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Esta regla no tiene excepción: todo ser orgánico se aumenta naturalmente en una proporción tan alta que, si no se le destruyera pronto, la tierra estaría cubierta por la progenie de una sola pareja.

CHARLES DARWIN,
El origen de las especies (1859)

Contours de l’homme: Une exposition de l’oeuvre de Gabrielle Hoffmann —ella creía que quedaba mucho más impresionante en francés que en inglés— estaba programada solo una semana en la Galerie d’Art Contemporain Guy Bertrand, un pequeño local de paredes blancas que en su día había sido un taller de Citroën, en un callejón cerca del MAMCO, la galería de arte contemporáneo más importante de la ciudad.

Cinco meses atrás, en Navidad, Gabrielle se había encontrado un buen día sentada al lado de su propietario, monsieur Bertrand, en una subasta benéfica celebrada en el Hotel Mandarín Oriental —un acto al que Alex se había negado rotundamente a asistir—, y al día siguiente él había entrado en su estudio para ver en qué trabajaba. Tras diez minutos de halagos escandalosos, se había ofrecido a montar una exposición a cambio de la mitad de lo recaudado con la condición de que ella pagara los gastos. Gabrielle enseguida se había dado cuenta de que el principal atractivo era el dinero de Alex, y no su talento. Desde hacía dos años venía observando que la riqueza actuaba como un campo magnético invisible que empujaba a las personas y las obligaba a apartarse de su patrón de comportamiento habitual. Pero también había aprendido a convivir con ello. Podías enloquecer intentando averiguar quién actuaba con sinceridad y quién con hipocresía. Además, tenía muchas ganas de exponer; eso era algo que deseaba como nunca había deseado nada, excepto tener un hijo.

Bertrand la había animado a organizar una inauguración nocturna: eso haría que aumentara el interés, dijo, y le conseguiría un poco de publicidad. Pero Gabrielle había puesto reparos. Sabía que su marido estaría amargado los días previos ante la perspectiva de semejante acto. Al final habían llegado a un acuerdo. Ese día, a las once de la mañana, cuando se abrieron las puertas como cualquier otro día, dos camareras jóvenes con blusa blanca y minifalda negra empezaron a ofrecer flautas de Pol Roger y bandejas de canapés a cualquiera que se asomara a la galería. A Gabrielle le preocupaba que no entrara nadie, pero claro que entraron: los clientes habituales de la galería, que habían recibido por correo electrónico un folleto que anunciaba la exposición; transeúntes atraídos por una copa gratis; y sus amigos y conocidos, a los que llevaba semanas llamando por teléfono y enviando correos electrónicos: nombres rescatados de agendas antiguas, gente a la que llevaba años sin ver. Habían acudido todos, y hacia mediodía ya se había congregado un grupo considerable de más de cien personas que ocupaban el local y la acera, donde se concentraban los fumadores.

Cuando iba por la segunda copa de champán, Gabrielle se dio cuenta de que se lo estaba pasando bien. Su obra consistía en veintisiete piezas: todo lo que había terminado en los tres últimos años, con excepción de su primer autorretrato, que Alex le había pedido que conservaran y que permanecía en la mesita del salón de su casa. Y lo cierto era que, una vez que estaba todo junto y debidamente iluminado —sobre todo los grabados sobre cristal—, sí parecía una obra sólida y profesional, como mínimo tan impresionante como la mayoría de las inauguraciones a las que ella había asistido en sus tiempos. Nadie se había reído. Los visitantes observaban con atención y hacían comentarios reflexivos, casi todos elogiosos. Un periodista joven y muy serio del Tribune de Ginebra había llegado a comparar el énfasis de Gabrielle en la simplicidad de las líneas con la topografía de la cabeza de Giacometti. Lo único que seguía preocupando a Gabrielle era que todavía no se había vendido nada, lo que atribuía a los elevados precios que Bertrand había insistido en cobrar, que iban de los cuatro mil quinientos francos suizos —unos cinco mil dólares— de los TAC de las cabezas de animales más pequeñas hasta los dieciocho mil del gran retrato de la resonancia magnética, El hombre invisible. Si al final de la jornada no había vendido nada, lo consideraría una humillación.

Intentó no pensar en eso y prestar atención a lo que le decía el hombre que tenía delante. Había tanto ruido que le costaba oírle. Tuvo que interrumpirlo. Le puso una mano en el brazo y dijo:

—Perdón, ¿cómo ha dicho que se llama?

—Bob Walton. Trabajaba con Alex en el CERN. Le estaba diciendo que creo que ustedes dos se conocieron en una fiesta en mi casa.

—Dios mío —dijo ella—, tiene usted razón. ¿Cómo está? —Le estrechó la mano y lo miró por primera vez fijándose en él: alto, delgado, elegante, gris. Ascético, decidió; o eso o simplemente austero. Habría podido ser un monje; no, algo más, porque emanaba autoridad: un abad. Comentó—: Qué gracia, a esa fiesta me llevaron unos amigos por casualidad. De hecho creo que nunca nos han presentado formalmente, ¿verdad?

—Creo que no.

—Bueno, gracias con retraso. Usted me cambió la vida.

Su interlocutor no sonrió.

—Hace años que no veo a Alex. Supongo que vendrá, ¿no?

—Eso espero. —Volvió a desviar brevemente la mirada hacia la puerta con la esperanza de ver entrar a Alex por ella. Hasta ese momento, lo único que había hecho su marido era enviarle a aquel guardaespaldas taciturno que se había situado junto a la entrada como un portero de discoteca y que de vez en cuando parecía que hablara con la manga de su chaqueta—. Y ¿cómo es que ha venido? ¿Es usted un asiduo de la galería o solo pasaba por aquí?

—Ninguna de las dos cosas. Me invitó Alex.

—¿Alex? —Gabrielle reaccionó tarde—. Lo siento. No sabía que Alex hubiera enviado invitaciones. Él no suele hacer esas cosas.

—A mí también me sorprendió un poco. Sobre todo porque la última vez que nos vimos tuvimos una pequeña discusión. He venido a hacer las paces y ahora resulta que él no está. Pero no importa. Me gusta su trabajo.

—Gracias. —Todavía estaba intentando asimilar la idea de que Alex hubiera invitado a alguien por su cuenta y sin decirle nada—. A lo mejor compra algo.

—Me temo que los precios no están al alcance del bolsillo de un empleado del CERN. —Y tras decir eso sonrió por primera vez, una sonrisa aún más cálida por lo excepcional, como un rayo de sol en un paisaje gris. Metió una mano en el bolsillo interior de su chaqueta—. Si algún día le apetece crear algo a partir de la física de partículas, llámeme. —Le dio su tarjeta.

Gabrielle leyó:

Profesor Robert Walton

Director del Departamento de Informática

CERN-Organización Europea para la Investigación Nuclear

1211 Ginebra 23 - Suiza

Se guardó la tarjeta en el bolsillo.

—Gracias. Lo tendré en cuenta. Pero hábleme de Alex y…

—Querida, qué lista eres —dijo una voz de mujer a sus espaldas.

Gabrielle notó que le apretaban el codo, y al darse la vuelta se encontró ante la cara pálida y redonda y los grandes ojos grises de Jenny Brinkerhof, otra inglesa de treinta y tantos casada con el presidente de un hedge fund. (Gabrielle se había fijado en que estaban proliferando en Ginebra: emigrantes económicos llegados de Londres huyendo del nuevo tipo impositivo del cincuenta por ciento del Reino Unido. De lo único que hablaban era de lo que costaba encontrar colegios decentes).

—Qué ilusión que hayas venido, Jen.

—Qué ilusión que me hayas invitado.

Se besaron; Gabrielle se dio la vuelta para presentársela a Walton, pero él ya se había separado de ellas y hablaba con el periodista del Tribune. Eso era lo malo de aquellas fiestas: quedarte atrapado con una persona con la que no querías hablar mientras tenías casi a tu alcance a otra con la que sí querías. Se preguntó cuánto tardaría Jen en mencionar a sus hijos.

—No sabes cuánto te envidio por tener espacio en tu vida para hacer algo como esto. Porque desde luego, tener tres hijos apaga cualquier chispa de creatividad…

Con el rabillo del ojo Gabrielle vio una figura extraña y al mismo tiempo familiar que entraba en la galería.

—Perdóname un momento, Jen. —Se encaminó hacia la puerta—. ¡Inspector Leclerc!

Madame Hoffmann. —Leclerc le estrechó educadamente la mano.

Gabrielle se fijó en que el hombre llevaba la misma ropa que vestía a las cuatro de la madrugada: cazadora oscura, una camisa blanca que ahora tenía el cuello gris y una corbata negra anudada demasiado cerca de la parte ancha, como siempre la llevaba el padre de Gabrielle. La barba incipiente de sus mejillas se extendía como una mancha de hongos plateados hacia unas ojeras muy marcadas. Se lo veía completamente fuera de lugar. Una camarera se les acercó con una bandeja llena de copas de champán que Gabrielle supuso que él rechazaría —¿no era eso lo que hacían los policías cuando estaban de servicio, rechazar el alcohol?—, pero Leclerc dijo alegremente: «Excelente, gracias», y cogió la copa con cuidado por el pie, como si temiera romperla.

—Está muy bueno —comentó tras dar un sorbo y relamerse—. ¿Cuánto vale? ¿Ochenta francos la botella?

—No sabría decirle. Lo ha organizado todo la oficina de mi marido.

El fotógrafo del Tribune se les acercó y les tomó una fotografía juntos. La cazadora de Leclerc desprendía el olor mohoso de algo viejo y húmedo. El inspector esperó a que se marchara el fotógrafo y entonces dijo:

—La policía científica ha obtenido un juego de huellas dactilares excelentes de su teléfono móvil y de los cuchillos de la cocina. Por desgracia no hemos encontrado ninguna correspondencia en nuestros archivos. Su intruso no tiene antecedentes penales, al menos en Suiza. ¡Es un auténtico fantasma! Ahora lo estamos cotejando con la Interpol. —Cogió al vuelo un canapé de una bandeja y se lo tragó entero—. ¿Y su marido? ¿Está aquí? No lo veo por ninguna parte.

—Todavía no ha llegado. ¿Por qué lo pregunta? ¿Quiere hablar con él?

—No, he venido a ver su obra.

Guy Bertrand se les acercó furtivamente sin disimular su curiosidad. Gabrielle le había contado que habían entrado en su casa.

—¿Va todo bien? —preguntó, y Gabrielle tuvo que presentar al policía y al dueño de la galería.

Bertrand era un joven regordete vestido de seda negra de pies a cabeza: camiseta Armani, chaqueta, pantalones, zapatillas holísticas zen. Leclerc y él se miraron con mutua incomprensión; casi podía afirmarse que pertenecían a especies diferentes.

—Un inspector de policía —caviló Bertrand—. Supongo que le interesará El hombre invisible.

—¿El hombre invisible?

—Déjeme enseñárselo —dijo Gabrielle, que agradecía aquella oportunidad de separarlos. Guió a Leclerc hasta el objeto más grande en exposición, una vitrina iluminada desde abajo en la que un hombre desnudo de tamaño real, aparentemente compuesto de telarañas azul claro, parecía sostenerse en el aire a escasos centímetros del suelo. Producía un efecto fantasmagórico, perturbador—. Le presento a Jim, el hombre invisible.

—Y ¿quién es Jim?

—Era un asesino. —Leclerc se volvió bruscamente y la miró—. James Duke Johnson —continuó ella, complacida por haber provocado esa reacción—, ejecutado en Florida en 1994. Antes de morir, el capellán de la prisión lo convenció de que donara su cuerpo para la investigación científica.

—¿Y también para que lo expusieran en público?

—Eso lo dudo. ¿Le horroriza?

—Confieso que sí.

—Me alegro. Era el efecto que buscaba.

Leclerc dio un gruñido y dejó su copa de champán. Se acercó más a la vitrina y se quedó mirando la obra con los brazos en jarras. La barriga que sobresalía del cinturón de su pantalón le recordó a Gabrielle los relojes blandos de Dalí. Leclerc dijo:

—Y ¿cómo consigue esa impresión de que flota?

—Secreto profesional. —Gabrielle se rió—. No, se lo explicaré. Es bastante sencillo. Cojo secciones de un escáner de resonancia magnética y las calco en un cristal muy transparente, Mirogard de dos milímetros, el más transparente que existe. Pero a veces, en lugar de usar tinta, utilizo un taladro de dentista para grabar la línea. A la luz del día apenas se ve la marca. Pero si iluminas el cristal con luz artificial desde el ángulo correcto… bueno, consigues este efecto.

—Asombroso. Y ¿qué opina su marido?

—Cree que tengo una obsesión morbosa. Pero él tiene sus propias obsesiones. —Se terminó la copa de champán. Estaba todo agradablemente acentuado: los colores, los ruidos, las sensaciones—. Debe de pensar que formamos una pareja muy extraña.

—Le aseguro, madame, que mi trabajo me pone en contacto con personas mucho más extrañas de lo que usted podría llegar a imaginar. —De pronto la miró fijamente con unos ojos enrojecidos—. ¿Le importaría que le hiciera un par de preguntas?

—No, en absoluto.

—¿Cuándo conoció al doctor Hoffmann?

—Precisamente estaba recordándolo hace un momento. —Veía mentalmente a Alex con toda claridad. Él estaba hablando con Hugo Quarry (siempre tenía que estar el maldito Quarry por medio, incluso al principio) y ella tuvo que dar el primer paso, pero había bebido lo suficiente para que eso no le importara—. Fue en una fiesta en Saint-Genis-Pouilly, hará unos ocho años.

—Saint-Genis-Pouilly —repitió Leclerc—. Tengo entendido que allí viven muchos científicos del CERN.

—En esa época sí. ¿Ve a ese hombre alto con el pelo entrecano? Se llama Walton. Fue en su casa. Después fui al apartamento de Alex y recuerdo que allí solo había ordenadores. El apartamento se calentaba tanto que un día apareció en el monitor de infrarrojos de un helicóptero de la policía y la brigada antidroga fue a hacer una redada. Creían que cultivaba cannabis.

Sonrió al recordarlo, y Leclerc sonrió también, pero por cortesía, sospechó Gabrielle, para animarla a seguir hablando. Se preguntó qué querría de ella.

—¿Usted también trabajaba en el CERN?

—No, qué va, yo trabajaba de secretaria en las Naciones Unidas. Era la típica ex estudiante de Bellas Artes con pocas perspectivas de futuro y buenos conocimientos de francés. —Hablaba demasiado deprisa y sonreía demasiado. Leclerc iba a pensar que estaba achispada.

—Pero ¿el doctor Hoffmann todavía trabajaba en el CERN cuando usted lo conoció?

—Estaba a punto de marcharse y montar su propia empresa con su socio, Hugo Quarry. Curiosamente, los tres nos conocimos aquella noche. ¿Es importante?

—Y ¿por qué lo hizo? ¿Por qué se marchó del CERN?

—Eso tendrá que preguntárselo a él. O a Hugo.

—Se lo preguntaré. El señor Quarry es americano, ¿verdad?

—No, es inglés —contestó Gabrielle riendo—. Muy inglés.

—Supongo que una de las razones por las que el doctor Hoffmann se marchó del CERN era que quería ganar más dinero.

—Pues no, la verdad. El dinero nunca le ha preocupado. O no le preocupaba entonces. Me dijo que podría desarrollar su línea de investigación más fácilmente si montaba su propia empresa.

—Y ¿qué línea de investigación era?

—Inteligencia artificial. Pero ya le digo, los detalles tendrá que preguntárselos a él. Me temo que yo nunca lo he entendido muy bien.

Tras una pausa, Leclerc preguntó:

—¿Sabe si alguna vez ha necesitado ayuda psiquiátrica?

Esa pregunta la sorprendió.

—Que yo sepa, no. ¿Por qué me lo pregunta?

—Es que tengo entendido que sufrió una crisis nerviosa cuando trabajaba en el CERN, y que esa fue la razón por la que se marchó. Me preguntaba si habría tenido alguna recaída.

Gabrielle se percató de que lo estaba mirando con la boca abierta. Leclerc la observaba atentamente.

—Lo siento —dijo el inspector—. ¿He hablado demasiado? ¿Usted no lo sabía?

Gabrielle se recompuso lo suficiente para mentir.

—Bueno, claro que lo sabía. Sabía algo.

Se dio cuenta de que estaba resultando muy poco convincente. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Admitir que su marido era, en gran medida, un misterio para ella, que una gran parte de lo que ocupaba su mente todos los días siempre había sido territorio impenetrable, y que ese carácter incognoscible era al mismo tiempo lo que la había atraído de él al principio y lo que siempre la había asustado?

—Tengo que investigar todos los hechos, madame —dijo Leclerc remilgadamente—. Podría ser que el agresor conociera a su marido y le guardara rencor por algo. Solo le he preguntado a un conocido mío del CERN, extraoficialmente y en la más estricta confidencialidad, se lo aseguro… por qué se había marchado.

—Y esa persona ¿le ha dicho que había sufrido una crisis nerviosa y ahora usted piensa que Alex podría estar inventándose toda esta historia del agresor misterioso?

—No, solo trato de entender todas las circunstancias. —Se terminó la copa de un trago—. Lo siento, no quiero retenerla más.

—¿Le apetece otra copa?

—No. —Se llevó una mano a los labios y reprimió un eructo—. Tengo que irme. Gracias. —Saludó a Gabrielle con un gesto de la cabeza un tanto anticuado—. Ha sido muy interesante ver su obra. —Se interrumpió y volvió a contemplar al asesino ejecutado en su caja de cristal—. ¿Qué fue exactamente lo que hizo ese pobre diablo?

—Mató a un anciano que lo sorprendió robándole su manta eléctrica. Le pegó un tiro y lo apuñaló. Pasó doce años en el corredor de la muerte. Cuando rechazaron su última petición de clemencia lo ejecutaron mediante una inyección letal.

—Brutal —musitó Leclerc, aunque Gabrielle no estaba segura de si se refería al crimen, al castigo o a lo que ella había hecho con aquello.

Después Leclerc se sentó en su coche al otro lado de la calle, con el bloc de notas sobre la rodilla, y anotó cuanto consiguió recordar de lo que le acababan de contar. Por el escaparate de la galería veía a la gente pululando alrededor de Gabrielle; de vez en cuando el flash de una cámara le confería un toque de sofisticación. Pensó que le caía bastante bien; en cambio, no podía afirmar que le hubiera gustado mucho su exposición. ¿Tres mil francos por unos trozos de cristal con el cráneo de un caballo garabateado? Infló los carrillos y sopló. Madre mía, por la mitad de esa cantidad podías comprarte un animal de labor decente, y enterito, no solo la cabeza.

Terminó de escribir y revisó sus notas, como si mediante un proceso de asociación aleatoria pudiera encontrar alguna pista que hasta ese momento hubiera pasado por alto. Su amigo del CERN había echado un vistazo al archivo del departamento de personal y Leclerc había anotado lo más destacado: que Hoffmann se había unido al equipo que manejaba el Gran Colisionador Electrón-Positrón a la edad de veintisiete años, y que era uno de los pocos norteamericanos que habían trabajado en esa fase del proyecto; que su jefe de sección lo consideraba uno de los matemáticos más brillantes de la empresa; que después de participar en la construcción del nuevo acelerador de partículas, el Gran Colisionador de Hadrones, se había encargado de diseñar el software y los sistemas informáticos necesarios para analizar los miles de millones de datos generados por los experimentos; que tras un período prolongado de exceso de trabajo su comportamiento se había vuelto tan irregular que sus compañeros del CERN se habían quejado, y que el departamento de seguridad le había pedido que dejara las instalaciones; finalmente, tras una extensa baja por enfermedad, le habían cancelado el contrato.

Leclerc estaba convencido de que Gabrielle no estaba al corriente de la crisis nerviosa de su marido: otra de sus cualidades atractivas era su evidente incapacidad para mentir. Por lo visto, Hoffmann era un misterio para todos: sus colegas científicos, el mundo financiero y su mujer. Dibujó un círculo alrededor del nombre de Hugo Quarry.

El ruido de un poderoso motor lo sacó de su ensimismamiento; miró hacia el otro lado de la calle y vio un Mercedes enorme de color carbón con los faros encendidos que paraba enfrente de la galería. Antes incluso de que se hubiera detenido por completo, una figura corpulenta con traje oscuro saltó del asiento del copiloto, echó un rápido vistazo arriba y abajo de la calle y abrió la puerta de atrás del vehículo. Las personas que estaban en la acera con sus copas y sus cigarrillos se volvieron perezosamente para ver quién salía del coche, y desviaron rápidamente la mirada, poco interesadas, cuando el desconocido recién llegado fue rápidamente escoltado por la puerta.