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La extinción de las especies y de grupos enteros de especies que ha desempeñado un papel tan importante en la historia del mundo orgánico es consecuencia casi inevitable del principio de la selección natural, por el cual las formas viejas son suplantadas por otras nuevas y mejoradas.

CHARLES DARWIN,
El origen de las especies (1859)

El Comité de Riesgos de Hoffmann Tecnologías de Inversión se reunió por segunda vez en el día a las 16.25, hora centroeuropea, cincuenta y cinco minutos después de la apertura de los mercados de Estados Unidos. Estaban presentes Hugo Quarry, director ejecutivo; Lin Ju-Long, director financiero; Pieter van der Zyl, director de operaciones; y Ganapathi Rajamani, director de riesgos, que era quien redactaba las actas y en cuyo despacho se celebraba la reunión.

Rajamani estaba sentado a su mesa, como un director de colegio. Su contrato estipulaba que no participaba del dividendo adicional, a diferencia del resto de los empleados. Se suponía que eso le permitía ser más objetivo respecto a los riesgos, pero Quarry opinaba que solo había servido para convertirlo en un mojigato acreditado que podía permitirse el lujo de contemplar con desprecio los grandes beneficios de la empresa. El holandés y el chino ocupaban las dos sillas. Quarry estaba repantigado en el sofá; a través de las persianas, que no estaban cerradas, vio cómo Amber acompañaba a Leclerc a la recepción.

El primer punto tratado en la reunión fue la ausencia injustificada del doctor Alexander Hoffmann, presidente de la empresa, y el hecho de que Rajamani quisiera que esa negligencia en el cumplimiento del deber constara en acta fue, para Quarry, la primera indicación de que su director mojigato se estaba preparando para actuar despiadadamente. Rajamani parecía deleitarse exponiendo lo peligrosa que se había vuelto su posición. Anunció que desde la anterior reunión del comité, unas cuatro horas atrás, la exposición al riesgo del fondo se había incrementado radicalmente. Se habían encendido todos los indicadores de alerta de la cabina de mando. Había que tomar decisiones rápidamente.

Empezó a leer datos de su ordenador. El VIXAL había abandonado casi por completo la posición larga de la empresa en futuros de S&P, su cobertura principal contra un mercado alcista, y los había dejado encallados en su plétora de posiciones cortas. También se estaba deshaciendo de todas —«repito: todas»— sus parejas de apuestas largas en los aproximadamente ochenta valores que estaba vendiendo en corto: solo en los últimos minutos, los últimos restos de una posición larga de setenta millones de dólares en Deloitte, tomada para cubrir la fuerte venta corta contra su competidor, Accenture, habían sido liquidados. Y quizá lo más preocupante: a medida que, una a una, se liquidaban las apuestas largas, no había habido un movimiento correspondiente para volver a comprar las acciones que habían vendido en corto.

—Jamás había visto nada parecido —concluyó Rajamani—. El hecho es que ha desaparecido toda la cobertura delta del fondo.

Quarry siguió con cara de póquer, pero hasta él estaba asustado. Siempre había tenido una fe inquebrantable en el VIXAL, pero se suponía que aquello era un fondo de cobertura: la clave estaba en el nombre, caray. Si hacías desaparecer la cobertura —si prescindías de todas las complicadísimas fórmulas matemáticas que se suponía que aseguraban que cubrías tu riesgo—, era como si cogieras la plata de la familia y la apostaras toda en las carreras de Newmarket. Cierto, la cobertura ponía un techo a tus ganancias, pero también ponía un suelo bajo tus pérdidas. Y dado que no había ningún fondo que no pasara por una mala racha de vez en cuando, si no tenías cobertura, una serie de malas decisiones podía borrarte del mapa. Se estremeció solo de pensarlo. El filet mignon de veau de la comida amenazaba con ascender como la bilis por su garganta. Se tocó la frente con el dorso de la mano. Se dio cuenta de que le estaba dando un sudor frío.

Rajamani siguió machacando:

—No solo estamos abandonando nuestra posición larga en futuros de S&P, sino que estamos vendiendo en corto futuros de S&P. Además hemos aumentado nuestra posición en futuros de VIX hasta cerca de los mil millones de dólares. Y estamos comprando puts out-of-the-money tan extremadas, que presuponen un deterioro tan masivo del mercado en general, que nuestro único consuelo es que al menos las estamos comprando por unos pocos centavos. Además…

Quarry levantó una mano.

—Vale, Gana. Gracias. Ya lo entendemos. —Necesitaba tomar las riendas de la reunión cuanto antes y evitar que se convirtiera en una derrota aplastante. Era consciente de que los estaban observando desde la sala de operaciones. Todos sabían que la cobertura había desaparecido. De vez en cuando, una cara angustiada asomaba por detrás del monitor de seis pantallas, como dianas en un puesto de tiro al blanco.

—Voy a cerrar las cortinas —anunció Van der Zyl, y fue a levantarse.

—No, déjalas abiertas, Piet —dijo Quarry bruscamente—. O creerán que estamos firmando un pacto de suicidio. Es más, me gustaría veros sonreír un poco, si no os importa. Todos a sonreír: es una orden. Tú también, Gana. Mostremos a nuestras tropas un poco de la sangre fría de los oficiales.

Puso los pies encima de la mesita de salón y entrelazó las manos detrás de la cabeza fingiendo despreocupación, pero se le clavaban tanto las uñas en la piel que durante el resto del día las marcas que le dejaron parecerían cicatrices. Echó un vistazo a las fotografías personales que Rajamani se había llevado de su casa para aliviar la melancolía escandinava de la decoración: una foto de grupo en una boda, tomada por la noche en un jardín de Delhi, los novios enguirnaldados en el centro, sonriendo como posesos; Rajamani el día de su graduación en Cambridge, de pie frente a la University Senate House; y un niño y una niña con uniforme escolar mirando muy serios a la cámara.

—Está bien, Gana —dijo—. ¿Qué nos recomiendas?

—Solo hay una opción: cancelar el VIXAL y reconstruir la cobertura.

—¿Pretendes que pasemos del VIXAL sin consultar siquiera a Alex? —preguntó Ju-Long.

—Se lo consultaría si pudiera encontrarlo —replicó Rajamani—. Pero no contesta al teléfono.

—Creía que estaba comiendo contigo, Hugo —dijo Van der Zyl.

—Sí. Se ha marchado corriendo a media comida.

—¿Adónde ha ido?

—No lo sé. Se ha largado sin decir nada.

—Eso es de una irresponsabilidad pasmosa —dijo Rajamani—. Lo siento. Él sabía que había un problema. Sabía que íbamos a volver a reunirnos esta tarde.

Siguió un silencio.

—En mi opinión —terció Ju-Long—, y esto es algo que solo diría entre nosotros, Alex padece algún tipo de crisis nerviosa.

—Cállate, LJ —espetó Quarry.

—Es la verdad, Hugo —dijo Van der Zyl.

—Y tú cállate también.

El holandés se apresuró a rectificar.

—Vale, vale.

—¿Queréis que esto conste en acta? —preguntó Rajamani.

—No, claro que no. —Quarry señaló el monitor del ordenador de Rajamani con la punta de un elegante zapato—. Y ahora, Gana, escúchame bien: si aparece en esa acta la más sutil insinuación de que Alex sufre algún tipo de inestabilidad mental, esta empresa estará acabada y tú tendrás que responsabilizarte de ello ante todos esos colegas de ahí fuera, que ahora mismo están observando cada uno de nuestros movimientos, y ante todos nuestros inversores, que han ganado muchísimo dinero gracias a Alex y que nunca te perdonarán. ¿Entiendes lo que te digo? Déjame resumirte la situación en cinco palabras: sin Alex no hay empresa.

Rajamani le sostuvo la mirada unos segundos. Entonces arrugó la frente y levantó las manos del teclado.

—Muy bien —continuó Quarry—. En ausencia de Alex, vamos a intentar verlo al revés. Si no pasamos del VIXAL ni recuperamos la cobertura delta, ¿qué van a decir los brokers?

—Últimamente le dan mucha importancia a la garantía —dijo Ju-Long—, después de lo que le pasó a Lehman. No nos dejarán operar sin tener la cobertura acordada previamente.

—Y ¿cuándo tendremos que empezar a mostrarles algo de dinero?

—Creo que deberemos presentar un nivel sustancial de garantías mañana antes del cierre del negocio.

—Y ¿cuánto crees que querrán que aportemos?

—No estoy seguro. —Ju-Long movió su pulcra y blanda cabeza de un lado a otro, cavilando—. Quizá quinientos millones.

—¿Quinientos millones en total?

—No, quinientos millones cada uno.

Quarry cerró un momento los ojos. Cinco brokers principales —Goldman, Morgan Stanley, Citi, AmCor, Credit Suisse—, quinientos millones a depositar en cada uno: dos mil quinientos millones de dólares. Y no dinero de pacotilla: ni pagarés ni bonos, sino dinero contante y sonante que tendrían que enviarles antes de las cuatro de la tarde del día siguiente. No era que Hoffmann Tecnologías de Inversión no dispusiera de esa clase de dinero. Solo operaban con aproximadamente el veinticinco por ciento del capital que los inversores tenían depositado en ellos; el resto no necesitaban aportarlo. La última vez que miró, tenían al menos cuatro mil millones de dólares guardados solo en letras del Tesoro de Estados Unidos. Podían echar mano de eso cuando quisieran. Pero Dios santo, qué golpe tan colosal para sus reservas; qué paso hacia el borde del precipicio…

Rajamani interrumpió sus pensamientos:

—Lo siento, pero esto es una locura, Hugo. Este nivel de riesgo supera con mucho lo prometido en nuestro prospecto. Si los mercados experimentaran una fuerte subida, nos enfrentaríamos a pérdidas de miles de millones. Hasta podríamos quebrar. Nuestros clientes nos demandarían.

Ju-Long añadió:

—Y aunque continuemos operando, será lamentable tener que informar a la junta del fondo de nuestros acelerados niveles de riesgo precisamente cuando determinados inversores están a punto de aportar otros mil millones de dólares al VIXAL-4.

—Se retirarán —dijo Van der Zyl, compungido—. Cualquiera lo haría.

Quarry ya no podía seguir sentado. Se levantó, y se habría puesto a pasear por el despacho, pero no había suficiente espacio. ¡Cómo podía pasar aquello justo ahora que acababa de conseguir dos mil millones de dólares! ¡Qué injusticia! Agarrotó las manos y miró al techo con el rostro crispado. No soportaba ni un momento más la expresión de superioridad moral de Rajamani, así que dio la espalda a sus colegas y se apoyó en la mampara de cristal, con los dedos extendidos, contemplando la sala de operaciones sin importarle que lo miraran. Intentó visualizar cómo sería dirigir un fondo de inversiones sin cobertura, descontrolado, expuesto a toda la fuerza de los mercados mundiales: el océano de setecientos billones de dólares de acciones y bonos, divisas y derivados financieros que día tras día subían y bajaban incesantemente unos contra otros, azotados por corrientes y mareas y tormentas formando vorágines que nadie podía imaginar. Sería como intentar atravesar el Atlántico Norte en una tapa de cubo de basura utilizando una cuchara de madera como remo. Y había una parte de él —la parte que contemplaba la existencia como un juego que tarde o temprano uno estaba condenado a perder; la parte que antes apostaba diez mil dólares a qué mosca echaría a volar primero en la mesa de un bar solo para sentir el cosquilleo del miedo— que en otras circunstancias habría disfrutado con aquello. Pero ahora quería, además, conservar lo que tenía. Le gustaba que lo conocieran como un director de hedge fund rico, la flor y nata de la élite, el equivalente financiero de la Guardia Real. Estaba clasificado con el número 177 en la última lista de millonarios publicada por Sunday Times; hasta habían sacado una fotografía suya en el puente de mando de un Riva 115 («El soltero Hugo Quarry lleva una vida de ensueño a orillas del lago Lemán. Y ¿por qué no iba a hacerlo, si es el director ejecutivo de uno de los hedge funds de mayor éxito de Europa?»). ¿De verdad iba a poner en peligro todo eso, solo porque un maldito algoritmo había decidido ignorar las reglas básicas de las inversiones financieras? Por otra parte, la única razón por la que figuraba en la lista de millonarios era precisamente ese maldito algoritmo. Dio un gruñido. Era increíble. ¿Dónde estaba Hoffmann?

Se dio la vuelta y dijo:

—Necesitamos hablar con Alex antes de anular el automatismo. A ver, ¿cuándo fue la última vez que alguno de nosotros hizo una operación?

—No te ofendas, Hugo, pero no se trata de eso —dijo Rajamani.

—Claro que se trata de eso. Es de lo único de que se trata. Esto es un hedge fund algorítmico. No estamos preparados para dirigir un valor en libros de diez mil millones de dólares. Necesitaría como mínimo a veinte traders de primera fila con huevos de acero ahí fuera, que conocieran bien los mercados; lo único que tengo son unos pocos quants con caspa que evitan mirarte a los ojos.

—La verdad —dijo Van der Zyl— es que deberíamos haber abordado este asunto antes. —El holandés tenía una voz grave, resonante, marinada en café y puros—. No me refiero a que deberíamos haberlo pensado más pronto hoy, sino la semana o el mes pasados. El VIXAL lleva tanto tiempo teniendo tanto éxito que nos ha deslumbrado a todos. Nunca hemos previsto procedimientos adecuados para actuar en caso de que fallara.

En el fondo Quarry sabía que era cierto. Había dejado que la tecnología lo debilitara. Era como un conductor perezoso que se había vuelto absolutamente dependiente de los sensores de aparcamiento y los navegadores para moverse por la ciudad. Sin embargo, incapaz de concebir un mundo sin el VIXAL, salió en su defensa:

—¿Os importa que os recuerde que no ha fallado? A ver, la última vez que miré, llevábamos ganados sesenta y ocho millones en el día. ¿Qué dice ahora la P&L, Gana?

Rajamani miró su pantalla.

—Setenta y siete —concedió.

—Vale, gracias. Es una definición muy extraña de fracaso, ¿no os parece? ¿Un sistema que ha ganado nueve millones de dólares en lo que tardo en llevar mi trasero de un extremo a otro de este despacho?

—Sí —dijo Rajamani con paciencia—, pero es un beneficio puramente teórico, que podría desaparecer en cuanto el mercado se recupere.

—Y ¿se está recuperando el mercado?

—No, admito que de momento el Dow sigue cayendo.

—Bueno, ahí está nuestro dilema, caballeros, justo ahí. Todos estamos de acuerdo en que deberíamos cubrir el fondo, pero también hemos de admitir que el VIXAL ha demostrado ser mejor juez de los mercados que nosotros.

—¡Venga ya, Hugo! ¡Es evidente que algo va mal! El VIXAL tiene que operar dentro de determinados parámetros de riesgo, y si no lo hace, significa que no funciona bien.

—No estoy de acuerdo. Se ha demostrado que tenía razón respecto a Vista Airways, ¿no? Eso ha sido absolutamente extraordinario.

—Ha sido una coincidencia. Hasta Alex lo ha reconocido. —Rajamani pidió a Ju-Long y Van der Zyl que lo secundaran—: Venga, chicos, apoyadme. Para que esas posiciones tuvieran sentido, el mundo entero tendría que estrellarse.

Ju-Long levantó la mano como haría un colegial en clase.

—Ya que ha salido el tema, Hugo, ¿puedo preguntar lo de la venta corta de Vista Airways? ¿Alguien ha visto las últimas noticias?

Quarry se dejó caer en el sofá.

—No, no las he visto. He estado muy ocupado. ¿Por qué? ¿Qué dicen?

—Resulta que la causa del accidente no ha sido un fallo mecánico, sino la explosión de una bomba.

—Vale. ¿Y?

—Parece ser que se publicó un aviso en una página web yihadista cuando el avión todavía estaba volando. Como es lógico, hay mucha indignación por el hecho de que los servicios de inteligencia lo pasaran por alto. Eso ha sido a las nueve de la mañana.

—Lo siento, LJ. Soy un poco duro de mollera. ¿Qué nos importa eso a nosotros?

—Solo que las nueve de la mañana es exactamente la hora a la que empezamos a vender en corto las acciones de Vista Airways.

Quarry tardó un poco en reaccionar.

—¿Me estás diciendo que monitorizamos páginas yihadistas?

—Eso parece.

—De hecho sería absolutamente lógico —intervino Van der Zyl—. El VIXAL está programado para rastrear la web en busca de muestras de lenguaje relacionado con el miedo y detectar correlaciones de mercados. ¿Qué mejor sitio para buscarlos?

—Pero eso supone un salto cuántico, ¿no? —preguntó Quarry—. Ver el aviso, hacer la deducción y vender las acciones.

—No lo sé. Tendríamos que preguntárselo a Alex. Pero es un algoritmo de aprendizaje automático. En teoría, evoluciona continuamente.

—En ese caso —terció Rajamani—, es una lástima que no se hubiera desarrollado lo suficiente para advertir a la compañía aérea.

—Venga, por favor —dijo Quarry—, no seáis tan condenadamente beatos. Es una máquina para hacer dinero, y no un puñetero embajador de buena voluntad de Naciones Unidas. —Apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y se quedó mirando el techo mientras intentaba asimilar lo que implicaba todo aquello—. Cielo santo. Todo esto me supera.

—Podría ser una coincidencia, desde luego —dijo Ju-Long—. Como ha dicho Alex esta mañana, la venta corta de la compañía aérea solo era una parte de todo un patrón de apuestas a la baja.

—Sí, pero incluso así, esa es la única venta corta en que hemos vendido la posición y hemos obtenido el beneficio. Las otras las conservamos. Y eso plantea una pregunta: ¿por qué las estamos conservando? —Lo recorrió un escalofrío—. Me pregunto qué creerá el VIXAL que va a pasar a continuación.

—El VIXAL no piensa nada —dijo Rajamani, impacientándose—. Es un algoritmo, Hugo, una herramienta. Está tan vivo como una llave inglesa o un gato hidráulico. Y nuestro problema es que esa herramienta se ha vuelto demasiado inestable para que confiemos en ella. Bueno. El tiempo apremia y tengo que pedirle a este comité que autorice formalmente la cancelación del VIXAL y empiece a cubrir el fondo de inmediato.

Quarry miró a los otros dos. Sabía apreciar los matices, y detectó que algo había cambiado ligeramente en el ambiente. Ju-Long miraba al frente con gesto impasible, y Van der Zyl examinaba una pelusa de la manga de su chaqueta. Parecían avergonzados. Eran hombres decentes e inteligentes, pensó, pero débiles. Y les tenían un profundo cariño a sus bonus. Para Rajamani era muy fácil ordenar que pararan el VIXAL; a él no iba a costarle nada. Pero ellos habían recibido cuatro millones de dólares cada uno el año anterior. Evaluó sus posibilidades y decidió que no le causarían problemas. En cuanto a Hoffmann, no le interesaba el personal de la empresa, exceptuando a los quants: respaldaría cualquier decisión que tomara.

—Gana —dijo con tono agradable—, lo siento, pero me temo que vamos a tener que prescindir de ti.

—¿Qué? —Rajamani lo miró frunciendo el entrecejo. Entonces intentó sonreír, pero solo consiguió componer un horrible rictus. Intentó tomárselo a broma—. Venga, Hugo…

—Por si te sirve de consuelo, pensaba despedirte la semana que viene pasara lo que pasase. Pero creo que cuanto antes, mejor. Apúntalo en el acta, ¿quieres? «Tras una breve discusión, Gana Rajamani acepta renunciar a sus funciones de director de riesgos, con efectos inmediatos. Hugo Quarry le da las gracias por todo lo que ha hecho por la empresa», que, en mi opinión, por cierto, es un carajo. Recoge las cosas de tu mesa, lárgate a casa y dedica más tiempo a tus encantadores hijos. Y no te preocupes por el dinero: estaré encantado de pagarte el sueldo de un año solo por el placer de no tener que volver a verte.

Rajamani se estaba recobrando: después, Quarry tuvo que admitir que al menos tenía capacidad de recuperación.

—A ver si lo he entendido bien —replicó—: ¿me estás despidiendo solo por hacer mi trabajo?

—En parte por hacer tu trabajo, pero sobre todo por ser tan coñazo.

—Muchas gracias —dijo Rajamani con cierta dignidad—. Recordaré esas palabras. —Se volvió hacia sus colegas y dijo—: ¿Piet? ¿LJ? ¿Vais a intervenir? —Ninguno de los dos se movió, y Rajamani, algo más desesperado, añadió—: Creía que teníamos un acuerdo…

Quarry se levantó y desconectó el cable del ordenador de Rajamani, que emitió una débil vibración y se apagó.

—No hagas copias de ninguno de tus archivos. Si lo haces, el sistema nos avisará. Antes de salir, entrégale tu teléfono móvil a mi secretaria. No hables con ningún otro empleado de la empresa. Tienes un cuarto de hora para salir de las oficinas. Tu indemnización depende del cumplimiento de nuestro acuerdo de confidencialidad. ¿Entendido? Preferiría no tener que llamar a seguridad, queda muy cutre. Caballeros —dijo a los otros dos—, ¿lo dejamos solo para que pueda recoger todas sus cosas?

—Cuando esto se sepa, esta empresa estará acabada. Ya me encargaré yo —dijo Rajamani.

—Sí, estoy seguro.

—Has dicho que el VIXAL podía estrellarnos contra la ladera de una montaña, y eso es exactamente lo que está haciendo.

Quarry cogió por los hombros a Ju-Long y a Van der Zyl y los hizo salir del despacho delante de él. Cerró la puerta sin mirar atrás. Sabía que todo aquel drama se había representado ante una audiencia de quants, pero eso no tenía remedio. Estaba contento; siempre se alegraba cuando despedía a alguien: era una catarsis. Sonrió a la secretaria de Rajamani, una chica muy mona; por desgracia, ella también debería marcharse. Quarry tenía un concepto precristiano de esos rituales: siempre era mejor enterrar a los criados con el amo muerto por si los necesitaba en la otra vida.

—Lo siento —les dijo a Ju-Long y Van der Zyl—, pero a fin de cuentas, en este negocio o somos innovadores o no somos nada, ¿no? Y me temo que Gana es la clase de persona que en 1492 se habría presentado en el muelle y le habría dicho a Colón que no podía zarpar porque su evaluación de riesgos era negativa.

—El riesgo era su responsabilidad, Hugo —dijo Ju-Long con una aspereza que Quarry no esperaba—. Quizá te hayas librado de él, pero no te has librado del problema.

—Ya lo sé, LJ, y sé que Gana era amigo tuyo. —Le puso una mano en el hombro y lo miró a los ojos—. Pero no olvides que ahora mismo esta empresa es unos ochenta millones de dólares más rica que cuando hemos venido a trabajar esta mañana. —Señaló la sala de operaciones: todos los quants habían vuelto a sus sitios; se respiraba cierta apariencia de normalidad—. La máquina todavía funciona y, francamente, mientras Alex no nos diga otra cosa, creo que tenemos que confiar en ella. Hemos de suponer que el VIXAL ha detectado un patrón de sucesos que nosotros no podemos percibir. Vamos, nos están mirando.

Siguieron adelante por uno de los lados de la sala de operaciones; Quarry iba delante. Quería alejarlos cuanto antes de la escena del derrocamiento de Rajamani. Mientras andaba intentó otra vez llamar al teléfono móvil de Hoffmann, pero volvió a salir su buzón de voz. No se molestó en dejarle un mensaje.

—Mira, estaba pensando… —dijo Van der Zyl.

—¿Qué estabas pensando, Piet?

—Que el VIXAL debe de haber extrapolado un colapso general del mercado.

—No me digas.

Pero Van der Zyl no apreció el sarcasmo.

—Sí, porque si te fijas en las acciones que está vendiendo, ¿qué son? Complejos turísticos y casinos, consultorías de gestión, comida y artículos domésticos… No son sectores específicos, sino pertenecientes a todas las áreas.

—Y luego está la venta en corto en el S&P —dijo Ju-Long—, y los puts out-of-the-money

—Y el índice del miedo —añadió Van der Zyl—. ¡Mil millones de dólares de opciones del índice del miedo, Dios mío!

Sí, era mucho dinero, pensó Quarry. Se paró. De hecho era muchísimo. Hasta ese momento, en medio del fárrago de datos que habían manejado, no se había percatado del tamaño de esa posición. Se acercó a un terminal libre, se inclinó sobre el teclado y abrió rápidamente una gráfica del VIX. Ju-Long y Van der Zyl se le unieron. La gráfica mostraba una suave ondulación en el valor del índice de volatilidad que reflejaba la fluctuación de los dos últimos días de cotización; la línea subía y bajaba dentro de un estrecho margen. Sin embargo, en los noventa últimos minutos había empezado a tender claramente al alza: a partir de una base de cerca de veinticuatro puntos a la hora de apertura en Estados Unidos, había subido hasta casi veintisiete. Era demasiado pronto para saber si eso señalaba una escalada significativa en el nivel de miedo en el propio mercado. No obstante, aunque no fuera así, lo que tenían ante sus ojos significaba un beneficio de casi cien millones de dólares. Quarry volvió a notar un escalofrío.

Apretó un interruptor y conectó el canal de audio del parqué del S&P 500 de Chicago. Ese servicio, al que estaban suscritos, les permitía captar en directo el ambiente del mercado, algo que no siempre podías obtener a través de las cifras. «Chicos —decía una voz con acento norteamericano—, el único comprador que tengo, desde las nueve y veintiséis, es uno de Goldman a cincuenta y uno. Aparte de eso, chicos, todo lo demás han sido ventas. Merrill Lynch, vendiendo a saco. Pru Bache, vendiendo a saco, de cincuenta y nueve a cincuenta y tres. Hasta Swiss Bank y Smith están vendiendo a saco…»

Quarry lo apagó.

—LJ —dijo—, ¿por qué no empiezas liquidando esos dos mil quinientos millones en letras del Tesoro, por si mañana tenemos que aportar alguna garantía?

—Claro, Hugo. —Miró a Quarry a los ojos. Había visto la relevancia del movimiento del VIX, y Van der Zyl también.

—Deberíamos tratar de comunicarnos al menos cada media hora —propuso Quarry.

—¿Y Alex? —dijo Ju-Long—. Tendría que ver esto. Él le encontraría alguna explicación.

—Conozco a Alex. Volverá, no os preocupéis.

Se marcharon cada uno por su lado. «Como conspiradores», pensó Quarry.