Incluso cuando nos hallamos muy solos, ¡con qué frecuencia pensamos con placer o dolor en lo que los demás piensan de nosotros, en su aprobación o censura imaginadas! Y todo eso se sigue de la simpatía, un elemento fundamental de los instintos sociales. Un hombre que no poseyera ninguna traza de tales instintos sería un monstruo anormal.
CHARLES DARWIN,
El origen del hombre (1871)
El inexistente perfil público de Hoffmann no era algo que él hubiera conseguido sin esfuerzo. Un día, en los inicios de Hoffmann Tecnologías de Inversión, cuando la empresa solo tenía unos dos mil millones de dólares en activos gestionados, había invitado a desayunar en el Hotel Président Wilson a los socios de la empresa de relaciones públicas más antigua de Suiza y les había ofrecido un trato: una cuota fija anual de doscientos mil francos suizos a cambio de que su nombre no apareciera en los periódicos. Solo puso una condición: si lo mencionaban por algún motivo, él reduciría diez mil francos de su cuota; si lo mencionaban más de veinte veces en un año, ellos tendrían que empezar a pagarle. Tras una prolongada discusión, los socios aceptaron sus condiciones e invirtieron todos los consejos que normalmente daban a sus clientes. Hoffmann no hacía donativos públicos, no asistía a cenas de gala ni a ceremonias de entrega de premios de la industria, no cultivaba su relación con ningún periodista, no aparecía en la lista de millonarios de ningún periódico, no apoyaba a ningún partido político, no dotaba de fondos a ninguna institución educativa y no daba conferencias ni discursos. Cuando surgía algún periodista curioso, lo desviaban hacia los brokers principales del hedge fund, que siempre estaban encantados de atribuirse el mérito de la empresa, o, en caso de insistencia extrema, a Quarry. Los socios siempre habían cobrado la cuota completa y Hoffmann había conservado su anonimato.
De ahí que asistir a la primera exposición de su mujer fuera una experiencia poco frecuente y, francamente, un suplicio para él. Desde el momento en que se apeó del coche, atravesó la abarrotada acera y entró en la ruidosa galería, deseó poder dar media vuelta y largarse. Se le acercaron para hablar con él varios amigos de Gabrielle a los que sospechaba haber conocido, pero si bien poseía una mente capaz de realizar operaciones aritméticas mentales de hasta cinco decimales, tenía una memoria pésima para las caras. Era como si su personalidad hubiera ido torciéndose para compensar sus otros dones. Oía lo que decían los otros, los clásicos lugares comunes y los comentarios sin sentido, pero era como si no los asimilara. Era consciente de que las respuestas que murmuraba eran inapropiadas o declaradamente raras. Le ofrecieron una copa de champán, pero él prefirió agua, y entonces fue cuando vio a Bob Walton mirándolo fijamente desde el otro extremo de la estancia.
¡Walton, nada más y nada menos!
Antes de que Hoffmann pudiera maniobrar para eludir la situación, su antiguo colega ya avanzaba entre la multitud con el brazo extendido, decidido a hablar con él.
—Cuánto tiempo, Alex —dijo.
—Hola, Bob. —Le estrechó la mano con frialdad—. Creo que no había vuelto a verte desde el día en que te ofrecí trabajo y me dijiste que era el diablo y que había ido a robarte el alma.
—Creo que no lo expresé con esas palabras.
—¿No? Pues yo creo recordar que dejaste muy claro lo que pensabas de los científicos que se pasaban al lado oscuro y se convertían en quants.
—¿En serio? Lo siento. —Walton estiró el brazo con que sujetaba la copa señalando la sala—. En fin, me alegro de que todo te haya ido tan bien. Lo digo sinceramente, Alex.
Lo dijo con tanto cariño que Hoffmann lamentó haberse mostrado tan agresivo. Cuando llegó a Ginebra proveniente de Princeton, sin conocer a nadie y sin nada más que dos maletas y un diccionario inglés-francés, Walton había sido su jefe de sección en el CERN. Su mujer y él lo habían acogido: lo invitaban a comer los domingos, lo ayudaron a buscar apartamento, lo llevaban en coche al trabajo y hasta intentaron buscarle novia.
Hoffmann se propuso mostrarse más simpático y dijo:
—Y ¿cómo va la búsqueda de la partícula de Dios?
—Ya casi la tenemos. ¿Y tú? ¿Cómo va el elusivo Santo Grial del razonamiento artificial autónomo?
—Lo mismo digo. Ya casi lo tenemos.
—¿En serio? —Walton arqueó las cejas, sorprendido—. Entonces, ¿sigues con eso?
—Por supuesto.
—Vaya, qué valiente. ¿Qué te ha pasado en la cabeza?
—Nada. Un accidente tonto. —Miró hacia donde estaba Gabrielle—. Creo que voy a ir a saludar a mi mujer…
—Claro, claro. —Walton volvió a ofrecerle la mano—. Bueno, me alegro de haber hablado contigo, Alex. Deberíamos quedar algún día. Ya tienes mi dirección de correo electrónico.
Walton ya estaba dándole la espalda, y Hoffmann dijo:
—Pues no, no la tengo.
Walton se dio la vuelta.
—Claro que la tienes. Me enviaste una invitación.
—¿Una invitación? ¿De qué?
—De esta inauguración.
—Yo no he enviado ninguna invitación.
—Creo que sí. Un momento…
Un buen ejemplo de la pedantería académica de Walton, pensó Hoffmann: insistir en un detalle sin importancia incluso cuando se equivocaba. Pero entonces, para su sorpresa, Walton le pasó su BlackBerry mostrándole la invitación enviada desde la dirección de correo electrónico de Hoffmann.
—Ah, sí, perdona —dijo Hoffmann a regañadientes, porque él también detestaba tener que admitir un error—. Ya nos veremos.
Le dio rápidamente la espalda para ocultar su consternación y fue a buscar a Gabrielle. Cuando por fin consiguió llegar hasta ella, su mujer le dijo, con un tono que delataba malhumor:
—Empezaba a pensar que no ibas a venir.
—Me he largado en cuanto he podido. —La besó en los labios y percibió el sabor amargo del champán en su aliento.
—Aquí, doctor Hoffmann —lo llamó alguien, y a menos de un metro de distancia se disparó el flash de un fotógrafo.
Hoffmann echó la cabeza hacia atrás instintivamente, como si le hubieran tirado ácido en la cara. Con una sonrisa falsa en los labios, dijo:
—¿Qué demonios hace Bob Walton aquí?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Lo has invitado tú.
—Sí, acaba de decírmelo. Pero ¿sabes qué? Estoy seguro de que yo no le he mandado ninguna invitación. ¿Por qué iba a hacerlo? Fue él quien cerró mis investigaciones en el CERN. Hacía años que no lo veía…
De pronto el dueño de la galería apareció a su lado.
—Debe de estar muy orgulloso de ella, doctor Hoffmann —dijo Bertrand.
—¿Qué? —Hoffmann todavía miraba a su antiguo colega entre el gentío—. Ah, sí. Sí, estoy muy orgulloso. —Se concentró para apartar a Walton de su pensamiento y pensar en algo apropiado que decirle a Gabrielle—. ¿Ya has vendido algo?
—Gracias, Alex —repuso Gabrielle—, pero no se trata solo de dinero.
—Ya lo sé. Solo era una pregunta.
—Todavía nos queda mucho tiempo —terció Bertrand. Su teléfono móvil emitió una alerta, dos compases de Mozart. Leyó el mensaje, parpadeó con gesto de sorpresa, musitó «Perdónenme» y se marchó.
Hoffmann todavía estaba un poco deslumbrado por el flash de la cámara. Cuando miraba los retratos, veía los centros vacíos. Sin embargo se esforzó para hacer comentarios elogiosos.
—Es fantástico verlos todos juntos, ¿verdad? Tienes la sensación de que contemplas el mundo de otra manera. Ves lo que hay oculto bajo la superficie.
—¿Cómo va tu cabeza? —le preguntó Gabrielle.
—Bien. Si no llegas a mencionarlo, ya ni me acuerdo. Ese de ahí me gusta mucho. —Señaló un cubo que tenían cerca—. Eres tú, ¿verdad?
Hoffmann recordó que a Gabrielle le había llevado todo un día posar para aquel retrato, agachada en el escáner como una víctima de Pompeya, con las rodillas pegadas al pecho, sujetándose la cabeza con las manos, la boca abierta como si gritara. En casa, la primera vez que se lo enseñó, a él le había impresionado tanto como el feto, del que era un eco deliberado.
—Ha venido Leclerc —comentó Gabrielle—. Casi os habéis cruzado.
—No me digas que ya han encontrado a ese tipo.
—No, no, no era eso.
Su tono puso a Hoffmann en guardia.
—Entonces, ¿qué quería?
—Quería preguntarme por la crisis nerviosa que por lo visto tuviste cuando trabajabas en el CERN.
Hoffmann no estaba seguro de haberla oído bien. El ruido de tanta gente hablando, que rebotaba en las paredes encaladas, le recordó al estruendo de la sala de ordenadores.
—¿Ha hablado con el CERN?
—Sobre tu crisis nerviosa —repitió ella subiendo la voz—. Esa crisis nerviosa de la que nunca me has dicho nada.
A Hoffmann se le cortó la respiración, como si hubiera recibido un puñetazo.
—Yo no lo llamaría exactamente una crisis nerviosa. No sé por qué Leclerc tiene que meter al CERN en esto.
—Pues ¿cómo lo llamarías?
—¿Tenemos que hablar de esto ahora? —La expresión de Gabrielle indicaba que sí. Hoffmann se preguntó cuántas copas de champán se habría bebido—. Está bien, supongo que sí. Tuve una depresión. Pedí una baja. Fui a ver a un psiquiatra. Me recuperé.
—¿Fuiste a ver a un psiquiatra? ¿Recibiste tratamiento para la depresión? ¿Y en ocho años no me lo has mencionado nunca?
Una pareja que estaba cerca se volvió y los miró.
—Le estás dando demasiada importancia —dijo Hoffmann, irritado—. No seas ridícula. Por el amor de Dios, eso pasó antes de que nos conociéramos. —Y con tono más amable añadió—: Va, Gabby, no estropeemos esto.
Por un momento Hoffmann pensó que ella iba a discutir. Tenía la barbilla levantada, apuntándolo, y eso siempre era señal de tormenta. Sus ojos se veían vidriosos y enrojecidos, y Hoffmann recordó que ella tampoco había dormido mucho. Pero entonces se oyeron unos ruiditos de metal contra cristal.
—Damas y caballeros —dijo Bertrand. Tenía una copa de champán en la mano y la golpeaba con un tenedor—. ¡Damas y caballeros! —Resultó asombrosamente eficaz. El silencio se apoderó rápidamente de la abarrotada sala, y Bertrand dejó la copa—. No se alarmen, amigos. No voy a pronunciar ningún discurso. Además, para los artistas los símbolos son más elocuentes que las palabras.
Llevaba algo en la mano, pero Hoffmann no alcanzaba a ver qué era. Se acercó al autorretrato —ese en el que Gabrielle gritaba en silencio—, despegó un círculo adhesivo de color rojo del rollo de cinta que llevaba escondido en la palma de la mano y lo pegó con firmeza en la etiqueta de la obra. Un murmullo de satisfacción se extendió por la galería.
—Gabrielle —dijo volviéndose hacia ella con una sonrisa en los labios—, permíteme felicitarte. Ahora ya eres oficialmente una artista profesional.
Los asistentes aplaudieron y alzaron sus copas de champán a modo de saludo. La tensión se borró de la cara de Gabrielle. Parecía transformada, y Hoffmann aprovechó ese momento para cogerle la muñeca y levantarle la mano por encima de la cabeza como si fuera un campeón de boxeo. Hubo otra ovación. La cámara volvió a disparar, pero esa vez Hoffmann se aseguró de que su sonrisa no vacilaba.
—Te felicito, Gabby —susurró sin despegar los labios—. Te lo mereces.
Ella le sonrió, feliz.
—Gracias. —Brindó con los asistentes—. Gracias a todos. Y gracias muy especialmente a quienquiera que lo haya comprado.
—Espera un momento. No he terminado —dijo Bertrand.
Al lado del autorretrato estaba la cabeza de un tigre siberiano que había muerto en el zoo de Servion el año anterior. Gabrielle había mantenido el cadáver refrigerado hasta que consiguió meter el cráneo decapitado en un escáner de resonancia magnética. El grabado sobre cristal estaba iluminado desde abajo con una luz rojo sangre. Bertrand colocó otro adhesivo junto a esa obra. Se había vendido por cuatro mil quinientos francos.
—Un poco más y estarás ganando más dinero que yo —susurró Hoffmann.
—Va, Alex, deja de hablar de dinero.
Pero él se dio cuenta de que Gabrielle estaba contenta, y cuando Bertrand pegó otro círculo rojo, esa vez en El hombre invisible, el eje de la exposición, valorado en dieciocho mil francos, ella dio una palmada de alegría.
Más tarde Hoffmann pensó con amargura que si todo hubiera terminado ahí, la inauguración habría sido un gran éxito. ¿Cómo podía ser que Bertrand no lo hubiera visto? ¿Por qué no miró más allá de su codicia, un poco más a largo plazo, y se detuvo allí? Pero no: recorrió metódicamente toda la galería dejando un rastro de círculos rojos —una viruela, una peste, una epidemia de pústulas que brotaban por las blancas paredes— en las cabezas de caballo, el niño momificado del Museo Etnológico de Berlín, el cráneo de bisonte, la cría de antílope y media docena de autorretratos más, y por último también el feto: no paró hasta haberlos marcado todos como vendidos.
La reacción del público fue extraña. Al principio la gente lanzaba vítores cada vez que Bertrand enganchaba un círculo rojo. Pero al cabo de un rato su locuacidad empezó a disminuir, y poco a poco se apoderó de la galería una sensación de incomodidad, de modo que Bertrand pegó su último adhesivo en medio de un silencio casi absoluto. Era como si estuvieran presenciando una broma pesada que al principio era graciosa pero que se había alargado demasiado y se había vuelto cruel. Tanta esplendidez resultaba apabullante. Hoffmann, compungido, vio que la expresión de Gabrielle pasaba de la felicidad al desconcierto, a la incomprensión y, por último, a la desconfianza.
—Por lo visto tienes un admirador —dijo a la desesperada.
Ella no parecía haberlo oído.
—¿Todo esto es de un solo comprador?
—Sí —confirmó Bertrand. Sonreía, radiante, y se frotaba las manos.
Poco a poco volvió a iniciarse el murmullo de las conversaciones. La gente hablaba en voz baja, excepto un norteamericano que dijo en voz alta:
—Madre mía, esto es absolutamente ridículo.
—¿Quién es? —preguntó Gabrielle, incrédula.
—Por desgracia no puedo decírtelo. —Bertrand miró brevemente a Hoffmann—. Lo único que puedo decirte es que se trata de un coleccionista anónimo.
Gabrielle siguió la dirección de la mirada de Bertrand hasta Hoffmann. Tragó saliva antes de hablar. Con un hilo de voz preguntó:
—¿Eres tú?
—Claro que no.
—Porque si eres tú…
—¡Te digo que no!
Se abrió la puerta y sonó una campanilla. Hoffmann giró la cabeza. La gente empezaba a marcharse; Walton era de los primeros y ya se estaba abrochando la chaqueta para protegerse de un viento helado. Bertrand vio lo que estaba pasando y, discretamente, hizo señas a las camareras para que dejaran de servir bebidas. La fiesta había dejado de tener una razón de ser y nadie quería ser el último en marcharse. Dos mujeres se acercaron a Gabrielle y le dieron las gracias, y ella tuvo que fingir que la felicitaban sinceramente.
—Yo habría comprado algo —dijo una—, pero no he tenido oportunidad.
—Esto es extraordinario.
—Nunca había visto nada parecido.
—Lo repetirás pronto, ¿verdad, querida?
—Sí, sí, te lo prometo.
Cuando las mujeres se marcharon, Hoffmann le dijo a Bertrand:
—Por el amor de Dios, al menos dile que no he sido yo.
—No puedo decir quién ha sido, porque la verdad es que no lo sé. Es así de sencillo. —Bertrand extendió las manos. Era evidente que estaba disfrutando con aquella situación: el misterio, el dinero, la necesidad de discreción profesional; su cuerpo se hinchaba bajo el traje de seda negra de marca—. Mi banco acaba de enviarme un mensaje diciéndome que habían recibido una transferencia electrónica relacionada con esta exposición. Confieso que me ha sorprendido la cantidad. Pero cuando he abierto la calculadora y he sumado el precio de todas las obras expuestas, he visto que ascendía a ciento noventa y dos mil francos, que es exactamente la cantidad transferida.
—¿Una transferencia electrónica? —repitió Hoffmann.
—Así es.
—Quiero que la devuelvas —dijo Gabrielle—. No quiero que mi obra sea tratada así.
Un nigeriano muy alto vestido con el traje típico de su país —una especie de toga muy entretejida de color negro y beis, con tocado a juego— saludó a Gabrielle con la mano mostrando una palma inmensa y rosada. Era otro de los protegidos de Bertrand, Nneka Osoba, especializado en crear máscaras tribales con residuos industriales occidentales como protesta contra el imperialismo.
—¡Adiós, Gabrielle! —gritó—. ¡Felicidades!
—Adiós —le contestó ella componiendo una sonrisa forzada—. Gracias por venir. —Volvió a sonar la campanilla de la puerta.
—Mi querida Gabrielle —dijo Bertrand, sonriente—, me parece que no lo entiendes. Esto es una situación legal. En una subasta, cuando baja el martillo, el lote está vendido. En una galería pasa lo mismo. Cuando alguien compra una obra de arte, esta desaparece. Si no quieres vender, no expongas.
—Te pagaré el doble —dijo Hoffmann a la desesperada—. Tú te llevas una comisión del cincuenta por ciento, así que has ganado casi cien mil francos, ¿no? Te pagaré doscientos mil si le devuelves su obra a Gabrielle.
—No, Alex —protestó Gabrielle.
—Eso es imposible, doctor Hoffmann.
—Está bien, doblaré mi oferta. Cuatrocientos mil.
Bertrand se tambaleó en sus zapatillas de seda zen; la ética y la avaricia se aferraban a tortazos a los lisos contornos de su cara.
—Bueno, la verdad es que no sé qué decir…
—¡Basta! —gritó Gabrielle—. ¡Basta ya, Alex! ¡Los dos! No soporto oíros hablar así.
—Gabby…
Pero Gabrielle esquivó las manos tendidas de Hoffmann y echó a correr hacia la puerta, empujando a los invitados que salían por ella. Hoffmann la siguió, abriéndose paso entre la gente. Le pareció que estaba en una pesadilla por cómo su mujer evitaba continuamente sus intentos de agarrarla. Hubo un momento en que le rozó la espalda con las yemas de los dedos. Hoffmann salió a la calle justo detrás de Gabrielle, y tras dar una docena de pasos más consiguió, por fin, cogerla del codo. La atrajo hacia sí y la metió en un portal.
—Escúchame, Gabby…
—No. —Le dio un golpe con la mano que tenía libre.
—¡Escúchame! —La zarandeó hasta que ella dejó de intentar zafarse; Hoffmann era fuerte, no le costó mucho—. Cálmate. Gracias. Y ahora escúchame, por favor. Está pasando algo muy raro. Estoy seguro de que la persona que ha comprado toda tu exposición es la misma que me envió ese libro de Darwin. Alguien se ha propuesto que me vuelva loco.
—¡Venga, Alex, basta ya! No vuelvas a empezar. Has sido tú el que ha comprado todas mis obras, lo sé. —Forcejeó para soltarse.
—No, escúchame. —Volvió a zarandearla. Tuvo la vaga conciencia de que el miedo lo estaba volviendo agresivo, e intentó tranquilizarse—. Te lo prometo. No he sido yo. Ese libro de Darwin lo compraron exactamente de la misma forma: una transferencia bancaria por internet. Apuesto algo a que si volvemos a entrar y conseguimos que monsieur Bertrand nos dé el número de cuenta del comprador, coincidirán. Pero tienes que entender que aunque esa cuenta esté a mi nombre, no es mía. No sé qué cuenta es. Pero te prometo que voy a llegar hasta el fondo de esto. Vale. Ya está. —La soltó—. Esto era lo que quería decirte.
Gabrielle lo miró fijamente y empezó a masajearse lentamente el codo. Lloraba en silencio. Hoffmann se dio cuenta de que debía de haberle hecho daño.
—Lo siento.
Gabrielle miro el cielo conteniendo los sollozos. Al final volvió a dominar sus emociones y dijo:
—Supongo que no tienes ni idea de lo importante que era esta exposición para mí, ¿verdad?
—Claro que lo sé…
—Todo se ha hechado a perder…, por tu culpa.
—Venga, Gabrielle, ¿cómo puedes decir eso?
—Es la verdad, Alex. Porque o lo has comprado todo tú pensando, con tus ideas descabelladas de macho alfa, que me hacías un favor, o lo ha comprado esa otra persona que, según dices, intenta volverte loco. Sea como sea, has sido tú.
—Eso no es verdad.
—Muy bien. A ver, ¿quién es ese hombre misterioso? Es evidente que no tiene nada que ver conmigo. Supongo que tendrás alguna idea. ¿Es un competidor tuyo? ¿Un cliente? ¿O la CIA?
—No digas tonterías.
—¿O es Hugo? ¿Es esto una de esas bromas graciosas de alumnos de colegio privado de Hugo?
—No es Hugo. De eso sí estoy seguro.
—Ah, no, claro que no. No puede ser tu queridísimo Hugo, ¿verdad? —Ya no lloraba—. ¿En qué te has convertido, Alex? Mira, Leclerc quería saber si el dinero era la razón por la que te habías marchado del CERN, y le he dicho que no. Pero ¿alguna vez dejas de escucharte a ti mismo últimamente? Doscientos mil francos… Cuatrocientos mil francos… Sesenta millones de dólares por una casa que no necesitamos…
—Que yo recuerde, cuando la compramos no te quejaste. Dijiste que te gustaba el taller.
—¡Sí, pero solo lo dije para hacerte feliz! No creerás que el resto me gusta, ¿verdad? Es como vivir en una maldita embajada. —Entonces cambió de tono, como si acabara de ocurrírsele algo—. ¿Cuánto dinero tienes ahora, por curiosidad?
—Déjalo, Gabrielle.
—No. Dime. Quiero saberlo. ¿Cuánto?
—No lo sé. Depende de cómo calcules las cosas.
—Pues inténtalo. Dame una cifra.
—¿En dólares? ¿Una cifra aproximada? No lo sé, de verdad. Mil millones. Mil doscientos millones.
—¿Mil millones de dólares? ¿Cifra aproximada? —Se quedó un momento sin habla—. ¿Sabes qué? Olvídalo. Se acabó. Para mí, ahora lo único que importa es salir de esta maldita ciudad donde lo único que le interesa a la gente es el dinero.
Se dio la vuelta.
—Se acabó ¿qué? —Volvió a agarrarla por el brazo, pero débilmente, sin convicción, y esa vez Gabrielle se volvió hacia él y le dio un bofetón. No fue muy fuerte, solo un cachete de advertencia, un aviso, pero Hoffmann la soltó inmediatamente. Era la primera vez que se pegaban.
—Ni se te ocurra —le espetó ella amenazándolo con el índice— volver a cogerme así.
Y se marchó. Fue a grandes zancadas hasta el final de la calle y dobló la esquina, dejando a Hoffmann con la mano en la mejilla, incapaz de comprender la catástrofe que tan inesperadamente se había producido.
Leclerc lo había presenciado todo cómodamente sentado en su coche. La escena se había desarrollado ante él como una película proyectada en un autocine. Vio cómo Hoffmann se daba lentamente la vuelta y regresaba a la galería. Uno de los dos guardaespaldas que estaban de pie con los brazos cruzados junto a la puerta le dijo algo, y Hoffmann hizo un gesto cansado, seguramente ordenándole que siguiera a su mujer. El hombre se puso en marcha. Entonces Hoffmann entró en la galería, seguido del otro guardaespaldas. Era muy fácil saber lo que pasaba: el escaparate era grande y la galería ya estaba casi vacía. Hoffmann fue hacia el dueño, monsieur Bertrand, y empezó a reprenderlo. Sacó su teléfono móvil y lo agitó ante la cara de su interlocutor. Bertrand alzó las manos e intentó ahuyentar a Hoffmann, pero este lo agarró por las solapas de la chaqueta y lo empujó contra la pared.
—Madre de Dios, y ahora ¿qué? —masculló Leclerc. Veía a Bertrand forcejeando para soltarse mientras Hoffmann lo sujetaba con los brazos estirados para luego empujarlo de nuevo hacia atrás, esa vez más fuerte. Leclerc maldijo por lo bajo, abrió la puerta del coche y se apeó. Se le habían quedado las rodillas entumecidas, y mientras cruzaba la calle, dolorido, reflexionó una vez más sobre la crueldad de su destino y de la injusticia de que, con casi sesenta años, todavía tuviera que hacer aquellas cosas.
Cuando Leclerc entró en la galería, el guardaespaldas de Hoffmann se había plantado con solidez entre su cliente y monsieur Bertrand. Este se alisaba la chaqueta e insultaba a gritos a Hoffmann, que le devolvía los improperios. Detrás de ellos, el asesino ejecutado miraba al frente, imperturbable, desde su celda de cristal.
—Por favor, caballeros —dijo Leclerc—, hagan el favor. —Le mostró la placa al guardaespaldas, que la miró y luego miró a Leclerc y puso los ojos en blanco—. Tranquilos. Doctor Hoffmann, esta no es forma de comportarse. Me dolería mucho tener que detenerlo después de lo que ya ha tenido que soportar hoy, pero lo haré si me obliga. ¿Qué está pasando aquí?
—Mi mujer está muy disgustada, y todo porque este hombre ha actuado de una forma increíblemente estúpida… —empezó Hoffmann.
—¡Sí, sí —lo interrumpió Bertrand—, increíblemente estúpida! ¡Le he vendido todas sus obras, el mismo día de la inauguración de su primera exposición, y ahora su marido me agrede por ello!
—Lo único que quiero —replicó Hoffmann con un tono de voz que a Leclerc le pareció cercano al histerismo— es el número de la cuenta bancaria del comprador.
—¡Y yo le he dicho que no puedo dárselo! Esa información es confidencial.
Leclerc se volvió hacia Hoffmann.
—¿Por qué es tan importante?
—Es evidente —dijo Hoffmann tratando de controlar la voz— que alguien intenta destrozarme la vida. He conseguido el número de cuenta que utilizaron para enviarme un libro anoche, presuntamente para asustarme. Lo tengo aquí, en mi teléfono móvil. Y creo que la misma cuenta bancaria, que presuntamente está a mi nombre, ha sido utilizada para sabotear la exposición de mi mujer.
—¡Sabotear! —exclamó Bertrand, burlón—. ¡Eso se llama vender!
—Pero no ha sido una sola venta, ¿no? Se ha vendido todo de golpe. ¿Había pasado alguna vez?
—¡Bah! —Bertrand hizo un ademán despectivo.
Leclerc se quedó mirándolos. Dio un suspiro y dijo:
—Monsieur Bertrand, enséñeme ese número de cuenta, por favor.
—No puedo. ¿Por qué debería hacerlo?
—Porque si no me lo enseña, lo detendré por obstaculizar una investigación criminal.
—¡No se atreverá!
Leclerc lo miró a los ojos. A pesar de su avanzada edad, podía tratar con los Guy Bertrand de este mundo con los ojos cerrados.
—De acuerdo, está en mi despacho —acabó mascullando Bertrand.
—¿Me permite ver su móvil, doctor Hoffmann?
Hoffmann le mostró la pantalla con el correo electrónico.
—Este es el mensaje que recibí de la librería, con el número de cuenta.
Leclerc cogió el teléfono.
—Quédese aquí, por favor. —Siguió a Bertrand hasta el pequeño despacho de la trastienda. Allí se amontonaban catálogos antiguos, marcos de cuadros, herramientas; olía a una mezcla acre de café y pegamento. Había un ordenador encima de un escritorio de tapa corrida, desvencijado y con arañazos. Junto al ordenador había un buen número de cartas y recibos clavados en un pinchapapeles. Bertrand cogió el ratón, movió el cursor por la pantalla del ordenador y cliqueó.
—Aquí está el correo electrónico de mi banco. —Se levantó de la silla haciendo un mohín—. Por cierto, déjeme decirle que no me he tomado en serio su amenaza de detenerme. Si colaboro es únicamente porque soy un buen ciudadano suizo.
—Agradezco su colaboración, monsieur —repuso Leclerc—. Gracias. —Se sentó ante el monitor y escudriñó la pantalla. Colocó el teléfono móvil de Hoffmann al lado y comparó meticulosamente los dos números de cuenta. Eran una combinación idéntica de letras y dígitos. El nombre del titular de la cuenta era A. J. Hoffmann. Sacó su bloc de notas y anotó la secuencia—. ¿Y este es el único mensaje que ha recibido?
—Sí.
Salieron del despacho y Leclerc le devolvió el teléfono a Hoffmann.
—Tenía usted razón. Los números coinciden. Aunque confieso que no entiendo qué tiene que ver esto con la agresión de que fue víctima anoche.
—Está relacionado —afirmó Hoffmann—. He intentado explicárselo esta mañana. Madre mía, ustedes no durarían ni cinco minutos en mi negocio. Ni siquiera pasarían por la puerta. Y ¿se puede saber por qué demonios ha ido al CERN a hacer preguntas sobre mí? Debería estar buscando a ese tipo, y no investigándome a mí.
Estaba ojeroso y tenía los ojos enrojecidos, como si se los hubiera frotado mucho. Con la barba de un día parecía un fugitivo.
—Le pasaré el número de cuenta a nuestro departamento de delitos financieros y les pediré que lo investiguen —dijo Leclerc con amabilidad—. A los suizos, al menos, las cuentas bancarias se nos dan bastante bien, y la suplantación de identidad es un delito. Si averiguamos algo, le informaré inmediatamente. Entretanto, le aconsejo que vaya a su casa, vea a su médico y duerma un poco. —«Y que haga las paces con su mujer», le habría gustado añadir, pero le pareció más prudente callarse.