Mientras consideraba estos asuntos […] surgió en mi mente un nuevo concepto: el sistema nervioso digital […] Un sistema nervioso digital consiste en los procesos digitales que permiten a una empresa percibir y reaccionar a su entorno, descubrir los retos de los competidores y las necesidades de los clientes, y organizar respuestas oportunas […]
BILL GATES,
Los negocios en la era digital (2000)
Hoffmann llegó a su despacho cuando estaba a punto de finalizar la jornada laboral: las seis de la tarde en Ginebra, mediodía en Nueva York. Los empleados salían del edificio y se iban a sus casas, a tomar una copa o al gimnasio. Se quedó en un portal de la acera de enfrente y escudriñó la calle en busca de policías, y tras comprobar que no había ninguno, cruzó la calle corriendo, se plantó ante el escáner facial, que lo dejó pasar, atravesó el vestíbulo, montó en uno de los ascensores y se dirigió a la sala de operaciones. La sala todavía estaba llena; la mayoría de los empleados no se marchaban hasta las ocho. Agachó la cabeza y fue a su despacho haciendo caso omiso de las miradas de curiosidad que le dirigían. Marie-Claude, que estaba sentada a su mesa, lo vio acercarse. Fue a decir algo, pero Hoffmann levantó las manos.
—Ya lo sé —dijo—. Necesito estar a solas diez minutos, y luego me ocuparé de todo. No deje pasar a nadie, ¿de acuerdo?
Entró y cerró la puerta. Se sentó en su lujosa silla ergonómica con un sofisticado mecanismo de inclinación y abrió el ordenador portátil del alemán. Quién había pirateado su historial médico: eso era lo que quería averiguar. Estaba desconcertado. Nunca había sospechado que tuviera enemigos. Cierto, no tenía amigos; pero siempre había dado por hecho que el corolario de su soledad era que tampoco tenía enemigos.
Volvía a dolerle la cabeza. Pasó los dedos por la zona afectada; la cicatriz le recordó a las puntadas de un balón de fútbol americano. Tenía los hombros agarrotados por la tensión. Empezó a masajearse la nuca, se recostó en la butaca y se quedó mirando el detector de humo, como había hecho cientos de veces cuando intentaba aclarar sus ideas. Contempló la diminuta luz roja, idéntica a la que había en el techo de su dormitorio de Cologny y que siempre le hacía pensar en Marte antes de quedarse dormido. Poco a poco dejó de masajearse.
—Mierda —susurró.
Se incorporó y escrutó la imagen del salvapantallas del ordenador portátil: una fotografía suya mirando hacia arriba con gesto inexpresivo y la mirada perdida. Se subió a la silla, que osciló peligrosamente cuando Hoffmann pasó de ella a la mesa. El detector de humo era cuadrado, de plástico blanco; se componía de un sensor, una luz que indicaba que estaba conectado, un botón de prueba y una rejilla que presuntamente tapaba la sirena. Hoffmann palpó los bordes de la caja, que parecía encolada al azulejo del techo. Tiró de ella y la retorció, y al final, presa del miedo y la frustración, la agarró con fuerza y estiró hasta arrancarla.
El chirrido de protesta que desató era tan intenso que casi se palpaba. La caja temblaba en sus manos; hasta el aire latía. Todavía estaba conectada al techo por un cable, como un cordón umbilical, y cuando Hoffmann metió los dedos en la parte de atrás para intentar desconectarla, recibió una fuerte descarga eléctrica, como una mordedura de perro, que le llegó hasta el corazón. Dio un grito, soltó la caja, que quedó colgando, y sacudió enérgicamente los dedos como si se los secara. Aquel ruido era una agresión física: creyó que le sangrarían los oídos si no paraba pronto. Cogió el detector, esa vez tocando solo la caja, y tiró de él con todas sus fuerzas, casi colgándose de él, hasta que la caja se soltó, arrancando un trozo de techo. El silencio repentino que siguió fue tan impactante como el estruendo.
Mucho más tarde, cuando Quarry revivió las dos horas posteriores, y cuando le preguntaron cuál había sido para él el momento más espeluznante, dijo que fue ese: cuando oyó la alarma y fue corriendo desde un extremo de la sala de operaciones al otro, y encontró a Hoffmann —la única persona que de verdad entendía un algoritmo que estaba haciendo una apuesta sin cobertura de treinta mil millones de dólares— salpicado de sangre, cubierto de polvo, de pie en una mesa bajo un agujero del techo, farfullando, diciendo que lo espiaban allá donde iba.
Quarry no fue el primero en llegar a la escena. La puerta ya estaba abierta, y dentro estaba Marie-Claude con algunos quants. Quarry se abrió paso a empujones y ordenó a todos que volvieran al trabajo. Estiró el cuello e inmediatamente se dio cuenta, incluso mirándolo desde abajo, de que Hoffmann había sufrido algún tipo de trauma. Parecía desquiciado e iba muy desaliñado. Tenía sangre seca en el pelo y las manos cubiertas de heridas, como si hubiera estado dando puñetazos en un muro de hormigón. Con toda la calma de que fue capaz, dijo:
—¿Qué tal, Alexi? ¿Cómo va por ahí arriba?
—Júzgalo tú mismo —le gritó Hoffmann, excitado. Saltó de la mesa y le tendió la palma de la mano. En ella estaban los componentes del detector de humo, desmontado. Los movió con el dedo índice, como un naturalista que examina las vísceras de un animal muerto. Levantó una pequeña lente con un trozo de cable en la parte de atrás—. ¿Sabes qué es esto?
—Pues no, me parece que no.
—Es una webcam. —Separó los dedos y dejó que las piezas cayeran sobre la mesa; algunas rodaron hasta el suelo—. Mira esto. —Le pasó el ordenador portátil a Quarry y dio unos golpecitos en la pantalla—. ¿De dónde crees que han sacado esta fotografía?
Se sentó y se recostó en la butaca. Quarry lo miró y luego volvió a mirar la pantalla. Miró el techo.
—Me cago en la puta. ¿De dónde has sacado esto?
—Era de ese cabrón que me agredió anoche.
Ya en ese momento Quarry se fijó en el extraño uso del tiempo pasado —¿era?— y se preguntó cómo habría llegado el ordenador a las manos de Hoffmann. Sin embargo, no tuvo tiempo para hacer más preguntas, pues Hoffmann se puso en pie. Su mente se había desatado, no podía estarse quieto.
—Ven —dijo haciendo señas a Quarry con el dedo—. Ven.
Sacó a Quarry del despacho cogiéndolo por el codo y apuntó al techo encima de la mesa de Marie-Claude, donde había otro detector idéntico al de su despacho. Se llevó un dedo a los labios. Luego llevó a Quarry hasta la entrada de la sala de operaciones y siguió señalando: uno, dos, tres, cuatro más. También había uno en la sala de juntas. Los había hasta en el cuarto de baño. Se subió a los lavamanos. Desde allí arrancó el detector, que dejó caer una lluvia de yeso. Saltó al suelo y se lo enseñó a Quarry. Otra webcam.
—Los hay por todas partes. Llevan meses aquí, y ni siquiera me había fijado en ellos. En tu despacho debe de haber otro. Hay uno en cada una de las habitaciones de mi casa, incluido el dormitorio. Dios. Hasta en el cuarto de baño. —Se llevó una mano a la frente; solo ahora empezaba a comprender el alcance de todo aquello—. Increíble.
Quarry siempre había tenido la sospecha de que sus rivales podían intentar espiarlos: era lo que habría hecho él en su lugar. Por eso había contratado los servicios de seguridad de Genoud. Examinó el detector, perplejo.
—Y ¿crees que en todos hay una cámara?
—Bueno, si quieres podemos comprobarlo, pero sí, creo que sí.
—Dios mío, pero si le pagamos una fortuna a Genoud precisamente para que impida esto.
—Ahí está la gracia, ¿no lo ves? Debe de ser él quien ha instalado todo esto. También se encargó de mi casa cuando la compré. Nos tienen bajo vigilancia las veinticuatro horas del día. Mira. —Hoffmann sacó su teléfono móvil—. Esto también lo organizó él, ¿no? Nuestros teléfonos encriptados. —Abrió el teléfono con un gesto que a Quarry, curiosamente, le recordó a alguien rompiendo las pinzas de una langosta, y lo desmontó rápidamente junto a uno de los lavamanos—. Es el sitio ideal para instalar un micrófono oculto. Ni siquiera necesitas poner un micrófono, porque ya lo lleva. Leí un artículo sobre eso en el Wall Street Journal. Crees que lo has apagado, pero en realidad siempre está activo, registrando tus conversaciones incluso cuando no hablas por teléfono. Y lo mantienes siempre cargado. El mío lleva todo el día haciendo cosas raras.
Estaba tan convencido de que tenía razón, que a Quarry se le contagió su paranoia. Examinó con cautela su propio teléfono, como si fuera una granada que pudiera explotarle en las manos, y luego lo utilizó para llamar a su secretaria.
—Amber, ¿puedes buscar a Maurice Genoud y pedirle que venga inmediatamente? Dile que deje lo que esté haciendo y que venga al despacho de Alex. —Colgó—. Vamos a ver qué tiene que decir ese hijo de puta. Nunca he confiado en él. Me pregunto a qué estará jugando.
—Es obvio, ¿no? Somos un hedge fund que produce un beneficio del ochenta y tres por ciento. Si alguien nos clonara y copiara todas nuestras operaciones, ganaría una fortuna. Ni siquiera necesitaría saber cómo lo hacemos. Es evidente por qué quiere espiarnos. Lo que no entiendo es por qué ha hecho todo lo otro.
—¿Qué es todo lo otro?
—Abrir una cuenta en las islas Caimán, transferirle dinero y retirarlo, enviar correos electrónicos en mi nombre, comprarme un libro que habla del miedo y el terror, sabotear la exposición de Gabby, piratear mi historial médico y ponerme en contacto con un psicópata. Es como si le pagaran para volverme loco.
Al escucharlo, Quarry volvió a sentir inquietud, pero antes de que pudiera decir nada sonó su teléfono. Era Amber.
—El señor Genoud estaba abajo. Ahora sube.
—Gracias —le dijo a Hoffmann—. Por lo visto ya estaba en el edificio. Raro, ¿no? ¿Qué hace aquí? A lo mejor sabe que sospechamos de él.
—Podría ser.
De pronto Hoffmann salió de los lavabos, cruzó el pasillo y volvió a su despacho. Se le había ocurrido otra idea. Abrió el cajón de su mesa y sacó el libro que Quarry le había visto llevarse esa mañana: el volumen de Darwin por el que lo había llamado por teléfono a medianoche.
—Mira esto —dijo pasando las páginas. Lo sostuvo abierto por una fotografía de un anciano que parecía aterrorizado; Quarry pensó que era una imagen grotesca, algo extraído de una feria de monstruos—. ¿Qué ves?
—Veo a un lunático de la época victoriana que está muerto de miedo.
—Sí, pero fíjate bien. ¿Ves los calibradores?
Quarry miró con más detenimiento. Un par de manos, a sendos lados de la cara, le aplicaban unas finas varillas metálicas en la frente al sujeto, que llevaba puesto una especie de pijama quirúrgico y tenía la cabeza apoyada en un reposacabezas de acero.
—Sí, claro que los veo.
—Esos calibradores los está aplicando un médico francés llamado Guillaume-Benjamin Duchenne. Creía que las expresiones del rostro humano son la puerta del alma. Está estimulando los músculos faciales mediante lo que los victorianos llamaban galvanismo, que es como ellos designaban la electricidad producida por una reacción ácida. Lo utilizaban para hacer saltar a ranas muertas, era un truco habitual en las fiestas. —Esperó a que Quarry comprendiera la importancia de lo que estaba diciendo, pero como seguía perplejo, añadió—: Es un experimento para inducir los síntomas faciales del miedo con objeto de registrarlos con una cámara.
—Vale, ya lo entiendo —dijo Quarry con cautela.
Hoffmann agitó el libro con frustración.
—Bueno, ¿acaso no es eso exactamente lo que me ha estado pasando a mí? Esta es la única ilustración del libro en que pueden verse los calibradores; en todas las otras, Darwin los hizo quitar. Me he convertido en el sujeto de un experimento ideado para hacerme sentir miedo, y mis reacciones están continuamente monitorizadas.
Al cabo de un momento, tras asegurarse de que podría hablar, Quarry dijo:
—Pues lo siento mucho, Alexi. Debe de ser una sensación horrible.
—El caso es: ¿quién está haciendo esto y por qué? Es evidente que no ha sido idea de Genoud. Él solo es la herramienta…
Pero ahora era Quarry el que no prestaba atención. Pensaba en sus responsabilidades como director ejecutivo ante sus inversores, sus empleados y (después no le avergonzó admitirlo) ante sí mismo. Recordaba el armario de medicinas que había visto en el apartamento de Hoffmann años atrás, que contenía drogas suficientes para tener contento a un yonqui durante seis meses, y sus órdenes específicas a Rajamani de no hacer constar en acta ninguna preocupación sobre la salud mental del presidente de la empresa. Se preguntaba qué pasaría si aquello llegara a hacerse público.
—Vamos a sentarnos —propuso—. Tenemos que hablar.
A Hoffmann le molestó que su socio lo interrumpiera.
—¿Es urgente?
—Sí, bastante. —Quarry se sentó en el sofá e hizo señas a Hoffmann para que se acomodara a su lado.
Pero Hoffmann se sentó detrás de su mesa. Barrió el tablero con un brazo apartando los restos del detector de humo.
—Está bien, adelante. Pero antes de decir nada, quítale la batería a tu teléfono.
A Hoffmann no le sorprendió que Quarry no hubiera comprendido la importancia del libro de Darwin. Él siempre entendía las cosas antes que los demás; por eso se había visto obligado a pasar tantos días de su vida haciendo largos y solitarios viajes mentales. Al final, quienes lo rodeaban acababan alcanzándolo; pero generalmente, para entonces él estaba viajando a algún otro lugar.
Vio cómo Quarry desmontaba su teléfono y dejaba la batería en la mesita baja.
—Tenemos un problema con el VIXAL-4 —dijo Quarry.
—¿Qué clase de problema?
—Se ha deshecho de la cobertura delta.
Hoffmann se quedó mirándolo.
—No digas tonterías. —Acercó el teclado, entró en su ordenador y empezó a revisar sus posiciones: por sector, tamaño, tipo, fecha. Los clics del ratón eran tan rápidos como las señales de un código Morse, y cada ventana que abrían era más asombrosa que la anterior—. Pero si esto es una locura. Esto no es para lo que está programado.
—Ha sido entre la hora de comer y la hora de apertura de Estados Unidos. No conseguíamos localizarte. La buena noticia es que de momento está acertando. El Dow ha bajado casi cien, y si miras la P&L, llevamos ganados más de doscientos millones en lo que va de día.
—¡Pero no es lo que se supone que tiene que hacer! —insistió Hoffmann. Lógicamente debía de haber una explicación racional: siempre la había. Al final la encontraría. Tenía que estar relacionada con todo lo que le estaba pasando—. Vale, antes que nada: ¿estamos seguros de que estos datos son correctos? ¿Podemos confiar en lo que vemos en estas pantallas? ¿O podría ser algún tipo de sabotaje? ¿Un virus? —Se estaba acordando del malware del ordenador de su psiquiatra—. Podría ser que alguien, o algún grupo, estuviera realizando un ciberataque contra la empresa. ¿No lo habías pensado?
—Podría ser, pero eso no explica la venta corta de Vista Airways. Y créeme, eso está empezando a parecer algo más que una coincidencia.
—Sí, bueno, no puede ser. Ya hemos hablado de…
Quarry, impaciente, lo interrumpió:
—Ya sé que lo hemos hablado, pero el relato ha cambiado a medida que avanzaba el día. Ahora resulta que el accidente no lo causó un fallo mecánico. Por lo visto hubo un aviso de bomba en no sé qué página web terrorista islámica mientras el avión todavía estaba volando. El FBI no la detectó; nosotros sí.
A Hoffmann le costó asimilarlo: estaba recibiendo demasiada información de golpe.
—Pero eso está mucho más allá de los parámetros del VIXAL. Eso significaría un punto de inflexión extraordinario, un salto cuántico.
—Tenía entendido que era un algoritmo de aprendizaje automático.
—Sí, lo es.
—Pues a lo mejor es que ha aprendido algo.
—No digas idioteces, Hugo. No funciona así.
—Vale, no funciona así. Muy bien, yo no soy ningún experto. El caso es que tenemos que tomar una decisión cuanto antes. O desconectamos el VIXAL, o tendremos que aportar dos mil quinientos millones mañana por la tarde para que los bancos nos dejen seguir operando.
Marie-Claude llamó a la puerta y la abrió.
—Ha llegado monsieur Genoud.
Quarry le dijo a Hoffmann:
—Deja que me ocupe yo. —Era como si estuviera en una especie de videojuego, donde todo a la vez volaba hacia él.
Marie-Claude se apartó para dejar entrar al ex policía. Inmediatamente miró el agujero del techo.
—Pasa, Maurice —invitó Quarry—. Cierra la puerta. Como verás, hemos estado haciendo un poco de bricolaje, y nos preguntábamos si tú tendrías alguna explicación para esto.
—Creo que no —dijo Genoud, y cerró la puerta—. ¿Debería tenerla?
—Dios —espetó Hoffmann—, tiene sangre fría, Hugo. Eso hay que reconocerlo.
Quarry levantó una mano.
—Espera un momento, Alex, ¿quieres? Mira, Maurice. Nada de gilipolleces. Necesitamos saber desde cuándo dura esto. Necesitamos saber quién te paga. Y necesitamos saber si has metido algo en nuestro sistema informático. Es urgente, porque nos encontramos en una posición bursátil muy inestable. No queremos llamar a la policía para que se encargue de esto, pero lo haremos si es necesario. Depende de ti, y mi consejo es que seas absolutamente sincero.
Tras una pausa, Genoud miró a Hoffmann.
—¿Puedo contárselo?
—Puedes contarle ¿qué? —dijo Hoffmann.
—Me pone usted en una situación muy violenta, doctor Hoffmann.
—No sé de qué me habla —le dijo Hoffmann a Quarry.
—Muy bien, en estas circunstancias no esperará que mantenga la discreción. —Genoud se volvió hacia Quarry—. El doctor Hoffmann me ordenó hacerlo.
A Hoffmann le dieron ganas de pegarle por la frialdad y la insolencia con que mentía.
—Gilipollas —dijo—. ¿Quién va a creerse eso?
Genoud siguió hablando, impasible; se dirigía directamente a Quarry y no le hacía caso a Hoffmann.
—Es la verdad. Cuando vinieron a estas oficinas me dio instrucciones de instalar cámaras ocultas. Imaginé que a usted no le habría dicho nada. Pero él es el presidente de la empresa, así que creí que era lícito que hiciera lo que me ordenaba. Juro que estoy diciendo la verdad.
Hoffmann sonrió y sacudió la cabeza.
—Hugo, no te creas ni una palabra. Es la misma mierda que llevo oyendo todo el día. Yo no he tenido ni una sola conversación con este tipo sobre la instalación de cámaras. ¿Para qué iba a querer grabar mi propia empresa? Y ¿por qué pondría un micrófono en mi propio teléfono? Todo esto es descabellado —insistió.
—Yo no he dicho que hayamos tenido ninguna conversación sobre esto —dijo Genoud—. Como sabe usted bien, doctor Hoffmann, solo he recibido órdenes por correo electrónico.
—¡Por correo electrónico! ¡Ya estamos otra vez! —exclamó Hoffmann—. ¿Me estás insinuando que instalaste todas estas cámaras y que en todos estos meses no hemos hablado de ello ni una sola vez, pese a los miles de francos que debe de haberte costado?
—Exactamente.
Hoffmann emitió un resoplido de desprecio e incredulidad.
—Eso que cuentas no es muy verosímil —le dijo Quarry a Genoud—. ¿No te pareció raro?
—No especialmente. Me dio la impresión de que todo esto se hacía al margen de la contabilidad, por así decirlo. De que el doctor Hoffmann no quería que se supiera lo que estaba pasando. Intenté insinuárselo en una ocasión, indirectamente. Pero se quedó mirándome como si no entendiera nada.
—No me extraña. Porque no sabía de qué me estabas hablando. Y ¿cómo demonios se supone que he pagado todo esto?
—Mediante transferencia bancaria —contestó Genoud—, desde una cuenta de las islas Caimán.
Esa respuesta dejó paralizado a Hoffmann. Quarry lo miraba de hito en hito.
—Vale —concedió Hoffmann—, supongamos que recibiste esos correos electrónicos. ¿Cómo sabías que era yo quien te los enviaba y no alguien que se hacía pasar por mí?
—¿Por qué iba a pensar eso? Era su empresa, su dirección de correo electrónico, usted me pagaba a través de su banco. Y la verdad, doctor Hoffmann, no tiene usted fama de ser una persona con la que resulte fácil hablar.
Hoffmann, frustrado, soltó una palabrota y golpeó la mesa con el puño.
—Ya estamos otra vez. Se supone que he encargado un libro por internet. Se supone que he comprado toda la exposición de Gabrielle por internet. Se supone que le he pedido a un loco que me mate por internet… —De pronto lo asaltó un recuerdo involuntario de la espeluznante escena del hotel, de la cabeza de aquel hombre colgando. Se había olvidado de todo aquello por unos minutos. Se dio cuenta de que Quarry lo miraba perplejo—. ¿Quién me hace esto, Hugo? —preguntó, desesperado—. ¿Quién me hace esto y lo graba? Tienes que ayudarme a resolverlo. Estoy atrapado en una pesadilla.
A Quarry todo le daba vueltas. Le costó mantener la calma cuando dijo:
—Claro que te ayudaré, Alex. Vamos a ver si llegamos al fondo de esto de una vez por todas. —Se volvió hacia Genoud—. Muy bien, Maurice, supongo que habrás guardado esos correos.
—Por supuesto.
—¿Puedes acceder a ellos?
—Sí, si eso es lo que quiere. —Ahora Genoud hablaba con rigidez y formalidad, y se mantenía muy erguido, como si su honor como ex agente de policía se estuviera poniendo en tela de juicio. Lo que, bien mirado, tenía mucha gracia, pensó Quarry, habida cuenta de que, fuera cual fuese la verdad, Genoud había instalado toda una red de vigilancia secreta.
—Estupendo, supongo que no te importará enseñárnoslos. Déjale usar tu ordenador, Alex.
Hoffmann se levantó de la butaca como en trance. Pisó unos fragmentos del detector de humo y miró el agujero que había hecho en el techo. El agujero daba a un espacio oscuro y vacío. Dentro, dos cables se tocaban y emitían chispas azuladas intermitentes. Le pareció ver que algo se movía. Cerró los ojos y las chispas siguieron destellando como si hubiera estado mirando el sol. Empezó a formarse una sospecha en su pensamiento.
Genoud, inclinado sobre el ordenador, dijo triunfante:
—¡Aquí están! —Se enderezó y se apartó para que Hoffmann y Quarry pudieran examinar los correos. Había filtrado los mensajes guardados en su carpeta de entrada para que solo aparecieran los de Hoffmann: montones de mensajes cuya fecha se remontaba a más de un año. Quarry cogió el ratón y empezó a abrirlos al azar.
—Todos están enviados desde tu dirección de correo, Alex —dijo—. De eso no hay duda.
—Sí, ya me lo imagino, pero no los envié yo.
—Muy bien, pero entonces, ¿quién lo hizo?
Hoffmann se quedó pensando. Aquello iba más allá de la piratería, de comprometer la seguridad o de clonar un servidor. Era algo más fundamental; parecía que la empresa hubiera duplicado su sistema operativo.
Quarry seguía leyendo.
—No puedo creerlo —dijo—. Te has espiado a ti mismo en tu propia casa…
—Mira, odio repetirme tanto, pero no he sido yo.
—Lo siento, Alexi, pero todo indica que sí. Escucha esto: «Para: Genoud. De: Hoffmann. Solicito webcams ocultas para vigilancia en Cologny, veinticuatro horas, inmediatamente…».
—Venga, hombre. Yo no hablo así. Nadie habla así.
—Alguien sí: está aquí, en la pantalla.
Hoffmann se volvió bruscamente hacia Genoud.
—¿Adónde va a parar toda la información? ¿Qué pasa con las imágenes, con las grabaciones de audio?
—Se envía todo digitalmente a un servidor seguro, como usted ya sabe —contestó Genoud.
—Pero tiene que haber miles de horas —exclamó Hoffmann—. ¿Quién iba a tener tiempo para revisarlo todo? Yo seguro que no. Necesitarías a todo un equipo dedicado exclusivamente a eso. No hay suficientes horas en un día.
—No lo sé —dijo Genoud encogiéndose de hombros—. Yo también me lo he preguntado muchas veces. Me he limitado a hacer lo que usted me ordenaba.
Solo una máquina habría podido analizar semejante cantidad de información, pensó Hoffmann. Tendría que utilizar la más moderna tecnología de reconocimiento facial y reconocimiento de voz, sofisticadas herramientas de búsqueda…
Volvió a interrumpirlo otra protesta de Quarry:
—¿Desde cuándo tenemos alquilada una nave industrial en Zimeysa?
—Desde hace seis meses, señor Quarry —respondió Genoud—. Es una nave enorme. Está en el número cincuenta y cuatro de la Route de Clerval. El doctor Hoffmann encargó un nuevo sistema especial de seguridad y vigilancia.
—¿Qué hay en esa nave? —preguntó Hoffmann.
—Ordenadores.
—¿Quién los instaló?
—No lo sé. Una empresa informática.
—Entonces —dijo Hoffmann—, ¿tú no eres la única persona con la que trato? ¿También trato con empresas por correo electrónico?
—No lo sé. Parece ser que sí.
Quarry seguía abriendo mensajes.
—Esto es increíble —le dijo a Hoffmann—. Según esto, también has adquirido este edificio en plena propiedad.
—Es verdad, doctor Hoffmann —confirmó Genoud—. Usted me contrató para que me encargara de la seguridad. Por eso estaba aquí esta noche cuando me ha llamado.
—¿Es cierto eso? —inquirió Quarry—. ¿Eres el dueño del edificio?
Pero Hoffmann ya no les escuchaba. Estaba pensando en su época del CERN, recordando el memorándum que Bob Walton había enviado a los presidentes de los Comités de Experimentos y al Comité de Asesoramiento Técnico del CERN recomendándoles la cancelación del proyecto de investigación de Hoffmann, el RMA-1. Incluía una advertencia emitida por Thomas S. Ray, ingeniero de software y profesor de zoología de la Universidad de Oklahoma: «[…] las entidades artificiales autónomas de desarrollo libre deberían ser consideradas potencialmente peligrosas para la vida orgánica, y deberían permanecer confinadas en algún tipo de instalación de contención, como mínimo hasta que lleguemos a comprender plenamente su verdadero potencial […] La evolución sigue siendo un proceso interesado, y los intereses de organismos digitales confinados podrían entrar en conflicto con los nuestros».
Inspiró hondo y dijo:
—Hugo, necesito hablar contigo en privado.
—Sí, claro. Maurice, ¿te importaría salir un momento?
—No, creo que debería quedarse aquí y empezar a solucionar esto. —Se dirigió a Genoud—: Quiero que hagas una copia de toda la carpeta de correos electrónicos enviados desde mi dirección. También quiero una lista de todos los trabajos que presuntamente te he encargado. Sobre todo quiero una lista de todo lo que tenga que ver con esa nave industrial de Zimeysa. Luego quiero que empieces a arrancar todas las cámaras y todos los micrófonos instalados en nuestros edificios, empezando por mi casa. Y necesito que lo hagas esta misma noche. ¿Entendido?
Genoud miró a Quarry buscando su aprobación. Quarry titubeó, pero asintió con la cabeza.
—Como quiera —respondió Genoud con aspereza.
Salieron del despacho y lo dejaron trabajar. Una vez fuera, con la puerta cerrada, Quarry dijo:
—Espero que tengas alguna explicación para esto, Alex, porque tengo que decirte que…
Hoffmann levantó un dedo y alzó la mirada hacia el detector de humo que había encima de la mesa de Marie-Claude.
—Ah, ya te entiendo —dijo Quarry con mucho énfasis—. Vamos a mi despacho.
—No, a tu despacho no. No es seguro. Ven…
Hoffmann lo llevó al lavabo y cerró la puerta. Los fragmentos del detector de humo estaban donde los había dejado, junto al lavamanos. Apenas reconoció su reflejo en el espejo. Parecía alguien que se hubiera fugado del ala de seguridad de un hospital psiquiátrico.
—Hugo, ¿crees que estoy loco?
—Pues ya que me lo preguntas, sí, claro que sí. O seguramente. No lo sé.
—No, no pasa nada. Si eso es lo que piensas, no te culpo. Ya sé lo que esto debe de parecer desde fuera, y lo que voy a decirte no hará que te sientas más seguro. —Ni siquiera él podía creer que lo estuviera diciendo—. Creo que el problema que tenemos es el VIXAL.
—¿Que haya deshecho la cobertura delta?
—Sí, que haya deshecho la cobertura delta, pero seguramente también que esté haciendo algo más de lo que yo había previsto.
Quarry lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿De qué me estás hablando? No te sigo…
La puerta se abrió un poco y alguien intentó entrar. Quarry lo impidió empujando la puerta con un codo.
—Ahora no —dijo sin apartar la vista de Hoffmann—. Vete al cuerno, ¿vale?
—Tranquilo, Hugo —dijo una voz.
Quarry cerró la puerta y se apoyó en ella.
—¿Algo más de lo que habías previsto? ¿En qué sentido?
—El VIXAL podría estar tomando decisiones que no son completamente compatibles con nuestros intereses —dijo Hoffmann con cautela.
—¿Te refieres a nuestros intereses como empresa?
—No. Me refiero a nuestros intereses. Los intereses de la especie humana.
—¿No son lo mismo?
—No necesariamente.
—Lo siento, no lo pillo. ¿Te refieres a que crees que está actuando por su cuenta? ¿Lo de la vigilancia y todo eso?
Al menos, pensó Hoffmann, había que reconocer que Quarry se estaba tomando en serio esa posibilidad.
—No lo sé. No estoy seguro de lo que estoy diciendo. Tenemos que ir paso a paso hasta que reunamos suficiente información para hacer una afirmación en firme. Pero creo que el primer paso debería ser cerrar las posiciones que ha tomado en el mercado. Podrían resultar peligrosas, y no solo para nosotros.
—¿Aunque esté ganando dinero?
—Ya no se trata de ganar dinero. ¿No puedes olvidarte del dinero por una vez? —A Hoffmann cada vez le costaba más mantenerse sereno, pero consiguió terminar sin perder los estribos—. Ahora ya estamos mucho más allá.
Quarry se cruzó de brazos y meditó un momento, con la cabeza agachada.
—¿Estás seguro de que estás en condiciones de tomar esta decisión?
—Sí, lo estoy. Confía en mí, por favor, aunque solo sea por estos ocho años. Será la última vez, te lo prometo. Después de esta noche, tú tomarás las riendas.
El físico y el financiero se miraron a los ojos. Quarry no sabía qué pensar. Pero como dijo después, a fin de cuentas la empresa era de Hoffmann: era su genio lo que había conseguido los clientes, su máquina la que había generado los beneficios, y por tanto era responsabilidad suya cancelarla.
—Tú mandas —dijo, y se apartó de la puerta.
Hoffmann salió a la sala de operaciones; Quarry lo siguió. Se sintió mejor haciendo algo, plantando cara, defendiéndose. Dio una palmada.
—¡Escuchadme todos! —Hoffmann se subió a una silla para que los quants pudieran verlo mejor y dio otra palmada—. Necesito que me prestéis atención un momento.
Los quants se levantaron de sus mesas obedeciendo la orden como un ejército fantasmagórico de doctores. Hoffmann vio que se miraban unos a otros a medida que se le acercaban; algunos se decían cosas al oído. Era evidente que estaban todos muy nerviosos por lo que estaba pasando. Van der Zyl salió de su despacho, y también Ju-Long; Hoffmann no vio a Rajamani. Esperó a que un par de rezagados de Incubación se levantaran de la silla y entonces carraspeó.
—Muy bien, parece evidente que se han producido algunas anomalías que tenemos que solucionar, por no decir algo peor, y creo que, por seguridad, vamos a tener que empezar a desmantelar esas posiciones que hemos construido en las últimas horas.
Se controló. No quería provocar el pánico. Además, era consciente de los detectores de humo repartidos por el techo de la estancia. Seguramente, sus palabras estaban siendo monitorizadas.
—Eso no significa necesariamente que tengamos un problema con el VIXAL, pero hemos de retroceder y averiguar por qué está haciendo algunas de las cosas que está haciendo. No sé cuánto tiempo nos llevará eso, así que entretanto necesitamos recuperar la delta, tomar posiciones largas en otros mercados; liquidar, si es necesario. En suma, largarnos de donde estamos.
—Tenemos que actuar con mucho cuidado —dijo Quarry dirigiéndose a los quants, pero también a Hoffmann—. Si empezamos a liquidar posiciones tan grandes demasiado deprisa, alteraremos los precios.
Hoffmann asintió con la cabeza.
—Tienes razón, pero el VIXAL nos ayudará a conseguir los óptimos, incluso si cancelamos el automatismo. —Dirigió la mirada hacia la hilera de relojes digitales que había bajo las pantallas gigantes de televisión—. Todavía tenemos más de tres horas hasta que cierren los mercados de Estados Unidos. Imre, ¿podéis ayudar Dieter y tú con la renta fija y las divisas? Franco y Jon, coged a tres o cuatro chicos cada uno y dividid por acciones y sectores. Kolya, tú puedes hacer lo mismo con los índices. Los demás, en sus secciones de siempre.
—Si surge algún problema —añadió Quarry—, Alex y yo estaremos aquí para ayudaros. Y os diré una cosa: que nadie piense ni por un momento que esto es una retirada. Hoy hemos conseguido dos mil millones más en inversión, así que esta empresa sigue creciendo, ¿de acuerdo? ¿Ha quedado claro? Recalibraremos durante veinticuatro horas y pasaremos a otras cosas mejores. ¿Alguna pregunta? —Alguien levantó una mano—. ¿Sí?
—¿Es verdad que acabas de despedir a Gana Rajamani?
Hoffmann miró a Quarry, sorprendido. Creía que iba a esperar hasta que hubiera pasado la crisis.
Quarry no se inmutó:
—Gana llevaba semanas deseando reunirse con su familia en Londres. —Hubo una exclamación general de sorpresa. Quarry levantó una mano—. Os aseguro que Gana está completamente informado de todo lo que estamos haciendo. Y ahora, ¿alguien más quiere arruinar su carrera haciéndome una pregunta trampa? —Hubo risas nerviosas—. Muy bien…
—Bueno, una cosa más, Hugo —dijo Hoffmann. Contemplando los atentos rostros de sus quants, tuvo por primera vez cierta sensación de camaradería. Los había reclutado a todos personalmente. El equipo (la empresa) lo había creado él: suponía que podía pasar mucho tiempo hasta que volviera a tener ocasión de dirigirse a ellos como colectivo, si es que podía hacerlo algún día—. Me gustaría añadir una cosa. Este ha sido un día de mierda, como algunos de vosotros seguramente ya habréis notado. Y pase lo que pase conmigo, solo quiero deciros a todos, a cada uno de vosotros… —Tuvo que detenerse y tragar saliva. Comprobó, horrorizado, que se le estaban empañando los ojos y que la emoción le atenazaba la garganta. Se miró los pies y esperó hasta que se hubo serenado; entonces volvió a levantar la cabeza. Tenía que terminar cuanto antes, o se derrumbaría delante de todos—. Solo quiero que sepáis que estoy muy orgulloso de lo que hemos hecho juntos. Esto nunca ha sido solo un asunto de dinero; desde luego no lo ha sido para mí, y creo que para la mayoría de vosotros tampoco. Así que gracias. Ha significado mucho para mí. Nada más.
No hubo aplausos, solo perplejidad. Hoffmann se bajó de la silla. Vio que Quarry lo miraba de una manera extraña, aunque el director ejecutivo se recuperó rápidamente y dijo:
—Bueno, se acabó lo que se daba. Todos a las galeras, esclavos, ya podéis empezar a remar. Se avecina una tormenta.
Cuando los quants comenzaron a volver a sus mesas, Quarry le dijo a Hoffmann:
—Eso ha sonado a discurso de despedida.
—No era esa mi intención.
—Pues lo ha parecido. ¿Qué has querido decir con eso de «pase lo que pase conmigo»?
Pero antes de que Hoffmann pudiera contestar, alguien gritó:
—Alex, ¿puedes venir un momento? Creo que tenemos un problema.