7

No puede continuar eternamente. La naturaleza de los exponenciales es que los fuerzas hasta que al final ocurre el desastre.

GORDON MOORE,
inventor de la Ley de Moore (2005)

El Comité de Riesgos de Hoffmann Tecnologías de Inversión se reunió brevemente a las 11.57, según una nota redactada posteriormente por Ganapathi Rajamani, el director de riesgos de la empresa. Estaban presentes los cinco miembros del equipo de dirección: el doctor Alexander Hoffmann, presidente de la empresa; Hugo Quarry, director ejecutivo; Lin Ju-Long, director financiero; Pieter van der Zyl, director de operaciones; y el propio Rajamani.

No fue una reunión tan formal como parecían reflejar las actas. De hecho, después, cuando compararon lo que cada uno recordaba, todos coincidieron en que ninguno de los asistentes había llegado siquiera a sentarse. Se quedaron todos de pie en el despacho de Quarry, excepto el propio Quarry, que se sentó en el borde de su mesa, desde donde veía el monitor de su ordenador. Hoffmann se colocó donde antes, junto a la ventana, y de vez en cuando separaba las lamas de las persianas para echar un vistazo a la calle. Eso era la otra cosa que todos recordarían: lo distraído que parecía.

—Muy bien —dijo Quarry—, a ver si despachamos esto deprisa. Tengo cien mil millones de dólares desatendidos en la sala de juntas y necesito volver allí. Cierra la puerta, ¿quieres, LJ? —Esperó para asegurarse de que no podrían oírles desde fuera—. Supongo que todos hemos visto lo que acaba de pasar. La primera pregunta es si por haber hecho una apuesta tan bajista sobre Vista Airways poco antes de que el precio de sus acciones cayera en picado vamos a dar pie a una investigación oficial. ¿Gana?

—La respuesta lógica es que sí, casi con toda seguridad. —Rajamani era un joven ordenado y preciso, con una sólida conciencia de su propia importancia. Su trabajo consistía en vigilar los niveles de riesgo del fondo y asegurarse de que cumplían la legislación. Quarry se lo había robado al Organismo de Control Financiero de Londres seis meses atrás, un poco para guardar las apariencias.

—¿Sí? —dijo Quarry—. ¿Aunque fuera imposible que supiéramos que iba a pasar?

—El proceso es automático. Los algoritmos de los reguladores habrán detectado cualquier actividad inusual alrededor de las acciones de la compañía aérea justo antes de la caída de los precios. Eso los conducirá directamente hasta nosotros.

—Pero nosotros no hemos hecho nada ilegal.

—No. A menos que hayamos saboteado el avión.

—Pero no lo hemos saboteado, ¿no? —Quarry miró alrededor—. Es decir, me encanta que nuestros empleados tengan iniciativa propia, pero…

—Pero lo que sí querrán saber —continuó Rajamani— es por qué vendimos doce millones y medio de acciones en ese preciso momento. Ya sé que parece una pregunta absurda, Alex, pero ¿hay alguna posibilidad de que el VIXAL recibiera la noticia del accidente antes que el resto del mercado?

Hoffmann soltó las lamas de la persiana a regañadientes y se dio la vuelta hacia sus colegas.

—El VIXAL recibe información digital directamente de Reuters, lo que quizá le proporcione una ventaja de un segundo o dos respecto a un operador humano, pero hay muchos otros sistemas algorítmicos que hacen lo mismo.

—Además —intervino Van der Zyl—, en tan poco tiempo no habríamos podido hacer gran cosa. Nos habría llevado horas reunir una posición del tamaño de la nuestra.

—¿Cuándo hemos empezado a adquirir las opciones? —preguntó Quarry.

—En cuanto han abierto los mercados europeos —contestó Ju-Long—. A las nueve en punto.

—¿A qué viene todo esto? —dijo Hoffmann con irritación—. Solo necesitaríamos cinco minutos para demostrarle al regulador más necio que vendimos esas acciones como parte de un diseño de apuestas a la baja. No tiene nada de especial. Ha sido una coincidencia. No le deis más vueltas.

—Bueno, como antiguo regulador, necio o no —dijo Rajamani—, tengo que decir que estoy de acuerdo contigo, Alex. Lo que importa es el diseño, y precisamente por eso intentaba hablar con vosotros esta mañana, no sé si te acuerdas.

—Sí, ya, lo siento, pero llegábamos tarde a la presentación. —Hoffmann pensó que Quarry no debería haber contratado a Rajamani. Si habías sido regulador, seguías siéndolo toda la vida. Pasaba lo mismo que con el acento extranjero: nunca conseguías ocultar de dónde eras.

—En lo que de verdad necesitamos concentrarnos —prosiguió Rajamani— es en el nivel de nuestro riesgo si los mercados repuntan. Procter & Gamble, Accenture, Exelon y muchos más: hemos adquirido decenas de millones en opciones desde el martes por la noche. Son todas apuestas muy fuertes.

—Y luego está nuestra exposición al VIX —añadió Van der Zyl—. Eso es algo que me inquieta desde hace unos días. Te lo comenté la semana pasada, Hugo, ¿te acuerdas? —Había sido profesor de ingeniería en la Universidad de Tecnología de Delft y conservaba un tono pedagógico.

—A ver, ¿cómo estamos en relación al VIX? —preguntó Quarry—. He estado tan ocupado preparando la presentación que últimamente no he revisado nuestras posiciones.

—La última vez que las examiné, habíamos alcanzado los veinte mil contratos.

—¿Veinte mil? —Quarry le lanzó una mirada a Hoffmann.

—En abril empezamos a acumular futuros de VIX —dijo Ju-Long—, cuando el índice marcaba dieciocho. Si hubiéramos vendido a principios de semana nos habría ido muy bien, y supuse que eso sería lo que pasaría. Pero en lugar de seguir una línea lógica y vender, todavía seguimos comprando. Otros cuatro mil contratos anoche, a veinticinco. Eso es un nivel altísimo de volatilidad implícita.

—Yo estoy muy preocupado, la verdad —terció Rajamani—. Se nos ha desmontado todo el esquema. Tenemos posición larga en oro. Tenemos posición larga en el dólar. Tenemos posición corta en todos los índices de futuros de acciones.

Hoffmann los miró uno a uno —a Rajamani, a Ju-Long y a Van der Zyl— y de pronto comprendió que se habían reunido con anterioridad. Aquello era una emboscada, una emboscada por parte de los burócratas financieros. Ninguno de los tres estaba capacitado para ser un quant. Notó que empezaba a enfurecerse.

—Y ¿qué propones que hagamos, Gana? —quiso saber.

—Creo que tenemos que empezar a liquidar algunas de esas posiciones.

—Esa es la estupidez más grande que he oído en mi vida —replicó Hoffmann. Golpeó con frustración las persianas, que vibraron contra la ventana—. Hostia, Gana. La semana pasada ganamos cerca de ochenta millones de dólares. Esta mañana hemos ganado otros cuarenta millones. ¿Y tú quieres que pasemos por alto el análisis del VIXAL y volvamos a las transacciones discrecionales?

—No que lo pasemos por alto, Alex. Yo no he dicho eso.

—No te pongas así, Alex —intervino Quarry intentando transmitir serenidad—. Solo ha sido una sugerencia. Su trabajo es preocuparse por el riesgo.

—¿Cómo que no me ponga así? ¡Pretende que abandonemos una estrategia que está produciendo un alfa enorme, cuando esa es exactamente la clase de reacción ilógica e insensata al éxito, basada en el miedo, que el VIXAL está diseñado para explotar! Y si Gana no cree que los algoritmos son intrínsecamente superiores a los seres humanos cuando se trata de invertir en los mercados, se ha equivocado de empresa.

No obstante, Rajamani no se inmutó ante la diatriba del presidente de la empresa. Tenía fama de cabezota: cuando trabajaba en el Organismo de Control Financiero había ido a por Goldman.

—Permíteme recordarte, Alex —dijo—, que el prospecto de esta empresa promete a sus clientes una exposición a una volatilidad anual de no más del veinte por ciento. Si veo que esos límites de riesgo establecidos están en peligro, estoy obligado a intervenir.

—Y eso ¿qué significa?

—Significa que si no corregimos nuestro nivel de exposición tendré que notificárselo a los inversores. Significa que tengo que hablar con su junta.

—Olvidas que esta empresa es mía.

—Y el dinero, o casi todo el dinero, es de los inversores.

Se hizo un silencio, y Hoffmann empezó a masajearse las sienes enérgicamente con los nudillos. Volvía a dolerle mucho la cabeza: necesitaba un analgésico.

—¿Su junta? —masculló—. Ni siquiera sé muy bien quién compone su maldita junta. —Para él no era más que una entidad legal técnica, registrada en las islas Caimán a efectos de impuestos, que controlaba el dinero de los clientes y pagaba al hedge fund sus honorarios de gestión y sus incentivos.

—Bueno —terció Quarry—, creo que todavía no hemos llegado a ese punto. Como decían en la guerra, mantengamos la sangre fría y sigamos adelante. —Obsequió a todos los presentes con una de sus sonrisas más encantadoras.

—Debo exigir, por motivos legales, que mis preocupaciones consten en acta —dijo Rajamani.

—Muy bien. Redacta un acta de la reunión y la firmaré. Pero no olvides que eres nuevo aquí y que esta es la empresa de Alex. De Alex y mía, aunque si estamos los dos aquí es solo gracias a él. Y si él confía en el VIXAL, todos deberíamos confiar también. Bien sabe Dios que es difícil encontrarle defectos. Ahora bien, estoy de acuerdo en que también tenemos que vigilar el nivel de riesgo; no debemos obsesionarnos con contemplar el panel de mandos y estrellarnos contra la ladera de una montaña. ¿Te parece bien, Alex? Dado que la mayoría de ese capital cotiza en Estados Unidos, lo que propongo es que volvamos a reunirnos en este despacho a las tres y media, cuando abran los mercados norteamericanos, y revisemos la situación.

—En ese caso —dijo Rajamani con un tono inquietante—, creo que sería prudente que estuviera presente un abogado.

—Muy bien. Le pediré a Max Gallant que se quede después de comer. ¿Te parece bien, Alex?

Hoffmann hizo un gesto cansado de asentimiento.

Según las actas, la reunión terminó a las 12.08.

—Ah, por cierto, Alex —dijo Ju-Long antes de salir por la puerta—. Casi se me olvida lo de ese número de cuenta que querías que te buscara. Resulta que está en nuestro sistema.

—¿Qué cuenta es esa? —preguntó Quarry.

—Ah, nada —dijo Hoffmann—. Solo era una duda que tenía. Enseguida voy y me lo cuentas, LJ.

Los tres empleados volvieron a sus despachos; Rajamani iba en cabeza. Tras verlos marchar, la expresión conciliadora con que Quarry los había despedido se tornó en una sonrisita desdeñosa.

—Ese gilipollas es un pedante de mierda —dijo, e imitando el inglés impecable y cortado de Rajamani, añadió—: «Tengo que hablar con su junta». «Sería prudente que estuviera presente un abogado». —Mediante mímica, hizo como si lo apuntara con un fusil.

—Pues lo contrataste tú —dijo Hoffmann.

—Sí, tienes razón, y seré yo quien lo despida, no te preocupes. —Apretó un gatillo imaginario un segundo después de que el trío doblara la esquina y se perdiera de vista—. Y si se cree que le pago dos mil francos la hora a Max Gallant para que venga a cubrirle el culo, se va a llevar una sorpresa. —De repente Quarry bajó la voz—: Todo va bien, ¿verdad Alexi? No tengo que preocuparme por nada, ¿no? Es que ha habido un momento en que he tenido la misma sensación que tenía cuando estaba en AmCor vendiendo deuda colateralizada.

—Y ¿qué sensación tenías?

—La de que me hago cada día más rico pero sin saber muy bien cómo.

Hoffmann lo miró con gesto de desconcierto. En ocho años jamás había oído que Quarry expresara ansiedad. Era tan perturbador como algunas de las cosas que habían sucedido esa mañana.

—Mira, Hugo —dijo—, si eso es lo que quieres, esta misma tarde podemos anular el automatismo del VIXAL. Podemos reducir paulatinamente las posiciones y devolver el dinero a los inversores. En realidad, si participo en este juego es únicamente por ti, ¿te acuerdas?

—Pero ¿y tú, Alexi? —preguntó Quarry con apremio—. ¿Tú quieres parar? Porque podríamos parar, lo sabes. Hemos ganado más que suficiente para vivir el resto de nuestros días rodeados de lujos. No necesitamos seguir acicateando a nuestros clientes.

—No, no quiero parar. Técnicamente tenemos recursos para hacer cosas que nadie más se atrevería a intentar. Pero si quieres dejarlo, estoy dispuesto a comprarte tu parte.

Esa vez fue Quarry quien se sorprendió, pero entonces, de repente, sonrió.

—¡Y un cuerno! No vas a librarte de mí tan fácilmente. —Recuperó la frescura tan deprisa como la había perdido—. No, no, me quedaré hasta el final. Supongo que habrá sido ver ese avión… Me ha asustado un poco. Pero si tú estás tranquilo, yo también. ¡Bueno! —Indicó con un ademán a Hoffmann que pasara primero—. ¿Volvemos con esa pandilla de psicópatas y criminales a quienes con orgullo llamamos nuestros queridos clientes?

—Ve tú. Yo no tengo nada más que decirles. Si quieren poner más dinero, perfecto. Y si no, que se jodan.

—Pero si es a ti a quien han venido a ver.

—Pues ya me han visto.

Quarry torció las comisuras de la boca hacia abajo.

—Supongo que al menos vendrás a la comida.

—De verdad, Hugo, no soporto a esa gente. —Pero Quarry se había quedado tan compungido que Hoffmann capituló de inmediato—. De acuerdo. Si tan importante es, iré a la maldita comida.

—Beau-Rivage. A la una en punto. —Quarry fue a decir algo más, pero entonces miró la hora y maldijo por lo bajo—. Mierda, ya llevan un cuarto de hora solos. —Se dirigió hacia la sala de juntas—. A la una en punto —dijo volviéndose y caminando hacia atrás. Hizo como si apuntara a Hoffmann con una pistola y añadió—: Así me gusta. —Ya tenía el teléfono móvil en la otra mano y estaba marcando un número.

Hoffmann dio media vuelta y se encaminó en la dirección opuesta. El pasillo estaba vacío. Asomó rápidamente la cabeza por la esquina y miró en la cocina comunitaria con su cafetera, su microondas y su nevera gigantesca: también estaba vacía. Unos pasos más allá, la puerta del despacho de Ju-Long permanecía cerrada, y su secretaria no se encontraba en su mesa. Hoffmann llamó con los nudillos y entró sin esperar respuesta.

Fue como si hubiera interrumpido a un grupo de adolescentes que miraran pornografía en el ordenador de sus padres. Ju-Long, Van der Zyl y Rajamani se apartaron rápidamente del monitor y Ju-Long hizo clic con el ratón para cerrar la ventana.

—Estábamos revisando los mercados de divisas, Alex —dijo Van der Zyl. El holandés tenía unas facciones un poco grandes para su cara, lo que hacía que pareciera una gárgola inteligente y lúgubre.

—¿Y?

—El euro se está debilitando respecto al dólar.

—Creo que eso es lo que habíamos previsto. —Hoffmann empujó la puerta hasta abrirla del todo—. No quiero entreteneros.

—Alex… —empezó a decir Rajamani.

—Era con LJ con quien quería hablar. En privado —lo interrumpió Hoffmann. Se quedó mirando fijamente al frente mientras los otros salían del despacho. Entonces dijo—: ¿Qué dices, que esa cuenta está en nuestro sistema?

—Sí, sale dos veces.

—¿Quieres decir que es nuestra, que la utilizamos en la empresa?

—No. —La lisa frente de Ju-Long se contrajo formando una arruga asombrosamente marcada—. En realidad creía que era para tu uso personal.

—¿Por qué?

—Porque pediste al back office que le transfiriera cuarenta y dos millones de dólares.

Hoffmann escudriñó el rostro de Ju-Long en busca de alguna señal que indicara que estaba bromeando. Pero como siempre decía Quarry, Ju-Long, pese a poseer innumerables virtudes, carecía por completo de sentido del humor.

—¿Cuándo ordené esa transferencia?

—Hace once meses. Acabo de enviarte el correo electrónico original para recordártelo.

—Vale, gracias. Lo comprobaré. ¿Y dices que había dos transacciones?

—Sí, sí. El mes pasado se devolvió todo el dinero, con intereses.

—¿Y no me preguntaste nada?

—No, Alex —contestó el chino en voz baja—. ¿Por qué iba a preguntarte? Como dices tú, la empresa es tuya.

—Sí, claro. Muy bien. Gracias, LJ.

—De nada.

Antes de salir por la puerta, Hoffmann se volvió y dijo:

—¿Y no se lo has mencionado a Gana ni a Pieter?

—No. —Ju-Long lo miraba con unos ojos muy abiertos que rebosaban inocencia.

Hoffmann volvió a toda prisa a su despacho. ¿Cuarenta y dos millones de dólares? Estaba seguro de que jamás había ordenado una transferencia por esa cantidad. Era difícil que se le hubiera olvidado. Tenía que ser un fraude. Pasó a grandes zancadas por delante de Marie-Claude, que tecleaba sentada a su mesa, ante la puerta de su despacho, y fue derecho a su escritorio. Entró en su ordenador y abrió la bandeja de entrada del correo. Y sí, allí estaba su orden de transferir 42 032 127,88 dólares al Royal Grand Cayman Bank Limited, con fecha de 17 de junio del año anterior. Inmediatamente después había una notificación del banco del hedge fund correspondiente a un pago de 43 188 037,09 dólares hecho desde la misma cuenta, con fecha del 3 abril.

Hizo el cálculo mentalmente. ¿A qué estafador se le ocurriría devolver la cantidad que le había robado a su víctima más el 2,75% exacto de intereses?

Retrocedió y volvió a examinar lo que presuntamente era su correo electrónico original. No había saludo ni firma, sino únicamente la instrucción estándar de transferir la cantidad X a la cuenta Y. LJ debía de haberla tramitado sin vacilar ni un segundo, confiado de que su intranet era más segura que el mejor cortafuegos que pudiera comprarse con dinero y de que a su debido tiempo se haría cuadrar electrónicamente las cuentas. Si el dinero hubiera estado en forma de lingotes de oro o maletas de billetes, tal vez habrían tenido más cuidado. Pero en realidad aquello no era dinero en el sentido físico, sino solo filas y secuencias de símbolos verdes relucientes, con la misma solidez que el protoplasma. Por eso tenían valor para hacer con él lo que hacían.

Miró a qué hora se suponía que había enviado el correo electrónico ordenando la transferencia: exactamente a medianoche.

Se inclinó hacia atrás en la silla y contempló el detector de humo del techo. A menudo se quedaba trabajando hasta tarde en su despacho, pero nunca hasta medianoche. Por lo tanto, el mensaje, de ser auténtico, tenía que haberse enviado desde el ordenador de su casa. ¿Encontraría un registro de ese correo, junto con el pedido a la librería holandesa, cuando fuera a comprobarlo en el ordenador de su estudio? ¿Estaría sufriendo algún tipo de síndrome Jekyll y Hyde que hacía que una mitad de su mente hiciera cosas de las que la otra mitad no sabía absolutamente nada?

Abrió el cajón de su mesa sin pensarlo, sacó el CD y lo insertó en el lector de su ordenador. El programa tardó un momento en ejecutarse; entonces apareció en la pantalla un índice de doscientas imágenes en blanco y negro del interior de su cabeza. Las abrió una tras otra rápidamente buscando la que le había llamado la atención a la radióloga, pero fue inútil. Visto a esa velocidad, su cerebro parecía surgir del vacío, hincharse hasta formar un chaparrón de materia gris y por último contraerse hasta desaparecer.

Llamó a su secretaria por el intercomunicador.

—Marie-Claude, si busca en mi directorio personal, verá un contacto de una tal doctora Jeanne Polidori. ¿Quiere pedirme una cita con ella para mañana? Dígale que es urgente.

—Sí, doctor Hoffmann. ¿A qué hora?

—No importa. También quiero ir a la galería donde mi mujer inaugura su exposición. ¿Sabe la dirección?

—Sí, doctor Hoffmann. ¿A qué hora quiere ir?

—Ahora mismo. ¿Puede pedirme un coche?

—Ahora tiene un chófer a su disposición a todas horas. Así lo ha dispuesto monsieur Genoud.

—Ah, sí, claro. Se me había olvidado. Bueno, dígale que enseguida bajo.

Extrajo el CD y volvió a meterlo en el cajón junto con el libro de Darwin, y a continuación cogió su gabardina. Al atravesar la sala de operaciones echó un vistazo a la sala de juntas. A través de las lamas de una sección de las persianas que no estaba cerrada del todo vio a Elmira Gulzhan y a su novio encorvados sobre un iPad; Quarry los observaba con los brazos cruzados con aire de suficiencia. Étienne Mussard, ofreciendo a los demás una espalda curvada que parecía un caparazón de tortuga, marcaba cifras, con una lentitud de anciano, en una calculadora de bolsillo enorme.

En la pared opuesta, los canales Bloomberg y CNBC mostraban líneas de flechas rojas, todas descendientes. Los mercados europeos habían perdido sus anteriores ganancias y habían empezado a caer rápidamente. Con toda seguridad eso deprimiría la apertura en Estados Unidos, lo que a su vez haría que el hedge fund estuviera mucho menos expuesto a las pérdidas hacia media tarde. Hoffmann sintió alivio y se animó. Es más, experimentaba un claro estremecimiento de orgullo. El VIXAL estaba demostrando una vez más que era más listo que los humanos que lo rodeaban, más listo incluso que su creador.

Su buen humor se mantuvo mientras descendía en ascensor hasta la planta baja y se dirigía al vestíbulo, donde un individuo corpulento con un traje oscuro de mala calidad se levantó para saludarlo. De todas las afectaciones de los ricos, ninguna le parecía más absurda a Hoffmann que la imagen de un guardaespaldas esperando junto a las puertas de una sala de reuniones o un restaurante; se había preguntado muchas veces quién exactamente se imaginaban los ricos que podía atacarlos, excepto seguramente sus propios accionistas o familiares. Pero aquel día en concreto agradeció que se le acercara aquel tipo educado con cara de matón que le mostró su placa de identidad y se presentó como Olivier Paccard, l’homme de la sécurité.

—Un momento, por favor, doctor Hoffmann —dijo Paccard. Levantó educadamente una mano pidiendo silencio y se quedó mirando a lo lejos. Un cable salía de su oreja y se perdía bajo el cuello de la camisa—. Muy bien —dijo—. Ya podemos irnos.

Fue con paso ágil hasta la entrada y pulsó el botón de salida con la base de la mano en el preciso instante en que un largo y oscuro Mercedes paraba junto al bordillo; lo conducía el mismo chófer que había recogido a Hoffmann en el hospital. Paccard salió primero, abrió la puerta trasera y apremió a Hoffmann para que entrara en el vehículo, llegando a rozar brevemente con la mano la nuca del físico. Antes de que Hoffmann hubiera tenido oportunidad de acomodarse en el asiento, Paccard ya se había sentado en el delantero, todas las puertas del coche se habían cerrado por dentro y circulaban para incorporarse al tráfico del mediodía. Todo ese procedimiento no debió de durar ni diez segundos.

Dieron un viraje brusco a la izquierda que hizo chirriar los neumáticos y se metieron a gran velocidad por una oscura callejuela que iba a parar al lago y desde donde se veían las montañas a lo lejos. Las nubes todavía tapaban el sol. La alta columna blanca del Jet d’Eau se elevaba ciento cuarenta metros contra el cielo gris y se disolvía, en lo alto, en una lluvia helada que descendía en picado hasta detonar contra la inmóvil y negra superficie del lago. Los destellos de flash de las cámaras de los turistas que se fotografiaban unos a otros junto a su base contrastaban con la oscuridad de la escena.

El Mercedes aceleró para salvar un semáforo en rojo; dio otro giro brusco y entró en una calzada doble, pero tuvo que detenerse nada más llegar a la altura del Jardin Anglais, retenido por algún obstáculo que había más adelante pero no podía verse. Paccard estiró el cuello para ver qué pasaba.

Allí era a donde a veces iba Hoffmann a correr si tenía algún problema que resolver. Corría desde allí hasta el Parc des Eaux-Vives y volvía, dos o tres veces si era necesario, hasta que encontraba una respuesta; no hablaba con nadie, no se fijaba en nada. La verdad era que nunca se había parado a examinar la zona, y ahora contemplaba como maravillado aquel paisaje a la vez nuevo y familiar: el parque infantil con los toboganes de plástico azules, la crêperie al aire libre bajo los árboles, el paso de peatones donde a veces tenía que esperar, sin parar de correr en el sitio, hasta que cambiaba el semáforo. Por segunda vez ese día tuvo la impresión de que solo estaba en su vida de visita, y le dieron ganas de ordenar al chófer que detuviera el coche y lo dejara apearse. Pero nada más surgir ese pensamiento, el Mercedes se puso en marcha. Se metieron en el denso tráfico al final del Pont du Mont-Blanc y salieron a gran velocidad unos segundos más tarde, serpenteando hacia el oeste para esquivar camiones y autobuses, hacia la zona de galerías y tiendas de antigüedades de la Plaine de Plainpalais.