La emigración y el exilio
Españoles en Argelia. La esclavitud en las minas. A los doce años ya es militante comunista. Un asunto de conciencia
Estamos Josefina Samper y yo sentadas alrededor de una mesa camilla con mantel rojo, llena de libros, cuadernillos y periódicos en los que aparece reiteradamente la imagen de Marcelino Camacho. Deja a un lado las agujas de punto con las que está confeccionando un jersey de hilo para su nieta; de hilo, porque desde que nació tiene alergia a la lana. Me ha invitado a charlar en su casa de Majadahonda donde vivió los últimos meses con su marido, cuando ya estaba enfermo y no tuvo más remedio que abandonar Carabanchel, un cuarto piso sin ascensor, impedido para bajar o subir las escaleras.
Marcelino se sentaba en el mismo sillón que ahora ocupa su viuda, hoy un poco más sensible de lo habitual, porque viene de hacer un recorrido por su barrio de toda la vida. Es la primera vez que vuelve al piso de Carabanchel desde que se quedó viuda.
—Me ha acompañado Marcel, mi hijo —dice con un peculiar acento mezcla de francés, magrebí y almeriense—. Hemos ido a visitar a una vecina que se ha quedado ciega. Me ha costado mucho volver…
Suspira y se queda en silencio, mirando hacia el cartel enmarcado donde aparece Marcelino con las siglas de CCOO y la leyenda: «¡Ni nos domaron, ni nos doblegaron, ni nos van a domesticar!».
—Tiene muy buen aspecto, Josefina —le digo—. Es usted una mujer muy fuerte.
—Bueno, por fuera, pero por dentro no estoy muy bien. Le echo mucho de menos. Aunque tendré que aguantar. ¡Vaya si aguantaré! Siempre he sido valiente, es verdad; si no hubiera sido fuerte ya me hubieran vencido. Y ahora tengo que seguir. Ya sabes lo que decía siempre Marcelino: «Si uno cae, se vuelve a levantar y sigue adelante». Así que no puedo aflojar, porque hasta a mis hijos les extrañaría verme hundida. Hemos sido una pareja inseparable. Nunca hemos discutido, porque con él era imposible discutir. Si alguna vez yo me enfadaba, él me decía: «Pero ¿cómo es posible que te enfades por algo tan insignificante?». Tenía una paciencia a prueba de todo. Le echo mucho de menos.
—Él siempre decía que sin su mujer no hubiera sido capaz de aguantar tanto.
—Sí, es verdad, me tuvo a mí, que le ayudé muchísimo, pero no sabes cuánto aprendí a su lado. Yo comprendo que ya estaba muy malo y se tenía que ir, pero me dio mucha pena. Y no tengo queja, porque todo el mundo en el hospital se portó muy bien con él. El médico me dijo que era muy grave lo que tenía y que él haría lo que la familia quisiera. Yo le dije que no quería que le pusieran tratamientos que no servían para nada; que si tenía que morir, que lo hiciera con el mismo valor con el que había vivido. Y así lo hizo. Los últimos días ya no podía comer y se ahogaba, pero solo se quejaba cuando le movían, porque le dolían mucho los huesos. Le dolía incluso que las enfermeras le tocaran, pero cuando le soltaban, levantaba las manos y las acariciaba, como dándoles las gracias. Y el día que murió, hasta el médico tenía lágrimas en los ojos…
—No se esfuerce. No hace falta que recuerde esos momentos.
—No te preocupes. Me gusta hablar de él. Aunque, a veces, me entra la pena al acordarme del final… porque la noche que murió no estaba a su lado. Estuve todo el tiempo con él, y esa noche, ya estaba yo cansada, y mi hijo me dijo que me fuera a dormir. Yo iba todos los días al hospital desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche. Dormía en casa de Yenia, porque vive aquí al lado, y ya por la mañana nos íbamos las dos a verle. Pero esa noche no me quise ir, porque le vi mal, pero mi hijo insistió tanto… «Mamá, vete tranquila, si le pasa algo te llamamos y vienes». Me acababa de acostar cuando me llamaron. Y no llegué a tiempo… y eso es lo que más siento…
—Josefina, déjelo, cuénteme cosas más alegres.
—No me importa. Si soy valiente. Me gusta mirar todo el tiempo su foto y estar rodeada de cosas suyas… pero es que le echo mucho de menos.
—Es curioso que conserve el acento francés. Estuvo muy poco tiempo en Argelia —le digo para cambiar el rumbo de la conversación.
—No creas, pasé allí toda mi infancia y mi juventud. Mi padre trabajaba en la mina, en Almería. Eramos de El Fondón, un pueblo de la Alpujarra almeriense, que está en la Sierra de Gádor y tiene un río que se llama Andarax. Pues allí nacimos mis dos hermanos mellizos, Juan e Isabel, y yo, pero nos fuimos a Argelia cuando mi padre tuvo que dejar el trabajo porque se puso enfermo. Empezó a trabajar en las minas de plata a los ocho años. Su padre había muerto y su abuelo le dijo que tenía que espabilar, y se lo llevó de botijero. Mi madre tenía mucho miedo, porque de esa mina vio salir muchos muertos.
Me pregunta si tengo idea de lo que era trabajar en aquellos tiempos de minero y en qué consistía ser botijero. Al parecer, se empleaban niños desde los cuatro o cinco años para transportar el material desde el pozo, vigilar las puertas que separan los compartimentos de la mina o llevar agua a los mineros.
—Las minas de hoy no tienen nada que ver con las de antes. Entonces los bajaban a todos con una cuerda y allí se quedaban hasta que los volvían a subir por la noche. No había agua corriente, ni nada por el estilo. Así que mi padre tenía que hacer varios viajes a lo largo del día para ir a buscar el agua. Nos contaba que siempre iba cargado. Lo bajaban a través de una pequeña espuerta llena de carbón, vaciaban el botijo y él se lo llevaba para volverlo a llenar. Así hasta que acababa la jornada. Pasaron los años, no recuerdo bien si es que se puso enfermo o cerraron la mina donde trabajaba, el caso es que se fue en 1931, cuando yo tenía cuatro años. Primero se fue solo, a buscarse la vida en Orán, donde un familiar le dio un trabajo de dinamitero. Tampoco es que fuera un empleo sin riesgos, pero era lo que había en ese momento. Unos meses después nos reclamó y ya nos fuimos toda la familia desde Almería. Mi padre era una persona muy buena y muy alegre. No había ido a la escuela. Todo lo que sabía era porque lo leía en los libros que encontraba en cualquier parte. Él se decía republicano, pero nunca había militado en ningún partido, hasta que yo lo metí en el Partido Comunista. Era de esas personas que tenían mucha conciencia y siempre le oíamos cagarse en todos los que habían inventado tanta miseria. Mi madre le decía: «¡Pero bueno, no te cagues tanto en la madre que les parió!»… Era muy buena persona… El caso es que nosotros fuimos emigrantes no por motivos políticos, sino porque no teníamos para comer. Allí, en Orán, había muchos refugiados que huían de la persecución de las tropas sublevadas franquistas.
Es un dato poco conocido, pero Argelia fue un centro muy importante de acogida para la emigración española. Los agricultores levantinos y almerienses tenían fama de ser duros, sobrios y eficaces en el trabajo. Emigraron muchos albañiles, canteros y mineros a la zona occidental de aquel país norteafricano, sobre todo, a la ciudad de Orán, donde a principios del siglo XX existía una nutrida colonia de españoles. La última emigración masiva tuvo lugar en 1939, al final de la Guerra Civil. Según cuenta el hispanista Mimoun Aziza, en abril de aquel año desembarcaron en Orán más de dos mil personas que llegaron a bordo del Stanbrook, procedentes de Alicante, y en la provincia de Argel se habilitaron campos para acoger a unos diez mil refugiados españoles. Muchos, como la mayoría de la familia de Josefina, se nacionalizaron franceses y cuando lograron reunir algún dinero se instalaron en el sur de Francia para evitar las represalias a las que podían ser sometidos en la España de Franco.
—Cuando cumplí los doce años —cuenta orgullosa— me hice militante de la Juventud Socialista Unificada (JSU).
—¿A los doce años? —pregunto con asombro.
—Sí, porque cuando llegué a Orán, la verdad es que no me sentí muy bien acogida. Nos llamaban «los del diez por ciento», porque había una ley que solo permitía que entrara un diez por ciento de emigrantes en las escuelas y el mismo porcentaje de contratados en las fábricas. Los franceses tenían prioridad en todas partes y, aunque quedasen sitios libres en las clases o en los trabajos, nosotros, los extranjeros, no los podíamos coger, porque las plazas estaban reservadas por si venía algún francés. A mí, esos privilegios me parecían indignantes.
—¿Y por eso se hizo comunista?
—Por eso y por muchas cosas más. Me hice militante del partido porque me lo pidió Roberto, el hermano pequeño de Santiago Carrillo.
—¿Conoció a Santiago Carrillo en Orán?
—No, creo que pasó poco tiempo en Orán. Marcelino sí le conoció allí, pero yo nunca llegué a verle, aunque estuve muchas veces con su hermano, que luego se fue a Moscú, donde murió. Fue el que me convenció de que yo era mayor y ya era hora de dejar las Juventudes y entrar en el PCE. Creo que ni había cumplido los catorce años.
Lo cuenta con la naturalidad del que no concibe otra salida en la vida, como si no hubiera más remedio que comprometerse políticamente y el único destino de una adolescente fuera ingresar en las filas del Partido Comunista. Pero no todos hacían lo mismo. La mayoría de los emigrantes solo tenían fuerzas para sobrevivir y sacar adelante a su familia.
A Josefina le tocó vivir uno de los periodos más turbulentos de la historia de España. Pertenece a una clase social y a una generación que pasó hambre, miseria, el exilio, una guerra civil con millones de muertos en las trincheras y en los campos de exterminio, y cuando al fin pudo regresar a su país, se encontró con una represión política que se prolongó durante cuatro largas décadas. Demasiados años de lucha por la dignidad, por la conquista de unos derechos laborales que ahora quieren desmantelar. Un trágico destino colectivo que no le ha dejado ni rastro de resentimiento. Ni siquiera se le ocurre dudar de si mereció la pena tanto sacrificio.
¿En qué se diferencian las personas que luchan por los demás de las que luchan contra los demás o, en todo caso, solo para sí mismas? ¿De dónde nace la necesidad de ser solidario? ¿Es una cuestión de conciencia, de decencia o, en última instancia, de conveniencia? ¿Influye el ejemplo familiar? ¿Por qué hay gente, como Josefina, que se compadece desde niña del dolor ajeno y se rebela contra la injusticia? Le hago demasiadas preguntas atropelladamente.
—No lo sé —me responde—. Quizá la gente no quiere meterse en líos porque es cobarde, tiene miedo o espera a que los demás se lo den todo hecho. Yo se lo decía a esas personas en Orán: «Ustedes nos critican si hacemos algo que no está bien, pero son incapaces de arrimar el hombro y echar una mano». Y ellos me respondían: «Sois tontos. No vais a conseguir nada. Los ricos siempre han tenido el poder y siempre lo tendrán». Así pensaba la gente mayor, pero yo no podía aguantar que me dejaran reducida al diez por ciento. Yo me creía igual que los demás y no había derecho a que nos tratasen peor que al resto. Otro de los incidentes más penosos que presencié fue el del Stanbrook.
—¿A qué se refiere?
—Pues a un barco que salió de Alicante y al que no dejaron atracar en el puerto de Orán porque venía cargado de refugiados españoles. Era ya al final de la Guerra Civil, y no había manera de salir de allí, solo este barco lo consiguió. Venían unas dos mil personas. La Argelia francesa, en esos momentos, estaba ocupada por italianos y alemanes, pues no querían republicanos españoles. Solo dejaban bajar a los que tenían familia ya trabajando. Así que nos dedicamos a buscarles parentesco.
»A todos los que se llamaban López, Martínez o García, les encontramos familias del mismo nombre. Y a los demás les subíamos un poco de comida por la cuerdas que echaban desde la cubierta. Los pobres estuvieron varios meses a bordo; se habían librado de las cárceles de Franco, pero acabaron en los campos de concentración de Argelia. No sé qué era peor. Eso también me marcó y me empujó a hacerme comunista en Orán. ¡Había visto tantas injusticias desde niña…! A mi padre siempre le dolió tener que abandonar su país. Mis padres hablaban francés, se nacionalizaron franceses y así murieron, pero a nosotros nos obligaban a hablar español para que no nos olvidásemos de la tierra donde habíamos nacido.
—¿Qué le quedó de su estancia en Argelia?
—Me queda el acento, porque lo poco que fui a la escuela de Orán me enseñaron a leer en francés. Solo fui a las clases unos cuantos años y, después, la verdad es que he leído poco y me cuesta mucho leer en español. Me he dedicado a coser, a limpiar, a trabajar muy duro en un montón de cosas, a no estar quieta un momento, pero lo de leer se me daba regular. Claro que, con Marcelino al lado, poca falta me hacían los libros. Él tenía respuestas para todo. Era como un diccionario abierto; cualquier duda que le planteaba, me la resolvía. Era muy paciente y jamás se ponía de mal humor. Ha sido un compañero extraordinario.
Interrumpe el monólogo. Se le quiebra de nuevo la voz, pero contiene las lágrimas, a pesar de la emoción que siente cada vez que pronuncia el nombre de Marcelino. Ni un solo aspaviento. Impresiona su sobriedad tanto como su memoria, minuciosa y precisa.