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La Brigada Político-Social

Protestas en la Puerta del Sol. La Ley de Vagos y Maleantes. Torturas y malos tratos. El crimen de Enrique Ruano.

El comisario Yagüe y el policía Billy el Niño. Delso, especialista en la represión sindical. ¡Disolución de los cuerpos represivos!

Había que tener mucho valor para meterse en aquellos tiempos en la boca del lobo. Josefina Samper tuvo la audacia de llevar su protesta hasta la Puerta del Sol, donde estaba la Dirección General de Seguridad, situada en el ala oeste del Ministerio de la Gobernación, en cuyos sótanos se encontraban los calabozos donde permanecían por tiempo indeterminado los detenidos, antes de ser entregados a un juez o enviados directamente a la cárcel. Un piso más arriba estaban los despachos donde planificaba su estrategia La Secreta o La Social, como se conocía a la curtida Policía franquista. Su nombre oficial era Brigada de Investigación Social, y había sido creada en 1941 para centralizar todos los servicios preventivos y represivos contra la oposición a la dictadura. Actuaba como la policía política del régimen.

Una delación, un chivatazo o una simple sospecha, sin necesidad de pruebas ni de intervención judicial, era suficiente para someter a vigilancia a un sospechoso, controlar su correspondencia y sus conversaciones telefónicas. Bastaba cualquier duda para interrogar a un presunto «desafecto al régimen», incluso antes de que pensara en la posibilidad de cometer un delito. La Ley de Responsabilidades Políticas, dictada al final de la Guerra Civil para «liquidar las culpas contraídas por quienes contribuyeron a forjar la subversión», es decir, para rematar a los supervivientes del bando de los vencidos que no habían podido exiliarse, la Ley de Seguridad del Estado de 1940 y la posterior, de 1943, convirtieron los que habían sido derechos fundamentales de expresión, reunión, manifestación y huelga en delitos de rebelión o sedición, que se trasladaban a la jurisdicción militar.

Los que se oponían al Movimiento Nacional de forma activa o pasiva eran juzgados en consejos de guerra y castigados a duras penas de cárcel. El franquismo reformó, en 1953, la antigua Ley de Vagos y Maleantes que hasta entonces incluía a vagabundos, mendigos, proxenetas y personas sin recursos, para ampliarla contra los homosexuales, considerados por el régimen como delincuentes, víctimas durante el franquismo de una cruel represión, internados en cárceles o centros psiquiátricos. La de «vagos y maleantes» estuvo en vigor hasta 1970, cuando fue sustituida por otra de «peligrosidad y rehabilitación social» que, unida a la de «escándalo público», fue utilizada para justificar cualquier acto represivo. Esta legislación de amplio espectro dejaba sin efecto la aplicación del Fuero de los Españoles que, al menos teóricamente, garantizaba algunos derechos fundamentales.

Con tales instrumentos represivos trabajaban a sus anchas en la Brigada Político-Social, y los detenidos que salían indemnes o lograban colarse por algún resquicio iban a dar con sus huesos al estricto Tribunal de Orden Público, que procedía, si cabe, con mayor autonomía y arbitrariedad.

El siguiente testimonio pertenece a Julián Delgado, expolicía armada que fue separado del servicio cuando se descubrieron sus actividades políticas clandestinas relacionadas con la Unión Militar Democrática, de la que fue uno de sus fundadores:

La Brigada Social utilizó la tortura y los malos tratos de una manera sistemática. No los modificó ni en los tiempos en que la política parecía ablandar sus actitudes, y alargó esta repugnante forma de actuar hasta después de la muerte del dictador; incluso se puede afirmar que la extremó durante los últimos años de su vida. Empleó todos los métodos corruptos de la peor policía política: se achacaban delitos no resueltos —comunes o políticos— a personas que no los habían cometido pero de las que se sospechaban otros delitos distintos, se aportaban pruebas y testigos falsos, se falsificaban documentos comprometedores, se refinaban los malos tratos, etc. […] Los jueces nunca aceptaban las denuncias de los detenidos: la palabra de los policías era ley, al igual que los atestados policiales, que en lugar de constituir un documento indiciario, venían, en la práctica, a sustituir a la fase de instrucción policial.

Así actuó la justicia franquista hasta el final del régimen. Precisamente, en octubre de 1975, cuando el dictador pasaba los últimos días de su enfermedad en el palacio de El Pardo, tras ser sometidos a un consejo de guerra, fueron ejecutados tres militantes del FRAP y dos de ETA.

Muchos detenidos dieron testimonio de haber sido torturados en los calabozos de la Dirección General de Seguridad. Hubo torturas que terminaron con la muerte del detenido e intentos de asesinato, como el citado caso de Julián Grimau, el dirigente comunista que, tras varias horas de interrogatorio, fue lanzado desde una ventana a la calle. Como en otras ocasiones, la Policía habría dicho que se trataba de un suicidio, pero en ese momento no llegó a morir, aunque quedó muy mal herido.

Otra víctima histórica de la Brigada Político-Social fue el también citado Enrique Ruano, estudiante de Derecho y militante antifranquista, detenido en enero de 1969 y acusado de actividades subversivas contra el régimen. Después de interrogarle durante tres días, tres policías de la Brigada Político-Social le llevaron a un piso de la calle General Mola, hoy Príncipe de Vergara, para hacer un registro y, según todos los indicios, le arrojaron a un patio interior desde un séptimo piso. La versión oficial fue algo confusa, pues unos sectores de la Policía dijeron que, tras un intento de fuga, se precipitó al vacío y murió en el acto, y otros que se había suicidado. Se produjeron protestas, manifestaciones, huelgas, y el Gobierno, desbordado por los acontecimientos, decretó el estado de excepción. La familia de Ruano, convencida de que había sido un crimen, logró reabrir el caso al cabo de veinte años y exigió la exhumación del cadáver. Los tres policías sospechosos se sentaron en el banquillo en 1996, pero ya no quedaba rastro de las pruebas, y fueron absueltos.

Muy similar es la trágica historia de Felipe Reyero, delegado de la Facultad de Medicina, cuya detención se le atribuye al inspector Juan Antonio González Pacheco, conocido como Billy el Niño. Reyero nunca salió de las dependencias de la Brigada Político-Social. Apareció muerto en el patio interior de la zona de interrogatorios y, según figura en la nota publicada en la sección de sucesos de la prensa del Movimiento: «Un dirigente estudiantil revolucionario se suicidó, en un ataque de pánico, mientras era conducido a los lavabos antes de ser interrogado en la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol. El Ministerio de la Gobernación lamenta tan desagradable suceso».

Aunque las oficinas centrales de la Brigada Político-Social estaban situadas en el edificio de la Puerta del Sol, hoy sede de la Presidencia de la Comunidad de Madrid, ejercían un rígido control del resto de las jefaturas superiores de Policía, supervisadas políticamente por los gobernadores civiles, cuyas disposiciones contaban con el beneplácito del Tribunal de Orden Público (TOP) creado específicamente para legalizar la represión. Unos y otros se prestaban la cobertura necesaria para realizar detenciones por tiempo indefinido, confiscar o incautar bienes, amañar pruebas e incluso aplicar métodos violentos para arrancar confesiones a las víctimas.

Como escriben Sartorius y Alfaya en su libro sobre la represión franquista:

El detenido por la Brigada Político-Social o por la Guardia Civil pasaba en las dependencias policiales todo el tiempo que las fuerzas de seguridad consideraran necesario, extremo que estas se ocupaban de dejar bien claro a sus víctimas desde el primer momento. En ocasiones se le mostraba al detenido una partida de defunción por causas naturales, firmada por un supuesto o real médico de guardia, con lo cual se le advertía de que cualquier «exceso» en la tortura quedaba automáticamente cubierto y, por decirlo así, legalizado. De manera que cada cual sabía a partir de ese momento a qué se exponía.

El jefe supremo de la Brigada era el comisario Saturnino Yagüe, al que ya nos hemos referido, cuyo celo profesional le llevó a intervenir personalmente en todas las operaciones llevadas a cabo contra los activistas políticos antifranquistas. Durante mucho tiempo, su mano derecha fue el comisario Roberto Conesa y, a sus órdenes, había una serie de ejecutores que alcanzaron la fama por su especial vocación de entrega a la causa, como los inspectores Quintero, Sainz, Anechina o el mencionado Juan Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño, relacionado con asuntos turbios, como la muerte de Felipe Reyero y también, ya en el posfranquismo, con la matanza de los abogados laboralistas de la calle de Atocha.

Billy el Niño se hizo famoso durante los conflictos universitarios que se desataron en tomo a los acontecimientos de mayo de 1968. El mote se lo pusieron los estudiantes de la época, más que por su aspecto aniñado y canijo, por sus posturas, sus gestos y su indumentaria de extra de película americana. También porque sus métodos durante los interrogatorios recordaban a los del policía malo de las películas. En numerosas ocasiones, sus víctimas le denunciaron, sin éxito, por torturas y malos tratos. Su mayor proeza policial fue formar parte del operativo que, a las ordenes del comisario Conesa, logró la liberación, tras dos meses de investigaciones, de los secuestrados por los GRAPO José María de Oriol, expresidente del Consejo de Estado, y el teniente general Emilio Villaescusa.

En la nómina de los más destacados represores de la Policía franquista habría que añadir algunos nombres. En Barcelona se destacó por su celo profesional el comisario Antonio Juan Creix, cuya brillante hoja de servicios «antisubversivos» le llevó hasta el País Vasco y Andalucía. El especialista para la represión sindical era el ya citado Conrado Delso, que se encargaba personalmente de todo los asuntos relacionados con la familia Camacho y que posteriormente, en septiembre de 1974, resultaría gravemente herido en el atentado de ETA en la cafetería Rolando de la madrileña calle del Correo. La bomba se colocó en este establecimiento por ser un lugar muy frecuentado por miembros de la Brigada Político-Social, ya que era el bar más cercano a sus dependencias policiales. Causó ochenta heridos y doce muertos, entre los que no se encontraba ningún policía. Fue un atentado brutal que provocó gran rechazo en la opinión pública. Hubo cierta confusión sobre su autoría que, en su momento, nadie se atrevió a reivindicar.

A Delso le dedica unas líneas Marcelino en sus memorias:

La Brigada Político-Social puso en marcha una persecución sistemática contra nosotros, incluso llegaron a dedicar un comisario especialmente para CCOO, llamado Delso; llegamos a conocernos bien, porque cada vez que había una concentración o una reunión en el sindicato, nos llamaba a la Dirección General de Seguridad, normalmente a Ariza y a mí.

—Pero yo no fui a ver a Delso —prosigue Josefina su relato—, sino directamente al que mandaba en todos ellos, que era Saturnino Yagüe.

Si he interrumpido el relato de Josefina con las anteriores disquisiciones sobre los instrumentos represivos del régimen ha sido para valorar aún más el mérito de esta mujer, capaz de plantar cara al temido comisario jefe en sus cuarteles de la puerta del Sol.

—Ya te he dicho que me planté varias veces delante de Yagüe y siempre me amenazaba con lo mismo: «Tengo que cogerla. Seguro que cualquier día comete un fallo y termina como su marido». Yo le chillaba y él me chillaba a mí: «Pero, señora, no es necesario que me grite…». Babeaba de rabia cuando yo le plantaba cara. Las compañeras me decían que le echaba mucho valor. No es que fuera valiente, es que me crecía delante de aquel hombre. Yo sabía lo frío que era, las crueldades que hacía y, sobre todo, que le había pegado a mi hijo; y eso es lo que me encendía tanto. Y, además, nos tenía machacados con tanta persecución. Nos rodeó de policías para que vigilaran todo el tiempo nuestra casa. Pero yo me las arreglaba para engañarlos, porque me conocía el barrio mejor que ellos. Cuántas veces se habrá escapado Marcelino sin que se enterasen de nada… Les hacíamos cada trastada… Pero un día que yo no estaba, subieron a asustar a mi suegra.

—¿Con que motivo?

—Con ninguno. Conmigo no se atrevían, porque yo les enviaba a nuestros abogados. Así que, aprovechando mi ausencia, decidieron preguntarle a ella si yo tenía escondida una máquina para tirar panfletos. La pobre mujer, que era muy mayor, les dijo que sí y les enseñó mi máquina de coser Alfa. Y los policías la insultaron, creyendo que intentaba reírse de ellos. Cuando volví a casa, mi suegra estaba llorando y yo me puse hecha una fiera. Me fui, otra vez, a la Puerta del Sol para decirle a Yagüe que eso sí que no se lo perdonaba, que eran unos cobardes por asustar a una anciana de esa manera. «¿Se cree que voy a guardar una multicopista en casa, con mi marido en la cárcel y sabiendo que me vigilan día y noche? Yo no me arriesgo con esas tonterías». Y le grité que no se le ocurriera volver a meter miedo a mi suegra.

—¿A quién temían más: a la Policía de la DGS o a los jueces del TOP?

—A los de La Social. Eran los peores. Yo también fui varias veces a reclamar al juez, y me decía: «Pero señora… yo no puedo cambiar las leyes… Déjeme tranquilo». Yo le respondía que mi obligación y mi deber eran defender a mi marido a capa y espada y, además, que mis reclamaciones estaban amparadas por las leyes. Bueno, no sé quiénes eran peores, yo creo que los policías.

Las pruebas que podían demostrar las acusaciones sobre la policía política de Franco desparecieron. Lo que nadie pudo borrar fueron los testimonios de las víctimas que pudieron contarlo. Muchas de sus denuncias se reunieron en los informes recogidos por Justicia Democrática durante los primeros años de la década de los setenta, donde aparecen amplias referencias a las detenciones practicadas durante los diversos estados de excepción. La Social actuaba con absoluta impunidad en connivencia con los jueces de guardia, tal como se explica en el informe correspondiente al año 1973:

Ningún juez se atrevería a excusar la tortura en una resolución, pero algunos cierran sistemáticamente los ojos a todo signo de tortura y suscriben el argumento de la necesidad de la tortura como método de investigación para no dejar inerme —así suele decirse— al Estado.

Uno de los gritos reivindicativos en las numerosas manifestaciones que se llevaron a cabo durante los últimos años de la dictadura fue el de «¡Disolución de los cuerpos represivos!». Evidentemente, no se atendió la petición, pero lo grave es que tampoco fue escuchado tras la muerte de Franco. Durante la transición democrática, los cuerpos represivos quedaron intactos. Varios miembros destacados de la Brigada Político-Social continuaron con sus actividades policiales; algunos fueron condecorados y la Ley de Amnistía promulgada en 1977 sirvió para borrar sus culpas. Los cuerpos represivos de la Policía, la Guardia Civil, las Fuerzas Armadas y la Justicia no fueron renovados. Y aunque sus competencias se limitaron progresivamente, hasta el fallido golpe de Estado de 1981, no se tomaron medidas radicales para apartar del servicio a los residuos de la represión que seguían en activo.

El comisario Saturnino Yagüe estaba en lo cierto cuando le dijo a Simón Sánchez Montero: «Mira, yo fui policía con la Monarquía; luego, con la República; ahora, con Franco. Y cuando cambie esto seguiré siendo policía». Y así fue, aunque apenas tuvo tiempo de hacer el nuevo tránsito, pues murió de un derrame cerebral, tan solo tres años después que Franco.

Recordaré un par de ejemplos más, como prueba de supervivencia. Billy el Niño fue condecorado por Martín Villa en 1977 con la medalla del mérito policial. Y dos años después recibió una cena-homenaje por parte de sus compañeros, «en desagravio por los ataques que sufría desde los medios informativos». Dicho homenaje no impidió que participara en un careo con los implicados en la matanza de Atocha. Al final de su carrera, trabajó como guardia privado de seguridad.

El comisario Conesa, incondicional de Yagüe en la BPS, también desempeño cargos de responsabilidad policial durante la Transición. Fue ascendido a comisario general de Información y condecorado con la medalla de oro al mérito policial, por el «éxito» de sus investigaciones sobre el asesinato de Carrero Blanco y el atentado de la calle del Correo. Pasó los últimos años de su vida alejado de la actividad policial, y a su entierro no fue ninguno de los altos cargos políticos que le habían otorgado su confianza.

Los Yagüe, Conesa, Pacheco, Delso, Sainz… no son los únicos, aunque sí los más acreditados miembros de la BPS, pero muchos otros mandos de la Policía franquista fueron reutilizados durante la transición democrática, lo cual fue un grave error que ha tenido una indeseable consecuencia: servir de disculpa para poner en duda la legitimidad de aquel proceso.