fue obispo de Solsona, había tenido contactos con los comunistas del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC), y en el obispado de Toledo conoció a varios miembros de la dirección del PCE, entre otros, a Simón Sánchez Montero.

El dirigente comunista cuenta en sus memorias la buena impresión que le causó el obispo. Fue a verle en sucesivas ocasiones para informarle de los avances políticos que se iban produciendo en la lucha por la libertad. Tarancón le advirtió que la Iglesia no era un partido y, por lo tanto, no podía participar directamente en el proceso político, pero se comprometió a mantener una postura crítica con la dictadura y a respaldar la evolución hacia la democracia, lo cual le convirtió en objeto de insultos y amenazas. Cada vez que aparecía en un acto público, los integristas católicos y los ultraderechistas gritaban una consigna que se hizo famosa en la última etapa de la dictadura: «¡Tarancón, al paredón!». Durante el funeral de Carrero Blanco (1973), que murió tras un atentado terrorista, los ultras le acorralaron, el ministro de Educación le negó el saludo y se vio obligado a huir por la puerta trasera de la iglesia para evitar una agresión.

El cardenal mantuvo una actitud distante, aunque diplomática, con la dictadura, pero cuando hubo conflictos siempre defendió la postura de la Iglesia más aperturista. Luego se supo que Franco había vetado su nombre, propuesto por el Vaticano para ocupar el obispado de San Sebastián. Tarancón escribe en sus memorias que, a pesar de sus esfuerzos por evitar enfrentamientos, sus frágiles relaciones con la dictadura llegaron casi a la ruptura con motivo del caso Añoveros, que estuvo a punto de provocar la expulsión del nuncio apostólico y la denuncia del Concordato con la Santa Sede. Fue en febrero de 1974, durante el gobierno de Carlos Arias Navarro, cuando el entonces obispo de la diócesis de Bilbao, monseñor Antonio Añoveros, leyó una homilía que reclamaba el derecho del pueblo vasco a conservar su propia identidad. Aquello fue considerado como un gravísimo atentado contra la unidad de la patria. El obispo fue detenido, sufrió arresto domiciliario y graves amenazas de la extrema derecha que incitaban al Gobierno a tomar medidas más drásticas contra el «obispo subversivo y separatista».

La Iglesia en el País Vasco había tenido numerosos conflictos con la dictadura. En varias ocasiones, la actitud indomable del clero vasco había sido denunciada ante el embajador en la Santa Sede, Antonio Garrigues, no solo por su falta de colaboración con la autoridad civil, sino por su apoyo a lo que el régimen consideraba organizaciones subversivas. Por eso, el Gobierno no dudó en actuar contra los curas, sacerdotes y obispos disidentes. Intentaron expulsar a Añoveros del territorio nacional, pero lo impidió el Vaticano, dispuesto incluso a romper el Concordato.

Cuenta Tarancón que a Franco le amenazó con la excomunión si tomaba represalias contra Añoveros. Fue entonces cuando la Santa Sede, inspirada por la doctrina de los dos últimos pontífices Juan XXIII y Pablo VI, poco amigos de Franco, supo que había llegado el momento de soltar amarras con una dictadura que estaba a punto de desaparecer.

Una parte significativa de la sociedad española, según las estadísticas de la época, se había alejado de las prácticas religiosas, los católicos se declaraban no practicantes. Muchos jóvenes se consideraban agnósticos y la falta de vocaciones religiosas hizo que disminuyera significativamente el número de seminaristas y muchos sacerdotes colgaron los hábitos. El nacional-catolicismo se encontraba en sus horas más bajas.

La jerarquía eclesiástica española, refrendada por la actitud aperturista del Vaticano, estaba dispuesta a proteger a sus obispos frente al régimen, pero no dispensó el mismo trato a una parte del clero ordinario que dedicó su apostolado a la defensa de la clase trabajadora. La falta de apoyo, sin embargo, no fue un obstáculo para que desarrollaran sus actividades solidarias.

Uno de sus más emblemáticos valedores fue José María Llanos, apodado el cura rojo, cuya biografía evolucionó en consonancia con los avatares del siglo XX. Nació en 1906, en el seno de una familia de militares de ideas muy conservadoras. Estudió Ciencias Químicas y durante su etapa universitaria militó en la Falange de José Antonio Primo de Rivera. Una vez licenciado decidió hacerse jesuita y, cuando el Gobierno de la Segunda República decretó la disolución de la Compañía de Jesús, Llanos tuvo que desterrarse. Al término de la Guerra Civil, se ordenó sacerdote y desarrolló su labor apostólica en los círculos del nacional-catolicismo. Era un personaje muy carismático, cuyos sermones tenían gran poder de convicción. Estuvo muy involucrado en el régimen y, según cuentan, dirigió unos ejercicios espirituales en exclusiva para Francisco Franco. Tanta confianza le merecía el padre Llanos que, en 1943, le nombró capellán del Frente de Juventudes y le encargó que se ocupase de catequizar a los trabajadores de las barriadas proletarias del sur de Madrid, con el fin de impedir que se contaminasen de la ideología comunista del movimiento obrero.

Lo sorprendente es que sucedió todo lo contrario. Cuando, en 1955, llegó al barrio chabolista conocido como el Pozo del Tío Raimundo y comprobó la miseria de sus habitantes y las injusticias que soportaban cotidianamente, fue él quien se dejó catequizar por los movimientos de izquierda. Para reivindicar los derechos de aquellos desheredados de la Tierra, decidió vivir junto a ellos, a pesar de la oposición de su familia y de la Compañía de Jesús. Según sus palabras: «No conseguí convertir a nadie, pero ellos me convirtieron a mí». En su parroquia del madrileño poblado de Entrevías logró que el famoso arquitecto Francisco Javier Sáenz de Oíza diseñase el futuro templo que iba a ser, además del centro religioso, el local donde los vecinos organizarían sus actividades sociales. Su popularidad se extendió por toda España cuando encabezó una manifestación que, frente a la Guardia Civil, trataba de impedir el derribo de una chabola que él mismo había construido con sus propias manos. Renegó de su cercanía a Franco y del catolicismo oficial, se declaró partidario de popularizar la Iglesia para acercarla a los más necesitados, fue apóstol de los pobres, participó de forma activa en los movimientos vecinales junto a los sindicatos y partidos de izquierda y, finalmente, se hizo militante de Comisiones Obreras y del todavía clandestino Partido Comunista, a cuyas organizaciones había prestado una gran ayuda.

Así lo cuenta Marcelino Camacho en sus Memorias:

Cuando Comisiones Obreras estuvo cercada y su existencia puesta en peligro, dado el acoso policial y la imposibilidad de reunión de todos sus miembros, fue cuando la parroquia del Pozo del Tío Raimundo significó un punto estabilizador que garantizó durante cierto periodo la continuidad y, superado ese momento, nuestro desarrollo posterior. El padre Llanos, en el Pozo del Tío Raimundo, fue entonces no solo un gran amigo nuestro, sino, por su autoridad moral, decisivo para nuestra permanencia en el Pozo. Inmediatamente ingresó en CCOO, donde llegó incluso a militar activamente en ese periodo y después […]. El Pozo no solo pasó a ser la nueva Casa del Pueblo, sobre todo por la gran ayuda, por la comprensión del padre Llanos, al que reconocemos que en ese periodo de nacimiento, consolidación y extensión de Comisiones Obreras fue un hombre que jugó un gran papel. Un hombre generoso y bondadoso que, en una larga vida llena de acontecimientos, unió sus esfuerzos a los de la clase obrera.

La gratitud de la familia Camacho hacia el padre Llanos no se debe únicamente a razones políticas. A pesar de su agnosticismo, Josefina asistió a más de una misa oficiada por él en la iglesia del Pozo. Nunca olvidará la ayuda que le prestó a su suegro cuando estaba a punto de morir.

—El padre Llanos estuvo a su lado todo el tiempo, intentando que tuviera una muerte tranquila y, sobre todo, supliendo la presencia de Marcelino, al que no dejaron salir de la cárcel hasta última hora… que ni siquiera pudo despedirse del cadáver como es debido.

Cuando el padre Llanos cumplió ochenta y cinco años, la Asociación de Vecinos del Pozo le regaló una placa conmemorativa con la siguiente inscripción: «José María de Llanos vino al Pozo camino de Dios, tropezó con el hombre y de su mano llegará a Él». Pero no fueron los únicos que en los últimos años de su vida le premiaron y le hicieron toda clase de homenajes. Recibió el premio Alfonso Comín, le otorgaron la Medalla de Oro del Ayuntamiento de Madrid por su larga vida entregada a la labor social, y en su honor fue creada la Fundación que lleva su nombre, con el fin de continuar su obra y ofrecer cursos de formación e inserción laboral a los vecinos de los barrios de Vallecas, el Pozo y Entrevías.

Cuando el padre Llanos estaba enfermo y era ya muy anciano, no quería ser una carga para sus vecinos y aceptó trasladarse a la residencia que los jesuitas tienen en la madrileña localidad de Alcalá de Henares. Allí murió en 1992, a los ochenta y seis años y, aunque sus amigos y camaradas quisieron trasladar su cadáver al centro Cultural del Pozo, los jesuitas instalaron la capilla ardiente en su propia iglesia y de allí lo trasladaron al panteón de la orden religiosa en el cementerio de San Isidro. Su entierro fue multitudinario y, según cuenta Josefina, al tiempo que el arzobispo de Madrid invitaba a la oración a sus feligreses, sus viejos camaradas cantaron puño en alto La Internacional para rendirle el último homenaje.

—Fue muy impresionante, porque los unos respetamos las creencias de los otros. Estábamos en aquel panteón y el arzobispo o el obispo, no recuerdo quién era, hizo un discurso muy bonito. Había muchos camaradas de Comisiones y del PCE que siguieron emocionados el responso y, al terminar, el obispo nos pidió que cantásemos La Internacional, porque al padre Llanos le hubiera gustado escucharla. Nos conmovieron sus palabras y la cantamos con entusiasmo, puño en alto, la primera estrofa. Al final, hubo aplausos tanto de unos como de otros y después se hizo un silencio extraordinario.

Al día siguiente, el escritor Francisco Umbral le dedicó su columna de El Mundo:

Era el hombre más bueno que uno haya conocido jamás. Lucía un reloj de pulsera que le trajo la Pasionaria de Moscú, un reloj verde como una rana y pesado como un tanque en la muñeca. A mí nunca me hizo proselitismo, no quería convertir a nadie. Andaba mucho, como todos los viejos que no pueden andar. Íbamos a dar vueltas por la Plaza Mayor, buscando él ese solecillo que es ya el ciclo municipal de los viejos. Es el único santo con boina de todo el santoral y por eso no subirá al cielo.

La vida del padre Llanos fue un ejemplo para el resto de los teólogos y los curas obreros que continuaron su labor en numerosas parroquias y asociaciones de vecinos.

Otro de los jesuitas que se rebeló contra la jerarquía eclesiástica fue el padre José María Díez-Alegría (1911-2010), compañero y amigo de Llanos, sacerdote asturiano, filósofo, teólogo y doctor en Derecho, que también hizo compatibles sus creencias católicas y filomarxistas. Aunque nunca se consideró comunista, llegó a decir en cierta ocasión: «Marx es el enviado de Dios para demostrar al mundo que Dios está con los oprimidos, con los pobres y contra la opresión».

Perteneció a una familia de la alta burguesía; su padre, banquero; su hermano mayor, jefe del Estado Mayor del Ejército, embajador y académico; el siguiente, director de la Guardia Civil y el menor, jefe de la Casa Militar de Franco. Su fulgurante carrera en la Compañía de Jesús (le habían destinado a la Universidad Gregoriana de Roma, el centro de formación teológico de las élites del clero católico) adquirió un nuevo rumbo cuando decidió ayudar a su amigo, el padre Llanos, en el Pozo del Tío Raimundo, al tiempo que daba clases de Ética en la Facultad de Filosofía de Alcalá de Henares. Su ruptura con la jerarquía de los jesuitas se produjo a raíz de la publicación de su libro Yo creo en la esperanza, muy crítico con la Iglesia oficial y considerado por el Vaticano como una apología del marxismo. Su éxito editorial fue sorprendente; vendió doscientos mil ejemplares, pero las críticas de la jerarquía le llevaron a abandonar la docencia en Roma y a exclaustrarse de la Compañía para trabajar en el Pozo con su amigo Llanos y otros jesuitas disidentes, partidarios todos ellos de la renovación teológica del Concilio Vaticano II y, tal y como hizo Jesús, del alejamiento del capitalismo y de la cercanía a los pobres. Abandonó definitivamente la Compañía de Jesús en 1975, aunque siguió viviendo, hasta su muerte, en la residencia de Alcalá de Henares para viejos jesuitas jubilados. Nunca renunció a su fe, pero se preguntaba ¿Se puede ser cristiano en esta Iglesia?, como tituló uno de sus libros.

En la comunidad religiosa creada en torno a los jesuitas Llanos y Diez-Alegría, tal como preconizó el papa Juan XXIII, se defendían los derechos humanos, la libertad de asociación y de expresión, el diálogo con las otras religiones, el pluralismo político y, por encima de todo, la solidaridad con los oprimidos. Dichas creencias resultaban explosivas para la dictadura, pero también para la jerarquía eclesiástica, que trató de hacer la vida imposible a los curas disidentes, lo cual les llevó a radicalizar sus posturas.

Otro de los discípulos más queridos del padre Llanos fue el ya citado Alfonso Carlos Comín (1933-1980), cristiano seglar, militante de diversas organizaciones de la izquierda radical y fundador, en pleno franquismo, de Bandera Roja en Cataluña, que se integraría posteriormente en el PSUC. Comín creó el movimiento Cristianos por el Socialismo. Como escribió su viuda, María Luisa Oliveras, en el artículo «Vivir de utopías»:

Alfonso participaba en el SUT, Servicio Universitario del Trabajo, con el padre Llanos al frente. Fue precisamente allí donde se conocieron y de allí salió la amistad que los uniría hasta la muerte. Yo colaboraba en un centro social en El Paralelo, un barrio obrero de Barcelona. Queríamos que el mundo fuera diferente, justo y solidario. Aunque entonces la palabra solidaridad apenas se usaba, esto no impedía que se practicara. Casi todo nuestro tiempo estaba cogido por trabajos o reuniones que tenían que ver con esta preocupación y con este intento de transformación del mundo. […] Alfonso ocupó cargos tanto en la dirección del PSUC como en el PCE. Él solía decir que a veces hay que bajar a la arena aunque tengas una escasa vocación de «hacer política». En el partido pedía libertad de conciencia para los militantes que eran cristianos, con el fin de que no fueran discriminados por razón de su fe.

Alfonso Carlos Comín consideraba que no había contradicción entre los valores cristianos y su militancia comunista. La síntesis de ambos le sirvió para reforzar su compromiso por la liberación de los oprimidos. En los movimientos católicos de base, como la Hermandad Obrera de Acción Católica y la Juventud Obrera Cristiana, alentados por el Concilio Vaticano II, comunistas y católicos ya compartían las mismas convicciones sociales y trabajaban unidos en defensa de la clase obrera. En el ámbito europeo, tras la Segunda Guerra Mundial, cristianos y marxistas coincidieron en la lucha contra la ocupación nazi y muchos compartieron penalidades en los campos de concentración. El diálogo se intensificó como consecuencia de la citada encíclica Pacem in Tenis, cuando se organizaban debates de pensamiento marxista a los que acudían teólogos e intelectuales católicos.

El movimiento progresista entre los católicos coincidió con la renovación del marxismo suscitada a raíz del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), en 1956, celebrado tras la muerte de Stalin. En la sesión de clausura, Nikita Jrushchov denunció por primera vez la represión estalinista, lo cual produjo una enorme conmoción con efecto retardado, pues hasta mucho después no se daría a conocer la totalidad de sus críticas.

En plena desestalinización del Partido Comunista, Alfonso Carlos Comín organizó encuentros clandestinos en Cataluña, a los que asistieron marxistas y católicos procedentes de toda España, para promover conjuntamente acciones contra la dictadura franquista. Según sostenía,

No se trata de seguir utilizando a la Iglesia para que nos deje locales, para que nos traspase a los militantes que están en la órbita de los curas, para que nos cedan aquellos poderes que tienen a su alcance. Se trata de establecer un diálogo y una comunicación con aquellas fuerzas que, en el seno de la Iglesia, están por la construcción del socialismo en la democracia.

El propio Santiago Carrillo, entonces secretario general del PCE, planteó dicha colaboración en el Comité Central, pero no solo como una cuestión táctica para conseguir las libertades democráticas, sino plenamente integrada en la construcción del socialismo. La religión, al menos en esas circunstancias, ya no era necesariamente el opio del pueblo, según la antigua tradición leninista. Desde aquel momento, muchos cristianos comenzaron a militar en el PCE.

El compromiso político de aquellos católicos tenía una profunda raíz evangélica y una clara inclinación marxista. En ellos, y en los curas obreros europeos, se inspiraron posteriormente los teólogos de la liberación cuando se preguntaron cómo ser cristiano en un continente oprimido como América Latina. El Vaticano denunció como subversivas las actividades de los teólogos de la liberación y desautorizó el trabajo proletario de los curas obreros. Muchos de ellos, sin renunciar nunca a sus convicciones religiosas, se enfrentaron abiertamente contra la jerarquía eclesiástica, incluso la más aperturista. Sirva de ejemplo la opinión de uno de los más radicales, Francisco García Salve, conocido como Paco el Cura, luchador obrero y militante del PCE, que cuenta así su decepcionante encuentro con el presidente de la Conferencia Episcopal:

Yo visité al cardenal Tarancón en su palacio para pedirle, en concreto, dos cosas: que nos facilitase iglesias y salones parroquiales para reunimos los obreros y dinero para ayudar a las familias de los encarcelados de la construcción de Madrid. Salimos asustados de la capacidad de cinismo que puede haber en un hombre inteligente, purpurado de la Iglesia. Casi nos negaba que la dictadura impidiese el derecho universal de reunión y casi ponía en duda que se encarcelase por ejercer el derecho de huelga. Acababa de casar a una de las nietas del dictador. Yo salí aterrado de aquel palacio.

No obstante, a pesar de que algunos católicos comprometidos con la lucha obrera compartían la opinión de García Salve, es justo admitir que Tarancón ejerció una importante labor conciliadora durante la última etapa del franquismo y dio el paso definitivo para separar a la Iglesia del régimen, como deseaba la mayoría del clero español, con la excepción de los integristas y los poderosos miembros del Opus Dei infiltrados en el Gobierno. Lo novedoso fue que en el periodo final de la dictadura dichos sectores abanderaron un anticlericalismo de derechas, con ataques a la jerarquía aperturista y, sobre todo, a los llamados «curas rojos» en cuya nómina se encuentran, entre otros, los ya citados Llanos, Díez-Alegría, Comín, Iniesta, García Salve y Gamo. Los dos últimos sufrieron severas condenas por parte del régimen; fueron numerosas veces multados, detenidos y encarcelados.

Paco García Salve y Mariano Gamo participaron, a cara descubierta, en todas las actividades y manifestaciones antifranquistas. Poco antes del primer estado de excepción, en enero de 1969, junto a otros mil quinientos representantes de todos los sectores de la oposición, los dos curas firmaron el documento contra la tortura y se unieron a la petición del Colegio de Abogados de Madrid para exigir la supresión de los tribunales especiales. Como tantos otros sacerdotes obreros fueron verdaderos activistas en la lucha por la democracia y en la defensa de los derechos de los trabajadores. Tal como hiciera el padre Llanos con su iglesia del Pozo, facilitaban sus templos y sus locales para acoger reuniones clandestinas y encierros, cuyos protagonistas eran desalojados por las fuerzas de orden público y, a veces, asaltados por los Guerrilleros de Cristo Rey.

Los templos de los barrios obreros, Usera, Orcasitas, Entrevías, Moratalaz… se convirtieron en el refugio de la resistencia contra el régimen, en las nuevas casas del pueblo, en los locales de reunión de Comisiones Obreras, cuyos militantes estaban habitualmente cercados por la Policía. Una de las asambleas de CCOO se llevó a cabo en la iglesia de Nuestra Señora de la Montaña de Moratalaz, la parroquia del padre Gamo, que, para camuflar el acto, sugirió extender una gran sábana delante del altar.

Por sus comprometidas homilías y por prestar su colaboración en actos como el anterior, el padre Gamo fue condenado por el Tribunal de Orden Público tras un sonado proceso judicial. En un principio, estuvo recluido en el segoviano monasterio de El Paular, donde recibía visitas de numerosos amigos, feligreses, corresponsales extranjeros y, por supuesto, de Marcelino Camacho que, cuando salía de la cárcel, iba a entrevistarse con él. Para evitar la peregrinación que se organizó en torno a su figura, aunque también por su decisión de renunciar a cualquier privilegio, fue encarcelado durante tres años en la prisión de Zamora, el único centro penitenciario destinado a los sacerdotes rebeldes, donde fueron a parar todos los curas vascos sospechosos de separatistas. Por allí también pasó el jesuita Francisco García Salve y recuerda con espanto el frío de Zamora, la humedad del Duero y las celdas de castigo. Los curas hicieron varias huelgas de hambre para protestar por las pésimas condiciones carcelarias, pero la dirección no hizo el menor caso de sus demandas. Después de amotinarse y de pasar tres meses encerrados en las temibles celdas de castigo, lograron al menos una de sus reivindicaciones: las celdas individuales.

Trece veces entró en prisión Paco el Cura, cumplió cerca de seis años por varias condenas, fue torturado durante sus múltiples interrogatorios y sufrió graves agresiones de los Guerrilleros de Cristo Rey. Durante su tiempo de prisión comenzó los estudios de Derecho, que terminó cuando ya estaba en libertad. Perteneció al Comité Central del Partido Comunista de España, llegó a ejercer como abogado laboralista en la Federación de la Construcción de CCOO y fue el más radical de los curas obreros. Durante su militancia en Comisiones, trabajó como peón de albañil con enormes dificultades físicas. Recuerda que no podía con los sacos, se agotaba, tenía fiebre, unos dolores terribles y que le salieron callos, a pesar de lo cual aguantó en el tajo.

En la empresa constructora donde prestaba sus servicios como peón se enteraron de que era cura porque predicaba para convencer a sus compañeros. La Policía fue a detenerle a la obra y se lo llevó a la Dirección General de Seguridad, donde pasó tres días. Al reincorporarse al trabajo, el jefe de personal le dijo que tenía que despedirle por sus actividades sindicales. Poco después, tras visitar en Roma al padre Arrupe, prepósito general de los jesuitas, se decidió a abandonar la Compañía de Jesús.