Los machos más vigorosos, o aquellos que hayan luchado con más éxito con sus condiciones de vida, dejarán generalmente más progenie. Pero el éxito dependerá muchas veces de tener los machos armas especiales o medios de defensa […]
CHARLES DARWIN,
El origen de las especies (1859)
Zimeysa era un lugar inhóspito sin historia, sin geografía, sin habitantes; hasta su nombre era un acrónimo de otros lugares: Zone Industrielle de Meyrin-Satigny. Hoffmann circulaba entre edificios bajos que no parecían ni bloques de oficinas ni fábricas, sino un híbrido de ambas cosas. ¿Qué hacían allí? Era imposible saberlo. Los esqueléticos brazos de las grúas se extendían sobre solares y aparcamientos para camiones vacíos a esa hora. Era un escenario que habría podido pertenecer a cualquier país del mundo. El aeropuerto estaba a menos de un kilómetro en dirección este. Las luces de las terminales conferían un pálido resplandor al cielo del anochecer, donde se acumulaba una capa ondulada de nubes bajas. Cada vez que un avión de pasajeros pasaba a escasa altura, producía un sonido semejante al de las olas en el rompiente: un crescendo atronador que a Hoffmann le ponía los nervios de punta, seguido de un reflujo quejumbroso; entonces las luces de aterrizaje se alejaban como la espuma hasta desaparecer entre grúas y tejados.
Hoffmann conducía el BMW con extremo cuidado, con la cara muy cerca del parabrisas. Había muchas obras; estaban tendiendo cables, para lo que primero cerraban un carril y luego el otro creando una chicana. La entrada de la Route de Clerval quedaba a la derecha, justo después de un centro de distribución de recambios para vehículos: Volvo, Nissan, Honda. Puso el intermitente para tomarla. Más adelante, a la izquierda, había una gasolinera. Paró junto a los surtidores y entró en la tienda. En las secuencias del circuito cerrado de televisión se lo ve vacilando entre los pasillos para, luego, dirigirse con decisión hacia una sección donde están expuestos unos bidones metálicos rojos, de buena calidad, que cuestan treinta y cinco francos. El vídeo muestra tomas a intervalos prefijados, lo que hace que sus movimientos parezcan entrecortados, como los de una marioneta. Compra cinco bidones y los paga en efectivo. La cámara que hay encima de la caja registradora muestra claramente la herida que tiene en la cabeza. Más tarde el empleado explicó que le había llamado la atención porque parecía muy nervioso. Llevaba la cara y la ropa manchadas de grasa y aceite; tenía sangre seca en el pelo.
Hoffmann intentó componer una sonrisa y preguntó:
—¿Qué son tantas obras?
—Hace meses que están en marcha, monsieur. Están instalando cables de fibra óptica.
Hoffmann salió con los bidones. Necesitó dos viajes para llevarlos todos hasta el surtidor más cercano. Empezó a llenarlos. No había ningún otro cliente en ese momento. Se sintió desprotegido, allí de pie, solo, bajo las luces fluorescentes. Vio que el empleado lo observaba. Otro avión que se disponía a aterrizar pasó justo por encima de sus cabezas e hizo temblar el aire. Hoffmann sintió que se estremecía. Terminó de llenar el último bidón, abrió la puerta trasera del BMW y lo metió al fondo del asiento posterior; a continuación puso los otros en fila. Volvió a la tienda, pagó ciento sesenta y ocho francos por el combustible y otros veinticinco por una linterna, dos encendedores y tres trapos. Volvió a pagar en efectivo. Salió del establecimiento sin mirar atrás.
Leclerc había examinado brevemente el cadáver que habían encontrado en el fondo del hueco del ascensor. No había mucho que ver. Le recordó a un suicidio que una vez había tenido que investigar en la estación de ferrocarril de Cornavin. Tenía estómago para soportar aquellas cosas. Lo que le crispaba los nervios eran esos cadáveres sin marcas que te miraban como si todavía respiraran, con unos ojos llenos de reproche. «¿Dónde estabas cuando te necesitaba?».
En el sótano, habló brevemente con el ejecutivo austríaco cuyo coche había robado Hoffmann. Estaba indignado y parecía hacer responsable a Leclerc más que al hombre que había cometido el delito —«Pago mis impuestos aquí, tengo derecho a que la policía me proteja», etcétera—, y Leclerc no tuvo más remedio que escucharlo educadamente. Habían enviado la matrícula y la descripción del vehículo a todos los agentes de policía de Ginebra advirtiéndoles que aquel caso era de máxima prioridad. Estaban registrando todo el edificio y evacuándolo. Habían ido a recoger a madame Hoffmann a su casa de Cologny e iban a interrogarla. La oficina del jefe de policía ya había sido informada: el jefe se encontraba en una cena oficial en Zurich, y eso, en cierto modo, era un alivio. Leclerc no sabía qué más podía hacer.
Por segunda vez en esa noche, se encontró subiendo un montón de escalones. El esfuerzo le produjo mareo. Notaba un hormigueo en el brazo izquierdo. Necesitaba hacerse un chequeo: su mujer siempre lo estaba incordiando con eso. Se preguntó si Hoffmann habría matado a su colega además de al alemán de la habitación del hotel. No parecía probable: era evidente que el mecanismo de seguridad del ascensor había fallado. Pero por otra parte había que admitir que era mucha coincidencia que un hombre hubiera estado en la escena de dos crímenes en cuestión de pocas horas.
Al llegar a la quinta planta, se detuvo para recobrar el aliento. La entrada de las oficinas del hedge fund estaba abierta y vigilada por un joven gendarme. Leclerc lo saludó con una cabezada al pasar. En la sala de operaciones no se respiraba una atmósfera de simple conmoción, eso le habría parecido lógico tras la muerte de un compañero de trabajo, sino casi de histerismo. Los empleados, que antes estaban tan silenciosos, formaban pequeños grupos y hablaban animadamente. El inglés, Quarry, fue corriendo hacia él y casi lo derribó. En las pantallas, los números seguían cambiando.
—¿Se sabe algo de Alex? —preguntó Quarry.
—Por lo visto ha robado un coche obligando a salir al conductor. Ahora estamos buscándolo.
—Esto es increíble, no… —dijo Quarry.
Leclerc lo interrumpió:
—Disculpe, monsieur, ¿podría ver el despacho del doctor Hoffmann, por favor?
De pronto Quarry se puso receloso.
—No estoy muy seguro. Tal vez debería llamar a nuestro abogado…
—Estoy del todo seguro de que él le aconsejaría que colaborara —dijo Leclerc con firmeza. Se preguntó qué estaría intentando ocultarle el financiero.
Quarry se echó para atrás inmediatamente.
—Sí, claro.
En el despacho de Hoffmann todavía había escombros en el suelo. Había un agujero en el techo, sobre la mesa. Leclerc miró hacia arriba con gesto de desconcierto.
—¿Cuándo ha pasado eso?
Quarry hizo una mueca, abochornado, como si tuviera que confesar la existencia de un pariente loco.
—Hará cerca de una hora. Alex ha arrancado el detector de humo.
—¿Por qué?
—Creía que dentro había una cámara.
—Y ¿la había?
—Sí.
—¿Quién la instaló?
—Nuestro asesor de seguridad, Maurice Genoud.
—¿Por orden de quién?
—Pues… —Quarry no veía escapatoria—. Resulta que por orden de Alex.
—¿Está diciéndome que Hoffmann se espiaba a sí mismo?
—Por lo visto sí. Pero él no recuerda haberlo ordenado.
—Y ¿dónde está ahora Genoud?
—Creo que ha bajado a hablar con sus hombres cuando han encontrado el cadáver de Gana. También se ocupa de la seguridad del resto de este edificio.
Leclerc se sentó a la mesa de Hoffmann y empezó a abrir cajones.
—¿No necesita una orden de registro para hacer eso? —le preguntó Quarry.
—No.
Leclerc encontró el libro de Darwin y el CD del departamento de radiología del Hospital Universitario. Vio un ordenador portátil tirado en el sofá. Fue hacia allí, lo abrió, vio la fotografía de Hoffmann y entró en el archivo de sus diálogos con el hombre al que habían encontrado en el hotel, Karp. Estaba tan absorto que apenas levantó la cabeza cuando entró Ju-Long.
—Perdóname, Hugo —dijo Ju-Long—. Creo que deberías echar un vistazo a lo que está pasando en los mercados.
Quarry arrugó el entrecejo, se inclinó sobre la pantalla y fue abriendo ventanas. La caída había empezado en serio. El VIX estaba por las nubes, el euro se hundía, los inversores se refugiaban en el oro y en los bonos del Tesoro a diez años, cuyo rendimiento estaba cayendo en picado. En todas partes retiraban dinero del mercado; solo en futuros S&P operados electrónicamente, en poco más de noventa minutos, la liquidez había caído de seis mil millones de dólares a dos mil quinientos millones.
«Ya empieza», pensó.
—Si no desea nada más, inspector —dijo—, necesito volver al trabajo. En Nueva York se está produciendo una gran liquidación de activos.
—¿Para qué? —preguntó Ju-Long—. De todas formas, no lo controlamos.
El tono de desesperación de su voz hizo que Leclerc levantara rápidamente la cabeza.
—Tenemos algunos problemas técnicos —explicó Quarry.
Detectó la sospecha en el semblante de Leclerc. Si la investigación policial pasaba del derrumbe mental de Hoffmann al derrumbe de toda la empresa, aquello se convertiría en una pesadilla. Por la mañana tendrían a los reguladores encima.
—No es nada preocupante, pero necesito hablar con nuestros informáticos…
Fue a apartarse de la mesa, pero Leclerc dijo con firmeza:
—Un momento, por favor. —Observó la sala de operaciones. Hasta ese momento no se había planteado que la empresa pudiera tener problemas. Pero entonces se fijó en que, además de los grupos de empleados nerviosos, había otros correteando por la sala. El lenguaje corporal de los quants delataba pánico, lo que al principio Leclerc había atribuido a la muerte de su colega y la desaparición de su jefe; pero entonces comprendió que había algo más amplio, independiente—. ¿Qué clase de problemas técnicos? —preguntó.
Alguien llamó a la puerta con los nudillos y un gendarme asomó la cabeza.
—Tenemos una pista sobre el coche robado.
Leclerc se dio la vuelta y miró al gendarme.
—¿Dónde está?
—Ha llamado un chico desde una gasolinera de Zimeysa. Alguien que encaja con la descripción de Hoffmann y que conducía un BMW negro acaba de comprar cien litros de gasolina.
—¿Cien litros? Dios mío, ¿hasta dónde se habrá propuesto llegar?
—Por eso han llamado. El chico dice que no los ha puesto en el depósito del coche.
El número cincuenta y cuatro de la Route de Clerval resultó estar al final de una larga calle donde había unas instalaciones de gestión de carga y una planta de tratamiento de residuos, y que se estrechaba hasta convertirse en una calle sin salida junto a las vías del tren. El edificio, de color claro, destacaba en la penumbra del atardecer detrás de una barrera de árboles: una estructura de acero cuadrada, de dos o tres plantas, costaba distinguir la altura porque no había ventanas, con focos de seguridad a lo largo del borde del tejado y videocámaras en las esquinas. Las cámaras giraron para seguir la trayectoria de Hoffmann. Una estrecha vía de acceso conducía hasta una verja; detrás había un aparcamiento vacío. Todo el terreno estaba rodeado por una valla de acero coronada con tres líneas de alambre concertina. Hoffmann imaginó que originariamente aquella nave debía de haber servido como almacén o centro de distribución. Era evidente que no estaba diseñada a medida: no había habido tiempo para eso. Hoffmann paró frente a la verja. A la altura de la ventanilla del coche había un teclado numérico y un interfono; al lado, los diminutos ojos rosados de una cámara de infrarrojos, semejantes a los de un elefante.
Sacó un brazo, pulsó el botón del interfono y esperó. No pasó nada. Miró hacia el edificio, que parecía abandonado. Pensó en qué sería lo lógico desde el punto de vista de la máquina, y entonces introdujo el número más pequeño expresable como la suma de dos cubos de dos formas diferentes. La verja empezó a abrirse al instante.
Atravesó lentamente el aparcamiento y continuó por uno de los lados del edificio. Por el espejo retrovisor exterior vio que la cámara seguía enfocándolo. El olor de la gasolina que llevaba en el asiento trasero empezaba a producirle mareo. Dobló la esquina y paró frente a una gran persiana de acero que parecía una entrada de camiones. La videocámara que había sobre la puerta lo apuntaba directamente. Salió del coche y se acercó a la persiana. Estaba controlada por reconocimiento facial, igual que la puerta de las oficinas del hedge fund. Se plantó ante el escáner. La respuesta fue inmediata: la persiana se elevó como el telón de un teatro y apareció una zona de carga vacía. Hoffmann se dio la vuelta con intención de regresar al coche y entonces vio, a lo lejos, al otro lado de las vías del tren, un despliegue de luces destellantes rojas y azules que se movían muy deprisa; el viento arrastró hasta él el sonido de la sirena de un coche de policía.
Entró rápidamente en la plataforma de carga con el BMW, paró en seco, apagó el motor y se quedó escuchando. Ya no oía la sirena, y pensó que no tenía nada que ver con él. Decidió cerrar la persiana por si acaso, pero cuando examinó el panel de control no encontró ningún interruptor de luz. Tuvo que romper con los dientes el embalaje de plástico de la linterna. Tras comprobar que funcionaba, pulsó el botón para cerrar la persiana. Sonó un timbre de alerta y una lámpara naranja se encendió emitiendo destellos. A medida que descendía la persiana, la zona de carga iba oscureciéndose. Al cabo de diez segundos la parte inferior de la persiana llegó al suelo de hormigón impidiendo por completo que entrara luz. Se sintió solo en la oscuridad, víctima de sus propias imaginaciones. El silencio no era total: alcanzaba a oír algo. Cogió la palanca del asiento delantero del BMW. Con la mano izquierda dirigió la linterna hacia las paredes desnudas y hacia el techo, y descubrió otra cámara de vigilancia instalada en lo alto de un rincón que lo enfocaba malévolamente, o eso le pareció. Debajo de esa cámara había una puerta metálica, también activada mediante reconocimiento facial; se alumbró la cara con la linterna y apoyó la mano en el sensor. Pasaron unos segundos sin que sucediera nada, y entonces —casi a regañadientes, pensó Hoffmann— la puerta se abrió mostrando unos escalones de madera que conducían hasta un pasillo.
Alumbrándose con la linterna, vio otra puerta al final del pasillo. Empezó a distinguir claramente el débil murmullo de unos procesadores. Los techos eran bajos y hacía frío, como en una cámara frigorífica. Supuso que debía de haber ventilación indirecta, como la que había en la sala de ordenadores del CERN. Avanzó con cautela hasta el fondo, colocó la mano en el sensor y abrió la puerta; detrás lo esperaban las luces y el ruido característicos de una granja de procesadores. El estrecho haz de luz de la linterna le permitió ver las placas madre colocadas en estantes de acero que se extendían hacia el fondo y hacia ambos lados produciendo aquel olor eléctrico tan familiar, extrañamente dulce, a polvo quemado. Una empresa de servicios informáticos había pegado un adhesivo en cada uno de los estantes: «En caso de avería, llame a este número». Caminó lentamente mientras dirigía la linterna a derecha e izquierda por los pasillos; la oscuridad absorbía su débil luz. Se preguntó quién más tendría acceso a aquellas instalaciones. La empresa de seguridad, seguramente: el equipo de Genoud; los servicios de limpieza y mantenimiento de edificios; los técnicos informáticos. Si todos recibían instrucciones y cobraban por correo electrónico, aquel lugar podía funcionar independientemente mediante servicios subcontratados, sin necesidad de contar con su propio personal: era el paradigma del modelo gatesiano del sistema nervioso central empresarial. Recordó que en sus inicios Amazon se definía como «una empresa real en un mundo virtual». Quizá allí estuviera el siguiente paso lógico en la cadena evolutiva: una empresa virtual en un mundo real.
Llegó a la siguiente puerta y repitió el procedimiento con la linterna y el sensor de reconocimiento. Cuando se descorrieron los cerrojos, se paró y examinó el marco de la puerta. Vio que las paredes no eran estructurales, sino delgados tabiques prefabricados. Desde fuera le había parecido que el edificio consistía en un solo espacio, pero una vez dentro se dio cuenta de que era un laberinto de pasadizos: tenía estructura celular, como una colonia de insectos. Traspuso el umbral, detectó un movimiento y se volvió hacia un lado: el robot de una biblioteca de cintas IBM TS3500 corrió hacia él por un monorraíl, se paró, extrajo un disco y volvió a retirarse. Hoffmann se quedó mirándolo mientras esperaba a que se le normalizara el ritmo cardíaco. Se respiraba una atmósfera de actividad frenética. Cuando siguió adelante, vio que otros cuatro robots salían disparados a realizar sus tareas. En el rincón del fondo, su linterna descubrió una escalera metálica que conducía al piso superior.
La sala contigua, más pequeña, parecía ser el sitio por donde entraban los conductos de comunicación. Alumbró con la linterna dos grandes cables principales negros, de un puño de grosor, que salían de una caja metálica cerrada, descendían como raíces tuberosas hacia una zanja que discurría por el suelo y volvían a ascender hasta una especie de panel de interruptores. Ambos lados del pasillo estaban protegidos por unos macizos armazones metálicos. Hoffmann ya sabía que los tubos de fibra óptica GVA-1 y GVA-2 pasaban cerca del aeropuerto de Ginebra, camino de Alemania, desde el emplazamiento de Marsella, en el sur de Francia. Desde allí podían intercambiarse datos con Nueva York a la misma velocidad a la que las partículas circulaban por el Gran Colisionador de Hadrones: a un poco menos de la velocidad de la luz. El VIXAL estaba a caballo de la conexión de comunicaciones más rápida de Europa.
El haz de su linterna siguió el recorrido de otros cables que corrían por la pared a la altura de los hombros, parcialmente alojados en metal galvanizado, y que salían de detrás de una puerta pequeña. La puerta estaba cerrada con un candado. Hoffmann metió la palanca por la presilla del candado y lo forzó; la presilla saltó con un chasquido, la puerta se abrió y Hoffmann dirigió la luz hacia una especie de sala de control de energía donde había contadores eléctricos, una gran caja de fusibles del tamaño de un armario pequeño y un par de interruptores diferenciales. Otra cámara lo observaba atentamente. Hoffmann accionó rápidamente las manijas de los diferenciales y los puso en «OFF». Al principio no pasó nada, pero de pronto, en algún lugar del gran edificio, un generador diésel se puso en marcha con un estremecimiento y, curiosamente, se encendieron todas las luces. Hoffmann, rabioso de frustración, intentó darle a la cámara con la palanca; consiguió meterle el extremo en el ojo a su torturador, haciendo pedazos la lente; luego arremetió contra la caja de fusibles, destrozando las cajas de plástico, y solo paró cuando resultó evidente que no estaba sirviendo de nada.
Apagó la linterna y volvió sobre sus pasos hasta la sala de comunicaciones. Acercó la cara al sensor, esforzándose para mantener una expresión serena, y se abrió la puerta que conducía a la siguiente habitación, que resultó no ser otra antecámara, sino un espacio abierto, inmenso, con techos altos, relojes digitales que marcaban la hora de diferentes zonas horarias y enormes pantallas de televisión; parecía una réplica de la sala de operaciones de Les Eaux-Vives. Había una unidad central de control que consistía en un monitor de seis pantallas y varios monitores independientes que mostraban la señal de las cámaras de seguridad en una cuadrícula. Frente a las pantallas, en lugar de personas, donde habrían estado sentados los quants, había varias hileras de placas madre, todas ellas procesando a su máxima capacidad a juzgar por la velocidad con que parpadeaban los LED.
«Esto debe de ser el córtex», pensó Hoffmann. Se quedó un momento allí plantado, fascinado. La determinación concentrada e independiente de la escena tenía algo que encontró inesperadamente conmovedor; supuso que la emoción que sentía debía de parecerse a la de un padre que ve por primera vez a su hijo recién llegado al mundo. Que el VIXAL fuera puramente mecánico y careciera de emoción y conciencia; que no tuviera otro propósito que la búsqueda egoísta de la supervivencia mediante la acumulación de riqueza; que, si se lo dejaba solo, de acuerdo con la lógica darwiniana, intentara expandirse hasta dominar toda la Tierra: todo eso no le restaba valor al asombroso hecho de su existencia. Hasta lo perdonaba por el suplicio a que lo había sometido: al fin y al cabo, lo había hecho únicamente con objeto de investigar. No se lo podía juzgar moralmente más de lo que se podía juzgar a un tiburón. Se comportaba como un hedge fund, sencillamente.
Hoffmann olvidó momentáneamente que había ido allí a destruirlo, y se inclinó sobre las pantallas para examinar las operaciones que estaba realizando el VIXAL. Se estaban procesando a una frecuencia altísima y en volúmenes tremendos —millones de acciones que solo se conservaban unas milésimas de segundo—, una estrategia conocida como sniping o sniffing que consistía en presentar órdenes y cancelarlas al instante, sondeando los mercados en busca de bolsas ocultas de liquidez. Pero Hoffmann jamás había visto hacerlo a semejante escala. Con aquello se obtenía muy poco beneficio, o ninguno, y se preguntó qué estaría intentando conseguir el VIXAL. Entonces apareció una alerta en la pantalla.
La alerta apareció en ese mismo instante en los parqués de todo el mundo: a las 20.30 en Ginebra, las 14.30 en Nueva York, las 13.30 en Chicago:
El CBOE ha declarado Self Help contra el NYSE/ARCA a las 13.30 CT. El NYSE/ARCA está fuera de NBBO y sin conexión. Todos los sistemas del CBOE funcionan con normalidad.
La jerga enmascaraba la magnitud del problema, le quitaba hierro, pues para eso estaba pensada. Sin embargo, Hoffmann sabía exactamente qué significaba aquello. El CBOE es el mercado de opciones de Chicago, que negocia alrededor de mil millones de contratos al año en opciones de empresas, índices y fondos, entre ellos el VIX. «Self help» es lo que una bolsa de Estados Unidos está autorizada a declarar contra otra si esa otra bolsa empieza a tardar períodos de más de un segundo en responder a las órdenes: todas las bolsas de Estados Unidos tienen la obligación de no ofrecer a los inversores un precio peor del que puede obtenerse en ese momento en otra bolsa del país. El sistema está totalmente automatizado y opera a una velocidad de milésimas de segundo. Para un profesional como Hoffmann, la alerta de Self Help del CBOE advertía de que la bolsa electrónica de Nueva York, ARCA, estaba experimentando algún tipo de fallo del sistema, una interrupción lo suficientemente grave para que Chicago no le redirigiera órdenes según las normas del National Best Bid and Offer, NBBO, aunque estuviera ofreciendo mejores precios que Chicago a los inversores.
Ese anuncio tuvo dos consecuencias inmediatas. Para empezar, Chicago tuvo que intervenir y proporcionar la liquidez anteriormente ofrecida por el NYSE/ARCA —en un momento en que la liquidez era, en cualquier caso, escasa— y también, y quizá más importante, asustó aún más a un mercado que ya estaba temblando.
Cuando Hoffmann vio la alerta, no la relacionó inmediatamente con el VIXAL. Pero cuando desvió la mirada, desconcertado, de la pantalla y la dirigió hacia las luces parpadeantes de los procesadores; cuando notó, casi físicamente, el volumen y la velocidad descomunales de las órdenes que estaban procesando; y cuando recordó la inmensa apuesta sin cobertura que estaba realizando el VIXAL en pleno derrumbe del mercado, entonces entendió qué era lo que estaba haciendo el algoritmo.
Buscó alrededor de la consola los mandos a distancia de las pantallas de televisión. Los canales de negocios aparecieron de inmediato, transmitiendo imágenes en directo de alborotadores que se enfrentaban a la policía en una gran plaza de una ciudad casi a oscuras. Había montañas de basura ardiendo; de vez en cuando, unas explosiones que no captaba la cámara interrumpían el discurso de los locutores. En la CNBC, el titular rezaba: «Última hora: los manifestantes llenan las calles de Atenas tras la aprobación de las leyes de austeridad».
La presentadora iba diciendo: «Como ven, la policía golpea a los manifestantes con porras…».
El ticker que aparecía en la parte inferior de la pantalla indicaba que el Dow había bajado 260 puntos.
Las placas madre seguían funcionando implacablemente. Hoffmann regresó a la zona de carga.
En ese mismo momento, un ruidoso cortejo de ocho coches patrulla de la policía de Ginebra entró a toda velocidad en la desierta Route de Clerval. Los vehículos se detuvieron junto al perímetro de las instalaciones de procesamiento y abrieron sus puertas casi a la vez. Leclerc iba en el primer coche con Quarry. Genoud iba en el segundo. Gabrielle estaba cuatro coches más atrás.
La primera impresión que tuvo Leclerc cuando salió del asiento trasero fue que se hallaba ante una fortaleza. Vio la alta valla metálica, el alambre concertina, las cámaras de vigilancia, la tierra de nadie del aparcamiento y los muros de acero del edificio, que se elevaba como un castillo plateado en la penumbra del atardecer; debía de tener como mínimo quince metros de altura. Detrás de él, los policías armados salían de los coches patrulla, algunos con chaleco antibalas o escudos, mentalizados, preparados para la acción. Leclerc era consciente de que si no tenía mucho cuidado, aquello solo podía terminar de una forma.
—No va armado —dijo al pasar entre los hombres que empezaban a desplegarse; llevaba un walkie-talkie en la mano—. No lo olvidéis: no tiene ningún arma.
—Cien litros de gasolina —dijo un gendarme—. Eso es un arma.
—No, no lo es. Vosotros cuatro tenéis que desplegaros por el otro lado. Que nadie intente entrar sin que yo lo haya ordenado, y sobre todo, que nadie dispare. ¿Entendido?
Leclerc llegó al coche en el que iba Gabrielle. La puerta estaba abierta. Ella seguía sentada en el asiento trasero, conmocionada, y Leclerc pensó que lo peor todavía estaba por llegar. Había seguido leyendo los diálogos en el ordenador de Karp mientras el coche patrulla lo llevaba a toda velocidad por Ginebra. Se preguntó cómo se sentiría Gabrielle cuando descubriera que su marido había invitado a un desconocido a entrar en su casa para agredirlo.
—Madame Hoffmann —dijo—, ya sé que esto es muy duro para usted, pero ¿le importaría…? —Le ofreció la mano. Ella se quedó mirándolo un momento sin comprender, y luego le cogió la mano. Se agarró a él con fuerza, como si Leclerc no estuviera ayudándola a salir de un coche sino rescatándola de un mar que amenazaba con tragársela.
Al salir al frío de la noche a Gabrielle le pareció despertar de su trance, y parpadeó, confundida, al ver la cantidad de policías que se habían congregado allí.
—¿Todo esto es solo por Alex?
—Lo siento. Es el procedimiento habitual para los casos como este. Tenemos que asegurarnos de que todo acaba pacíficamente. ¿Me ayudará?
—Sí, por supuesto. Cuente conmigo.
La guió hasta la cabeza de la fila de coches, donde Quarry estaba de pie con Genoud. Al jefe de seguridad de la empresa le faltó poco para cuadrarse al verlo acercarse. «Es una rata», pensó Leclerc. Sin embargo, se esforzó para mostrarse educado con él; era su estilo.
—Hola, Maurice —dijo—. Tengo entendido que conoces este sitio. ¿Qué tenemos exactamente?
—Tres plantas separadas por tabiques con entramados de madera. —La buena disposición de Genoud resultaba casi cómica: esa misma mañana había declarado que ni siquiera conocía a Hoffmann—. Suelos falsos, techos falsos. Es una estructura modular. Todos los módulos contienen equipos informáticos, exceptuando una zona central de control. La última vez que estuve dentro solo estaba ocupada la mitad.
—¿Arriba?
—Vacío.
—¿Accesos?
—Tres entradas. Una es una gran zona de carga. Hay una escalera de incendios interior que baja desde el tejado.
—¿Cómo se abren las puertas?
—Las exteriores, con un código de cuatro dígitos; las de dentro, mediante reconocimiento facial.
—¿Hay alguna otra verja en el recinto aparte de esta?
—No.
—¿Y la corriente? ¿Podremos cortarla?
Genoud negó con la cabeza.
—Hay generadores diésel en la parte trasera de la planta baja con combustible suficiente para cuarenta y ocho horas.
—¿Seguridad?
—Un sistema de alarma. Está todo automatizado. No hay personal en el edificio.
—¿Cómo se abre la verja?
—Con el mismo código que las puertas.
—Muy bien. Ábrela, por favor.
Genoud introdujo el código, pero la verja no se abrió. Genoud, ceñudo, lo intentó un par de veces más con el mismo resultado. Parecía perplejo.
—Es el código correcto, lo juro.
Leclerc se agarró a los barrotes de la verja, una barrera maciza que no cedió ni un milímetro. Podrías estrellar un camión contra ella y seguramente aguantaría.
—A lo mejor Alex tampoco ha podido entrar —especuló Quarry—, es posible que no esté dentro.
—Tal vez, pero es más probable que haya cambiado el código. —¡Un hombre que fantasea con la muerte encerrado en un edificio con cien litros de gasolina! Leclerc le gritó a su conductor—: Que los bomberos traigan herramientas para cortar. Y será mejor que venga también una ambulancia, por si acaso. Madame Hoffmann, ¿quiere hablar con su marido y pedirle que no cometa ninguna locura?
—Lo intentaré.
Gabrielle pulsó el botón del interfono.
—¿Alex? —dijo con dulzura—. ¿Alex?
Mantuvo el dedo sobre el botón, esperando a que él contestara, pulsando una y otra vez.
Hoffmann acababa de rociar con gasolina la sala de procesadores, las vitrinas de los robots y los tubos de fibra óptica cuando oyó el timbre del interfono en la consola de control. Tenía un pesado bidón en cada mano y le dolían los brazos. Dentro del edificio estaba subiendo la temperatura; de alguna forma debía de haber conseguido desconectar el suministro de corriente del sistema de ventilación. Estaba sudando. En la CNBC el titular rezaba: «El Dow baja más de 300 puntos». Dejó los bidones junto a la consola y examinó los monitores de seguridad. Moviendo el ratón y cliqueando en las diferentes tomas, obtuvo una imagen general de la escena que se desarrollaba frente a la verja, donde estaban los gendarmes, Quarry, Leclerc, Genoud y Gabrielle. Pulsó sobre la imagen de su mujer, y la cara de Gabrielle ocupó toda la pantalla. Parecía destrozada. Hoffmann pensó: «A estas alturas ya deben de haberle contado lo peor». Mantuvo el dedo suspendido sobre el botón unos segundos.
—Gabby…
Le resultó extraño ver en la pantalla la reacción de Gabrielle al oír su voz, su expresión de alivio.
—Gracias a Dios, Alex. Estamos todos muy preocupados por ti. ¿Cómo va todo ahí dentro?
Hoffmann miró alrededor. Le habría gustado tener palabras para describirlo.
—Es… increíble.
—Ah, ¿sí? Me lo imagino. —Gabrielle se interrumpió, miró hacia un lado y luego acercó más la cara a la cámara, y su voz sonó más pausada, más confiada, como si estuvieran ellos dos solos—. Oye, me gustaría entrar y hablar contigo. Me gustaría verlo, si me dejas.
—A mí también me gustaría. Pero no creo que sea posible, la verdad.
—Entraría solo yo. Te lo prometo. Todos estos se quedarían aquí.
—Eso lo dices tú, Gabby, pero dudo que ellos estén de acuerdo. Me temo que ha habido muchos malentendidos.
—Espera un momento, Alex —dijo ella, y entonces su cara desapareció de la pantalla y Hoffmann solo pudo ver el lado de un coche patrulla. Oyó que empezaba una discusión, pero Gabrielle había tapado el micrófono con una mano y las palabras llegaban demasiado amortiguadas para que él pudiera entenderlas. Miró las pantallas de televisión. El titular de la CNBC rezaba: «El Dow baja más de 400 puntos».
—Lo siento, Gabby —dijo Hoffmann—. Ahora tengo que irme.
—¡Espera! —gritó ella.
De pronto la cara de Leclerc apareció en la pantalla.
—Doctor Hoffmann, soy yo, Leclerc. Abra la verja y deje entrar a su mujer. Necesita hablar con ella. Mis hombres no se moverán de donde están, se lo prometo.
Hoffmann vaciló. Curiosamente, tenía la impresión de que el policía decía la verdad. Necesitaba hablar con ella. O si no hablar con ella, al menos mostrarle… Dejarle verlo todo antes de que se destruyera. Eso lo explicaría todo mucho mejor de lo que él podía explicarlo con palabras.
En la pantalla de operaciones había aparecido una nueva alerta: «NASDAQ ha declarado Self Help contra NYSE/ARCA a las 14:36:59 ET».
Hoffmann pulsó el botón y dejó entrar a Gabrielle.