[…] la lucha [por la existencia] será casi invariablemente la más severa entre individuos de la misma especie, porque estos frecuentan las mismas localidades, necesitan el mismo alimento y están expuestos a los mismos peligros.
CHARLES DARWIN,
El origen de las especies (1859)
No había nadie bajo el limero en la acera de enfrente, al otro lado de la ancha calzada. Hoffmann se detuvo en medio de las hileras de maletas de los huéspedes, miró a derecha e izquierda y soltó una palabrota. El portero le preguntó si necesitaba un taxi. Hoffmann no le hizo caso y recorrió la acera del hotel hasta la esquina. Enfrente había un letrero, «HSBC Private Bank»; a su izquierda discurría una calle estrecha de un solo carril, paralela a la fachada lateral del Beau-Rivage: la rue Docteur-Alfred-Vincent. Como no se le ocurrió ninguna idea mejor, enfiló esa calle y recorrió unos cincuenta metros a la carrera; dejó atrás un andamio, una hilera de motocicletas aparcadas y una iglesia pequeña. Al final había un cruce. Allí se detuvo otra vez.
Una manzana más allá, una figura con abrigo marrón cruzaba la calle. El hombre se paró al llegar a la otra acera, volvió la cabeza y miró a Hoffmann. Era él, no cabía duda. Una furgoneta blanca pasó entre los dos y el hombre desapareció cojeando por una calle lateral.
Hoffmann echó a correr. Una energía poderosa y justificable inundaba su cuerpo e impulsaba sus piernas, que daban pasos largos y rápidos. Corrió hasta el punto donde había visto al hombre por última vez. Era otra calle de un solo sentido; el hombre había vuelto a desaparecer. Hoffmann fue hasta el siguiente cruce. Las vías eran estrechas, tranquilas, con poco tráfico y muchos coches aparcados. Allá donde mirara había pequeños comercios —una peluquería, una farmacia, un bar—, gente que hacía sus compras aprovechando el descanso de la comida. Giró sobre sí mismo, impotente; fue hacia la derecha, corrió, volvió a torcer a la derecha, abriéndose paso por el cerrado laberinto de calles de sentido único, resistiéndose a rendirse pero cada vez más convencido de que había perdido a su presa. El barrio había cambiado. Al principio Hoffmann solo se percató de eso vagamente. Los edificios estaban más descuidados; había algunos abandonados, con las fachadas cubiertas de grafitis; y de pronto se encontraba en otra ciudad. Una adolescente de color con jersey ceñido y minifalda de plástico blanco le gritó desde la acera de enfrente. Estaba plantada junto a la puerta de una tienda con un letrero de neón morado que rezaba VIDEO CLUB XXX. Más allá había otras tres prostitutas, todas negras, que patrullaban la acera mientras sus proxenetas fumaban en los portales u observaban a las mujeres desde la esquina: jóvenes, bajos y delgados, con la piel aceitunada y el pelo corto y negro, norteafricanos quizá, o albaneses.
Hoffmann aminoró el paso y trató de orientarse. Se dio cuenta de que debía de haber llegado casi hasta la estación de tren de Cornavin, y entrado en el barrio chino. Al final se detuvo frente a una discoteca con la puerta cegada con tablones y cubierta con una capa pelada de pósters: Le Black Kat (XXX, PELÍCULAS, CHICAS, SEXO). Con el rostro contraído, las manos en las caderas, un fuerte dolor en el costado, se inclinó sobre la alcantarilla y trató de recobrar el aliento. Una prostituta asiática lo observaba desde el escaparate de una tienda a menos de tres metros de distancia. Llevaba medias y un corsé negros y estaba sentada con las piernas cruzadas en una butaca de damasco rojo. Descruzó las piernas, volvió a cruzarlas, sonrió y le hizo señas a Hoffmann hasta que de pronto un mecanismo oculto hizo descender una persiana que tapó la escena.
Hoffmann se enderezó, consciente de que las chicas y sus proxenetas lo observaban. Un hombre con cara de rata, algo mayor que los otros, con marcas de acné en la cara, lo miraba mientras hablaba por un teléfono móvil. Hoffmann volvió sobre sus pasos escudriñando los callejones y los patios de ambos lados de la calle por si el hombre se había escondido en alguno de ellos. Pasó por delante de un sex shop, Je Vous Aime, y dio media vuelta. En el escaparate había un surtido de artículos expuestos con desgana: vibradores, pelucas, ropa interior erótica. Unas medias negras, estiradas y sujetas con alfileres a una tabla, parecían un murciélago muerto. La puerta estaba abierta, pero una cortina de tiras de plástico multicolores impedía ver el interior. Hoffmann pensó en las esposas y la mordaza que el intruso se había dejado en su casa. Leclerc había comentado que seguramente habrían salido de un establecimiento como aquel.
De pronto su teléfono móvil emitió el tono de recepción de un mensaje de texto: «Rue de Berne 91 habitación 68».
Se quedó mirándolo unos segundos. ¿No acababa de dejar atrás la rue de Berne? Se dio la vuelta y allí estaba, justo detrás de él, lo bastante cerca para poder leer el letrero azul con el nombre de la calle. Volvió a leer el mensaje: lo habían enviado desde un número oculto. Miró alrededor para comprobar si alguien lo observaba. Las tiras de plástico de la cortina se agitaron y se separaron. Salió un individuo gordo y calvo con tirantes por encima de una camiseta sucia.
—Que voulez-vous, monsieur?
—Rien.
Hoffmann retrocedió hasta la rue de Berne. Era una calle larga y cochambrosa, pero al menos estaba más concurrida —dos carriles, con tendido de cables de tranvía en lo alto—, y eso le hizo sentirse más seguro. En el cruce había una tienda de fruta y verdura con el escaparate abierto, y junto a ella, una pequeña y lúgubre cafetería con unas cuantas mesas y sillas de aluminio en la acera y un tabac donde se anunciaban «Cartes telephoniques, Videos X, DVDs X, Revues X USA». Se fijó en los números de la calle, que ascendían a su izquierda. Echó a andar, contándolos, y al cabo de treinta segundos había salido del norte de Europa y había entrado en el sur del Mediterráneo: restaurantes libaneses y marroquíes, caligrafía árabe en los letreros de las tiendas, música árabe que salía de pequeños altavoces a todo volumen, un olor a kebabs grasientos y picantes que le revolvió el estómago; solo la extraña ausencia de basura delataba que se hallaba en Suiza.
Encontró el número 91 en el lado norte de la rue de Berne, frente a una tienda donde vendían ropa africana. Era un edificio ruinoso de siete plantas, con estuco amarillo desconchado, de unos cien años de antigüedad, con persianas verdes metalizadas en las ventanas. En cada una de las plantas había cuatro ventanas, y a uno de los lados, sobresaliendo del edificio, colgaban casi desde el techo hasta el suelo las letras que formaban el nombre del establecimiento: HOTEL DIODATI. Casi todas las persianas estaban cerradas, pero había algunas medio levantadas, como párpados caídos, y el interior quedaba oculto por unos gruesos visillos de un blanco grisáceo con estampado de flores. En la planta baja había una puerta vieja y maciza de madera que curiosamente a Hoffmann le recordó a Venecia; no cabía duda de que era más vieja que el edificio, y tenía labrados lo que parecían elaborados símbolos masónicos. Mientras la observaba, la puerta se abrió hacia dentro, y del interior en penumbra salió un hombre con vaqueros y zapatillas de deporte y con una capucha puesta. Era imposible verle la cara. El hombre se metió las manos en los bolsillos, encorvó los hombros y echó a andar por la calle. Un minuto más tarde volvió a abrirse la puerta. Esa vez salió por ella una mujer, joven y delgada, con el pelo suave y sedoso, teñido de naranja, y una minifalda a cuadros blanca y negra. Llevaba un bolso colgado del hombro. Se paró en el umbral, abrió el bolso, buscó en él, sacó unas gafas de sol, se las puso y echó a andar en la dirección opuesta en la que lo había hecho el hombre.
Hoffmann no tomó en ningún momento la firme decisión de entrar en el hotel. Se quedó un rato mirando, y luego cruzó la calle y se paró frente a la puerta. Al final la abrió y miró dentro. El sitio olía a cerrado, y ese olor lo enfatizaba, en lugar de disimularlo, una varilla de incienso que ardía en algún lugar. Había un exiguo vestíbulo con un mostrador, vacío, y una zona de descanso con un sofá negro y rojo con patas de madera y butacas a juego. Un pequeño acuario relucía en la penumbra, pero no parecía que dentro hubiera peces.
Hoffmann dio unos pasos y traspuso el umbral. Se dijo que si alguien le preguntaba algo, podía decir que buscaba una habitación: llevaba dinero en el bolsillo, así que podía pagarla. Seguramente las alquilaban por horas. La puerta se cerró detrás de él, ahogando los ruidos provenientes de la calle. Oyó moverse a alguien en el piso de arriba, y música; los golpazos de los graves hacían temblar las delgadas paredes. Cruzó la vacía recepción con suelo de linóleo ondulado y siguió por un estrecho pasillo hasta un pequeño ascensor. Pulsó el botón y las puertas se abrieron inmediatamente, como si lo estuvieran esperando.
Era un ascensor diminuto, con las paredes forradas de metal gris y cubiertas de rayones, como un archivador viejo, en el que apenas había espacio para dos personas, y cuando se cerraron las puertas a Hoffmann lo abrumó la claustrofobia. Los botones del panel le daban a elegir entre siete plantas. Pulsó el correspondiente a la sexta. Se oyó el gemido de un motor, la caja del ascensor se sacudió y empezó a ascender muy despacio. Hoffmann ya no tenía exactamente una sensación de peligro, sino de irrealidad, como si se hallara en un sueño recurrente de la infancia que no recordara muy bien, y del que la única forma de despertar era seguir adelante hasta encontrar la salida.
El viaje se le hizo eterno. Se preguntó si habría alguien esperándolo al final. Cuando se detuvo el ascensor, Hoffmann levantó las manos para protegerse. Las puertas se abrieron dando sacudidas en la sexta planta.
El rellano estaba vacío. Hoffmann no estaba decidido a salir, pero entonces las puertas empezaron a cerrarse y tuvo que sacar una pierna para no quedar de nuevo aprisionado. Las puertas temblaron, volvieron a abrirse y Hoffmann salió con cuidado al rellano. Allí estaba más oscuro que en el vestíbulo, y tuvo que ajustar otra vez la visión. Las paredes estaban desnudas. Había el mismo olor a cerrado, casi fétido, a un aire que había sido respirado mil veces y que nunca habían refrescado abriendo una puerta o una ventana. Hacía calor. Enfrente tenía dos puertas; a derecha e izquierda, sendos pasillos con más puertas. Un letrero chapucero compuesto con letras sueltas de plástico de colores, de esas que venden en las tiendas de juguetes, indicaba que la habitación sesenta y ocho estaba a la derecha. El ruido del motor al ponerse de nuevo en funcionamiento el ascensor lo sobresaltó. Esperó hasta que oyó bajar la cabina hasta la planta baja. Entonces volvió a reinar el silencio.
Dio un par de pasos hacia la derecha y se asomó a un largo pasillo. La habitación sesenta y ocho estaba al final y tenía la puerta cerrada. No muy lejos se oía un ruido rítmico, un chirrido metálico que al principio confundió con el de una sierra pero que no tardó en identificar como el de los muelles de una cama. Se oyó un golpazo. Un hombre dio un gemido de dolor.
Hoffmann sacó su teléfono móvil con la intención de llamar a la policía. Pero no tenía cobertura, lo que le extrañó, habida cuenta de que se encontraba en el centro de Ginebra. Se lo guardó en el bolsillo y avanzó con cautela hacia el fondo del pasillo. Sus ojos quedaban exactamente a la altura del protuberante y opaco cristal de la mirilla. Aguzó el oído y no oyó nada. Llamó a la puerta con los nudillos, acercó la oreja a la madera y volvió a escuchar. Nada: hasta los muelles de la cama del vecino habían dejado de chirriar.
Intentó girar el picaporte de plástico negro, pero la puerta no se abrió. Sin embargo solo había un cerrojo viejo, y Hoffmann vio que la jamba de la puerta estaba podrida: hincó la uña en la madera esponjosa y arrancó unas astillas desmigajadas de color naranja, del tamaño de palillos. Dio un paso atrás, giró la cabeza para comprobar que no había nadie y embistió la puerta con el hombro. La puerta cedió un poco. Retrocedió un par de pasos más y volvió a lanzarse contra la puerta. Esa vez oyó que la madera se astillaba y la puerta se abrió un par de centímetros. Metió los dedos de ambas manos por la rendija y empujó. Se oyó un crujido y la puerta se abrió por completo.
Dentro estaba oscuro, pero la persiana no se había cerrado del todo y se veía una débil franja de luz gris sobre el marco inferior de la ventana. Caminó lentamente por la moqueta, buscó a tientas el interruptor entre los visillos, lo pulsó y la persiana empezó a subir ruidosamente. La ventana, por la que pasaba una escalera de incendios, daba a la parte trasera de una hilera de edificios situados a unos cincuenta metros de distancia, separados del hotel por un muro de ladrillo y dos patios adyacentes llenos de cubos de basura, malas hierbas y desperdicios. La luz, aunque tenue, permitió a Hoffmann examinar la habitación: una cama individual sin hacer, con ruedas, con una sábana grisácea que colgaba sobre la moqueta roja y negra; una pequeña cómoda con una mochila encima, una silla de madera con asiento de cuero marrón arañado. El radiador de debajo de la ventana estaba tan caliente que quemaba. Había un olor extraño a tabaco rancio, sudor masculino y jabón barato. Alrededor de los apliques de la pared, las bombillas desnudas habían quemado el papel pintado. En el diminuto cuarto de baño había una pequeña bañera con una cortina de ducha de plástico transparente alrededor, un lavamanos en el que las pérdidas de los grifos habían dejado manchas de un negro verdoso y un váter con marcas parecidas; en un estante de madera había una taza de cristal con un cepillo de dientes y una maquinilla de afeitar desechable azul.
Hoffmann volvió al dormitorio. Llevó la mochila a la cama y la volcó para vaciarla. Dentro había, sobre todo, ropa sucia —una camisa a cuadros, camisetas, ropa interior, calcetines—, pero escondida entre la ropa había una vieja cámara Zeiss con una lente potente, y también un ordenador portátil en modo «sleep» que todavía estaba caliente al tacto.
Dejó el ordenador y volvió a la puerta, que había quedado abierta. El marco se había astillado alrededor de la cerradura, pero no se había roto, y pudo poner en su sitio el hueco del cerrojo y cerrar la puerta con cuidado. Si empujaban desde el otro lado volvería a abrirse, pero desde lejos parecía intacta. Detrás de la puerta había un par de botas. Las cogió con el índice y el pulgar y las examinó. Eran idénticas a las que había visto junto a la puerta de su casa. Las dejó otra vez en el suelo, se sentó en el borde de la cama y abrió el ordenador. Y entonces se oyó un fuerte sonido metálico que salía de las entrañas del edificio. El ascensor se había puesto en marcha.
Hoffmann apartó el ordenador y escuchó el gemido que producía el ascensor en su largo ascenso. Al final la cabina se paró, y se oyó el traqueteo de las puertas al abrirse. Hoffmann cruzó rápidamente la habitación y miró por la mirilla en el preciso instante en que el hombre entraba en el pasillo. Llevaba una bolsa de plástico blanca en una mano y con la otra rebuscaba en su bolsillo. Llegó ante la puerta y sacó su llave. La distorsionadora lente de la mirilla hacía que su cara pareciera aún más cadavérica que antes, y Hoffmann notó que se le erizaba el vello de la nuca.
Se apartó de la puerta, miró rápidamente alrededor y se metió en el cuarto de baño. Un instante más tarde oyó la llave al introducirse en la cerradura, y a continuación un gruñido de sorpresa al abrirse la puerta sin necesidad de girar la llave. En la penumbra, a través de la rendija que quedaba entre la puerta del cuarto de baño y la jamba, Hoffmann veía claramente el centro de la habitación. Contuvo la respiración. Siguieron unos momentos en que no pasó nada. Rezó para que el hombre hubiera dado media vuelta y bajado a la recepción para informar de un robo; pero entonces su silueta pasó brevemente por el campo de visión de Hoffmann, camino de la ventana. Hoffmann estaba a punto de salir corriendo cuando, a una velocidad asombrosa, el hombre se dio la vuelta y le pegó una fuerte patada a la puerta del cuarto de baño.
Agachado y con las piernas separadas, sosteniendo un largo cuchillo a la altura de la cabeza, recordaba a un escorpión. Era más corpulento de lo que Hoffmann recordaba, y lo abultaba aún más el abrigo de piel. No había forma de esquivarlo. Pasaron unos largos segundos mientras se miraban fijamente el uno al otro, y entonces el hombre dijo, con una voz sorprendentemente serena y educada:
—Zurück. In die Badewanne.
Apuntó con el cuchillo hacia el cuarto de baño y Hoffmann sacudió la cabeza sin comprender.
—In die Badewanne —repitió el hombre con tono acuciante, señalando con el cuchillo primero a Hoffmann y luego la bañera.
Tras otra pausa interminable, Hoffmann vio que sus extremidades hacían lo que les ordenaban. Apartó la cortina de la ducha con una mano y pasó las piernas, temblorosas, por encima del borde de la bañera. Sus botas de ante pisaron fuerte en el plástico barato. El hombre entró en el cuarto de baño, tan pequeño que apenas había espacio para dos personas. Tiró de un interruptor de cuerda y el fluorescente que había sobre el lavamanos se encendió con un parpadeo. Cerró la puerta.
—Ausziehen —dijo, y esa vez se molestó en añadir una traducción—: Desnúdate. —Con su largo abrigo de piel parecía un carnicero.
—Nein —contestó Hoffmann sacudiendo la cabeza y levantando las manos, como si invitara a su interlocutor a adoptar una actitud más razonable—. No. Ni hablar.
El hombre soltó una palabrota que Hoffmann no entendió y lo atacó con el cuchillo; la hoja le pasó tan cerca que, aunque se había metido en el rincón bajo el grifo de la ducha, le cortó la parte delantera de la gabardina, y un faldón quedó colgando sobre sus rodillas. Hubo un momento espantoso en que Hoffmann creyó que era su piel, y se apresuró a decir:
—Ja, ja, de acuerdo. Me desnudaré.
Toda aquella situación era tan insólita que parecía desarrollarse al margen de la realidad o estar sucediéndole a otra persona. Se sacudió rápidamente la gabardina del hombro izquierdo, y luego del derecho. No tenía espacio suficiente para sacar los dos brazos de las mangas; la prenda se le quedó un momento atascada detrás de la espalda y Hoffmann tuvo que retorcerse como si intentara desprenderse de una camisa de fuerza.
Trató de pensar algo que decir, establecer contacto con su agresor, pasar aquel encuentro a otro plano menos peligroso.
—¿Eres alemán? —preguntó, y como el hombre no contestaba, se esforzó para rescatar lo poco de aquel idioma que había aprendido en el CERN—: Sie sind Deutscher? —No obtuvo respuesta.
Por fin consiguió quitarse la estropeada gabardina. La dejó caer a sus pies. A continuación se quitó la chaqueta y se la tendió a su captor, quien le indicó moviendo el cuchillo que la tirara al suelo. Hoffmann empezó a desabrocharse la camisa. Decidió que si era necesario seguiría quitándose la ropa hasta quedarse desnudo, pero que si el hombre intentaba atarlo, pelearía. Sí, entonces pelearía. Prefería morir a quedar completamente indefenso.
—¿Por qué haces esto? —preguntó.
El hombre lo miró arrugando la frente, como un niño desconcertado, y contestó en inglés:
—Porque tú me invitaste.
Hoffmann le clavó los ojos, perplejo.
—Yo no te he invitado a hacer nada.
El hombre volvió a blandir el cuchillo.
—Continúa, por favor.
—Mira, esto es absurdo…
Hoffmann terminó de desabrocharse la camisa y la dejó caer encima de su chaqueta. Mientras lo hacía trataba de calcular sus riesgos y sus oportunidades. Se cogió el borde inferior de la camiseta y se la quitó por la cabeza, y cuando se destapó la cara y vio los ojos ávidos de su agresor notó un escalofrío. Pero había detectado una debilidad, una oportunidad. Se obligó a hacer una bola con la camiseta y ofrecérsela. «Toma», dijo, y cuando el hombre estiró un brazo para recogerla, Hoffmann corrigió la posición de los pies en el fondo de la bañera para prepararse. Se inclinó hacia delante, insistiendo —«Toma»—, y entonces se lanzó sobre él.
Se abatió sobre su agresor con suficiente fuerza para hacerlo caer hacia atrás; el cuchillo saltó por los aires, y cayeron los dos juntos, tan entrelazados que ninguno de los dos pudo golpear al otro. En realidad lo único que quería Hoffmann era salir de aquel claustrofóbico y horrible lavabo. Intentó ponerse en pie, agarrándose al lavamanos con una mano y al cordón del fluorescente con la otra, pero ambos cedieron enseguida. La habitación quedó a oscuras y Hoffmann notó que algo lo sujetaba por el tobillo y tiraba de él hacia abajo. Lo golpeó con el otro tobillo y lo pisó, y el hombre dio un aullido de dolor. Hoffmann buscó a tientas el picaporte de la puerta, mientras lanzaba patadas a diestro y siniestro. Tocó algo duro, seguramente hueso, y confió en que fuera aquel cráneo con coleta. «Pégale mientras esté en el suelo», pensó, fuera de sí; y le dio una patada, y otra, y otra. Su víctima gimoteó y se encogió hasta colocarse en posición fetal. Cuando dejó de parecer una amenaza, Hoffmann abrió la puerta del cuarto de baño y salió tambaleándose.
Se dejó caer en la silla de madera. Puso la cabeza entre las rodillas y sintió náuseas. Pese al calor que hacía en la habitación, temblaba de frío. Necesitaba recoger su ropa. Volvió con cuidado al cuarto de baño y empujó la puerta. Oyó ruidos: el hombre había ido arrastrándose hasta el váter y bloqueaba la puerta. Hoffmann le dio un empujón y el hombre gimió y se apartó. Hoffmann pasó por encima de él y recogió su ropa y el cuchillo. Volvió al dormitorio y se vistió a toda prisa. «Tú me invitaste», pensó, furioso. ¿Qué había querido decir con eso de que lo había invitado? Cogió su teléfono móvil, pero seguía sin tener cobertura.
En el cuarto de baño el hombre tenía la cabeza sobre el váter. Al ver entrar a Hoffmann, levantó la cabeza. Hoffmann, blandiendo el cuchillo, lo miró sin piedad.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
El hombre giró la cabeza y escupió sangre. Hoffmann se le acercó con cuidado, se puso en cuclillas y escudriñó su cara desde una distancia de medio metro. Tendría unos sesenta años, aunque costaba decirlo con tanta sangre en la cara; mostraba un corte en una ceja. Sobreponiéndose a su repugnancia, Hoffmann se pasó el cuchillo a la mano izquierda, se inclinó hacia delante y le abrió el abrigo de piel. El hombre levantó los brazos y dejó que Hoffmann lo registrara hasta que encontró un bolsillo interior del que sacó primero una cartera y luego un pasaporte de la Unión Europea de color rojo oscuro. Era alemán. Lo abrió; el hombre de la fotografía no guardaba un gran parecido con él. El texto lo identificaba como Johannes Karp, nacido el 14 de abril de 1952 en Offenbach am Main.
—¿Y me dices en serio que has venido desde Alemania porque yo te invité? —preguntó Hoffmann.
—Ja.
Hoffmann retrocedió.
—Estás loco —dijo.
—No, capullo, tú estás loco —dijo el alemán con una chispa de aliento—. Me diste los códigos de tu casa. —Le burbujeaba la sangre en las comisuras de la boca. Escupió un diente en la palma de la mano y lo examinó—. Ein verrückter Mann!
—¿Dónde está esa invitación?
El hombre apuntó débilmente con la cabeza hacia la habitación.
—En el ordenador.
Hoffmann se levantó. Apuntó con el cuchillo a Karp y dijo:
—No te muevas, ¿entendido?
En la habitación, Hoffmann se sentó en la silla y abrió el ordenador portátil. La pantalla se iluminó al instante y apareció en ella una imagen de la cara de Hoffmann. La fotografía era de escasa calidad, una ampliación de una imagen tomada por una cámara de vigilancia, al parecer. En ella Hoffmann miraba a la cámara con gesto inexpresivo, en un momento de descuido. La imagen estaba tan recortada que resultaba imposible saber dónde la habían tomado.
Pulsó un par de teclas y accedió al registro del disco duro. Los nombres de los programas estaban en alemán. Abrió una lista de los archivos consultados más recientemente. La última carpeta, modificada poco después de las seis de la tarde anterior, se llamaba «Der Rotenburg Cannibal». Dentro había un sinfín de archivos Adobe que contenían artículos de periódico sobre el caso de Armin Meiwes, un técnico informático y caníbal por internet que había conocido a su víctima voluntaria en una web, la había drogado y había empezado a comérsela. Actualmente cumplía cadena perpetua en Alemania por asesinato. Otra carpeta contenía lo que parecían capítulos de una novela, Der Metzgermeister —El maestro carnicero, ¿no?—, un torrente de decenas de miles de palabras que Hoffmann no entendía, sin un solo punto y aparte, que al parecer componían una obra de fantasía. Y había una carpeta llamada «Das Opfer», que Hoffmann sabía que significaba «La víctima». Esa estaba en inglés y contenía lo que parecían transcripciones de un chat room de internet: un diálogo, como discernió al seguir leyendo, entre un participante que fantaseaba sobre cometer un asesinato y otro que soñaba con cómo sería morir. La segunda voz tenía algo que le resultaba vagamente familiar, expresiones que reconocía, secuencias de sueños que antaño habían adornado su mente como sucias telarañas hasta que él los había eliminado, o creía haber eliminado.
De pronto parecieron fusionarse ante él en un reflejo oscuro, y estaba tan enfrascado en lo que veía en la pantalla que fue casi un milagro que una mínima alteración de la luz o el aire le hiciera levantar la cabeza en el preciso instante en que la navaja descendía destellando sobre él. Echó la cabeza hacia atrás y evitó por muy poco que la hoja de quince centímetros de una navaja automática se le clavara en un ojo: el hombre debía de tenerla escondida en el bolsillo del abrigo. El alemán arremetió a patadas contra él y le dio debajo de las costillas; luego intentó de nuevo clavarle la navaja. Hoffmann dio un grito de dolor y de sorpresa; la silla cayó hacia atrás y de pronto tenía a Karp encima. La navaja destellaba en la luz tenue. Sin saber cómo, más por un acto reflejo que por una decisión consciente, agarró al hombre por la muñeca con la mano izquierda, la más débil. La navaja tembló brevemente cerca de su cara.
—Es ist, was Sie sich wünschen —susurró Karp con voz tranquilizadora—. Es lo que tú deseas.
La punta de la navaja llegó a pinchar a Hoffmann; este, con el rostro crispado por el esfuerzo, siguió apartando la navaja, ganando unos milímetros, hasta que por fin el brazo de su agresor se dobló hacia atrás y, admirado de su propia fuerza, Hoffmann lo lanzó contra el bastidor metálico de la cama. La cama se deslizó brevemente sobre las ruedas, chocó contra la pared y se detuvo. Hoffmann seguía sujetando de la otra muñeca a Karp con la mano izquierda, y con la derecha le cogió la cara: le metió los dedos en las profundas cuencas de los ojos y le apretó la garganta con la base de la mano. Karp rugió de dolor e intentó apartarle los dedos con la mano que tenía libre. Hoffmann reaccionó corrigiendo la posición de la mano de modo que abrazara por completo la escuálida tráquea, ahogando el sonido. Ahora estaba encima de él; consiguió cargar todo el peso del cuerpo en la mano con que lo agarraba, y todo su miedo y su rabia, inmovilizando a Karp contra el lado de la cama. Le llegaba el olor animal de la piel del abrigo del alemán y notaba el roce de su barbilla sin afeitar en el cuello. Había perdido la noción del tiempo, arrastrada por la adrenalina, pero le pareció que solo habían pasado unos segundos cuando los dedos dejaron poco a poco de escarbarle la mano y la navaja cayó ruidosamente sobre la moqueta. El cuerpo de Karp se puso flácido y, cuando Hoffmann apartó las manos, cayó hacia un lado y quedó tendido en el suelo.
Oyó que alguien golpeaba la pared y una voz masculina que gritaba con marcado acento francés exigiendo saber qué demonios estaba pasando. Se levantó con esfuerzo, cerró la puerta y, a modo de protección adicional, arrastró la silla y la calzó bajo el picaporte. Al moverse puso en marcha un fuerte dolor en varias partes del cuerpo: la cabeza, los nudillos, los dedos, pero sobre todo debajo de las costillas; le dolían hasta los dedos de los pies, con los que había golpeado la cabeza del hombre. Se palpó el cuero cabelludo y cuando retiró la mano tenía los dedos manchados de sangre. La herida debía de habérsele abierto en algún momento de la pelea. Tenía las manos cubiertas de arañazos, como si las hubiera utilizado para salir de una mata de espino. Los golpes en la pared habían cesado.
Hoffmann estaba temblando; volvía a sentir náuseas. Fue al cuarto de baño y vomitó en la taza del váter. El lavamanos se había desprendido de la pared, pero los grifos todavía funcionaban. Se echó agua en la cara y volvió al dormitorio.
El alemán estaba tendido en el suelo. No se había movido. Tenía los ojos abiertos y miraba más allá del hombro de Hoffmann, con una expresión extrañamente optimista, como si buscara a un invitado que nunca iba a llegar en una fiesta. Hoffmann se arrodilló y le buscó el pulso en la muñeca. Le dio unos cachetes en la cara. Lo sacudió como si con eso fuera a reanimarlo.
—Venga —susurró—. No me jodas.
Tenía la cabeza colgando, como un pájaro con el cuello roto.
Se oyeron unos golpes enérgicos en la puerta. Un hombre gritó: «Ça va? Qu’est-ce qui se passe?». Era la misma voz con marcado acento que había gritado a través de la pared desde la habitación de al lado. Intentaron abrir la puerta varias veces y luego se reanudaron los golpes. Esa vez los gritos eran más fuertes y más apremiantes: «Allez! Laissez-moi rentrer!».
Hoffmann consiguió ponerse en pie con mucho dolor. El picaporte volvió a sacudirse y quienquiera que fuese el que estaba fuera empezó a empujar la puerta. La silla se movió un poco, pero aguantó. Cesaron los empujones. Hoffmann supuso que volverían a intentarlo, pero esperó y no pasó nada. Se acercó con sigilo a la mirilla y miró por ella. El pasillo estaba vacío.
De pronto volvía a sentir aquel miedo animal, sereno y taimado, que controlaba sus impulsos y sus extremidades y le hacía hacer cosas que solo una hora antes habría considerado imposibles. Cogió las botas del alemán y les quitó rápidamente los cordones, estirándolos y atándolos unos a otros hasta formar una sola tira de un metro de largo. Agarró el aplique de la pared, pero era demasiado endeble. La barra de la cortina de ducha se desprendió y se le quedó en la mano en medio de una rociada de yeso rosa. Al final se decidió por el picaporte de la puerta del lavabo. Arrastró el cadáver del alemán hasta la puerta y lo apoyó contra ella. Hizo una soga con el extremo de la tira de cordones, se la pasó por la cabeza a Karp, enroscó la tira alrededor del picaporte y tiró. Le costó trabajo —tuvo que tirar del cordón con una mano y sujetar el cadáver por debajo de la axila con la otra—, pero al final consiguió levantarlo lo suficiente para que la escena pareciera mínimamente verosímil. Volvió a enroscar el cordón alrededor del picaporte y lo ató.
Tras meter los artículos personales del alemán en la mochila y arreglar un poco la cama, el dormitorio quedó asombrosamente inalterado para lo que acababa de ocurrir. Hoffmann se metió el teléfono móvil de Karp en el bolsillo, cerró el ordenador portátil y se lo llevó a la ventana. Separó los visillos. La ventana se abrió sin dificultad; era evidente que la utilizaban a menudo. En la escalera de incendios, entre los excrementos de paloma encostrados, había un centenar de colillas de cigarrillo mojadas y una veintena de latas de cerveza. Salió al rellano de la escalera de incendios, metió la mano por la ventana y pulsó el interruptor. La persiana descendió detrás de él.
Tenía que bajar seis plantas, y era consciente del ruido que hacía en la escalera metálica y lo sospechoso que debía de parecer: cualquiera que mirara desde los edificios de enfrente o que estuviera en alguna de las habitaciones del hotel cerca de la ventana podría verlo fácilmente. Pero por suerte la mayoría de las ventanas por las que pasó tenían las persianas bajadas, y en las otras no apareció ninguna cara fantasmagórica detrás de las mortajas de muselina. El Hotel Diodati estaba tranquilo por la tarde. Siguió bajando sin pensar en otra cosa que en poner la máxima distancia entre él y el cadáver.
Vio que la escalera de incendios conducía a un pequeño patio de hormigón. Habían hecho algún intento de convertir aquel espacio en una zona de descanso exterior. Había algunos muebles de jardín de madera y un par de sombrillas verdes desteñidas con publicidad de una marca de cerveza. Calculó que la mejor forma de salir a la calle sería pasar por el hotel, pero cuando llegó a la planta baja y vio la puerta corredera que conducía a la recepción, su miedo animal se lo desaconsejó: no podía arriesgarse a encontrarse con el hombre de la habitación de al lado. Arrastró una de las sillas de madera hasta el muro trasero y se subió en ella.
Desde allí contempló una caída de dos metros hasta el patio contiguo, una jungla de maleza urbana entre la que se entreveían algunos electrodomésticos oxidados y un cuadro de bicicleta viejo; al fondo había unos grandes contenedores de basura. Era evidente que aquel patio pertenecía a un restaurante. Vio a los cocineros con sus gorros blancos moviéndose por la cocina, oyó sus gritos y el estruendo de sus cacharros. Puso el ordenador en lo alto del muro y se dio impulso para sentarse a horcajadas en él. Empezó a sonar una sirena de policía a lo lejos. Cogió el ordenador, pasó la otra pierna y saltó al otro lado, y fue a parar en medio de una mata de ortigas. Renegó. Un joven salió de entre los contenedores de basura para ver qué pasaba. Llevaba un cubo vacío en una mano y fumaba un cigarrillo; parecía árabe, iba bien afeitado y no debía de tener ni veinte años. Se quedó mirando a Hoffmann, sorprendido.
—Où est la rue? —preguntó Hoffmann tímidamente. Dio unos golpecitos con el dedo en el ordenador, como si de alguna forma aquello explicara su presencia allí.
El joven lo miró, arrugó la frente, se quitó el cigarrillo de los labios lentamente y señaló por encima del hombro.
—Merci. —Hoffmann recorrió el estrecho callejón, salió por una puerta de madera y llegó a la calle.
Gabrielle Hoffmann había pasado más de una hora rondando furiosa por los jardines públicos del Parc des Bastions, declamando mentalmente todo lo que le habría gustado decirle a Alex en la acera, hasta que comprendió, en la tercera o cuarta vuelta, que estaba farfullando como una anciana demente y que los transeúntes la miraban; entonces paró un taxi y se marchó a casa. En la calle, frente a la puerta, había un coche patrulla con dos gendarmes dentro. Al otro lado de la reja, delante de la mansión, el condenado guardaespaldas y chófer que Alex había enviado para que la protegiera hablaba por su teléfono móvil. Colgó y la miró con gesto de reproche. Con aquella cabeza abombada y afeitada y aquella figura mastodóntica parecía un buda malvado.
—¿Todavía tienes ese coche, Camille? —le preguntó Gabrielle.
—Sí, madame.
—Y se supone que tienes que llevarme a donde yo quiera, ¿no?
—Así es.
—Pues tráelo, ¿quieres? Nos vamos al aeropuerto.
Fue al dormitorio y empezó a meter ropa en una maleta mientras rememoraba la escena de humillación que había vivido en la galería. ¿Cómo había podido hacerle aquello? No tenía ninguna duda de que había sido Alex quien había saboteado su exposición, aunque estaba dispuesta a conceder que no debía de haberlo hecho con mala intención. No, lo que la encolerizaba era que aquello era el concepto torpe y estúpido que tenía Alex de un gesto romántico. Una vez, hacía un par de años, cuando estaban de vacaciones en el sur de Francia, cenando en una marisquería desorbitadamente cara de Saint-Tropez, Gabrielle había hecho un comentario sobre lo cruel que era tener todas aquellas langostas en un acuario a la espera de su turno para que las hirvieran vivas; sin pensárselo dos veces, Alex las había comprado todas por el doble del precio de la carta y había hecho que se las llevaran y las tiraran en el puerto. El alboroto que se formó cuando cayeron al agua y se escabulleron: eso sí que había tenido gracia, y evidentemente Alex ni se había enterado. Abrió otra maleta y metió en ella unos zapatos. Pero la escena que había montado en la galería no podía perdonársela, al menos todavía. Gabrielle tardaría como mínimo unos días en tranquilizarse.
Entró en el cuarto de baño y se quedó contemplando, confundida, los cosméticos y perfumes dispuestos en los estantes de cristal. No era fácil decidir qué querías llevarte si no sabías adónde ibas ni cuánto tiempo pasarías fuera. Se miró en el espejo y, al verse con el maldito atuendo que había pasado horas eligiendo para el lanzamiento de su carrera artística, rompió a llorar; pero no era autocompasión lo que sentía —detestaba la autocompasión—, sino miedo. «Que no se ponga enfermo —pensó—. Dios mío, por favor, no te lo lleves de mi lado así». Mientras lloraba no dejaba de escudriñar su rostro desapasionadamente. Era asombroso lo feo que podías ponerte cuando llorabas, como si garabatearas encima de un dibujo. Al cabo de un rato metió una mano en el bolsillo de su chaqueta buscando un pañuelo de papel y lo que notó fueron las esquinas puntiagudas de una tarjeta de visita.
Profesor Robert Walton
Director del Departamento de Informática
CERN-Organización Europea para la Investigación Nuclear
1211 Ginebra 23 - Suiza