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Mirando al porvenir […] lo que nadie puede predecir es qué grupos prevalecerán por último, porque sabemos que muchos grupos desarrollados en otros tiempos de un modo muy extenso llegaron ahora a extinguirse.

CHARLES DARWIN,
El origen de las especies (1859)

Era casi medianoche y las calles que conducían a Les Eaux-Vives estaban tranquilas, con las tiendas y los restaurantes cerrados. Quarry y Leclerc iban sentados en silencio en el asiento trasero de un coche patrulla.

Al final Leclerc dijo:

—¿Está seguro de que no prefiere que lo llevemos a su casa?

—No, gracias. Necesito hablar con nuestros inversores esta noche, antes de que se enteren de lo ocurrido por las noticias.

—Será la noticia del día, sin duda.

—Sin duda.

—De todas formas, si no le importa que se lo diga, después de un trauma como el que ha sufrido, debería tener cuidado.

—Lo tendré, no se preocupe.

—Al menos madame Hoffmann está en el hospital y recibirá tratamiento para el estrés postraumático.

—No se preocupe por mí, inspector. En serio.

Quarry se cogió la barbilla con una mano y se quedó mirando por la ventanilla para disuadir al inspector de continuar la conversación. Leclerc se puso a mirar la calle por el otro lado. ¡Y pensar que hacía solo veinticuatro horas se disponía a iniciar un turno nocturno rutinario! La verdad era que nunca sabías qué podía depararte la vida. Su jefe lo había llamado desde Zurich, donde estaba cenando, para felicitarlo por «la rápida resolución de una situación potencialmente comprometedora»: el consejero federal de Finanzas estaba satisfecho; la reputación de Ginebra como centro de inversiones no se vería afectada por aquella anomalía. Sin embargo, tenía la sensación de haber fallado: había ido siempre con un par de horas de retraso respecto a su presa. Si hubiera acompañado a Hoffmann al hospital por la mañana, pensó, y hubiera insistido en que permaneciera ingresado para recibir tratamiento, no habría pasado nada.

—Tendría que haberlo hecho mejor —musitó.

Quarry lo miró de soslayo y dijo:

—¿Cómo dice?

—Estaba pensando, monsieur, que podría haber manejado mejor la situación, y que entonces quizá habríamos podido ahorrarnos toda esta tragedia. Por ejemplo, habría podido darme cuenta mucho antes, al principio, de que Hoffmann sufría una grave psicosis.

Pensó en el libro de Darwin y en la descabellada afirmación de que el hombre de la fotografía que aparecía en él proporcionaba una pista del motivo por el que lo habían agredido.

—Es posible. —Quarry no parecía muy convencido.

—O por ejemplo, habría podido sospechar de lo ocurrido en la exposición de madame Hoffmann.

—Mire —dijo Quarry con impaciencia—, ¿quiere saber la verdad? Alex era un tipo raro. Siempre lo fue. Debí saber dónde me metía la misma noche en que lo conocí. De modo que esto no tiene nada que ver con usted, si no le molesta que se lo diga.

—Aun así…

—No me malinterprete: lamento muchísimo que Alex haya acabado así. Pero piense en el tiempo que llevaba dirigiendo toda una empresa en la sombra, delante de mis narices, espiándome, espiando a su mujer, espiándose a sí mismo…

Leclerc pensó en la cantidad de veces que había oído semejantes exclamaciones de incredulidad por parte de esposas y maridos, amantes y amigos; en lo poco que en realidad sabemos de lo que sucede en la mente de aquellos a quienes creemos conocer.

—¿Qué pasará con la empresa ahora que él no está? —preguntó.

—¿La empresa? ¿Qué empresa? La empresa ya no existe.

—Sí, claro, comprendo que la publicidad podría perjudicarla.

—Ah, ¿sí? ¿Eso cree? ¿«Genio esquizofrénico sufre una crisis, mata a dos personas, prende fuego a un edificio», algo así?

El coche se detuvo frente al edificio de oficinas. Quarry apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y se quedó mirando el techo. Dio un largo suspiro.

—Qué mierda. Qué mierda todo.

—Sí.

—Bueno. —Quarry abrió cansinamente la puerta del coche—. Supongo que volveremos a hablar mañana por la mañana.

—No, monsieur —dijo Leclerc—. Al menos no conmigo. Le han asignado el caso a un joven agente, muy competente. Se llama Moynier. Ya comprobará que es muy eficiente.

—De acuerdo. —Quarry parecía vagamente disgustado. Le estrechó la mano al policía y añadió—: Supongo que su colega ya me llamará. Buenas noches.

Salió del coche con agilidad.

—Buenas noches. Por cierto —añadió rápidamente Leclerc, antes de que Quarry cerrara la puerta. Se inclinó sobre el asiento—. Esos problemas técnicos que ha comentado antes… ¿Eran graves?

A Quarry, acostumbrado a fingir, no le costó nada responder:

—No, qué va. No era nada grave.

—Lo digo porque como su colega comentó que habían perdido el control del sistema…

—No lo decía en sentido literal. Ya sabe usted cómo son los ordenadores.

—Ah, sí, desde luego. ¡Malditos ordenadores!

Quarry cerró la puerta, y el coche patrulla se puso en marcha. Leclerc miró al financiero hasta que entró en el edificio. Una sombra pasó por su pensamiento, pero estaba demasiado cansado para perseguirla.

—¿Adónde, jefe? —preguntó el conductor.

—Hacia el sur por la carretera de Annecy-le-Vieux —contestó Leclerc.

—¿Vive usted en Francia?

—Justo al otro lado de la frontera. No sé usted, pero yo ya no puedo permitirme vivir en Ginebra.

—Sé exactamente a qué se refiere. Está tomada por los extranjeros.

El conductor se puso a hablar sobre el precio de la vivienda. Leclerc se arrellanó en el asiento y cerró los ojos. Antes de que llegaran a la frontera francesa se había quedado dormido.

Los gendarmes ya habían abandonado el edificio de oficinas. Uno de los ascensores estaba acordonado con cinta negra y amarilla y tenía un letrero colgado: PELIGRO: FUERA DE SERVICIO, pero el otro sí funcionaba, y tras una breve vacilación, Quarry montó en él.

Van der Zyl y Ju-Long lo esperaban en la recepción. Al verlo se levantaron. Ambos parecían muy consternados.

—Acaban de decirlo en las noticias —dijo Van der Zyl—. Han salido imágenes del incendio, de este edificio… todo.

Quarry maldijo por lo bajo y consultó su reloj.

—Será mejor que empiece a escribir a los principales clientes cuanto antes. Es preferible que se enteren por nosotros. —Vio que Van der Zyl y Ju-Long se miraban—. ¿Qué pasa?

—Antes que nada, deberías ver una cosa —dijo Ju-Long.

Los siguió hasta la sala de operaciones. Le sorprendió comprobar que todos los quants estaban allí. Al verlo entrar se levantaron y se quedaron en pie, callados. Quarry se preguntó si debía interpretarlo como una especie de señal de respeto. Confió en que no estuvieran esperando que diera un discurso. Por la fuerza de la costumbre, alzó la vista hacia las pantallas de los canales de negocios. El Dow se había recuperado casi dos tercios de las pérdidas y había cerrado 387 por debajo; el VIX había subido un sesenta por ciento. Estaban transmitiendo los primeros sondeos de las elecciones del Reino Unido: NO HAY CONTROL ABSOLUTO. «Eso lo resume todo», pensó. Comprobó la P&L en la pantalla que tenía más cerca; parpadeó varias veces seguidas y lo leyó de nuevo, y entonces se volvió, desconcertado, hacia sus colegas.

—Es verdad —dijo Ju-Long—. Con el crash hemos obtenido un beneficio de cuatro mil cien millones de dólares.

—Y lo mejor de todo —añadió Van der Zyl— es que eso representa un cero coma cuatro por ciento de la volatilidad total del mercado. Nadie lo notará, excepto nosotros.

—Dios… —Quarry calculó mentalmente su valor neto personal—. Eso significa que el VIXAL ha conseguido completar todas las operaciones antes de que Alex lo destruyera.

Hubo una pausa, y entonces Ju-Long dijo en voz baja:

—No lo destruyó, Hugo. Sigue operando.

—¿Qué?

—El VIXAL sigue operando.

—No puede ser. Vi con mis propios ojos cómo ardía todo el hardware.

—Pues debe de tener otro hardware del que no sabemos nada. Por lo visto ha pasado algo milagroso. ¿Has visto la intranet? El eslogan de la empresa ha cambiado.

Quarry miró a los quants y le pareció que estaban perplejos y radiantes al mismo tiempo, como los miembros de una secta. Era inquietante. Algunos asintieron con la cabeza, como animándolo. Se inclinó y examinó el salvapantallas:

LA EMPRESA DEL FUTURO NO TENDRÁ EMPLEADOS

LA EMPRESA DEL FUTURO NO TENDRÁ DIRECTIVOS

LA EMPRESA DEL FUTURO SERÁ UNA ENTIDAD DIGITAL

LA EMPRESA DEL FUTURO ESTARÁ VIVA

Quarry estaba en su despacho escribiéndoles un correo electrónico a los inversores.

De: Hugo Quarry

Para: Étienne & Clarisse Mussard, Elmira Gulzhan & François

de Gombart-Tonnelle, Ezra Klein, Bill Easterbrook,

Amschel Herxheimer, Iain Mould, Mieczyslaw

Łukasinski, Liwei Xu, Qi Zhang

Asunto: Alex

Queridos amigos, cuando leáis este mensaje seguramente habréis empezado a oír la trágica historia de lo que le pasó ayer a Alex Hoffmann. Os llamaré a todos durante el día de hoy para hablar de la situación. De momento solo quería que supierais que Alex está recibiendo la mejor atención médica, y que todos rezamos por él y por Gabrielle en estos momentos tan difíciles. Evidentemente es demasiado pronto para hablar del futuro de la empresa que fundó Alex, pero quería tranquilizaros diciéndoos que él ha dejado sistemas que aseguran que nuestras inversiones no solo seguirán prosperando, sino que, con toda seguridad, irán fortaleciéndose cada vez más. Os lo explicaré con más detalle cuando hable personalmente con vosotros.

Los quants habían hecho una votación en la sala de operaciones y habían acordado guardar en secreto lo ocurrido. A cambio, cada uno recibiría una bonificación inmediata de cinco millones de dólares. En el futuro habría más pagos, en una escala por acordar, dependiendo del rendimiento del VIXAL. Nadie había discrepado: Quarry suponía que todos habían visto lo que le había pasado a Rajamani.

Llamaron a la puerta de su despacho.

—¡Pase! —gritó Quarry.

Era Genoud.

—Hola, Maurice. ¿Qué quieres?

—He venido a retirar esas cámaras, si le parece bien.

Quarry pensó en el VIXAL. Se lo imaginaba como una especie de nube digital celestial y reluciente que de vez en cuando descendía hasta la Tierra. Podía estar en cualquier sitio. En una zona industrial desangelada y sofocante que apestaba a combustible de aviación y donde resonaba el sonido de las chicharras junto a algún aeropuerto internacional del sudeste de Asia o Latinoamérica; o en algún parque empresarial fresco y arbolado de la limpia y lluviosa Nueva Inglaterra o Renania; u ocupando una planta a oscuras y raramente visitada de un edificio nuevo de oficinas de la City de Londres, Mumbai o São Paulo; o incluso instalado, inadvertido, en cien mil ordenadores domésticos. «Está por todas partes —pensó—, en el aire que respiramos». Miró la cámara oculta e hizo una leve reverencia.

—Déjalas —dijo.

Gabrielle volvía a estar donde había empezado el día, sentada en el Hospital Universitario, solo que esta vez estaba junto a la cama de su marido. Lo habían llevado a una habitación individual, al final de un pasillo en penumbra de la tercera planta. Había barrotes en la ventana y gendarmes en la puerta, un hombre y una mujer. A Alex apenas se lo veía bajo las vendas y los tubos. Estaba inconsciente desde que había chocado contra el suelo. Los médicos le habían dicho a Gabrielle que tenía fracturas múltiples y quemaduras de segundo grado; acababan de sacarlo del quirófano de urgencias, le habían puesto un gotero y lo habían conectado a un monitor; estaba intubado. El cirujano no quiso dar un pronóstico: solo dijo que las veinticuatro horas posteriores serían decisivas. Cuatro hileras de relucientes líneas de color verde esmeralda avanzaban hipnóticamente por la pantalla dibujando suaves subidas y bajadas. Aquello le recordó a Gabrielle a su luna de miel, cuando contemplaban las grandes olas del Pacífico que se formaban a lo lejos y avanzaban hasta la costa.

Alex gritó en su sueño inducido. Parecía terriblemente agitado por algo. Gabrielle le tocó una mano vendada y se preguntó que estaría pasando por su poderosa mente.

—No pasa nada, cariño. Todo se arreglará.

Apoyó la cabeza junto a la suya en la almohada. Se sentía extrañamente satisfecha, pese a todo, por tenerlo por fin a su lado. Detrás de la ventana con barrotes, el reloj de una iglesia daba la medianoche. Gabrielle empezó a cantar una nana en voz baja.