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Las variedades son especies en el proceso de formación, o, como ya las hemos llamado, especies incipientes.

CHARLES DARWIN,
El origen de las especies (1859)

Ya eran más de las tres cuando Hugo Quarry volvió a la oficina. Le había dejado varios mensajes en el móvil a Hoffmann, que él no le había contestado, y estaba un poco inquieto por no saber el paradero de su socio: al supuesto guardaespaldas de Hoffmann lo había encontrado charlando con una chica en la recepción, sin saber siquiera que la persona que tenía a su cargo había salido del hotel. Quarry lo había despedido en el acto.

Pese a todo, el inglés estaba de buen humor. Creía que seguramente podrían reunir el doble de la nueva inversión prevista —dos mil millones de dólares—, lo que equivalía a cuarenta millones de dólares más simplemente en concepto de honorarios de gestión. Se había bebido varias copas de un vino francamente excelente. Mientras conducía hacia la oficina desde el restaurante lo había celebrado llamando a Benetti y encargando una pista de aterrizaje para helicópteros para su yate.

Sonreía tanto que el escáner de reconocimiento facial no consiguió cotejar sus facciones con su base de datos, y Quarry tuvo que intentarlo otra vez tras relajar el rostro. Pasó por debajo de los anodinos pero atentos ojos de las cámaras de seguridad del vestíbulo, dijo alegremente «Cinco» al entrar en el ascensor y se puso a tararear mientras ascendía por el tubo de cristal. Era aquella antigua canción escolar, o lo que recordaba de ella —«sonent voces omnium, tum-ti tum-ti tum-titum»—, y cuando se abrieron las puertas saludó a sus compañeros de viaje, aquellos plastas de DigiSyst o EcoTec o como demonios se llamaran, llevándose una mano a la frente como si se tocara el ala del sombrero. Hasta consiguió mantener la sonrisa cuando la puerta corredera de cristal de acceso a Hoffmann Tecnologías de Inversión se abrió y reveló al inspector Jean-Philippe Leclerc de la jefatura de policía de Ginebra, que lo esperaba en la recepción. Examinó su pase de visitante y comparó la fotografía con la arrugada figura que tenía delante. Los mercados estadounidenses abrirían al cabo de diez minutos. Tendría que prescindir de aquello.

—¿No sería posible, inspector, que habláramos en algún otro momento? Solo lo digo porque hoy, aquí, estamos todos un poco liados.

—Lamento mucho molestarlo, monsieur. Confiaba en poder hablar con el doctor Hoffmann, pero en su ausencia hay algunos asuntos que me gustaría tratar con usted. Le prometo que solo serán diez minutos.

Por la postura del inspector, con los pies ligeramente separados, Quarry comprendió que tendría que arreglárselas como pudiera.

—Claro —rectificó componiendo su sonrisa característica—. Todo el tiempo que usted quiera. Vamos a mi despacho. —Estiró un brazo y dejó pasar al policía delante—. Todo recto hasta el final.

Tenía la sensación de que ese día ya llevaba unas quince horas con la sonrisa en los labios. Le dolía la cara de tanta cordialidad. En cuanto Leclerc le dio la espalda, Quarry se permitió fruncir el entrecejo.

Leclerc atravesó lentamente la sala de operaciones, examinando el entorno con interés. La gran sala sin particiones, con aquellas pantallas y aquellos relojes que marcaban las diferentes zonas horarias, era más o menos lo que esperaba encontrar en una compañía financiera. Lo había visto en la televisión. No obstante, le sorprendieron los empleados —eran todos muy jóvenes, y ninguno llevaba traje ni corbata— y el silencio que reinaba. Cada uno estaba sentado a su mesa, y la concentración se palpaba en el aire. Aquel sitio le recordó a un aula de exámenes de una facultad solo para hombres. O quizá a un seminario: sí, un seminario de Mammón. Esa imagen le gustó. En varias pantallas vio un eslogan, rojo sobre blanco, como en la antigua Unión Soviética:

EN LA EMPRESA DEL FUTURO NO HABRÁ PAPEL

EN LA EMPRESA DEL FUTURO NO HABRÁ EXISTENCIAS

LA EMPRESA DEL FUTURO SERÁ TOTALMENTE DIGITAL

HA LLEGADO LA EMPRESA DEL FUTURO

—Bueno —dijo Quarry, y volvió a sonreír—, ¿qué puedo ofrecerle, inspector? ¿Té, café, agua?

—Creo que tomaré té, ya que estoy con un inglés. Gracias.

—Dos tés, Amber, por favor. English breakfast.

—Tienes muchas llamadas, Hugo —dijo la secretaria.

—Sí, ya me lo temía. —Abrió la puerta de su despacho y se hizo a un lado para dejar pasar a Leclerc primero, y luego fue derecho a su mesa—. Por favor, siéntese, inspector. Perdóneme. Solo será un segundo. —Revisó su pantalla. Los mercados europeos estaban bajando bastante deprisa. El DAX había caído un uno por ciento, el CAC un dos, el FTSE un uno y medio. El euro se había devaluado un centavo respecto al dólar. No tuvo tiempo de comprobar todas sus posiciones, pero la P&L señalaba que el VIXAL-4 ya llevaba ganados sesenta y ocho millones de dólares aquel día. Sin embargo, todo aquello tenía algo que le resultaba vagamente amenazador, pese a su buen humor; intuía que estaba a punto de caer una tormenta—. Estupendo. Muy bien. —Se sentó a su mesa con gesto alegre—. Dígame, ¿ya han detenido a ese maníaco?

—Todavía no. Tengo entendido que el doctor Hoffmann y usted llevan ocho años trabajando juntos.

—Sí. Montamos este negocio en 2002.

Leclerc sacó su bloc de notas y su bolígrafo. Los levantó y dijo:

—¿Le importa si…?

—No, aunque a Alex sí le importaría.

—¿Cómo dice?

—Tenemos prohibido utilizar en la oficina sistemas de recuperación de datos basados en el carbono: libretas y periódicos, para que usted me entienda. Se supone que la empresa es completamente digital. Pero Alex no está aquí ahora, de modo que no se preocupe. Adelante.

—Eso suena un poco excéntrico. —Leclerc lo anotó en su bloc.

—Podríamos llamarlo así. O podríamos llamarlo una parida del copón. Pero Alex es como es. Es un genio, y los genios no suelen ver el mundo igual que nosotros. Dedico gran parte de mi tiempo a explicarles su comportamiento a los simples mortales. Como Juan Bautista, voy por delante de él. O por detrás.

Lo dijo pensando en la comida en el Beau-Rivage, en la que había tenido que justificar dos veces el comportamiento de Hoffmann ante los simples mortales: la primera, cuando había tardado media hora en presentarse («Me ha pedido que lo disculpéis, está trabajando en un nuevo teorema muy complejo»), y la segunda cuando de pronto había abandonado la mesa en medio del primer plato («Bueno, allá va Alex, amigos. Supongo que habrá tenido otro de sus momentos Eureka»). Pero aunque sus clientes habían murmurado un poco y puesto los ojos en blanco, estaban dispuestos a aceptarlo. Por ellos, Hoffmann podía terminar el día columpiándose desnudo de las vigas del techo mientras tocaba el ukelele, con tal de que siguiera generándoles un rendimiento del ochenta y tres por ciento.

—¿Podría decirme cómo se conocieron? —preguntó Leclerc.

—Claro. Cuando empezamos a trabajar juntos.

—Y ¿cómo fue eso?

—Ah, pero ¿quiere que le cuente toda la historia de amor? —Quarry se cogió las manos detrás de la cabeza y se recostó adoptando su postura favorita, con los pies en la mesa; le encantaba contar una historia que ya había contado cientos de veces, tal vez mil, hasta pulirla y convertirla en una leyenda empresarial: cuando Sears conoció a Roebuck, cuando Rolls conoció a Royce y cuando Quarry conoció a Hoffmann—. Fue en las Navidades de 2001. Yo vivía en Londres y trabajaba para un gran banco norteamericano. Quería probar y montar mi propio fondo. Sabía que podía reunir el dinero (tenía los contactos necesarios: eso no suponía ningún problema), pero no tenía ningún plan de juego que pudiera sostenerse a largo plazo. En este negocio necesitas una estrategia. ¿Sabía usted que la esperanza de vida de un hedge fund es de tres años?

—No —contestó Leclerc educadamente.

—Pues es cierto. Es la vida media de un hámster. En fin, un colega de nuestra oficina en Ginebra comentó que había oído hablar de un científico chiflado del CERN que por lo visto tenía ideas interesantes relacionadas con los algoritmos. Creímos que tal vez podríamos contratarlo como quant, pero él no quiso jugar con nosotros. Ni siquiera aceptó reunirse con nosotros, no quería saber nada: por lo visto estaba como una cabra, loco de atar. Nos reímos mucho. ¡Ay, los quants! ¿Qué le íbamos a hacer? Pero aquel en particular tenía algo que me hizo sentir curiosidad: no sé, fue una corazonada. Resultó que yo estaba planeando ir a esquiar aquellas vacaciones, y se me ocurrió buscarlo…

Había decidido contactar con él la noche de fin de año: imaginó que hasta un loco de atar se vería obligado a soportar alguna compañía en Nochevieja. De modo que había dejado a Sally y a los niños en el chalet de Chamonix —lo habían alquilado con los Baker, sus horrendos vecinos de Wimbledon— e, ignorando sus reproches, había bajado él solo al valle, a Ginebra, contento de tener una excusa para huir. Las montañas mostraban un azul luminoso bajo el creciente de luna y las carreteras estaban desiertas. En el coche de alquiler no había navegador en aquella época, y cuando llegó cerca del aeropuerto de Ginebra había tenido que parar en la cuneta y consultar el mapa Hertz. Saint-Genis-Pouilly estaba un poco más allá, pasado el CERN, en medio de una llanura de tierras cultivables que relucían bajo la helada: un pueblecito francés, una cafetería en el centro de calles adoquinadas, hileras de casas pulcras con tejados rojos, y por último unos cuantos bloques de apartamentos modernos, de hormigón, construidos recientemente y pintados de color ocre, con los balcones adornados con campanillas, sillas metálicas dobladas y jardineras secas. Quarry había tocado el timbre de Hoffmann mucho rato sin obtener respuesta, pese a que se vislumbraba una franja de luz tenue bajo la puerta e intuía que dentro había alguien. Al final había salido un vecino y le había dicho que tout le monde par le CERN estaba en una fiesta en una casa cerca del estadio deportivo. Por el camino Quarry había parado en un bar y había comprado una botella de coñac, y recorrió las calles oscuras hasta que encontró la casa.

Habían pasado más de ocho años y todavía recordaba la emoción que sintió cuando se cerraron las puertas del coche con aquel alegre chasquido electrónico y echó a andar por la acera hacia las luces navideñas multicolores y la música machacona. Otras personas, algunas solas y otras formando parejas y riendo, convergían hacia el mismo lugar, y Quarry tuvo la impresión de que aquello iba a ser un éxito: que las estrellas que brillaban por encima de aquel espantoso pueblecito europeo se habían alineado y que estaba a punto de ocurrir algún suceso extraordinario. Los anfitriones recibían a sus invitados en la puerta: Bob y Maggie Walton, un matrimonio inglés, mayores que sus invitados, deprimentes. Se habían alegrado muchísimo de verlo, y mucho más cuando Quarry les dijo que era amigo de Hoffmann: le pareció que él era el primero que hacía aquella afirmación. Walton había rechazado la botella de coñac como si se tratara de un soborno: «Llévatela cuando te marches». No había sido muy simpático con él, pero la verdad era que se estaba colando en su fiesta, y además no encajaba allí con su anorak de esquiar de marca, rodeado de todos aquellos nerds con sueldo del gobierno. Preguntó dónde podía encontrar a Hoffmann, y Walton le contestó, con cierto recelo, que no estaba muy seguro pero que seguramente Quarry lo reconocería cuando lo viera, «si es verdad que son ustedes tan amigos».

—Y ¿lo reconoció?

—Sí, claro. Es fácil reconocer a un norteamericano, ¿no cree? Estaba solo en medio de una habitación de la planta baja y la gente circulaba alrededor de él (era un tipo apuesto, destacaba en las multitudes), pero él no les prestaba ninguna atención. Parecía que estuviera en algún otro sitio, muy lejos de allí. No tenía una expresión hostil, no sé si me explico; era solo que parecía ausente. Yo ya me he acostumbrado a eso.

—Y ¿fue esa la primera vez que habló con él?

—Sí.

—¿Qué le dijo?

—«El doctor Hoffmann, supongo».

Había sacado la botella de coñac y se había ofrecido para ir a buscar un par de copas, pero Hoffmann le había dicho que no bebía, y Quarry había replicado: «Si no bebes, ¿qué haces en una fiesta de fin de año?», y Hoffmann había contestado que unos colegas suyos muy amables pero muy sobreprotectores habían pensado que sería preferible que no se quedara solo aquella noche. Pero se equivocaban, añadió: le encantaba estar solo. Y dicho eso, se había ido a otra habitación, obligando a Quarry, tras un breve intervalo, a seguirlo. Aquel fue su primer contacto con el legendario encanto de Hoffmann. Le había cabreado bastante.

—He recorrido cien kilómetros para verte —dijo mientras lo perseguía—. He dejado a mi mujer y mis hijos llorando en una cabaña en la ladera de una montaña y he conducido por el hielo y bajo la nieve para llegar hasta aquí. Lo menos que puedes hacer es hablar conmigo.

—¿Por qué te intereso tanto?

—Porque tengo entendido que estás desarrollando un software muy interesante. Un colega mío de AmCor me dijo que había hablado contigo.

—Sí, y le expliqué que no me interesa trabajar para un banco.

—A mí tampoco.

Hoffmann lo miró por primera vez con una pizca de interés.

—Entonces, ¿qué quieres hacer?

—Quiero montar un hedge fund.

—¿Qué es un hedge fund?

Quarry, sentado enfrente de Leclerc, echó la cabeza hacia atrás y rió. Tenían diez mil millones de dólares, que pronto se convertirían en doce mil millones de dólares, en activos gestionados, y sin embargo solo ocho años atrás Hoffmann ni siquiera sabía qué era un hedge fund. Y a pesar de que seguramente una fiesta de fin de año abarrotaba y bulliciosa no era el mejor sitio para explicarlo, Quarry no tenía alternativa. Le había gritado la definición a Hoffmann al oído.

—Es una forma de maximizar los rendimientos al mismo tiempo que se minimizan los riesgos. Para que funcione hacen falta muchas matemáticas. Ordenadores.

—Vale. Sigue —dijo Hoffmann.

—Muy bien. —Quarry miró alrededor en busca de inspiración—. Mira, ¿ves a esa chica de allí, esa morena con el pelo corto que está en ese grupo y que no para de mirarte? —Quarry la había saludado levantando la botella de coñac y le había sonreído—. Vale, supongamos que estoy convencido de que lleva bragas negras (le pega llevar bragas negras), y estoy tan seguro, tan convencido, que quiero apostar un millón de dólares. El problema es que si me equivoco, me quedo sin blanca. Por eso también apuesto a que lleva unas bragas que no son negras, sino de cualquier otro color a elegir entre un cesto lleno de colores. Supongamos que apuesto novecientos cincuenta mil dólares a esa posibilidad: eso es el resto del mercado; eso es el hedge, la cobertura. Es un ejemplo muy burdo, ya lo sé, en todos los sentidos, pero escúchame. Si acierto, me llevo cincuenta mil, pero si me equivoco solo pierdo cincuenta mil, porque estoy cubierto. Y como el noventa y cinco por ciento de mi millón de dólares no está expuesto (nunca van a pedirme que lo enseñe: el único riesgo está en el spread), puedo hacer apuestas similares con otras personas. O puedo apostarlo a algo completamente diferente. Y lo más bonito es que no tengo que acertar siempre: con que acierte el color de sus bragas el cincuenta y cinco por ciento de las veces, me hago rico. Oye, te está mirando, ¿lo sabías?

—¿Estáis hablando de mí? —les había dicho ella desde el otro extremo de la habitación. Sin esperar una respuesta, se había separado de sus amigos y se les había acercado sonriendo—. Hola. Me llamo Gabby. —Le tendió la mano a Hoffmann.

—Alex.

—Y yo soy Hugo.

—Sí, tienes cara de llamarte Hugo.

Su presencia había fastidiado a Quarry, y no solo porque era evidente que Gabby solo tenía ojos para Hoffmann y en cambio él no le interesaba lo más mínimo. Quarry no había terminado su explicación, y el papel de Gabby en aquella conversación se limitaba al de una ilustración, pero eso no quería decir que tuviera que participar en ella.

—Estábamos haciendo una apuesta —dijo con voz melosa— sobre el color de tus bragas.

Quarry había cometido muy pocos errores sociales en su vida, pero aquel fue, y él lo reconocía abiertamente, sensacional.

—Desde entonces me odia.

Leclerc sonrió y anotó algo en su bloc.

—¿Y su relación con el doctor Hoffmann empezó aquella noche?

—Sí, sí. En retrospectiva, yo diría que él estaba esperando a que apareciera alguien como yo en la misma medida en que yo andaba buscando a alguien como él.

A medianoche los invitados habían salido al jardín y habían encendido velitas —«ya sabe, de esas que se usan como calientaplatos»— y las habían puesto en unos globos de papel. Docenas de faroles que resplandecían débilmente habían salido volando, elevándose rápidamente en el aire frío como lunas amarillas. Alguien había gritado: «¡Pedid un deseo!», y Quarry, Hoffmann y Gabrielle se habían quedado de pie, juntos y en silencio, mirando el cielo y echando nubes de vaho por la boca hasta que las luces se habían reducido a puntitos que parecían estrellas y habían desaparecido. Después Quarry se había ofrecido para acompañar a Hoffmann a su casa, y Gabrielle, para irritación de Quarry, se les había unido, se había sentado en el asiento trasero del coche y les había contado su vida sin que nadie se lo pidiera: tenía no sé qué doble licenciatura en Arte y Literatura francesa de una universidad del norte de la que Quarry nunca había oído hablar; había hecho un máster en el Royal College of Art y un curso de secretariado; y había tenido varios trabajos temporales, alguno en las Naciones Unidas. Pero hasta ella se había callado cuando entraron en el apartamento de Hoffmann.

Hoffmann habría preferido que no entraran, pero Quarry había mentido diciendo que necesitaba ir al lavabo —«francamente, era como intentar ligar con una chica al final de una mala noche»—, y Hoffmann, a regañadientes, los había precedido hasta el rellano y había abierto la puerta que conducía a un vivero de ruido y calor tropical: había por todas partes placas madre que zumbaban, ojos rojos y verdes que parpadeaban debajo del sofá, detrás de la mesa, amontonados en los estantes, manojos de cables negros que colgaban de las paredes como lianas formando festones. A Quarry le recordó a una historia que había leído poco antes de Navidad sobre un tipo de Maidenhead que tenía un cocodrilo en el garaje. En un rincón había un terminal Bloomberg para inversores particulares. Al volver del cuarto de baño, Quarry se había asomado al dormitorio y había visto que media cama también estaba ocupada por ordenadores.

Había regresado al salón y se había encontrado con que Gabrielle se había apoderado del sofá y se había descalzado.

—¿Qué es todo esto, Alex? —preguntó Quarry—. Parece un centro de control.

Al principio Hoffmann se había mostrado reacio a hablar de ello, pero había ido abriéndose poco a poco. Dijo que el objetivo era el aprendizaje automático autónomo: crear un algoritmo que, una vez que le daban una tarea, sería capaz de operar independientemente y enseñarse él mismo a una velocidad muy superior a la capacidad de los seres humanos. Hoffmann iba a dejar el CERN para dedicarse a sus investigaciones, y eso significaba que ya no tendría acceso a los datos experimentales que proporcionaba el Gran Colisionador Electrón-Positrón. Por eso, desde hacía seis meses, utilizaba el flujo de datos de los mercados financieros. Quarry comentó que parecía un negocio caro. Hoffmann le dio la razón, aunque para él el coste principal no era el de los microprocesadores —muchos de los cuales había podido salvar del chatarrero—, ni el coste del servicio de Bloomberg, sino el de la electricidad: necesitaba dos mil francos semanales solo para obtener suficiente energía; ya había dejado el barrio a oscuras dos veces. El otro problema, por supuesto, era la amplitud de banda.

—Si quisieras, yo podría ayudarte con los costes —dijo Quarry con cautela.

—No hace falta. He conseguido que el algoritmo se autofinancie.

Quarry había tenido que hacer un esfuerzo para contener un grito de emoción.

—¿En serio? Qué concepto tan ingenioso. Y ¿funciona?

—Ya lo creo. Son solo un puñado de extrapolaciones extraídas a partir de un análisis de patrones básico. —Hoffmann le había enseñado la pantalla—. Estas son las acciones que ha propuesto desde el 1 de diciembre, basándose en comparaciones de precios utilizando datos de los cinco últimos años. Luego solo tengo que mandar un correo electrónico a un agente de bolsa y ordenarle que compre o venda.

Quarry examinó las operaciones. Eran buenas, aunque pequeñas: cosas de poca monta.

—¿Podría hacer algo más que cubrir costes? ¿Podría obtener beneficios?

—Sí, en teoría, pero para eso necesitaría una gran inversión.

—A lo mejor yo puedo conseguírtela.

—¿Sabes qué? En realidad no me interesa ganar dinero. No te ofendas, pero no le veo la gracia.

Quarry no daba crédito a lo que estaba oyendo: ¡no le veía la gracia!

Hoffmann no le había ofrecido una copa, ni siquiera lo había invitado a sentarse; aunque tampoco había mucho sitio donde sentarse ahora que Gabrielle lo había ocupado todo. Quarry se quedó de pie, sudando bajo el anorak.

—Pero si ganaras dinero —dijo— podrías usar los beneficios para financiar más investigaciones, ¿no? Sería lo mismo que intentas hacer ahora, solo que a una escala mucho mayor. No quiero ser grosero, tío, pero mira alrededor. Necesitas un local como Dios manda, equipos más fiables, fibra óptica…

—Una asistenta doméstica… —aportó Gabrielle.

—Tiene razón. No te vendría mal una asistenta doméstica. Mira, Alex, te dejo mi tarjeta. Voy a estar por aquí una semana. ¿Por qué no quedamos un día y lo hablamos tranquilamente?

Hoffmann cogió la tarjeta y se la guardó en el bolsillo sin mirarla siquiera.

—Ya veremos.

Antes de marcharse, Quarry se había agachado y le había susurrado a Gabrielle:

—¿Necesitas que te lleve? Vuelvo a Chamonix. Puedo dejarte en la ciudad.

—No, gracias. —Compuso una sonrisa dulce y ácida a la vez—. Creo que me quedaré un rato aquí, a ver si resuelvo tu apuesta.

—Como quieras, preciosa, pero ¿has visto el dormitorio? Te deseo mucha suerte.

Quarry había aportado el capital simiente. Había utilizado su bonificación anual para trasladar a Hoffmann y sus ordenadores a una oficina de Ginebra: necesitaba un sitio donde pudiera recibir a sus futuros clientes e impresionarlos con el hardware. Su mujer había protestado. ¿Por qué no podía tener la sede en Londres aquel proyecto de empresa de la que llevaba tanto tiempo hablando? ¿No le decía siempre que la City era la capital del mundo de los hedge funds? Pero Ginebra era otro factor que atraía a Quarry: no solo por los reducidos impuestos, sino también por la posibilidad de cortar con el pasado. Nunca había tenido intención de llevarse a su familia a Suiza (aunque a ellos no se lo había dicho; en realidad le costaba reconocerlo). Pero lo cierto era que la vida doméstica era un valor que ya no entraba en su cartera. Estaba cansado de ella. Había llegado el momento de vender y pasar a otra cosa.

Decidió que se llamarían Hoffmann Tecnologías de Inversión, en un guiño a la legendaria quant shop de Jim Simons con sede en Long Island, Renaissance Technologies, la madre de todos los hedge funds algorítmicos. Hoffmann se había opuesto enérgicamente —fue la primera vez que Quarry se enfrentó a su obsesión por el anonimato—, pero Quarry se mostró inflexible: vio desde el principio que el halo de misterio de Hoffmann como genio de las matemáticas, al igual que el de Jim Simons, sería un punto a su favor a la hora de vender el producto. AmCor accedió a ejercer de broker y a dejar que Quarry se llevara a algunos de sus clientes más antiguos a cambio de una reducida comisión de gestión y el diez por ciento de los beneficios. A continuación Quarry había iniciado una gira de conferencias para captar inversores por Estados Unidos y Europa; había arrastrado su maleta con ruedas por cincuenta aeropuertos diferentes. Había disfrutado mucho con aquella parte: le encantaba interpretar el papel de vendedor que viaja solo, entrar en la refrigerada sala de conferencias de un hotel desconocido, con vistas a una autopista, en un día de calor sofocante y conquistar a una audiencia escéptica. Su método consistía en mostrarles los resultados del algoritmo de Hoffmann, comprobados por una empresa independiente, y las seductoras proyecciones de futuros beneficios, para luego anunciarles que el fondo ya estaba cerrado: si había acudido a la cita para hablar con ellos era solo por educación, lo sentía en el alma, pero ya no necesitaban más dinero. Más tarde los inversores irían a buscarlo al bar del hotel; casi siempre funcionaba.

Quarry había contratado a un empleado de BNP Paribas para supervisar la contabilidad, una recepcionista, una secretaria y un operador de renta fija de AmCor, francés, que había tenido problemas con los organismos reguladores y necesitaba largarse cuanto antes de Londres. Para la parte técnica, Hoffmann había reclutado a un astrofísico del CERN y a un profesor de matemáticas polaco que ejercerían de quants. Se habían pasado todo el verano haciendo simulaciones y en octubre de 2002 habían empezado a funcionar con ciento siete millones de dólares en activos gestionados. El primer mes ya habían obtenido beneficios, y habían seguido obteniéndolos desde entonces.

Quarry hizo una pausa en su relato para que Leclerc pudiera transcribir con un bolígrafo barato su torrente de palabras.

Y para contestar sus otras preguntas: no, no sabía exactamente cuándo Gabrielle se había ido a vivir con Hoffmann. Alex y él no se veían mucho fuera del trabajo; además, aquel primer año él había viajado sin parar. No, no había ido a su boda: había sido una de esas ceremonias solipsistas celebrada al atardecer en alguna playa del Pacífico, con dos empleados del hotel como testigos y sin familiares ni amigos. Y no, nadie le había dicho que Hoffmann hubiera tenido una crisis nerviosa cuando trabajaba en el CERN, pero se lo había imaginado: cuando entró en el cuarto de baño de su apartamento aquella primera noche, había hurgado en el armario de Hoffmann, como hace todo el mundo, y había encontrado una verdadera minifarmacia de antidepresivos —mirtazapina, litio, fluvoxamina—; no los recordaba todos exactamente, pero la cosa parecía grave.

—Y eso ¿no le hizo desistir de montar un negocio con él?

—¿Qué? ¿El hecho de que no fuera «normal»? Por supuesto que no. Parafraseando a Bill Clinton, que no es precisamente una fuente de sabiduría en todos los casos, se lo aseguro, pero que en este tiene razón, «la normalidad está sobrevalorada: la mayoría de las personas normales son gilipollas».

—¿Y no tiene ni idea de dónde se encuentra ahora el doctor Hoffmann?

—No, ni idea.

—¿Cuándo lo ha visto por última vez?

—A la hora de comer. En el Beau-Rivage.

—¿Y se ha marchado sin dar ninguna explicación?

—Sí. Alex es así.

—¿Parecía nervioso?

—No especialmente. —Quarry bajó los pies de la mesa y llamó por el intercomunicador a su secretaria—. ¿Se sabe si Alex ha vuelto ya?

—No, Hugo. Lo siento. Por cierto, acaba de llamar Gana. El Comité de Riesgos te espera en su despacho. Necesitan hablar con Alex urgentemente. Por lo visto hay algún problema.

—Me sorprendes. ¿Qué pasa?

—Me ha dicho que te diga que «el VIXAL está deshaciendo la cobertura delta». Me ha dicho que tú lo entenderías.

—Muy bien, gracias. Dile que voy para allá. —Quarry soltó el interruptor y se quedó mirando el intercomunicador con aire pensativo—. Me temo que voy a tener que dejarlo. —Por primera vez sintió un claro espasmo de ansiedad en el fondo del estómago. Miró a Leclerc, que lo observaba atentamente desde el otro lado de la mesa, y de pronto se dio cuenta de que había hablado con excesiva franqueza: el poli ya no parecía estar investigando la agresión de que había sido víctima Hoffmann, sino al propio Hoffmann.

—¿Es importante? —Leclerc señaló el intercomunicador con el mentón—. Eso de la cobertura delta.

—Sí, bastante. ¿Me disculpa? Mi secretaria lo acompañará a la salida.

Se marchó precipitadamente, sin estrecharle la mano a Leclerc, y al cabo de un momento la elegante secretaria pelirroja de Quarry, con su jersey escotado, guió al inspector por la sala de operaciones. Parecía tener prisa por sacarlo de allí, lo que lógicamente hizo que Leclerc redujera el paso. Se percató de que la atmósfera había cambiado. Había por toda la sala grupitos de tres o cuatro personas que formaban ansiosas estampas alrededor de una pantalla; uno cliqueaba con el ratón mientras los otros se inclinaban por encima de sus hombros, y de vez en cuando alguien señalaba un gráfico o una columna de cifras. La escena ya no le recordó a Leclerc a un seminario, sino más bien a unos médicos reunidos a los pies de la cama de un paciente, comentando sus graves y desconcertantes síntomas. En una de las pantallas gigantes de televisión, un canal mostraba imágenes de un accidente aéreo. De pie bajo la pantalla había un hombre con traje oscuro y corbata. Estaba entretenido enviando un mensaje de texto con su teléfono móvil, y Leclerc tardó un momento en recordar quién era.

—Genoud —murmuró, y luego dijo en voz alta, avanzando hacia él—: ¡Maurice Genoud!

Genoud levantó la cabeza, y a Leclerc le pareció que sus estrechas facciones se tensaban ligeramente al ver a aquella figura cerniéndose sobre él desde el pasado.

—Jean-Philippe —dijo con cautela, y se dieron la mano.

—Maurice Genoud. Has engordado. —Leclerc se volvió hacia la secretaria de Quarry—. ¿Me disculpa un momento, mademoiselle? Somos viejos amigos. Me acompañarás hasta la puerta, ¿verdad, Maurice? Déjame verte, chico. Veo que te has convertido en un próspero civil.

Genoud no era persona que sonriera con naturalidad; más habría valido que no se molestara en hacerlo, pensó Leclerc.

—¿Y tú? Me habían dicho que te habías jubilado, Jean-Philippe.

—El año que viene —lo corrigió Leclerc—. Estoy deseándolo. Dime, ¿qué demonios hacen aquí? —Estiró un brazo señalando la sala de operaciones—. Supongo que tú lo entiendes. Yo soy demasiado viejo.

—Yo tampoco lo sé. Solo me pagan para protegerlos.

—¡Pues se ve que no lo haces muy bien! —Leclerc le dio una palmada en el hombro. Genoud frunció el entrecejo—. Solo era una broma. Pero en serio, ¿qué opinas de todo esto? Un poco raro, ¿no te parece? Tantas medidas de seguridad y luego vas y dejas que un desconocido entre en tu casa y te agreda. ¿Las instalaste tú, por cierto?

Genoud se pasó la lengua por los labios antes de contestar, y Leclerc pensó: «Quiere ganar tiempo; eso era lo que hacía en el boulevard Carl-Vogt cuando intentaba inventar alguna historia». Leclerc siempre había desconfiado de Genoud, desde la época en que era un novato a su cargo; estaba convencido de que su antiguo colega estaría dispuesto a hacer cualquier cosa —a traicionar cualquier principio, romper cualquier trato, mirar para otro lado— con tal de ganar suficiente dinero y permanecer justo dentro de los límites de la ley.

—Sí, las instalé yo —respondió Genoud—. ¿Por qué?

—No hace falta que te pongas a la defensiva. No te acuso de nada. Tú y yo sabemos que puedes rodear a un sujeto de las mejores medidas de seguridad del mundo, pero que si se olvida de utilizarlas, no hay nada que hacer.

—Cierto. Y ahora, si no te importa, tengo que seguir con mi trabajo. Esto no es el sector público, ya sabes. No puedo quedarme aquí chismorreando.

—Chismorreando se puede aprender mucho.

Siguieron hacia la recepción. Leclerc, en un tono de hombre a hombre, dijo:

—Oye, ¿qué tal es ese doctor Hoffmann?

—Apenas lo conozco.

—¿Tiene enemigos?

—Eso tendrás que preguntárselo a él.

—Entonces, ¿aquí no has oído que le caiga mal a nadie? ¿No han despedido a nadie?

Genoud ni siquiera fingió que lo pensaba.

—No. Disfruta de tu jubilación, Jean-Philippe. Te la mereces.