[…] el instinto de cada especie es bueno para la misma; pero no ha sido nunca producido, en cuanto nosotros podemos pensar, en beneficio exclusivo de otras especies.
CHARLES DARWIN,
El origen de las especies (1859)
Hoffmann intentó llamarla desde el Mercedes, pero le salió el buzón de voz. Se le hizo un nudo en la garganta al oír la alegre cantinela de Gabrielle: «Hola, soy Gabby, ni se te ocurra colgar sin dejarme un mensaje».
Tuvo la terrible premonición de que su mujer se había ido para siempre. Aunque pudieran arreglar las cosas, la persona que ella había sido hasta antes de ese día había dejado de existir. Era como escuchar la grabación de alguien que acababa de morir.
Se oyó un pitido. Tras una larga pausa, que Hoffmann sabía que a ella le parecería rara cuando escuchara el mensaje pero que tuvo que esforzarse para no prolongar, dijo por fin: «Llámame, ¿quieres? Tenemos que hablar». No se le ocurría nada más que decir. «Bueno, vale. Nada más. Adiós».
Cortó la comunicación y se quedó mirando el teléfono móvil un rato, sopesándolo en la palma de la mano, deseando que sonara, preguntándose si debería haber dicho algo más o si habría alguna otra forma de ponerse en contacto con ella. Se inclinó hacia delante y le preguntó al guardaespaldas:
—¿Sabe si su colega ha alcanzado a mi mujer?
Paccard, con la vista fija en la calzada, habló por encima del hombro:
—No, monsieur. Cuando ha llegado al final de la calle, ella ya se había perdido de vista.
Hoffmann soltó un gruñido.
—¿Es que en esta maldita ciudad no hay nadie capaz de hacer un trabajo sencillo sin cagarla? —Se dejó caer en el respaldo del asiento, cruzó los brazos y se puso a mirar por la ventanilla. Al menos estaba seguro de una cosa: él no había sido quien había comprado la exposición de Gabrielle. No había tenido ocasión. Sin embargo, no sería fácil convencerla. Volvió a oír su voz en su cabeza: «¿Mil millones de dólares? ¿Cifra aproximada? ¿Sabes qué? Olvídalo. Se acabó».
Al otro lado de las aguas plomizas del Ródano veía el distrito financiero: BNP Paribas, Goldman Sachs, Barclays Private Wealth… Ocupaba la ribera norte del ancho río y parte de la isla que había en el medio. Desde Ginebra se controlaban un billón de dólares en activos, de los que Hoffmann Tecnologías de Inversión solo manejaba un uno por ciento; de ese uno por ciento, su participación personal era menos de una décima parte. Viéndolo en proporción, ¿por qué tenían que escandalizarla tanto mil millones? Dólares, euros, francos: esas eran las unidades en que él medía el éxito o el fracaso de su experimento, igual que en el CERN había utilizado teraelectronvoltios, nanosegundos y microjulios. Con todo, tenía que admitir que había una gran diferencia entre las dos cosas; era un problema que él nunca había abordado ni solucionado completamente. Con un nanosegundo o un microjulio no podías comprar nada, mientras que el dinero era una especie de subproducto tóxico de sus investigaciones. A veces tenía la sensación de que lo envenenaba poco a poco, como la radiación que había matado a Marie Curie.
Al principio no le hacía mucho caso a su fortuna, y la reinvertía en la empresa o la aparcaba en una cuenta de ahorro. Pero detestaba la idea de convertirse en un excéntrico como Étienne Mussard y retorcerse en la misantropía por la propia presión de su buena suerte. Por eso últimamente imitaba a Quarry y trataba de gastársela. Aunque lo había conducido directamente a la mansión recargada de Cologny, abarrotada de lujosas colecciones de libros y antigüedades que él no necesitaba pero que requerían ser protegidas con sofisticadas medidas de seguridad: una especie de cámara funeraria faraónica para los vivos. Suponía que la última opción sería deshacerse de ella —al menos Gabrielle lo aprobaría—, pero la filantropía también podía corromper: distribuir cientos de millones de dólares de forma responsable se convertiría en un trabajo a jornada completa. A veces tenía la fantasía de que podía convertir su superávit en papel moneda e incinerarlo las veinticuatro horas, como hacían en las refinerías de petróleo con los excedentes de gasolina: unas llamas azules y amarillas iluminarían el cielo nocturno de Ginebra.
El Mercedes empezó a cruzar el río.
No le gustaba imaginarse a Gabrielle deambulando sola por las calles. Lo que lo preocupaba era su impulsividad. Cuando se enfadaba era capaz de cualquier cosa. Podría desaparecer varios días, coger un avión e irse a casa de su madre en Inglaterra, dejar que le llenaran la cabeza de tonterías. «¿Sabes qué? Olvídalo. Se acabó». ¿Qué había querido decir con eso? ¿Qué se había acabado? ¿La exposición? ¿Su carrera artística? ¿Su conversación? ¿Su matrimonio? El pánico volvió a surgir en su interior. La vida sin ella sería un vacío insoportable. Apoyó la frente en el frío cristal y por un vertiginoso momento, mientras miraba las aguas turbias y opacas, imaginó que era absorbido hacia la nada, como un pasajero succionado a través del fuselaje de un avión a varios kilómetros de altitud.
Entraron en el Quai du Mont-Blanc. La ciudad, agazapada alrededor del oscuro lago, parecía apagada y sombría, tallada en la misma roca gris que la lejana cadena del Jura. No tenía ni pizca de la vulgar exuberancia animal de vidrio y acero de Manhattan o la City de Londres: allí los rascacielos se elevaban y se derrumbaban, había booms y descalabros; en cambio la astuta Ginebra, con la cabeza agachada, lo soportaría todo. El Hotel Beau-Rivage, bien ubicado casi en la parte central de la ancha avenida bordeada de árboles, plasmaba esos valores en ladrillo y piedra. Allí no había pasado nada emocionante desde 1898, cuando la emperatriz de Austria, al salir del hotel después de comer, murió apuñalada por un anarquista italiano. Un detalle de ese asesinato se había grabado en la mente de Hoffmann: la emperatriz no se había percatado de su herida hasta que le quitaron el corsé, y a esas alturas ya estaba casi muerta a consecuencia de la hemorragia interna. En Ginebra, hasta los asesinatos se llevaban a cabo con discreción.
El Mercedes paró en la acera de enfrente, y Paccard, alzando una mano con autoridad para detener el tráfico, escoltó a Hoffmann por el paso de peatones, por la escalinata y hasta el grandioso interior estilo Habsburgo. Si el conserje se alarmó al ver aparecer a Hoffmann, no dejó que se le notara en el sonriente rostro cuando relevó a Paccard y guió a le cher docteur por la escalera hasta el comedor.
Más allá de las altas puertas el ambiente era el de un salón del siglo XIX: cuadros, antigüedades, sillas doradas, cortinas doradas drapeadas; la emperatriz se habría sentido allí como en su casa. Quarry había reservado una mesa larga junto a los ventanales y estaba sentado de espaldas a la vista del lago, vigilando la entrada. Se había colgado una servilleta del cuello de la camisa, al estilo de los clubs ingleses, pero cuando apareció Hoffmann se la quitó rápidamente y la dejó en la silla. Fue al encuentro de su socio en medio de la sala.
—¡Profesor! —dijo alegremente para que lo oyeran los demás, y luego, en voz baja, apartándose un poco, añadió—: ¿Dónde demonios te habías metido?
Hoffmann fue a contestar, pero Quarry lo interrumpió sin escucharle. Estaba entusiasmado con el cierre del trato; le brillaban los ojos.
—Vale, no importa. Lo principal es que parece que están de acuerdo, al menos la mayoría, y tengo el presentimiento de que vamos a estar más cerca del millón de dólares que de los setecientos cincuenta mil. Así que lo único que te pido, por favor, maestro, son sesenta minutos de garantías técnicas. A ser posible con la mínima agresividad, no sé si serás capaz de eso. —Hizo un gesto hacia la mesa—. Ven a sentarte con nosotros. Te has perdido el grenouille de Vallorbe, pero seguro que el filet mignon de veau estará divino.
Hoffmann no se movió.
—¿Tú le has comprado todas las obras a Gabrielle? —preguntó con recelo.
—¿Cómo dices? —Quarry se detuvo, se dio la vuelta y lo miró con los ojos entrecerrados, perplejo.
—Alguien acaba de comprarle toda la colección utilizando una cuenta registrada a mi nombre. Gabrielle cree que podrías haber sido tú.
—¡Pero si ni siquiera he visto la exposición! Y ¿por qué iba a tener yo una cuenta a tu nombre? Para empezar, eso es ilegal. —Miró por encima del hombro a sus clientes, y luego otra vez a Hoffmann. Parecía absolutamente desconcertado—. Oye, ¿no podemos hablar de esto más tarde?
—¿Estás completamente seguro de que no se la has comprado? ¿Ni siquiera para gastarle una broma? Si has sido tú, dímelo.
—Mira, tío, yo no gasto esa clase de bromas. Lo siento.
—Ya, eso mismo he pensado yo. —Hoffmann recorrió la sala con la mirada: los clientes, los camareros, las dos salidas, los altos ventanales y el balcón—. Hay alguien que va por mí, Hugo. Se ha propuesto destruirme poco a poco. Te confieso que empieza a fastidiarme.
—Sí, ya lo veo, Alexi. ¿Qué tal la cabeza?
Hoffmann se llevó una mano al cuero cabelludo y pasó los dedos por encima de los bultitos duros y extraños de los puntos. Se dio cuenta de que tenía un dolor de cabeza punzante.
—Ha empezado a dolerme otra vez.
—De acuerdo —dijo Quarry con calma. En otras circunstancias, Hoffmann habría encontrado graciosa aquella petulancia tan inglesa ante el posible desastre—. ¿Qué quieres decir exactamente? ¿Crees que deberías volver al hospital?
—No. Me sentaré y ya está.
—Y ¿no comerás un poco? —dijo Quarry, esperanzado—. No has comido nada en todo el día, ¿no? No me extraña que no te encuentres muy bien. —Cogió a Hoffmann por el brazo y lo llevó hacia la mesa—. Ahora te sientas enfrente de mí, donde yo pueda vigilarte, y más adelante quizá nos cambiemos todos de sitio. Por cierto, buenas noticias de Wall Street —añadió en voz baja—. Por lo visto el Dow va a abrir muy bajo.
Un camarero ayudó a Hoffmann a sentarse entre el abogado parisino François de Gombart-Tonnelle y Étienne Mussard. Quarry estaba flanqueado por sus respectivas parejas, Elmira Gulzhan y Clarisse Mussard. Los chinos tendrían que arreglárselas solos en un extremo de la mesa; los financieros norteamericanos, Klein y Easterbrook, estaban en el otro extremo. Entremedio se habían sentado Herxheimer, Mould, Łukasinski y varios abogados y asesores que irradiaban la cordialidad natural de quienes cobran honorarios por hora y al mismo tiempo disfrutan de una comida gratis. El camarero desplegó una gruesa servilleta de lino y se la puso en el regazo a Hoffmann. El sommelier le dejó elegir entre vino blanco o tinto —un Louis Jadot Montrachet Grand Cru de 2006 o un Latour de 1995—, pero él los rechazó ambos. Pidió agua mineral sin gas.
De Gombart-Tonnelle dijo:
—Estábamos hablando de tipos impositivos, Alex. —Arrancó un trocito de panecillo con sus largos dedos y se lo metió en la boca—. Decíamos que Europa parece seguir los pasos de la antigua Unión Soviética. Francia cuarenta por ciento, Alemania cuarenta y cinco por ciento, España cuarenta y siete por ciento, el Reino Unido cincuenta por ciento…
—¡Cincuenta por ciento! —intervino Quarry—. No me interpreten mal, soy patriota como el que más, pero ¿de verdad quiero asociarme al cincuenta por ciento con el gobierno de Su Majestad? Me parece que no.
—Ya no hay democracia —dijo Elmira Gulzhan—. El Estado controla como nunca. Estamos perdiendo todas nuestras libertades y a nadie parece importarle. Esto es lo que encuentro tan deprimente de este siglo.
De Gombart-Tonnelle seguía con lo suyo:
—… hasta Ginebra: cuarenta y cuatro por ciento.
—No me digáis que vosotros pagáis el cuarenta y cuatro por ciento —dijo Iain Mould.
Quarry sonrió, como si esa pregunta se la hubiera hecho un niño pequeño.
—En teoría tienes que pagar el cuarenta y cuatro por ciento sobre el sueldo. Pero si tratas tus ingresos como dividendos y tu negocio está registrado en el extranjero, cuatro quintas partes de tus dividendos están legalmente libres de impuestos. Así que solo pagas el cuarenta y cuatro por ciento de una quinta parte. De lo que resulta un tipo marginal máximo del ocho coma ocho por ciento. ¿No es así, Amschel?
Herxheimer, que vivía en Zermatt pero que por algún misterio de la teletransportación trabajaba en Guernsey, corroboró sus palabras.
—Ocho coma ocho —repitió Mould. Parecía a punto de vomitar—. Lo has dicho bien.
—¡Pienso venir a vivir a Ginebra! —dijo Easterbrook dirigiéndose a todos en general.
—Sí, pero intenta contarle eso a Tío Sam —dijo Klein con pesimismo—. Hacienda te perseguirá hasta el último rincón del mundo mientras tengas un pasaporte de Estados Unidos. Y ¿has intentado alguna vez renunciar a la ciudadanía estadounidense? No puedes. Es como ser un judío soviético que pretendiera emigrar a Israel en los años setenta.
—Ya no hay libertad —insistió Elmira Gulzhan—, ya lo digo yo. El Estado nos lo quita todo, y si nos atrevemos a protestar, nos detendrán por no ser políticamente correctos.
Hoffmann se quedó mirando el mantel y dejó que la discusión se desarrollara sin intervenir en ella. Ahora se acordaba de por qué no le gustaban los ricos: detestaba su autocompasión. El terreno común de sus conversaciones era la persecución, del mismo modo que para el resto de los mortales lo eran el deporte o el tiempo. Los despreciaba.
—Os desprecio —dijo, pero nadie le hizo caso, tan enfrascados estaban en las injusticias de los elevados impuestos y la criminalidad inherente de todos los empleados. Y entonces pensó: «A lo mejor me he convertido en uno de ellos; ¿será por eso por lo que estoy tan paranoico?». Se miró las palmas de las manos debajo de la mesa, y luego los dorsos, como si esperara descubrir que les estaban creciendo pelo.
En ese momento las puertas se abrieron de par en par y por ellas pasó una fila de ocho camareros con frac, cada uno con dos platos tapados con cubreplatos de plata. Se colocaron entre la pareja de comensales que les correspondía, les pusieron los platos delante, asieron los cubreplatos con sus manos enfundadas en guantes blancos y, a una señal del maître, los levantaron. El plato principal era ternera con colmenillas y espárragos, y se lo sirvieron a todos excepto a Elmira Gulzhan, que tomó pescado a la plancha, y a Étienne Mussard, que comió una hamburguesa con patatas fritas.
—No puedo con la ternera —dijo Elmira inclinándose confiadamente hacia Hoffmann y dejándole entrever brevemente sus pechos de piel dorada—. Esos pobres animales sufren mucho.
—Ah, pues yo prefiero comer animales que hayan sufrido —dijo Quarry alegremente blandiendo el cuchillo y el tenedor; había vuelto a colgarse la servilleta del cuello de la camisa—. Creo que el miedo libera una sustancia de sabor muy intenso que va del sistema nervioso a los músculos. Chuletas de ternera joven, langosta termidor, pâté de foie… Cuanto más desagradable sea la muerte, mejor, esa es mi filosofía: sin dolor no hay recompensa.
Elmira lo golpeó con una punta de su servilleta.
—Eres malo, Hugo. ¿Verdad que es malo, Alex?
—Sí, es malo —coincidió Hoffmann. Paseó su comida por el plato con el tenedor. No tenía apetito. Veía, detrás de Quarry, el Jet d’Eau en el extremo opuesto del lago, explorando el cielo encapotado como un reflector de agua.
Łukasinski empezó a hacer algunas preguntas técnicas sobre el nuevo fondo, y Quarry dejó los cubiertos para contestarlas. Todo el dinero invertido estaría bloqueado durante un año, y una vez transcurrido ese plazo podría rescatarse cuatro veces al año: 31 de mayo, 31 de agosto, 30 de noviembre y 28 de febrero; los rescates tendrían que ser notificados con cuarenta y cinco días de antelación. La estructura del fondo sería la de siempre: los inversores formarían parte de una empresa de responsabilidad limitada registrada en las islas Caimán a efectos de impuestos, que contrataría a Hoffmann Tecnologías de Inversión para negociar sus acciones.
—¿Cuándo necesitáis que os demos una respuesta? —preguntó Herxheimer.
—Nos gustaría volver a bloquear el fondo a finales de este mes —respondió Quarry.
—Entonces, ¿tres semanas?
—Así es.
De pronto la atmósfera alrededor de la mesa se tornó seria. Cesaron las conversaciones. Todos escuchaban.
—Bueno, yo os doy mi respuesta ahora mismo —dijo Easterbrook. Apuntó a Hoffmann con el tenedor y añadió—: ¿Sabes qué es lo que me gusta de ti, Hoffmann?
—No, Bill. ¿Qué?
—Que no pegas rollos. Dejas que hablen los números. He tomado la decisión en cuanto he visto estrellarse ese avión. Habrá que cumplimentar ciertos trámites, por supuesto, pero voy a recomendar que AmCor doble su apuesta.
Quarry miró rápidamente a Hoffmann. Abrió mucho sus ojos azules y se humedeció los labios con la punta de la lengua.
—Eso son mil millones de dólares, Bill —dijo en voz baja.
—Ya sé que son mil millones de dólares, Hugo. Hubo un tiempo en que eso era mucho dinero.
Los que les escuchaban rieron. Todos recordarían ese momento. Sería una anécdota en la que se recrearían en los muelles de Antibes y Palm Beach en los años venideros: el día en que el viejo Bill Easterbrook de AmCor puso mil millones de dólares durante una comida y comentó que en otra época era mucho dinero. El semblante de Easterbrook delataba que sabía lo que estaban pensando los demás; precisamente por eso lo había dicho.
—Eres muy generoso, Bill —dijo Quarry con voz quebrada—. Alex y yo estamos abrumados. —Miró a su socio.
—Abrumados —repitió Hoffmann.
—Winter Bay también participará —dijo Klein—. No puedo decir exactamente con qué cantidad (no tengo tantas atribuciones como Bill), pero será una cifra importante.
—Lo mismo digo —terció Łukasinski.
—Y yo hablaré con mi padre —dijo Elmira—, y él hará lo que yo le diga.
—Entonces, ¿puedo interpretar que el sentir general es que todos quieren invertir? —preguntó Quarry. Un murmullo de asentimiento recorrió la mesa—. Bueno, eso ha sonado prometedor. Formularé la pregunta de otra forma: ¿alguno de los presentes no quiere aumentar su inversión? —Los comensales se miraron unos a otros; varios se encogieron de hombros—. ¿Tú también, Étienne?
Mussard dejó de contemplar su hamburguesa y, displicente, dijo:
—Sí, sí, supongo que sí. ¿Por qué no iba a querer? Pero si no os importa, no lo hablemos en público. Prefiero hacer las cosas al estilo tradicional suizo.
—¿Con la ropa puesta y las luces apagadas? —bromeó Quarry, y se levantó en medio de una carcajada general—. Amigos míos, ya sé que todavía estamos comiendo, pero creo que esta es una ocasión ideal para hacer un brindis espontáneo al estilo ruso. Con tu permiso, Mieczyslaw. —Carraspeó. Parecía a punto de llorar—. Queridos invitados, nos honra vuestra presencia, vuestra amistad y vuestra confianza. Creo, sinceramente, que estamos presenciando el nacimiento de una nueva potencia en la gestión global de activos, producto de la unión de la vanguardia de la ciencia y la inversión agresiva, o, si lo preferís, de Dios y Mammón. —Más risas—. Y en esta feliz efeméride me parece justo que nos pongamos en pie y alcemos nuestras copas para brindar por el genio que lo ha hecho posible. No, no, no me refiero a mí. —Miró a Hoffmann con una sonrisa radiante—. Por el padre del VIXAL-4, ¡por Alex!
Con un arrastrar de sillas, un coro de «¡Por Alex!», y un tintineo de copas de cristal tallado, los inversores se levantaron y brindaron por Hoffmann. Lo miraban con cariño —hasta Mussard consiguió torcer un poco el labio—, y después de sentarse siguieron sonriéndole y asintiendo con la cabeza hasta que él comprendió, con consternación, que esperaban que dijera algo.
—Oh, no —dijo.
Quarry lo acució con suavidad:
—Venga, Alexi, solo un par de frases, y luego te dejarán en paz otros ocho años.
—No puedo, en serio.
Pero su negativa fue recibida con una salva tan afable de «¡No!», y «¡Qué pena!», que Hoffmann no tuvo más remedio que levantarse. La servilleta resbaló de su regazo y cayó sobre la moqueta. Hoffmann apoyó una mano en la mesa para afianzarse e intentó pensar qué podía decir. Casi distraídamente, miró por la ventana y contempló el paisaje, que, como ahora él estaba de pie, se había ensanchado y abarcaba no solo la orilla opuesta, la alta fuente y las negras aguas del lago sino también el paseo donde habían apuñalado a la emperatriz, justo debajo del hotel. El Quai du Mont-Blanc alcanza su anchura máxima en ese punto. Forma una especie de parque en miniatura con limeros, bancos, pequeños parterres de césped, ornamentadas farolas belle époque y setos podados de un verde muy oscuro. Un dique semicircular con balaustrada de piedra se adentra en el lago; por él se accede a un embarcadero y una estación de ferris. Esa tarde en particular había una docena de personas frente al quiosco de metal blanco haciendo cola para comprar sus billetes de ferri. Una joven con gorra de béisbol roja se deslizaba con sus patines. Dos hombres en vaqueros paseaban a un gran caniche negro. Por último, la mirada de Hoffmann se posó en una aparición esquelética arrebujada en un abrigo de piel marrón que estaba de pie bajo uno de los limeros. Tenía la cara demacrada y muy pálida, como si acabara de vomitar o desmayarse, y las cuencas de los ojos quedaban ensombrecidas por su abultada frente, desde la que todo el pelo estaba peinado hacia atrás y recogido en una coleta gris. El hombre había alzado la vista hacia la ventana desde la que estaba mirando Hoffmann.
Hoffmann se quedó paralizado. Durante unos segundos que se le hicieron larguísimos no pudo moverse. Entonces, involuntariamente, dio un paso hacia atrás y derribó la silla. Quarry, que lo miraba asustado, dijo:
—Dios mío, vas a desmayarte —e hizo ademán de levantarse, pero Hoffmann alzó una mano para rechazar su ayuda. Dio otro paso para separarse de la mesa y se le enredaron los pies con las patas de la silla. Tropezó y estuvo a punto de caerse, pero a quienes lo estaban observando les pareció que eso rompía el hechizo que lo tenía atenazado, porque de pronto apartó la silla hacia un lado de una patada, se dio la vuelta y echó a correr hacia la puerta.
Hoffmann apenas registró las exclamaciones de sorpresa que sus clientes proferían a sus espaldas, ni los gritos de Quarry llamándolo por su nombre. Salió al pasillo decorado con espejos y bajó por la escalera circular agarrándose al pasamano para girar en los rellanos. Al llegar abajo salvó de un salto los últimos escalones, pasó corriendo al lado de su guardaespaldas —que hablaba con el conserje— y llegó al paseo.