La amenaza crea la masa de fuga. Todos huyen, todos se dejan arrastrar. A todos los amenaza el mismo miedo. […] Se huye juntos porque es la mejor forma de huir. Todos sienten la misma excitación, y la energía de unos hace aumentar la energía de los otros; los individuos se empujan unos a otros en la misma dirección. Mientras huyen juntos perciben el peligro como repartido.
ELIAS CANETTI,
Masa y poder (1960)
En Estados Unidos el miedo se extendía por los mercados como un virus. Los algoritmos se husmeaban unos a otros por sus tubos de fibra óptica buscando liquidez. A consecuencia de eso, el volumen de operaciones estaba multiplicando por diez los niveles normales: se estaban comprando y vendiendo cien millones de acciones por minuto. Pero esa cifra era engañosa. Las posiciones solo se mantenían durante milésimas de segundo, y luego se las abandonaba; era lo que la investigación posterior llamó «efecto patata caliente». Ese nivel de actividad anómalo se convirtió en un factor crítico del pánico creciente.
A las 20.32, hora de Ginebra, un algoritmo había entrado en el mercado con la tarea de vender setenta y cinco mil «E-minis» —contratos de futuros del S&P 500 operados electrónicamente— con un valor teórico de cuatro mil cien millones de dólares en nombre del Ivy Asset Strategy Fund. Para limitar el impacto sobre los precios de una descarga de semejante volumen, el algoritmo estaba programado para restringir sus operaciones de modo que el volumen de ventas no sacara un promedio superior al nueve por ciento del mercado total en ningún momento: a ese ritmo, la venta tardaría entre tres y cuatro horas. Pero con un mercado diez veces mayor de lo normal, el algoritmo realizó los ajustes oportunos y procedió a completar su tarea en diecinueve minutos.
En cuanto la verja se abrió lo suficiente, Gabrielle pasó por ella y atravesó el aparcamiento. No había avanzado mucho cuando oyó gritos a su espalda, y al volverse vio que Quarry se separaba del grupo y caminaba hacia ella. Leclerc le gritaba que volviera, pero Quarry se limitó a levantar un brazo con desdén y seguir andando.
—No voy a dejar que hagas esto sola, Gabs —dijo cuando la alcanzó—. Esto es culpa mía, no tuya. Yo lo metí en esto.
—No es culpa de nadie, Hugo —dijo ella sin mirarlo—. Está enfermo.
—Bueno, pero aun así, ¿no te importa que te acompañe?
Gabrielle apretó las mandíbulas. «Que te acompañe». Como si fueran a dar un paseo.
—Tú mismo.
Pero cuando doblaron la esquina y Grabrielle vio a su marido de pie junto a la persiana abierta de la zona de carga, se alegró de tener a alguien a su lado, aunque fuera Quarry, porque Alex sostenía una larga barra de hierro en una mano y un enorme bidón rojo en la otra, y su aspecto era alarmante, psicótico: estaba completamente inmóvil y tenía sangre y grasa en la cara, el pelo y la ropa; su mirada era aterradora, perdida, y apestaba a gasolina.
—Rápido, entrad —dijo—. Ahora empieza en serio.
Y antes de que Gabrielle y Quarry hubieran llegado a su lado, Hoffmann ya se había dado la vuelta y se había metido dentro. Corrieron tras él; dejaron atrás el BMW, la zona de carga, las placas madre y los robots de la biblioteca de cintas. Hacía calor. La gasolina se estaba evaporando y dificultaba la respiración. Gabrielle tuvo que taparse la nariz con el cuello de la chaqueta. De más allá llegaba un fuerte ruido.
«Alex —pensó Gabrielle—. Alex, Alex…».
Quarry le gritó, presa del pánico:
—Por el amor de Dios, Alex, esto podría explotar…
Salieron a una sala mucho más amplia donde resonaban los gritos de pánico. Hoffmann había subido el volumen de las pantallas gigantes de televisión; además, de algún otro lugar llegaba una perorata que parecía la de un comentarista describiendo la recta final de una gran carrera («¡Y siguen vendiendo! ¡Esto es increíble!»). Gabrielle no lo identificó, pero Quarry sí: era el canal de audio del parqué del S&P 500 de Chicago.
Se oían gritos de fondo, como si una multitud presenciara una catástrofe. En una de las pantallas gigantes, Gabrielle leyó un titular: «El Dow, el S&P 500 y el NASDAQ caen en un solo día más de lo que habían caído en un año».
Otro locutor hablaba ante las imágenes de una revuelta nocturna:
—«Los hedge funds van a por Italia, van a por España…».
El titular de la pantalla cambió: «El VIX sube otro 30%». Gabrielle no tenía ni idea de qué significaba aquello. Mientras lo estaba leyendo, volvió a cambiar: «El Dow baja más de 500 puntos».
Quarry estaba petrificado.
—No me digas que somos nosotros los que estamos provocando todo esto.
Hoffmann había volcado el bidón y vertía gasolina sobre los procesadores.
—Nosotros lo hemos empezado. Hemos atacado Nueva York. Hemos provocado una avalancha.
—«Hemos bajado sesenta y cuatro enteros en lo que va de día, chicos, lo nunca visto».
En el curso de aquel día se negociaron diecinueve mil cuatrocientos millones de acciones en la bolsa de Nueva York: más de las que se habían negociado en toda la década de los años sesenta. Los acontecimientos se sucedían en milésimas de segundos, a una velocidad que superaba con mucho la de la comprensión humana. Solo se los pudo reconstruir más tarde, cuando los ordenadores revelaron sus secretos.
A las 20:42:43:675, hora de Ginebra, según un informe de la empresa de venta de información financiera en streaming NANEX, «el ritmo de cotización de las bolsas de NYSE, NYSE-ARCA y NASDAQ alcanzó el nivel de saturación al cabo de setenta y cinco milésimas de segundo». Cuatrocientas milésimas de segundo después, el algoritmo Ivy Asset Strategy Fund vendió otro paquete de E-minis por valor de ciento veinticinco millones, sin tener en cuenta la caída en picado de los precios. Veinticinco milésimas de segundo más tarde, otro algoritmo se deshizo de cien millones de dólares en futuros operados electrónicamente. El Dow ya había bajado 630 puntos; un segundo más tarde había bajado 720. Quarry lo presenció todo, hipnotizado por la rapidez con que cambiaban los números. Después dijo que era como «uno de esos dibujos animados en que el personaje corre más allá del borde de un precipicio y sigue corriendo suspendido en el aire hasta que mira hacia abajo, y entonces desaparece».
Fuera, tres camiones de los bomberos de Ginebra habían estacionado junto a los coches patrulla. Había muchos hombres, muchas luces. Leclerc les dio la orden de empezar. Las tenazas hidráulicas, una vez colocadas en su sitio, le recordaron a unas mandíbulas gigantescas mascando los macizos barrotes de hierro de la valla uno a uno como si fueran briznas de hierba.
—Alex, por favor. Déjalo ya y salgamos de aquí —le suplicó Gabrielle a su marido.
Hoffmann terminó de vaciar el último bidón y lo tiró al suelo. Empezó a abrir el paquete de trapos con los dientes.
—Solo necesito acabar esto. —Escupió un trocito de plástico—. Salid vosotros dos. Yo iré enseguida. —La miró y, por un instante, volvió a ser el de siempre—. Te quiero. Y ahora, vete, por favor. —Pasó un trapo por el charco de gasolina que se había formado sobre la tapa de una placa madre, empapándolo a conciencia. En la otra mano tenía un encendedor—. Vete —repitió, y su voz estaba tan cargada de desesperación que Gabrielle empezó a retroceder.
En el canal CNBC, el locutor iba diciendo: «Esto es una capitulación, una verdadera capitulación; el miedo se ha apoderado del mercado. Vean los niveles que ha alcanzado hoy el VIX…».
Quarry no daba crédito a lo que estaba viendo en la pantalla de operaciones. En cuestión de segundos el Dow había bajado de menos ochocientos a menos novecientos. El VIX había subido el cuarenta por ciento. Solo en aquella posición, lo que tenía ante él se acercaba a los quinientos millones de beneficio. El VIXAL estaba ejecutando sus opciones sobre los valores vendidos en corto, recogiéndolos a unos precios ridículamente bajos: P&G, Accenture, Wynn Resorts, Exelon, 3-M…
La voz histérica que hablaba desde el parqué de Chicago seguía sin cesar con tono sollozante: «… hasta Morgan Stanley está vendiendo…».
Quarry oyó un ¡zas!, y vio a Hoffmann con fuego saliéndole de los dedos. «Ahora no —pensó—, no lo hagas todavía, no hasta que el VIXAL haya terminado sus operaciones». A su lado, Gabrielle gritó: «¡Alex!». Quarry corrió hacia la puerta. El fuego saltó de la mano de Hoffmann, se quedó danzando un instante en el aire y se expandió formando un estallido reluciente.
La segunda y decisiva crisis de liquidez del flash crash bursátil de siete minutos había empezado cuando Hoffmann tiró el bidón vacío, a las 20.45, hora de Ginebra. Por todo el mundo, los inversores, pendientes de sus pantallas, o bien dejaban de operar o vendían cuanto podían. En palabras del informe oficial: «Debido a que los precios cayeron simultáneamente en muchos tipos de títulos, temieron que se produjera un cataclismo que no podían concebir y que sus sistemas no estaban preparados para gestionar […] Un número importante de ellos se retiró completamente de los mercados».
En cuestión de quince segundos, desde las 20:45:13, los programas algorítmicos de alta velocidad negociaron veintisiete mil contratos E-mini —el cuarenta y nueve por ciento del volumen total—, pero solo llegaron a venderse doscientos: solo era un juego de patatas calientes; no había compradores reales. La liquidez cayó un uno por ciento respecto a su nivel anterior. A las 20:45:27, en cuestión de quinientas milésimas de segundo, en el mismo instante en que Hoffmann encendía su mechero, diversos vendedores entraron sucesivamente en el mercado y el precio del E-mini cayó de 1070 a 1062, a 1059 y por último a 1056, y al alcanzar ese punto, la elevadísima volatilidad disparó automáticamente lo que se llama un CME Globex Stop Price Logic event: una congelación de cinco segundos de todas las operaciones del mercado de futuros S&P de Chicago, para permitir que llegara liquidez al mercado.
El Dow estaba justo por debajo de los mil puntos.
Las grabaciones cronometradas de los canales abiertos de la radio de la policía establecen que en el preciso instante en que se congeló el mercado de Chicago —20:45:28— se oyó una explosión en el interior de las instalaciones de procesamiento. Leclerc iba corriendo hacia el edificio, un tanto rezagado detrás de los gendarmes, cuando la explosión le obligó a parar en seco; se agachó y se protegió la cabeza con las manos, adoptando una postura poco digna de un oficial de alto rango de la policía, como pensó más tarde. Los agentes más jóvenes, con una temeridad fruto de la inexperiencia, no se detuvieron, y cuando Leclerc se incorporó ya regresaban de una de las esquinas del edificio, arrastrando a Gabrielle y a Quarry.
—¿Dónde está Hoffmann? —gritó Leclerc.
Del interior del edificio llegó un rugido.
El miedo al intruso por la noche. El miedo a la agresión. El miedo a la enfermedad. El miedo a la locura. El miedo a la soledad. El miedo a quedar atrapado en un edificio en llamas…
Las cámaras graban a Hoffmann con desapasionamiento, científicamente, cuando recobra el conocimiento en la gran sala central. Todas las pantallas se han apagado. Las placas madre están paradas, el VIXAL se ha extinguido. No hay ningún ruido exceptuando el de las llamas, que avanzan de una habitación a otra apoderándose de los tabiques de madera, de los techos y suelos falsos, de los kilómetros de cable de plástico, de los componentes también de plástico de los procesadores.
Hoffmann se pone a cuatro patas, se arrodilla y consigue levantarse. Se queda oscilando. Se quita la chaqueta y la sujeta ante sí a modo de protección, y entonces corre hacia el infierno de la sala de comunicaciones; deja atrás los robots, humeantes y estáticos, atraviesa la granja de procesadores a oscuras y llega a la zona de carga. Ve que la persiana de acero está bajada. ¿Cómo es eso posible? Pulsa el botón con el talón de la mano para abrirla. La persiana no responde. Repite el movimiento, frenético, como si quisiera clavar el botón en la pared. Nada. Todas las luces están apagadas: el fuego debe de haber provocado un cortocircuito. Se da la vuelta y dirige la mirada hacia la lente que lo observa, y en sus ojos uno ve un tumulto de emociones: rabia, incluso una especie de triunfo descabellado; y miedo, por supuesto.
A medida que el miedo aumenta y se convierte en una agonía de terror, contemplamos, como bajo todas las emociones violentas, resultados diversos.
Ahora Hoffmann tiene que elegir. Puede quedarse donde está y arriesgarse a quedar atrapado y morir quemado. O puede intentar volver a la zona en llamas y llegar a la escalera de emergencia que hay en el rincón de la biblioteca de cintas. En sus ojos se ve cómo calcula…
Se decide por la segunda opción. En los últimos segundos ha aumentado mucho la temperatura. Las llamas proyectan un resplandor intenso. Los armarios de plexiglás están derritiéndose. Uno de los robots se ha incendiado y también está derritiéndose en su sección central, y cuando Hoffmann pasa corriendo a su lado, el autómata se dobla por la mitad, se inclina como si hiciera una reverencia y cae al suelo envuelto en llamas.
El hierro de la escalera está tan caliente que Hoffmann no puede tocarlo. Nota el calor del metal a través de la suela de las botas. La escalera no llega hasta el tejado, sino solo hasta la siguiente planta, que está a oscuras. El resplandor rojo del fuego que tiene detrás le permite distinguir una estancia amplia con tres puertas. Allí arriba se oye un ruido parecido al de una fuerte corriente de aire. No llega a discernir si viene de su izquierda o su derecha. Oye, a lo lejos, un estruendo al ceder una parte del suelo. Acerca la cara al sensor para abrir la primera puerta. Como esta no responde, se seca la cara con las mangas: tiene tanto sudor y tanta grasa en la piel que es posible que los sensores no lo reconozcan. Pero la puerta sigue sin abrirse. La segunda puerta tampoco se abre. La tercera sí, y Hoffmann se adentra en una oscuridad total. Las cámaras de visión nocturna lo graban avanzando a tientas en busca de la siguiente salida; va de habitación en habitación tratando de huir del laberinto del edificio, hasta que por fin, al final de un pasillo, abre una puerta y se encuentra ante un horno. Una lengua de fuego corre hacia esa nueva bolsa de oxígeno como un ser vivo hambriento. Hoffmann se da la vuelta y corre. Las llamas lo persiguen e iluminan el reluciente metal de una escalera que hay más allá. Hoffmann sale del encuadre. La bola de fuego alcanza la lente un segundo más tarde. La grabación se interrumpe.
Para las personas que lo contemplan desde fuera, el edificio parece una olla a presión. No se ven llamas, solo el humo que sale de las junturas y los conductos de ventilación; se oye un estruendo incesante. Los bomberos lanzan agua contra las fachadas desde diferentes direcciones para enfriarlas. El jefe de bomberos explica a Leclerc que su mayor preocupación es que si abren las puertas solo conseguirán proporcionarle más oxígeno al incendio. Aun así, el equipo de infrarrojos todavía detecta bolsas oscuras, cambiantes, en el interior del edificio que indican zonas donde el calor es menos intenso y donde podría haber supervivientes. Un grupo provisto de gruesos trajes protectores se prepara para entrar.
Han llevado a Gabrielle y a Quarry junto a la valla. Les han echado unas mantas sobre los hombros. Ambos están de pie contemplando el edificio. De pronto, en el tejado plano se alza un chorro de llamas naranja que ascienden hacia el cielo nocturno. Su forma, aunque no el color, recuerda a la columna de fuego de una refinería cuando se queman residuos gaseosos. Algo se separa de la base de las llamas; tardan en comprender que se trata de la silueta de un hombre. Corre hasta el borde del tejado con los brazos extendidos, salta y cae como Ícaro.