La vida inteligente en un planeta llega a la mayoría de edad cuando por primera vez comprende la razón de su propia existencia.
RICHARD DAWKINS,
El gen egoísta (1976)
Lo que quedó oficialmente registrado como un fallo general del sistema ocurrió en Hoffmann Tecnologías de Inversión a las 19.00, hora central europea. Exactamente en ese mismo momento, a más de seis mil kilómetros de distancia, a las 13.00, hora del este de Estados Unidos, la bolsa de Nueva York detectó una actividad inusual. Varias docenas de valores empezaron a verse afectados por una grave volatilidad de precios, de tal magnitud que disparó automáticamente lo que se conoce como liquidity replenishment points, o LRP. En su posterior comparecencia en el Congreso, la presidenta de la SEC, la Comisión de Valores de Estados Unidos, la agencia federal encargada de la supervisión de los mercados financieros, explicó lo siguiente:
Los LRP son una especie de badenes que reducen la volatilidad de determinado valor pasando temporalmente de un mercado automatizado a un mercado de subastas manual cuando se alcanza un movimiento de precios de determinado tamaño. En ese caso, la cotización de ese valor en la bolsa de Nueva York se interrumpe temporalmente para permitir que el creador de mercado designado solicite liquidez adicional antes de volver a un mercado automatizado[1].
Con todo, solo fue una intervención técnica, y no sin precedentes, y en esa fase todavía era relativamente irrelevante. Poca gente en Estados Unidos le prestó mucha atención en la media hora posterior, y desde luego ninguno de los quants de Hoffmann Tecnologías de Inversión fue consciente siquiera de que se hubiera producido.
El hombre que había llamado a Hoffmann para pedirle que se acercara a su monitor de seis pantallas era un doctor por la Universidad de Oxford llamado Croker a quien Hoffmann había reclutado del Rutherford Appleton Laboratory en el mismo viaje en que a Gabrielle se le había ocurrido la idea de hacer obras de arte a partir de escáneres del cuerpo humano. Croker había intentado anular el algoritmo manualmente para empezar a liquidar su gran posición en el VIX, pero el sistema no lo había autorizado.
—Déjame probar —dijo Hoffmann.
Ocupó el lugar de Croker ante el teclado e introdujo su propia contraseña, que debería proporcionarle acceso sin restricciones a todos los mecanismos del VIXAL, pero su solicitud de privilegios como operador especial también fue rechazada. Intentó disimular su miedo.
Mientras Hoffmann cliqueaba en vano con el ratón e intentaba otras rutas para acceder al sistema, Quarry se quedó detrás de él mirando por encima de su hombro, junto con Van der Zyl y Ju-Long. Estaba asombrosamente tranquilo, incluso resignado. Una parte de él siempre había sabido que aquello iba a pasar, de igual modo que cada vez que se abrochaba el cinturón de seguridad de un avión sabía que iba a morir en un accidente. En el momento en que uno se entregaba a una máquina controlada por otra persona, estaba aceptando su sentencia. Al cabo de un rato dijo:
—Supongo que la opción más bestia consiste sencillamente en desenchufar ese maldito aparato, ¿no?
—Pero si lo hacemos —respondió Hoffmann sin darse la vuelta—, sencillamente dejamos de operar, punto. No deshacemos nuestras posiciones actuales: solo nos quedamos congelados en ellas.
Por toda la sala estallaban gritos de alarma y sorpresa. Uno a uno, los quants iban abandonando sus terminales y se acercaban para ver qué estaba haciendo Hoffmann. Como en un grupo de curiosos alrededor de un puzle gigante, de vez en cuando alguien se inclinaba hacia delante y proponía algo: ¿había pensado Hoffmann en poner eso allí? ¿No sería mejor si lo intentaba al revés? Él no les hacía caso. Nadie conocía el VIXAL tan bien como su creador; él había elaborado cada uno de sus mecanismos.
En las pantallas gigantes seguían llegando con normalidad los informes vespertinos de Wall Street. El tema de mayor actualidad eran las revueltas de Atenas contra las medidas de austeridad tomadas por el gobierno griego: si Grecia se declararía en quiebra finalmente, el miedo al contagio, el posible colapso del euro. Y sin embargo el hedge fund seguía ganando dinero: en cierto modo, eso era lo más extraño. Quarry se volvió unos segundos para consultar la P&L en la pantalla de al lado: ya había ascendido a casi trescientos millones de dólares en lo que llevaban del día. Una parte de él todavía se preguntaba por qué estaban tan desesperados por prescindir del algoritmo. Habían creado un rey Midas con chips de silicio; ¿en qué sentido su espectacular rentabilidad no interesaba a los humanos?
De pronto Hoffmann levantó las manos del teclado con el dramatismo de un intérprete de piano que acaba un concierto.
—No sé qué pasa. No responde. Creía que al menos podríamos hacer una liquidación ordenada, pero es evidente que esa opción queda descartada. Tenemos que apagar por completo el sistema y ponerlo en cuarentena hasta que sepamos qué ha sido lo que ha fallado.
—¿Cómo vamos a hacer eso? —preguntó Ju-Long.
—¿Por qué no lo hacemos a la antigua? —propuso Quarry—. Desconectemos el VIXAL, llamemos a los brokers por teléfono y escribámosles por correo electrónico y digámosles que empiecen a reducir paulatinamente las posiciones.
—Tendremos que dar alguna explicación plausible de por qué ya no utilizamos el algoritmo para ir directamente a la sala de operaciones.
—Eso es fácil —dijo Quarry—. Arrancamos los enchufes y les decimos que se ha producido una bajada de tensión catastrófica en la sala de ordenadores y que tenemos que retirarnos del mercado hasta que hayamos solucionado el problema. Y como las mejores mentiras, tiene el mérito de ser casi cierta.
—De hecho —intervino Van der Zyl—, solo tenemos que aguantar dos horas y cincuenta minutos más, y los mercados ya habrán cerrado. Y pasado mañana nos habremos plantado en el fin de semana. El lunes por la mañana nuestro libro estará compensado, y nos encontraremos a salvo. Siempre que entretanto los mercados no experimenten una recuperación.
—El Dow ya ha bajado un uno por ciento —dijo Quarry—. Lo mismo que el S&P. Y luego está toda esa mierda de la deuda soberana en la eurozona. Los mercados no terminan el día al alza ni en broma. —Los cuatro directivos de la empresa se miraron unos a otros—. Bueno, ¿estamos todos de acuerdo? —Todos asintieron.
—Ya lo hago yo —dijo Hoffmann.
—Voy contigo —se ofreció Quarry.
—No. Lo enchufé yo y lo desenchufaré yo.
El trayecto de la sala de operaciones hasta la sala de ordenadores se le hizo eterno. Notaba los ojos de todos clavados en su espalda, y pensó que si aquello fuera una película de ciencia ficción, ahora le denegarían el acceso a las placas madre. Pero cuando presentó su cara al escáner, los cerrojos se descorrieron y se abrió la puerta. Hoffmann se adentró en la fría y ruidosa oscuridad, donde las luces de un millar de procesadores parpadeaban como ojos en un bosque. Era como cometer un crimen, igual que años atrás en el CERN, cuando habían cancelado su proyecto de investigación. Sin embargo, abrió la caja metálica y agarró la manija aislante. Se dijo que aquello no era más que el final de una fase: seguirían trabajando, si no bajo su dirección, bajo la de otro. Le dio a la manija y al cabo de unos segundos las luces y el sonido se habían extinguido. El ruido del aire acondicionado era lo único que alteraba el frío silencio. Aquello parecía un depósito de cadáveres. Se dirigió hacia el resplandor de la puerta abierta.
Cuando se acercó al grupo de quants reunidos alrededor del monitor de seis pantallas, todos se volvieron y lo miraron. Hoffmann no pudo interpretar la expresión de sus caras.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Quarry—. ¿No has podido hacerlo?
—Sí, ya está hecho. Lo he desconectado. —Miró más allá de la cara de perplejidad de Quarry. En las pantallas, el VIXAL-4 seguía operando. Desconcertado, se colocó ante el terminal y empezó a examinar las ventanas.
En voz baja Quarry le dijo a uno de los quants:
—Ve a comprobarlo, ¿quieres?
—Sé apagar un maldito interruptor, Hugo —dijo Hoffmann—. No estoy tan loco como para no distinguir entre on y off. Dios mío, ¿quieres ver esto? —El VIXAL seguía operando en todos los mercados: estaba vendiendo en corto en el euro, acumulando bonos del Tesoro, aumentando su posición de futuros de VIX.
Desde la entrada de la sala de ordenadores, el quant gritó:
—¡No hay suministro eléctrico!
Estalló un murmullo de nerviosismo.
—Y si el algoritmo no está en nuestro hardware, ¿dónde está? —preguntó Quarry.
Hoffmann no contestó.
—Eso es algo que también querrán saber los reguladores —señaló Rajamani.
Después nadie supo decir cuánto rato llevaba observándolos. Alguien comentó que había estado todo el tiempo en su despacho: le habían visto separar las lamas de una persiana y mirar a Hoffmann mientras este pronunciaba su discurso en la sala de operaciones. Otro aseguró habérselo encontrado en un terminal desocupado de la sala de juntas con un disco duro, cargando datos. Y otro quant, también indio, llegó a confesar que Rajamani se le había acercado en la cocina comunitaria y le había preguntado si estaba dispuesto a ser su informante dentro de la empresa. En medio de la atmósfera un tanto histérica que estaba a punto de apoderarse de Hoffmann Tecnologías de Inversión, en la que los herejes y los discípulos, los apóstatas y los mártires se separaban formando diferentes facciones, no siempre era fácil discernir la verdad. Lo único en que todos estaban de acuerdo era en que Quarry había cometido un grave error al no hacer que los vigilantes de seguridad acompañaran al director de riesgos fuera del edificio nada más despedirlo; con el caos que se había desatado a continuación, Quarry se había olvidado de él por completo.
Rajamani estaba al fondo de la sala de operaciones sujetando una pequeña caja de cartón que contenía sus efectos personales: las fotografías de su graduación, su boda, sus hijos; una lata de té Darjeeling que guardaba en la nevera del personal para su uso particular y que no dejaba tocar a nadie; un cactus con forma de pulgar que apuntaba hacia arriba; y una nota manuscrita y enmarcada del jefe del departamento de fraudes de Scotland Yard agradeciéndole su ayuda en la investigación de un caso que quizá fuera la punta de un iceberg y que parecía presagiar un nuevo despertar de la vigilancia policial de la City, pero que habían tenido que abandonar en la apelación.
—Creía que te había ordenado que te largaras —dijo Quarry con aspereza.
—Sí, ya me iba —repuso Rajamani—, y te alegrará saber que mañana por la mañana tengo una cita en el Departamento Federal de Finanzas. Dejadme advertiros a todos que si conspiráis para dirigir una empresa que no está capacitada para operar os enfrentaréis a un juicio, penas de cárcel y multas de millones de dólares. Es evidente que esta tecnología es peligrosa y está fuera de control, y os prometo, Alex y Hugo, que la SEC y la FSA os revocarán el acceso a todos los mercados de Estados Unidos y Londres a la espera de una investigación. Debería daros vergüenza a los dos. Debería daros vergüenza a todos.
El hecho de que Rajamani fuera capaz de pronunciar ese discurso por encima de una lata de té y un cactus con forma de pulgar sin perder ni pizca de dignidad era una prueba de su seguridad en sí mismo. Tras recorrer la sala con una mirada de rabia y desprecio, sacó la barbilla y fue con paso firme hacia la recepción. Más de uno de los presentes recordó las imágenes de los empleados saliendo de Lehman Brothers con sus objetos personales metidos en cajas.
—Eso, lárgate —le gritó Quarry—. Comprobarás que con diez mil millones de dólares podemos comprar a todo un ejército de abogados. E iremos a por ti personalmente por incumplimiento de contrato. ¡Estás acabado!
—¡Espera! —gritó Hoffmann.
—Déjalo, Alex —dijo Quarry—. No le des esa satisfacción.
—Es que tiene razón, Hugo. Esto es muy peligroso. Si el VIXAL está realmente fuera de control, podría plantear un verdadero riesgo sistémico. Debería quedarse hasta que lo hayamos arreglado.
Fue detrás de Rajamani haciendo caso omiso de las protestas de Quarry, pero el indio había acelerado el paso. Estuvo a punto de alcanzarlo en la recepción, pero Rajamani no se detuvo hasta que hubo llegado ante las puertas de los ascensores. El pasillo estaba vacío.
—¡Gana! —lo llamó—. Espera, por favor. Hablemos.
—No tengo nada que decirte, Alex. —Estaba de espaldas al panel del ascensor, con la caja de cartón en los brazos. Pulsó el botón con un codo—. Lo siento, no es nada personal. —Se abrieron las puertas. Gana se dio la vuelta, entró con diligencia en la cabina y desapareció. Las puertas se cerraron.
Hoffmann se quedó un par de segundos inmóvil, sin estar seguro de lo que acababa de presenciar. Caminó con paso vacilante por el pasillo y pulsó el botón de llamada. Las puertas se abrieron y Hoffmann vio el hueco de cristal del ascensor, vacío. Se asomó al borde y miró hacia abajo, unos cincuenta metros de columna transparente que iba reduciéndose en la oscuridad y el silencio hasta el aparcamiento subterráneo. «¡Gana!», gritó, desesperado. No obtuvo respuesta. Escuchó, pero no oyó gritar a nadie. Rajamani debía de haber caído muy deprisa y nadie lo había visto.
Corrió por el pasillo hacia la salida de emergencia y bajó piso tras piso hasta el sótano por la escalera de hormigón, corriendo y saltando. Cuando llegó al aparcamiento subterráneo, se dirigió hacia las puertas del ascensor. Metió los dedos en la rendija e intentó abrirlas, pero no lo consiguió. Se apartó de las puertas y buscó alguna herramienta que pudiera utilizar. Se planteó romper el cristal de algún coche y abrir el maletero para coger el gato. Entonces vio una puerta metálica con el símbolo de un rayo y la abrió. Detrás había un pequeño almacén donde se guardaban escobas, palas, cubos, un martillo. Encontró una palanca de casi un metro de largo; corrió hacia las puertas del ascensor y la metió por la rendija intentando forzarlas. Las puertas se separaron lo suficiente para que Hoffmann pudiera meter primero el pie, y luego la rodilla. Consiguió introducir toda la pierna por el hueco. Entonces se activó algún mecanismo automático y se abrieron las puertas.
La luz que llegaba de los pisos superiores le permitió ver a Rajamani tendido boca abajo en el fondo del hueco del ascensor. Había un charco de sangre del tamaño de un plato que parecía manar de su cabeza. Las fotografías estaban esparcidas alrededor del cuerpo. Hoffmann saltó a su lado. Pisó cristales rotos. Olía a té, un olor incongruente. Hoffmann se agachó y le cogió la mano a Rajamani, una mano asombrosamente caliente y suave, y por segunda vez en ese día le buscó el pulso a un hombre, pero esta vez tampoco lo encontró. De pronto las puertas del ascensor se cerraron detrás de él. Hoffmann miró alrededor, aterrado, y vio que el ascensor empezaba a descender. El tubo de luz se encogía rápidamente a medida que la cabina descendía; pasó de la quinta planta, de la cuarta. Hoffmann agarró la palanca e intentó volver a forzar las puertas, pero perdió el equilibrio. Cayó hacia atrás y quedó tumbado junto al cadáver de Rajamani, mirando la base de la cabina del ascensor, que se precipitaba hacia él, sujetando la palanca hacia arriba con ambas manos por encima de la cabeza, como si aferrara una lanza para protegerse de una bestia que lo embestía. Notó en la cara un chorro de aire que olía a grasa. La luz disminuyó, se redujo del todo, algo duro le golpeó en el hombro, y entonces la palanca dio una sacudida y se quedó rígida como un puntal. Durante unos segundos Hoffmann notó cómo el metal absorbía la presión. Gritaba a ciegas, en medio de una oscuridad total, hacia la base del ascensor, que debía de estar a solo unos centímetros de su cara, esperando el momento en que la palanca se doblara o se partiera. Pero entonces hubo un cambio de engranaje, el ruido del motor se convirtió en un silbido, la palanca se le quedó suelta en las manos y la cabina empezó a ascender, acelerando rápidamente por la columna de cristal, descubriendo una planta tras otra de luz blanca que se vertía en el hueco del ascensor como la luz que entra en una catedral.
Hoffmann se levantó y volvió a meter la palanca entre las puertas hasta separarlas un poco. El ascensor había subido hasta el final y se había detenido. Se oyó un golpetazo, y luego Hoffmann oyó que la cabina empezaba a descender de nuevo. Se levantó y metió los dedos en la estrecha rendija de las puertas. Se quedó allí agarrado, con las piernas separadas y los músculos en tensión. Echó la cabeza hacia atrás y gritó del esfuerzo. Las puertas cedieron un poco, y entonces se abrieron del todo. El hueco del ascensor había vuelto a oscurecerse, y en medio de una corriente de aire y del ruido de la maquinaria, Hoffmann se dio impulso y se derrumbó en el suelo de cemento del aparcamiento.
Leclerc estaba en su despacho de la comisaría, a punto de irse a su casa, cuando lo llamaron para informarle de que habían encontrado un cadáver en un hotel de la rue de Berne. Por la descripción —cara demacrada, coleta, abrigo de piel— adivinó de inmediato que era el hombre que había atacado a Hoffmann. Le dijeron que la causa de la muerte parecía estrangulamiento, aunque no estaba muy claro si se trataba de un asesinato o un suicidio. La víctima era un alemán: Johannes Karp, de cincuenta y ocho años. Leclerc llamó a su mujer por segunda vez en ese día para decirle que todavía tenía trabajo, y se sentó en el asiento trasero de un coche patrulla que lo condujo al lado norte del río por el congestionado tráfico de la hora punta.
Llevaba casi veinticuatro horas de servicio y estaba agotado. No obstante, la perspectiva de una muerte sospechosa, algo que en Ginebra solo ocurría unas ocho veces al año, siempre le levantaba el ánimo. Con las luces encendidas, la aguda sirena en marcha y con un aire de autosuficiencia, el coche patrulla pasó con gran estruendo por el boulevard Carl-Vogt, atravesó el puente y torció hacia la izquierda para colocarse en el carril izquierdo de la rue de Sous-Terre, obligando al tráfico que venía en la dirección opuesta a esquivarlo. Leclerc, zarandeándose en el asiento trasero, llamó al despacho de su jefe y dejó un mensaje diciendo que al parecer habían encontrado muerto al sospechoso del caso Hoffmann.
En la rue de Berne, frente al Hotel Diodati, el ambiente era casi carnavalesco: cuatro coches de policía con las luces azules parpadeantes, de un brillo intenso en la penumbra nublada del atardecer; una multitud considerable en la acera opuesta de la calle, que incluía a varias prostitutas negras con atuendo minimalista de colores llamativos que bromeaban con los vecinos; barreras de cinta blanca y amarilla que delimitaban la escena del crimen y mantenían alejados a los espectadores. De vez en cuando se disparaba el flash de una cámara. Parecían fans, pensó Leclerc al apearse del coche, esperando a que apareciera la estrella de turno. Un gendarme levantó la cinta y Leclerc se agachó para pasar por debajo. De joven había patrullado por aquella zona a pie, y había acabado conociendo a todas las chicas por su nombre de pila. Supuso que algunas debían de ser abuelas; recordó que ya entonces había un par que tenían nietos.
Entró en el Diodati. En los años ochenta tenía otro nombre que Leclerc no recordaba. Habían reunido a todos los huéspedes en la recepción y no les dejaban marcharse hasta que hubieran hecho una declaración. Entre ellos había varias mujeres que evidentemente eran prostitutas, y un par de individuos elegantemente vestidos que se mantenían apartados con palpable bochorno. A Leclerc no le gustó el aspecto del pequeño ascensor y subió por la escalera, deteniéndose en cada rellano desierto para recobrar el aliento. En el pasillo, frente a la habitación donde habían encontrado el cadáver, había un gran número de agentes uniformados, y tuvo que ponerse un mono blanco y unos guantes blancos de látex, así como unas fundas de plástico transparente en los zapatos. Se negó a ponerse la capucha. «Parezco un conejito blanco», pensó.
No conocía al detective encargado de la escena del crimen, un tal Moynier recientemente incorporado, de unos veinte años, aunque costaba decirlo porque llevaba la capucha y solo se le veía la cara, de color rosa bebé. En la habitación, también con sus trajes blancos, estaban el patólogo y el fotógrafo, ambos veteranos, pero más jóvenes que Leclerc; no había nadie más viejo que Leclerc, que era antiguo como el Jura. Miró el cadáver, que colgaba del picaporte de la puerta del cuarto de baño. Por encima de la tensa línea de la ligadura, hundida en la piel del cuello, la cabeza se había puesto negra. Tenía varios cortes y rasguños en la cara. Un ojo estaba muy hinchado. El alemán, delgado y enjuto, parecía un cuervo muerto que un granjero hubiera dejado al aire libre para desanimar a otras aves de carroña. En el cuarto de baño no había interruptor, pero aun así se veía que la taza del váter estaba manchada de sangre. La barra de la cortina de ducha se había desprendido de la pared, igual que el lavamanos.
—Un hombre que estaba en la habitación de al lado asegura que oyó ruidos de pelea hacia las tres —informó Moynier—. También hay sangre en la cama. De momento voy a declararlo asesinato.
—Bien pensado —dijo Leclerc con sorna.
El patólogo tosió para enmascarar la risa.
Moynier no lo advirtió.
—¿He hecho bien llamándolo? —inquirió—. ¿Cree que es el hombre que atacó al banquero norteamericano?
—Yo diría que sí.
—Muy bien. Espero que no le importe, Leclerc, pero yo he llegado primero, así que pediré que me asignen el caso.
—Le doy la bienvenida, amigo mío.
Leclerc no entendía cómo el ocupante de aquella habitación tan sórdida podía haberse cruzado con el propietario de una mansión de Cologny valorada en sesenta millones de dólares. Encima de la cama estaban los objetos personales del difunto, metidos en bolsas individuales de plástico transparente y expuestos para su examen: ropa, una cámara, dos cuchillos, una gabardina con la parte delantera cortada. Leclerc recordó que Hoffmann llevaba una gabardina como aquella cuando se marchó al hospital. Cogió un adaptador de corriente.
—¿Esto no es un adaptador de ordenador? —preguntó—. ¿Dónde está?
Moynier se encogió de hombros.
—Aquí no hay ninguno.
A Leclerc le sonó el teléfono móvil; lo tenía en el bolsillo de la cazadora. Con el maldito traje de conejo, no podía llegar hasta él. Se desabrochó la cremallera del mono, enojado, y se quitó los guantes. Moynier protestó advirtiéndolo de la contaminación, pero Leclerc le dio la espalda. El que llamaba era su ayudante, el joven Lullin, que todavía estaba en su despacho. Dijo que acababa de consultar el parte de la tarde. Una tal doctora Polidori, una psiquiatra de Vernier, había llamado hacía un par de horas porque un paciente suyo presentaba síntomas esquizofrénicos peligrosos —él mismo reconocía que había participado en una pelea—, pero cuando el coche patrulla había llegado al consultorio, el hombre ya se había marchado. Se llamaba Alexander Hoffmann. La psiquiatra no tenía ninguna dirección reciente suya, pero le había dado una descripción.
—¿Ha mencionado si ese hombre llevaba un ordenador? —preguntó Leclerc.
Hubo una pausa y el susurro de hojas al ser pasadas.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Lullin.
Hoffmann, que todavía sujetaba con fuerza la palanca, subió a toda prisa la escalera que iba del sótano a la planta baja, decidido a dar la alarma sobre Rajamani. Al llegar a la puerta del vestíbulo se detuvo. Por el panel de cristal vio a un grupo de seis gendarmes con uniforme negro que, empuñando las pistolas, atravesaba corriendo la zona de recepción hacia el interior del edificio. Los seguía Leclerc, jadeando. Tras pasar por el torno, bloquearon la salida y otros dos policías armados se apostaron a ambos lados.
Hoffmann dio media vuelta, bajó la escalera y volvió al aparcamiento. La rampa por la que se accedía a la calle estaba a unos cincuenta metros. Se dirigió hacia allí. Oyó a su espalda el débil chirrido de unos neumáticos al girar sobre el hormigón, y un BMW negro enorme salió de una plaza de aparcamiento, enderezó y fue hacia él con los faros encendidos. Sin pararse a pensar, Hoffmann se colocó frente al coche obligándolo a detenerse, y entonces corrió hasta la puerta del conductor y la abrió.
A esas alturas, el presidente de Hoffmann Tecnologías de Inversión ofrecía un aspecto lamentable: ensangrentado, cubierto de polvo, manchado de grasa y sujetando una palanca de un metro de largo en la mano. No era de extrañar que el conductor saliera del coche a toda prisa. Hoffmann tiró la palanca en el asiento del pasajero, puso el mando del cambio automático en posición de «drive» y pisó el acelerador a fondo. El coche subió por la rampa a trompicones. Más allá, la puerta de acero empezaba a levantarse. Hoffmann tuvo que frenar para esperar a que se abriera del todo. Por el espejo retrovisor vio al dueño del coche; la adrenalina había transformado su miedo en cólera, y subía la rampa dispuesto a protestar. Hoffmann puso el seguro de las puertas. El hombre empezó a golpear la ventanilla con el puño, gritando. A través del grueso cristal tintado, el sonido llegaba amortiguado, subacuático. La puerta de acero se abrió por completo y Hoffmann pasó el pie del pedal del freno al del acelerador, pisando otra vez en exceso por las prisas por salir de allí; el BMW atravesó la acera y viró bruscamente para meterse en la calle desierta de un solo carril.
Leclerc y su brigada salieron del ascensor en la quinta planta. El inspector pulsó el intercomunicador y miró hacia la cámara de videovigilancia. La recepcionista ya había terminado su jornada laboral y se había marchado a su casa, y fue Marie-Claude quien los dejó entrar. Al ver pasar a los hombres armados a su lado se tapó la boca con una mano.
—Busco al doctor Hoffmann —dijo Leclerc—. ¿Está aquí?
—Sí, claro.
—¿Puede conducirnos hasta él, por favor?
La secretaria los guió hasta la sala de operaciones. Quarry oyó ruidos y giró la cabeza. No sabía qué había sido de Hoffmann. Suponía que todavía estaba con Rajamani e interpretó su prolongada ausencia como una buena señal: pensándolo bien, sería mejor persuadir al hasta entonces director de riesgos de que no intentara cerrarles la empresa en un momento tan crítico. Pero cuando vio a Leclerc y a los gendarmes, comprendió que su barco se hundía. Así y todo, estaba decidido a hundirse con dignidad, como habrían hecho sus antepasados.
—¿En qué puedo ayudarlos, caballeros? —preguntó sin perder la calma.
—Necesitamos hablar con el doctor Hoffmann —respondió Leclerc. De puntillas, oscilaba hacia derecha e izquierda tratando de distinguir al norteamericano entre los asombrados quants que, sentados ante las pantallas de sus ordenadores, giraban la cabeza—. ¿Pueden quedarse todos donde están?
—Deben de haberse cruzado —dijo Quarry—. Ha salido un momento para hablar con uno de nuestros directivos.
—Salir ¿adónde? ¿Fuera del edificio?
—Me ha parecido que solo salía al pasillo.
Leclerc soltó una palabrota. Le dijo al gendarme que tenía más cerca:
—Vosotros tres, registrad el edificio. —Y dirigiéndose a los otros añadió—: Vosotros tres, venid conmigo. —Después se dirigió a la sala en general—: Que nadie salga del edificio sin mi permiso. Qué nadie haga ninguna llamada telefónica. Procuraremos actuar lo más rápido posible. Gracias por su colaboración.
Volvió con paso enérgico a la recepción. Quarry fue tras él.
—Lo siento, inspector. Perdóneme, pero ¿qué ha hecho Alex?
—Hemos encontrado un cadáver. Necesitamos hablar con él. Perdóneme…
Salió a grandes zancadas de los despachos y entró en el pasillo. Estaba desierto. Aquel sitio le producía una sensación extraña. Buscó por todas partes con la mirada.
—¿Qué otras empresas hay en esta planta?
Quarry todavía seguía detrás del inspector. Estaba pálido.
—Ninguna. La tenemos alquilada entera. ¿Qué cadáver?
—Tendremos que empezar por abajo e ir subiendo —dijo Leclerc a sus hombres.
Uno de los gendarmes pulsó el botón de llamada del ascensor. Se abrieron las puertas, y fue Leclerc, tras una rápida mirada, el primero en advertir el peligro. Gritó para que todos se quedaran donde estaban.
—Dios mío —dijo Quarry asomándose al vacío—. Alex…
Las puertas empezaron a cerrarse. El gendarme pulsó de nuevo el botón para abrirlas. Con gesto de dolor, Leclerc se arrodilló, avanzó un poco y se asomó por el borde. Era imposible ver si había algo en el fondo del hueco del ascensor. Notó que le caía algo húmedo en la nuca; se la tocó y percibió un líquido viscoso. Miró hacia arriba y se encontró contemplando la base de la cabina del ascensor. Solo estaba un piso por encima. Algo colgaba de la base. Leclerc se apartó rápidamente.
Gabrielle había terminado de hacer las maletas. Las había dejado en el recibidor: una maleta grande, una pequeña y una bolsa de mano. No era un traslado en toda regla, pero tampoco una salida de fin de semana. El último vuelo a Londres despegaba a las 21.25, y la página web de British Airways había anunciado un endurecimiento de las medidas de seguridad después del atentado con bomba del avión de Vista Airways. Tenía que darse prisa si no quería perderlo. Se sentó en su taller y le escribió una nota a Alex, a la antigua, en una hoja de papel blanco, con un plumín de acero y tinta china.
Lo primero que quería decirle era que lo amaba, y que no tenía intención de abandonarlo para siempre —«a lo mejor preferirías que sí»—; solo necesitaba un descanso de Ginebra. Había ido al CERN y había hablado con Bob Walton —«no te enfades, es buena persona, está preocupado por ti»—, y eso la había ayudado a entender realmente el extraordinario trabajo que estaba haciendo y la tremenda presión a que debía de estar sometido.
Se arrepentía de haberlo culpado del fiasco de su exposición. Si seguía insistiendo en que no había sido él quien había comprado todas sus obras, entonces claro que le creería: «Pero cariño, ¿estás seguro cuando lo dices? Porque ¿quién más iba a hacer una cosa así?». Quizá estuviera sufriendo otra crisis nerviosa, y si así era, ella quería ayudarlo; lo que no quería era enterarse de los problemas que había tenido en el pasado por un policía, nada menos. «Si seguimos juntos tendremos que ser sinceros el uno con el otro». Ella había ido a Suiza, años atrás, con la intención de trabajar allí un par de meses, y sin saber cómo había acabado quedándose allí y aceptando adaptar su existencia a la de Alex. Si hubieran tenido hijos, tal vez todo habría sido diferente. Pero al menos, lo que había ocurrido ese día le había hecho darse cuenta de que, para ella, ni siquiera el trabajo más creativo podía sustituir a la vida, mientras que tenía la impresión de que, para él, el trabajo era precisamente eso.
Y esa reflexión la condujo a lo más importante. Según había entendido tras hablar con Walton, Alex había dedicado toda su vida a intentar crear una máquina que pudiera razonar, aprender y actuar independientemente de los seres humanos. Para Gabrielle ese concepto era intrínsecamente aterrador, pese a que Walton le había asegurado que las intenciones de Alex eran del todo nobles («Y conociéndote, estoy segura de que lo eran»). Pero coger semejante ambición y ponerla completamente al servicio del enriquecimiento… ¿Acaso no era eso unir lo sagrado y lo profano? No le extrañaba que Alex hubiera empezado a comportarse de forma tan extraña. En su opinión, desear mil millones de dólares ya era una locura, y mucho más tenerlos, y en otros tiempos él habría opinado lo mismo. Le parecía bien que alguien inventara algo que todo el mundo necesitaba. Pero obtenerlo mediante el juego (ella nunca había entendido muy bien a qué se dedicaba la empresa de Alex, pero básicamente parecía eso) era otra cosa, una avaricia peor que la locura, malvada, que no podía conducir a nada bueno; y por eso necesitaba salir de Ginebra, antes de que la ciudad y sus valores la devoraran…
Siguió escribiendo sin darse cuenta de que pasaba el tiempo; la pluma se deslizaba por el papel cubriéndolo de su intrincada caligrafía. La galería fue oscureciéndose. Al otro lado del lago empezaron a encenderse las luces de la ciudad. Le remordía la conciencia pensar que Alex estaba por allí con una herida en la cabeza.
Siento mucho marcharme ahora que sé que estás enfermo, pero si no me dejas ayudarte, ni dejas que los médicos te examinen debidamente, no tiene mucho sentido que me quede, ¿no te parece? Si me necesitas, llámame. Por favor. A la hora que sea. Eso es lo único que siempre he querido. Te amo. G.
Introdujo la nota en un sobre, escribió una «A» enorme en él y se dispuso a llevarlo al estudio de Alex. Se detuvo un momento en el recibidor para pedirle al chófer y guardaespaldas que metiera sus maletas en el coche y la llevara al aeropuerto.
Entró en el estudio y dejó el sobre apoyado en el teclado del ordenador de su marido, y entonces debió de pulsar una tecla sin querer, porque se encendió la pantalla y se encontró ante la imagen de una mujer inclinada sobre una mesa. Tardó un momento en darse cuenta de que era ella. Miró hacia atrás y hacia arriba, y vio la luz roja del detector de humo; la mujer de la pantalla imitó sus movimientos.
Pulsó unas cuantas teclas más al azar. No pasó nada. Pulsó la tecla «Esc» y, al instante, la imagen quedó minimizada en la esquina superior izquierda de la pantalla, formando parte de una cuadrícula ligeramente convexa compuesta por veinticuatro tomas diferentes, semejante a la representación de las imágenes múltiples del ojo de un insecto. Detectó movimiento en una de las tomas. Dirigió el cursor hacia allí con el ratón y cliqueó. En la pantalla apareció una imagen nocturna en la que se veía a Gabrielle tumbada en una cama con un quimono negro, las piernas cruzadas y las manos detrás de la cabeza. A su lado había una vela que resplandecía intensamente. El vídeo no tenía sonido. Gabrielle se desabrochó el cinturón, se quitó el quimono y, desnuda, extendió los brazos. La cabeza de un hombre —la cabeza de Alex, sin herida— apareció en el cuadrante inferior derecho de la pantalla. Él también empezó a desnudarse.
Oyó una tosecilla educada:
—¿Madame Hoffmann? —dijo una voz a su espalda.
Gabrielle desvió su horrorizada mirada de la pantalla y vio al chófer en el umbral. Detrás de él había dos gendarmes con gorra negra.
En Nueva York, a las 13.30, la bolsa empezó a experimentar tal volatilidad que los liquidity replenishment points aumentaron la frecuencia hasta un ritmo de siete por minuto, retirando aproximadamente un veinte por ciento de liquidez del mercado. El Dow había bajado más del uno y medio por ciento, y el S&P 500, casi un dos. El VIX había aumentado el diez por ciento.