No hay duda de que la riqueza, cuando es muy grande, tiende a convertir a los hombres en zánganos inútiles, pero su número nunca es elevado; y aquí se da un cierto grado de eliminación, porque diariamente vemos hombres ricos, que resultan ser necios o derrochadores, que dilapidan su riqueza.
CHARLES DARWIN,
El origen del hombre (1871)
La sala de juntas tenía el mismo estilo impersonal y empresarial —las mismas paredes de cristal insonorizado y las mismas persianas de lamas desde el techo hasta el suelo— que los despachos de los directivos. Una pantalla gigantesca para teleconferencias ocupaba casi toda la pared del fondo, frente a una gran mesa ovalada de madera clara escandinava. Cuando Hoffmann entró en la sala, las dieciocho sillas colocadas alrededor de la mesa estaban ocupadas, excepto una, por los clientes y sus asesores; la única silla vacía era la contigua a la de Quarry, en la cabecera. Quarry, con notorio alivio, siguió con la mirada a Hoffmann mientras este avanzaba bordeando la mesa.
—Por fin llega —dijo—. Damas y caballeros, les presento al doctor Alexander Hoffmann, presidente de Hoffmann Tecnologías de Inversión. Como verán, su cerebro es tan grande que hemos tenido que abrirle la cabeza para dejarle un poco más de espacio. Perdóname, Alex, solo era una broma. Me temo que se ha dado un pequeño golpe, de ahí los puntos, pero ya se encuentra bien, ¿verdad?
Todos se quedaron mirándolo. Los que estaban más cerca de Hoffmann giraron el torso para poder verlo mejor. Pero Hoffmann, abochornado, evitó establecer contacto visual. Se sentó al lado de Quarry, juntó las manos sobre la mesa y se quedó mirando fijamente sus dedos entrelazados. Notó el peso de la mano de Quarry en un hombro, y la presión aumentó cuando el inglés se levantó de la silla.
—Muy bien, ya podemos empezar. Queridos amigos, bienvenidos a Ginebra. Ya hace casi ocho años que Alex y yo montamos este negocio juntos, combinando su inteligencia y mi belleza para crear un tipo muy especial de fondo de inversión, basado exclusivamente en operaciones algorítmicas. Empezamos con poco más de cien millones de dólares en activos gestionados, en gran parte cortesía de mi viejo amigo Bill Easterbrook, de AmCor. Bienvenido, Bill. Aquel primer año ya obtuvimos beneficios, y hemos seguido obteniendo beneficios todos los años, y por eso ahora somos cien veces más grandes que cuando empezamos, con un valor de activos gestionados de diez mil millones de dólares.
»No voy a alardear de nuestra trayectoria. Confío en que no sea necesario. Todos ustedes reciben el informe trimestral y saben lo que juntos hemos conseguido. Solo les daré un dato. El 9 de octubre de 2007, el Dow Jones Industrial Average cerró a 14,164. Anoche (lo comprobé antes de marcharme de la oficina), el Dow cerró a 10,866. Eso representa unas pérdidas, en más de dos años y medio, de casi un cuarto. ¡Imagínense! Todos esos pobres diablos con sus planes de jubilación y sus tracker bonds han perdido aproximadamente el veinticinco por ciento de su inversión. Pero ustedes, al depositar su confianza en nosotros durante ese mismo período, han visto aumentar su valor en libros en un ochenta y tres por ciento. Damas y caballeros, creo que estarán de acuerdo conmigo si digo que traernos su dinero fue una decisión muy inteligente.
Por primera vez Hoffmann se atrevió a echar un rápido vistazo alrededor de la mesa. El público de Quarry escuchaba atentamente. («Las dos cosas más interesantes del mundo —había comentado Quarry en una ocasión— son la vida sexual de los demás y tu propio dinero»). Hasta Ezra Klein, que se mecía adelante y atrás como un alumno en una madraza, se había quedado quieto, y Mieczyslaw Łukasinski no podía borrar la sonrisa de su rollizo rostro de campesino.
Quarry seguía apoyando la mano derecha en el hombro de Hoffmann; la izquierda la tenía metida en el bolsillo con aire informal.
—En nuestro gremio llamamos «alfa» a la brecha entre los rendimientos del mercado y los rendimientos de los fondos. En los tres últimos años Hoffmann ha generado un alfa del ciento doce por ciento. Esa es la razón por la que la prensa financiera nos ha elegido dos veces Hedge Fund Algorítmico del Año.
»Pues bien —continuó—, les aseguro que la solidez de estos resultados no es una cuestión de suerte. Hoffmann Tecnologías de Inversión se gasta todos los años treinta y dos millones de dólares en investigación. Tenemos contratadas a sesenta de las mentes científicas más brillantes del mundo. O por lo menos me han asegurado que son brillantes: yo no entiendo ni una sola palabra de lo que dicen.
Agradeció las risas un tanto afligidas. Hoffmann vio que el financiero británico, Iain Mould, reía con especial entusiasmo, y supo de inmediato que era un idiota. Quarry retiró las manos del hombro de Hoffmann y del interior de su bolsillo y las apoyó en la mesa. Se inclinó hacia delante y adoptó una expresión seria y apremiante.
—Hace unos dieciocho meses, Alex y su equipo lograron un gran avance tecnológico. Como consecuencia de ello tuvimos que tomar la difícil decisión de bloquear el fondo. —«Bloquear el fondo» significaba rechazar nuevas inversiones, incluso las procedentes de clientes ya existentes—. Y sé que a cada una de las personas que se encuentran hoy en esta sala, porque por eso los hemos invitado a venir, les molestó y les desconcertó esa decisión, y que algunos de ustedes, de hecho, se enfadaron mucho.
Le lanzó una mirada a Elmira Gulzhan, que escuchaba desde el extremo opuesto de la mesa. Hoffmann sabía que le había gritado a Quarry por teléfono, y que incluso había amenazado con retirar el dinero de su familia del fondo, o algo peor («Si ustedes cierran a los Gulzhan, los Gulzhan los cerrarán a ustedes…»).
—Bueno —continuó Quarry tras lanzarle un levísimo beso a Elmira—, les pedimos disculpas. Pero decidimos que teníamos que concentrarnos en ejecutar esta nueva estrategia de inversión basada en el tamaño existente de nuestro activo. En todo fondo existe siempre el riesgo, ustedes ya lo saben, de que al aumentar el tamaño se produzca una disminución del rendimiento. Queríamos estar tan seguros como fuera posible de que eso no iba a suceder.
»Ahora creemos que este nuevo sistema, al que hemos llamado VIXAL-4, es lo bastante sólido para enfrentarse a una expansión de la cartera de acciones. El alfa generado en los seis últimos meses ha sido considerablemente mayor que cuando confiábamos en nuestros algoritmos originales. Por lo tanto, hoy tengo el placer de anunciar que estamos dispuestos a aceptar nuevas inversiones que provengan únicamente de clientes existentes, aunque el fondo seguirá cerrado a nuevos inversores.
Hizo una pausa y tomó un sorbo de agua para dejar que su público asimilara sus palabras. La sala permaneció en un silencio absoluto.
—Va, anímense —dijo alegremente—, se supone que esto es una buena noticia.
Las risas aligeraron la tensión, y por primera vez desde que Hoffmann había entrado en la sala los clientes se miraron abiertamente unos a otros. Hoffmann se dio cuenta de que se habían convertido en un club privado, una hermandad unida por un secreto compartido. Las sonrisas de complicidad se extendieron alrededor de la mesa. Estaban en una situación de ventaja.
—Y llegados a este punto —continuó Quarry mirando a los asistentes con satisfacción—, creo que lo mejor que puedo hacer es dejarlos en manos de Alex, quien podrá darles más información sobre los aspectos técnicos. —Hizo un amago de sentarse y volvió a levantarse—. Con un poco de suerte, hasta yo lo entenderé.
Más risas. Hoffmann tenía la palabra.
No era una persona a la que resultara fácil hablar en público. Las pocas clases que había dado en Princeton antes de marcharse de Estados Unidos habían sido una tortura tanto para el profesor como para los alumnos. Pero ahora se sentía lleno de una energía y una claridad insólitas. Se palpó suavemente la herida de la cabeza, inspiró hondo un par de veces y se levantó.
—Damas y caballeros, tenemos que ser discretos respecto a los detalles de lo que hacemos en esta empresa, para que nuestros competidores no nos roben las ideas, pero el principio básico no es ningún misterio, como ustedes saben. Cogemos un par de centenares de valores diferentes y negociamos con ellos en un ciclo de veinticuatro horas. Los algoritmos que tenemos programados en nuestros ordenadores escogen las posiciones que tomamos basándose en un análisis detallado de las tendencias anteriores, sobre todo futuros líquidos (el Dow, por ejemplo, o el S&P 500) y las materias primas más habituales: petróleo Brent, gas natural, oro, plata, cobre, trigo, lo que sea. También hacemos operaciones de high-frequency, manteniendo ciertas posiciones durante solo unas milésimas de segundo. En realidad no es muy complicado. Hasta la media móvil de doscientos días del S&P puede ser un pronosticador bastante fiable del mercado: si el índice actual es más elevado que el promedio precedente, es probable que el mercado sea alcista; si es inferior, el mercado es de tendencia bajista. O podemos predecir, basándonos en datos acumulados a lo largo de veinte años, dónde es probable que se sitúe el DAX si el estaño está a tal precio y el yen a tal otro. Evidentemente, tenemos muchísimos más pares de promedios con que trabajar, varios millones, pero el principio básico es sencillo: la guía más fiable para el futuro es el pasado. Y para obtener beneficios solo tenemos que acertar con los mercados el cincuenta por ciento de las veces.
»Cuando nosotros empezamos, pocos podían imaginar lo importantes que llegarían a ser las operaciones algorítmicas. A los pioneros de este negocio se los llamaba quants, o geeks, o nerds; nosotros éramos los chicos con los que las chicas nunca bailaban en las fiestas…
—Me temo que eso no ha cambiado mucho —lo interrumpió Quarry.
Hoffmann descartó la interrupción con un ademán.
—Quizá no, pero los éxitos que hemos conseguido en esta empresa hablan por sí solos. Hugo ya ha señalado que en un período en que el Dow ha descendido casi un veinticinco por ciento, nosotros hemos crecido un ochenta y tres por ciento en valor. ¿Cómo es eso posible? Muy sencillo. Ha habido dos años de pánico en los mercados, y a nuestros algoritmos les sienta de maravilla el pánico, porque los humanos siempre se comportan de forma muy predecible cuando están asustados.
Levantó las manos.
—«El cielo está lleno de cuerpos desnudos que lo surcan. Hombres, hombres desnudos, mujeres desnudas que surcan los aires y provocan tempestades y ventiscas. ¿Oís el rugido? ¿Un rugido como el batir de alas de unos pájaros enormes en lo alto de los cielos? Ese es el miedo de los hombres desnudos. Es el ruido que hacen los hombres desnudos al huir».
Hizo una pausa. Recorrió con la mirada las caras de sus clientes. Había varios que tenían la boca abierta, como crías de pájaro que esperan a que los alimenten. Él tenía la boca seca.
—Esas palabras no son mías. Son las palabras de un santo inuit, citadas por Elias Canetti en Masa y poder. Cuando estaba diseñando el VIXAL-4, las tenía de salvapantallas. ¿Me das un poco de agua, Hugo?
Quarry se inclinó y le acercó una botella de Evian y un vaso. Hoffmann, sin coger el vaso, desenrosco el tapón de plástico y bebió directamente de la botella. No sabía qué efecto estaba causando en su público, pero no le importaba mucho. Se secó los labios con el dorso de la mano.
—Hacia el año 350 antes de Cristo, Aristóteles definió al ser humano como zoon logon echon, el «animal racional» o, más exactamente, «el animal que posee lenguaje». El lenguaje es, por encima de todo, lo que nos distingue del resto de las criaturas del planeta. El desarrollo del lenguaje nos liberó de un mundo de objetos físicos y lo sustituyó por un universo de símbolos. Quizá los animales inferiores también se comuniquen entre ellos a veces, de forma primitiva; hasta se les puede enseñar el significado de unos cuantos símbolos humanos. Un perro puede aprender a entender «siéntate» o «ven», por ejemplo. Pero durante cuarenta mil años solo los humanos fueron zoon logon echon: animales con lenguaje. Ahora, por primera vez, eso ha dejado de ser cierto. Compartimos nuestro mundo con los ordenadores.
»Los ordenadores… —Hoffmann hizo un ademán hacia la sala de operaciones con la botella en la mano, y derramó un poco de agua sobre la mesa—. Antes imaginábamos que los ordenadores, los robots, se encargarían de realizar los trabajos de baja categoría de nuestras vidas, que se pondrían delantales y se pasearían por ahí y serían nuestras sirvientas, y que harían las tareas domésticas o lo que fuera, liberándonos para que pudiéramos disfrutar de nuestro tiempo libre. De hecho lo que está ocurriendo es todo lo contrario. Tenemos gran cantidad de material humano sobrante, poco inteligente, apto para realizar esos trabajos sencillos de baja categoría, muchas veces con horarios muy prolongados y salarios muy bajos. En cambio, los humanos a los que están sustituyendo los ordenadores pertenecen a las clases instruidas: traductores, técnicos médicos, técnicos jurídicos, contables, operadores financieros.
»Los ordenadores son traductores cada vez más fiables en los sectores del comercio y la tecnología. En medicina pueden escuchar los síntomas de un paciente y diagnosticar enfermedades, e incluso recetar tratamientos. En el ámbito jurídico buscan y evalúan grandes cantidades de complejos documentos por un porcentaje mínimo del coste de un analista jurídico. El reconocimiento de voz permite a los algoritmos extraer el significado de la palabra hablada así como de la escrita. Los boletines de noticias pueden analizarse en tiempo real.
»Cuando Hugo y yo creamos este fondo, los datos que utilizábamos eran únicamente estadísticas financieras digitalizadas: no había casi nada más. Pero en los últimos dos años se ha puesto a nuestro alcance toda una nueva galaxia de información. Pronto toda la información del mundo, hasta el más insignificante conocimiento que poseen los humanos, cada pequeño pensamiento que hemos tenido y que se ha considerado que vale la pena preservar durante miles de años… todo eso estará disponible digitalmente. Todas las carreteras del planeta han sido trazadas en los mapas. Todos los edificios han sido fotografiados. En todos los sitios a los que vamos los humanos, todo lo que compramos, todas las webs que visitamos dejan un rastro digital tan claro como la baba de una babosa. Y los ordenadores pueden leer, buscar y analizar esos datos y extraerles un valor de formas que todavía no podemos ni siquiera concebir.
»La mayoría de la gente no es consciente de lo que ha ocurrido. ¿Por qué iba a serlo? Si sales de este edificio y echas a andar por la calle, todo tiene más o menos el mismo aspecto de siempre. Un tipo que hubiera vivido en esta ciudad hace cien años podría pasear por esta parte de Ginebra y todavía se sentiría como en su casa. Pero tras la fachada física, tras la piedra, el ladrillo y el cristal, el mundo se ha distorsionado, se ha combado, se ha encogido, como si el planeta hubiera entrado en otra dimensión. Les pondré un ejemplo. En 2007 el gobierno británico perdió los registros de veinticinco millones de personas: sus códigos fiscales, los números de sus cuentas bancarias, sus direcciones, sus fechas de nacimiento. Pero lo que perdieron no fue un par de camiones: fueron solo dos CD. Y eso no es nada. Algún día Google digitalizará todos los libros que se hayan publicado jamás. Ya no harán falta bibliotecas. Lo único que necesitaremos será una pantalla que podamos coger con una mano.
»Pero aquí está. Los humanos todavía leemos a la misma velocidad a la que leía Aristóteles. El estudiante universitario medio norteamericano lee cuatrocientas cincuenta palabras por minuto. Los más inteligentes pueden llegar a las ochocientas. Eso equivale a unas dos páginas por minuto. Pero el año pasado IBM anunció que está construyendo un nuevo ordenador para el gobierno de Estados Unidos que puede realizar 20 000 billones de cálculos por segundo. La cantidad de información que nosotros, como especie, podemos absorber tiene un límite físico. Hemos llegado al tope. Pero la cantidad de información que puede absorber un ordenador no tiene límite.
»Y el lenguaje, la sustitución de objetos por palabras, plantea otro gran inconveniente a los humanos. El filósofo griego Epicteto lo reconoció hace dos mil años cuando escribió: «Lo que altera y alarma al hombre no son las cosas, sino sus opiniones y sus fantasías sobre las cosas». El lenguaje desató el poder de la imaginación, y con él llegaron el rumor, el pánico, el miedo. En cambio, los algoritmos no tienen imaginación. No les entra pánico. Y por eso son tan perfectamente apropiados para operar en los mercados financieros.
»Lo que hemos intentado hacer con nuestra nueva generación de algoritmos VIXAL ha sido aislar, medir y factorizar en nuestros cálculos de mercado el elemento de precio que se deriva completamente de patrones previsibles del comportamiento humano. ¿Por qué, por ejemplo, unas acciones cuyo precio sube cuando se prevén resultados positivos casi siempre caen por debajo de su precio anterior si esos resultados resultan más pobres de lo que se esperaba? ¿Por qué a veces los operadores se aferran obstinadamente a un determinado valor aunque este pierda valor y aumenten sus pérdidas, mientras que otras veces venden una acción excelente que deberían conservar, sencillamente porque el mercado, en general, muestra una tendencia a la baja? El algoritmo capaz de adaptar su estrategia en respuesta a esos misterios será mucho más competitivo. Creemos que ahora existen suficientes datos disponibles para empezar a anticipar esas anomalías y beneficiarnos de ellas.
Ezra Klein, que cada vez se mecía más deprisa, ya no pudo contenerse:
—¡Pero si eso no son más que finanzas conductuales! —saltó, como si aquello fuera una herejía—. Vale, de acuerdo, la HEM es una pérdida de tiempo, pero ¿cómo filtras el ruido para obtener una herramienta a partir de FC?
—Cuando sustraes las variaciones en el tiempo de la valoración de unas acciones, lo que obtienes es el efecto conductual, si es que obtienes algo.
—Sí, pero ¿cómo averiguas qué fue lo que causó el efecto conductual? ¡Si sabes eso, sabes el origen del universo!
—Estoy de acuerdo contigo, Ezra —dijo Hoffmann con calma—. No podemos analizar todos los aspectos del comportamiento humano en los mercados ni qué ha sido lo que lo ha causado en los últimos veinte años, por muchos datos que ya tengamos disponibles digitalmente, y por muy deprisa que nuestro hardware pueda escanearlos. Nos dimos cuenta desde el principio de que tendríamos que reducir mucho el foco. La solución que se nos ocurrió fue escoger una emoción determinada de la que sabemos que tenemos datos de peso.
—Y ¿qué emoción escogisteis?
—El miedo.
Un breve murmullo se extendió por la mesa. Pese a que Hoffmann había intentado evitar la jerga —qué típico de Klein, pensó, mencionar la HEM, la hipótesis de eficiencia de los mercados—, había percibido un desconcierto creciente en su público. Sin embargo, no cabía duda de que ahora volvía a acaparar toda su atención. Continuó:
—El miedo es, históricamente, la emoción más potente en economía. ¿Recuerdan a Roosevelt durante la Gran Depresión? Es la cita más famosa de la historia de las finanzas: «Lo único que debemos temer es al miedo mismo». De hecho, seguramente el miedo es la emoción humana más potente, y punto. ¿Quién se despierta a las cuatro de la mañana porque está contento? Es tan potente que ha resultado relativamente fácil filtrar el ruido provocado por otros inputs emocionales y centrarnos en esta única señal. Una cosa que hemos conseguido hacer, por ejemplo, es relacionar las fluctuaciones recientes del mercado con la frecuencia de aparición de palabras relacionadas con el miedo en los medios de comunicación: terror, alarma, pánico, horror, consternación, pavor, susto, ántrax, nuclear. Nuestra conclusión es que el miedo dirige el mundo mucho más que antes.
Elmira Gulzhan dijo:
—Eso es Al Qaeda.
—En parte sí. Pero ¿por qué debería despertar más miedo Al Qaeda del que despertó la amenaza de destrucción mutuamente asegurada durante la Guerra Fría en los años cincuenta y sesenta, que, por cierto, fueron años de gran estabilidad y crecimiento de mercado? Nuestra conclusión es que la digitalización en sí está creando una epidemia de miedo, y que Epicteto tenía razón: no vivimos en un mundo de cosas reales sino de opiniones y fantasía. El aumento de la volatilidad del mercado, a nuestro modo de ver, es una función de la digitalización, que está exagerando los cambios de humor de los humanos mediante una difusión de información sin precedentes a través de internet.
—Y hemos encontrado la manera de ganar dinero con eso —dijo Quarry alegremente. Dio una cabezada para animar a Hoffmann a continuar.
—Como la mayoría de ustedes sabrán, la bolsa de Chicago tiene listado lo que se conoce como el Índice de Volatilidad S&P 500, o VIX. El VIX funciona, de una forma u otra, desde hace diecisiete años. Es un indicador, a falta de otra palabra mejor, que rastrea el precio de las opciones, de compra y de venta, de las acciones negociadas en el S&P 500. Por si les interesan las matemáticas, se calcula tomando el promedio ponderado de la volatilidad implícita de ocho opciones call y put del S&P 500 para un período de treinta días. Si no les interesan las matemáticas, digamos que lo que hace es mostrar la volatilidad implícita del mercado para el mes posterior. Sube y baja minuto a minuto. Cuanto más elevado es el índice, mayor es la incertidumbre en los mercados; por eso los operadores lo llaman «el índice del miedo». Y tiene su propia liquidez, por supuesto: hay disponibles opciones y futuros VIX, y nosotros negociamos con ellos.
»Así pues, el VIX fue nuestro punto de partida. Nos ha proporcionado gran cantidad de datos útiles que se remontan a 1993 y que podemos emparejar con los nuevos índices conductuales que hemos recopilado; además nos ha permitido seguir empleando la metodología de que ya disponíamos. Al principio también nos proporcionó el nombre de nuestro algoritmo prototipo, el VIXAL-1, que hemos conservado todo este tiempo, si bien hemos ido mucho más allá del propio VIX. Ahora nos encontramos en la cuarta iteración, que con notable falta de imaginación llamamos VIXAL-4.
Klein volvió a saltar.
—La volatilidad implícita del VIX puede ser tanto alcista como bajista.
—Lo tenemos en cuenta —dijo Hoffmann—. En nuestras mediciones, el optimismo tiene una gama que va desde la ausencia de miedo hasta una reacción contra el miedo. Tengan presente que el miedo no solo significa el pánico generalizado del mercado y una huida hacia la seguridad. También existe lo que llamamos el «efecto lapa», que se produce cuando se conservan determinadas acciones desafiando la razón; y el efecto adrenalina, cuando las acciones experimentan un fuerte aumento de valor. Todavía estamos analizando todas esas categorías diversas para determinar el impacto en el mercado y refinar nuestro modelo. —Easterbrook levantó una mano—. ¿Sí, Bill?
—Ese algoritmo ¿ya está en funcionamiento?
—Si les parece bien, dejaré que Hugo conteste a esa pregunta, ya que es más práctica que teórica.
—Incubación empezó a hacer el back-testing del VIXAL-1 hace casi dos años —dijo Quarry—, aunque como es lógico, solo era una simulación, sin exposición real en los mercados. En mayo de 2009 empezamos a funcionar con el VIXAL-2: le dejamos disponer de cien millones de dólares. En noviembre, una vez superados los problemas iniciales, pasamos al VIXAL-3 y le dimos acceso a mil millones. Tuvimos tanto éxito que hace una semana decidimos dejar que el VIXAL-4 asumiera el control de todo el fondo.
—¿Con qué resultados?
—Al final les mostraremos las cifras detalladas. Grosso modo, VIXAL-2 ganó doce millones de dólares en un período de seis meses. VIXAL-3 ganó ciento dieciocho millones. Anoche, el VIXAL-4 iba por los setenta y nueve millones setecientos mil.
Easterbrook arrugó la frente.
—Había entendido que solo llevaba una semana en funcionamiento.
—Así es.
—Pero eso significa…
—Eso significa —intervino Ezra Klein, que había hecho el cálculo mentalmente y casi saltó de la silla— que sobre un fondo de diez mil millones de dólares buscan obtener un beneficio de cuatro mil ciento cuarenta millones al año.
—Y el VIXAL-4 es un algoritmo de aprendizaje automático autónomo —terció Hoffmann—. A medida que recoge y analiza más datos, va haciéndose más efectivo.
Hubo silbidos y murmullos alrededor de la mesa. Los dos chinos se susurraron al oído.
—Ahora comprenderán por qué hemos decidido que queremos invertir más —dijo Quarry con una sonrisita de suficiencia—. Necesitamos explotar esto al máximo antes de que alguien desarrolle una estrategia clónica. Y ahora, damas y caballeros, me parece que este podría ser un momento adecuado para dejarles echar un vistazo al VIXAL en funcionamiento.
A tres kilómetros de allí, en Cologny, la policía científica había completado su examen de la residencia de los Hoffmann. Los agentes —un chico y una chica jóvenes que tanto habrían podido ser estudiantes como amantes— habían recogido su material y se habían marchado. En el camino de la casa, un gendarme esperaba con cara de aburrido en su coche.
Gabrielle estaba en su taller, desmontando el retrato del feto; levantaba las láminas de cristal, una a una, para sacarlas de las ranuras de la base de madera, las envolvía primero con papel de seda y luego con plástico de burbujas y las ponía en una caja de cartón. Se sorprendió pensando lo raro que era que hubiera surgido tanta energía creativa del agujero negro de aquella tragedia. Había perdido el bebé hacía dos años, cuando estaba embarazada de cinco meses y medio: no era su primer embarazo que acababa en un aborto, pero sí el más largo, y el más demoledor. En el hospital le habían dado la resonancia magnética que le habían hecho cuando empezaron a sospechar que había problemas, aunque eso no era habitual. Después, en lugar de quedarse en Suiza, había acompañado a Alex en un viaje de negocios a Oxford. Paseando por un museo mientras él entrevistaba a sus aspirantes en el Randolph Hotel, Gabrielle había topado con un modelo en 3D de la estructura de la penicilina que Dorothy Hodgkin, la premio Nobel de Química, había construido con láminas de metacrilato en 1944. Se le había ocurrido una idea, y cuando volvió a Ginebra aplicó la misma técnica sobre la resonancia magnética de su útero, que era lo único que le quedaba del bebé.
Había necesitado una semana de pruebas y errores para escoger las doscientas imágenes que imprimiría, y para decidir cómo calcarlas en el cristal, qué tinta utilizar y cómo impedir que se corriera. Se había cortado las manos varias veces con los bordes afilados de las láminas de cristal. Pero la tarde en que por primera vez puso en fila las láminas y apareció el contorno —los dedos de las manos apretados, los de los pies enroscados—, se produjo un milagro que Gabrielle no olvidaría jamás. Al otro lado de la ventana del apartamento donde vivían entonces, el cielo se había oscurecido mientras ella trabajaba; las líneas zigzagueantes de los rayos apuñalaban las nubes por encima de las montañas. Gabrielle sabía que nadie se lo habría creído si se lo hubiera contado; era demasiado teatral. Había tenido la sensación de que aprovechaba una fuerza elemental, de que jugaba con los muertos. Cuando Alex llegó a casa del trabajo y vio el retrato, se quedó diez minutos sentado, aturdido.
Después de aquello, Gabrielle se había concentrado totalmente en las posibilidades de unir arte y ciencia para crear imágenes de formas vivientes. Casi siempre se utilizaba a ella misma como modelo: había convencido a los radiólogos del hospital para que la escanearan de la cabeza a los pies. El cerebro era la parte de la anatomía que más costaba reproducir. Tuvo que aprender cuáles eran las mejores líneas para calcar: el acueducto de Silvio, la vena cerebral magna, el tentorium cerebelli y la médula. Lo que más la atraía era la sencillez de las formas, y las paradojas que conllevaban: claridad y misterio, lo impersonal y lo íntimo, lo genérico y al mismo tiempo absolutamente único. Esa mañana, al ver a Alex examinando su TAC, le habían dado ganas de hacerle un retrato. No sabía si los médicos le dejarían utilizar los resultados del TAC, ni si su marido le daría permiso para hacerlo.
Envolvió con mucho cuidado las últimas láminas de vidrio, y luego la base; por último, selló la caja de cartón con cinta adhesiva marrón, ancha y pegajosa. Presentar esa obra, de entre todas sus obras, en la exposición había sido una decisión dolorosa: Gabrielle sabía que si alguien la compraba, seguramente no volvería a verla nunca. Y sin embargo le parecía importante hacerlo: crear consistía en eso, en darle a la obra una existencia propia, en dejarla en libertad en el mundo.
Cogió la caja y la llevó al pasillo como si fuera una ofrenda. En los picaportes de las puertas del pasillo y en los paneles de madera había restos de un polvo blanco azulado: eran las superficies en las que habían buscado huellas dactilares. Ya habían limpiado la sangre que había en el suelo del recibidor. La superficie todavía estaba húmeda, y mostraba el sitio donde Gabrielle había encontrado tumbado a Alex. Bordeó con cuidado esa parte del suelo. Se oyó un ruido en el estudio, y a Gabrielle se le puso la piel de gallina: un individuo corpulento apareció en el umbral. Gabrielle dio un grito de alarma y estuvo a punto de soltar la caja.
Lo reconoció. Era el experto en seguridad, Genoud. Le había enseñado a utilizar el sistema de alarma cuando se habían instalado en la casa. Con él había otro hombre recio, con pinta de luchador.
—Perdónenos si la hemos asustado, madame Hoffmann. —Genoud tenía unos modales sobrios y profesionales. Presentó a su acompañante—. Su marido ha enviado a Camille para que la proteja el resto del día.
—No necesito que me protejan… —empezó a decir ella. Pero estaba demasiado nerviosa para oponer mucha resistencia, y acabó dejando que el guardaespaldas le cogiera la caja de las manos y la llevara hasta el Mercedes que esperaba fuera. Gabrielle protestó y exigió que por lo menos la dejaran ir a la galería en su propio coche. Pero Genoud insistió en que era peligroso— al menos hasta que detuvieran al hombre que había agredido a su marido, —y mostró una inflexibilidad tan profesional y tan rotunda que Gabrielle volvió a ceder e hizo lo que le aconsejaban.
—Has estado genial —susurró Quarry agarrando a Hoffmann por el codo al salir de la sala de juntas.
—¿Tú crees? Ha habido un momento en que me ha parecido que los perdía.
—No les importa perderse, siempre que los lleves a lo que en realidad les interesa ver, que es el balance final. Y a todo el mundo le encanta oír un poco de filosofía griega. —Colocó a Hoffmann delante—. Dios, Ezra es un capullo, pero le habría dado un beso en los morros por ese cálculo mental que ha hecho al final.
Los clientes esperaban, pacientes, en la entrada de la sala de operaciones, todos excepto el joven Herxheimer y el polaco, Łukasinski, que estaban de espaldas a los demás y hablaban en voz baja pero muy animadamente por sus teléfonos móviles. Quarry miró a Hoffmann, y este encogió los hombros. Aunque estuvieran violando el acuerdo de confidencialidad, no podían hacer gran cosa. Los acuerdos de confidencialidad eran difíciles de hacer respetar sin pruebas de incumplimiento, y además a esas alturas ya era demasiado tarde.
—Por aquí, por favor —dijo Quarry, y levantando un dedo a modo de guía turístico los llevó en fila por la amplia estancia.
Herxheimer y Łukasinski se apresuraron a terminar sus llamadas y se unieron al grupo. Elmira Gulzhan, con unas grandes gafas de sol, se colocó automáticamente en la cabecera de la fila. Clarisse Mussard la siguió arrastrando los pies; con su rebeca y sus pantalones holgados parecía su doncella. Hoffmann, instintivamente, echó un vistazo al ticker del canal CNBC para ver qué estaba pasando en los mercados bursátiles europeos. La caída de las cotizaciones, que ya duraba una semana, parecía estar frenando; el FTSE 100 había subido casi un 0,5%.
Formaron un corro alrededor de una pantalla de operaciones de la sección de Ejecución. Uno de los quants se levantó de su mesa para que pudieran ver mejor.
—Bueno, esto es el VIXAL-4 en funcionamiento —dijo Hoffmann. Se apartó para dejar que los inversores se acercaran más al monitor. Decidió no sentarse: eso les habría permitido verle la herida de la cabeza—. El algoritmo selecciona las operaciones. Están en la parte izquierda de la pantalla, en el archivo de órdenes pendientes. A la derecha están las órdenes ejecutadas. —Se acercó un poco más para poder leer las cifras—. Aquí, por ejemplo —empezó—, tenemos… —Hizo una pausa, sorprendido por el tamaño de la operación; por un instante pensó que había un punto mal puesto—. Verán que tenemos un millón y medio de opciones para vender Accenture a cincuenta y dos dólares la acción.
—¡Uau! —exclamó Easterbrook—. ¡Es una apuesta muy fuerte para una posición corta! ¿Sabéis algo de Accenture que nosotros no sepamos?
—Descenso de un tres por ciento en los beneficios en el segundo trimestre fiscal —recitó Klein de memoria—, ganancias de sesenta centavos por acción: no es mucho, pero no entiendo la lógica de esa posición.
—Bueno, tiene que haber alguna lógica —dijo Quarry—, porque si no, el VIXAL no habría cogido las opciones. ¿Por qué no les enseñas otra operación, Alex?
Hoffmann cambió de ventana.
—Muy bien. Aquí… ¿Lo ven? Aquí hay otra venta corta que hemos hecho esta misma mañana: doce millones y medio de opciones de vender Vista Airways a siete euros con veintiocho la acción.
Vista Airways era una compañía aérea low cost europea de gran volumen que a ninguno de los presentes se le habría ocurrido jamás utilizar.
—¿Doce millones y medio? —se extrañó Easterbrook—. Eso debe de representar una buena parte del mercado. Vuestra máquina los tiene bien puestos, eso hay que reconocerlo.
—No sé, Bill —respondió Quarry—. ¿Tan arriesgado es? Hoy en día todas las acciones de líneas aéreas son frágiles. No le veo ningún problema a esa posición. —Pero lo dijo con un tono defensivo, y Hoffmann dedujo que debía de haberse fijado en que los mercados europeos habían subido: si se extendía la recuperación técnica al otro lado del Atlántico, podían quedar atrapados por la subida de la marea y acabar teniendo que vender las opciones con pérdidas.
—Vista Airways tuvo un aumento del doce por ciento de pasajeros en el trimestre final —comentó Klein—, y una previsión revisada de beneficios del nueve por ciento. Acaban de recibir una nueva flota de aviones. Yo tampoco le encuentro el sentido a esa posición.
—Wynn Resorts —dijo Hoffmann pasando a la siguiente ventana—. Venta corta de un millón doscientos mil a ciento veinticuatro. —Frunció el entrecejo, desconcertado. Aquellas apuestas tan enormes a la baja eran impropias del intrincado patrón de operaciones cubiertas que normalmente seguía el VIXAL.
—Vaya, esto sí que me sorprende —dijo Klein—, porque en el primer trimestre crecieron de setecientos cuarenta millones a novecientos nueve, con un dividendo en efectivo de veinticinco centavos la acción, y además tienen un nuevo complejo turístico enorme en Macao que es literalmente una licencia para imprimir dinero. Solo en el primer trimestre produjo más de veinte mil millones en mesas de juego. ¿Puedo? —Sin esperar a que le dieran permiso, se inclinó por delante de Hoffmann, cogió el ratón y empezó a cliquear sobre las operaciones más recientes. Su traje olía a tintorería; Hoffmann tuvo que apartarse—. Procter & Gamble, venta corta de seis millones a sesenta y dos… Exelon, venta corta de tres millones a cuarenta y uno con cincuenta… más todas las opciones… Madre mía, Hoffmann, ¿hay un meteorito a punto de estrellarse contra la Tierra, o qué?
Tenía la cara casi pegada a la pantalla. Se sacó un bloc del bolsillo interior de la chaqueta y empezó a anotar las cifras, pero Quarry estiró un brazo y se lo quitó de las manos con destreza.
—Ni hablar, Ezra —dijo—. Ya sabes que esto es una oficina sin papel. —Arrancó la hoja, hizo una bola con ella y se la metió en el bolsillo.
François de Gombart-Tonnelle, el amante de Elmira, dijo:
—Dime, Alex, estas ventas cortas tan grandes ¿las realiza el algoritmo de forma enteramente independiente, o requieren la intervención humana?
—Independientemente —contestó Hoffmann. Borró los detalles de las operaciones de la pantalla—. Primero el algoritmo determina las acciones con las que quiere operar. Luego examina el patrón de las cotizaciones de esas acciones en los veinte últimos días. Entonces ejecuta la orden sin alertar al mercado y sin afectar al precio.
—Entonces, ¿todo el proceso es realmente pilotaje por cable? ¿Sus operadores son como los pilotos de un jumbo?
—Exactamente. Nuestro sistema habla directamente con el sistema del broker, y utilizamos su infraestructura para operar en la bolsa. Ya nadie llama por teléfono a un broker. Al menos, no desde esta empresa.
—Supongo que habrá supervisión humana en algún punto del proceso —dijo Iain Mould.
—Sí, como en la cabina de mando de un jumbo: hay supervisión constante, pero no suele haber intervención, a menos que algo empiece a ir mal. Si alguien de Ejecución ve una orden que le preocupa, lógicamente puede detenerla hasta que Hugo, yo o alguno de nuestros directivos la hayamos autorizado.
—¿Ha pasado alguna vez?
—No. Con el VIXAL-4 no. Hasta la fecha.
—¿Cuántas órdenes maneja al día el sistema?
—Unas ochocientas —respondió Quarry.
—¿Y todas se deciden algorítmicamente?
—Sí. Ya no me acuerdo de la última vez que hice yo mismo una operación.
—Supongo que su principal broker será AmCor, dada su larga relación.
—Actualmente tenemos varios brokers principales, no solo AmCor.
—Qué pena —dijo Easterbrook riendo.
—Con todo mi respeto hacia Bill —dijo Quarry—, no queremos que haya un solo broker que conozca todas nuestras estrategias. De momento utilizamos una mezcla de grandes bancos y casas especializadas: tres para valores de renta variable, tres para materias primas y cinco para renta fija. Vamos a ver el hardware, ¿les parece?
El grupo se puso en marcha, y Quarry se llevó a Hoffmann aparte.
—¿Me estoy perdiendo algo —dijo en voz baja—, o esas posiciones están fuera de lugar?
—Sí, parecen un poco más desprotegidas de lo que es habitual —concedió Hoffmann—, pero nada preocupante. Ahora que lo pienso, LJ ha mencionado que Gana quería reunir al Comité de Riesgos. Le he dicho que hablara de eso contigo.
—Ay, madre mía. ¿Era eso lo que quería? No he tenido tiempo para contestar su llamada. Maldita sea. —Quarry miró su reloj y luego dirigió la mirada hacia los tickers de las pantallas. Los mercados europeos estaban manteniendo sus ganancias—. Bueno, podemos arañar cinco minutos mientras estén todos tomando café. Le diré a Gana que nos reuniremos en mi despacho. Tú ve y hazlos felices.
Los ordenadores estaban en una gran estancia sin ventanas, en el lado opuesto al de la sala de operaciones, y esa vez fue Hoffmann quien guió a los visitantes. Se colocó ante la cámara de reconocimiento facial (solo unos pocos tenían autorización para entrar en aquel sanctasanctórum) y esperó a que se corrieran los cerrojos. Entonces empujó la puerta. Era una puerta maciza, antiincendios, con un panel de cristal blindado en el centro y cierres herméticos de goma en los bordes; al abrirse, el cierre de la parte inferior rozó el suelo de baldosas blancas y produjo un débil soplido.
Hoffmann entró primero, y los otros lo siguieron. Comparado con el relativo silencio de la sala de operaciones, el bullicio de los ordenadores parecía el de una nave industrial. Los displays estaban amontonados en unos estantes de almacén, y sus hileras de luces indicadoras rojas y verdes parpadeaban rápidamente al procesar los datos. Al fondo de la sala, metidos en sendas vitrinas de plexiglás alargadas, dos robots de una biblioteca de cintas IBM TS3500 patrullaban arriba y abajo sobre unos monorraíles; disparaban de un extremo al otro con la rapidez de una serpiente que ataca a medida que el VIXAL-4 les transmitía las órdenes de almacenar o retirar datos. Allí la temperatura era unos grados más baja que en el resto del edificio. El ruido de la potente instalación de aire acondicionado, necesaria para reducir la temperatura de los procesadores, combinado con el ronroneo de los ventiladores de las propias placas madre, hacía que resultara asombrosamente difícil oír. Una vez que estuvieron todos dentro, Hoffmann tuvo que subir la voz para que lo oyeran los que se habían quedado más atrás.
—Por si esto les parece impresionante, les diré que solo representa un cuatro por ciento de la capacidad de la granja de procesadores del CERN, donde trabajaba antes. Pero el principio es el mismo. Tenemos casi un millar de procesadores estándar —dijo apoyando la mano con orgullo en los estantes—, cada uno con entre dos y cuatro núcleos, exactamente iguales que los que tienen ustedes en sus casas, solo que sin la caja, empaquetados especialmente para nosotros. Hemos constatado que es mucho más fiable y rentable que invertir en superordenadores, y que resulta más fácil elevar su nivel de prestaciones, cosa que hacemos continuamente. Supongo que conocen la Ley de Moore, que afirma que el número de transistores que pueden colocarse en un circuito integrado (lo que básicamente significa tamaño de memoria y velocidad de procesamiento) se duplica cada dieciocho meses, y que los precios se reducen a la mitad. La Ley de Moore se ha mantenido con una consistencia asombrosa desde 1965, y sigue manteniéndose. En el CERN, en los años noventa, teníamos un superordenador CrayX-MP/48 que costó quince millones de dólares y tenía la mitad de la capacidad que tiene hoy en día un Xbox Microsoft, que cuesta cien pavos. Ya se pueden imaginar lo que significa esa tendencia para el futuro.
Elmira Gulzhan, con los brazos cruzados, temblaba exageradamente.
—¿Por qué demonios tiene que hacer tanto frío aquí dentro?
—Los procesadores generan mucho calor. Tenemos que mantenerlos fríos para que no se estropeen. Si apagáramos el aire acondicionado, la temperatura se elevaría a un ritmo de un grado centígrado por minuto. Al cabo de veinte minutos el ambiente resultaría muy incómodo. Al cabo de media hora se habría producido una paralización total.
—Y ¿qué pasa si se produce un corte de electricidad? —preguntó Étienne Mussard.
—Si hay una interrupción breve, pasamos a utilizar baterías de coche. Si transcurridos diez minutos siguiera sin haber corriente, se pondrían en marcha los generadores diésel del sótano.
—¿Qué ocurriría si se declarara un incendio —preguntó Łukasinski—, o si los terroristas atacaran este edificio?
—Tenemos un centro de respaldo, por supuesto. Seguiríamos operando. Pero no se preocupen, eso no va a suceder. Hemos invertido mucho en seguridad: sistemas de rociadores, detectores de humo, cortafuegos, videovigilancia, vigilantes, ciberprotección. Y estamos en Suiza, no lo olviden.
La mayoría sonrieron, pero Łukasinski no.
—La seguridad ¿es interna o externa?
—Externa. —Hoffmann se preguntó por qué estaría el polaco tan obsesionado con la seguridad. La paranoia de los ricos, supuso—. Todo está externalizado: la seguridad, los asuntos legales, la contabilidad, el transporte, el catering, el soporte técnico, la limpieza. Estas oficinas son alquiladas. Hasta los muebles son alquilados. No solo aspiramos a ser una empresa que hace dinero aprovechando todo lo que ofrece la era digital: queremos ser digitales. Por eso intentamos eliminar al máximo la fricción, con inventario cero.
—¿Y su seguridad personal? —insistió Łukasinski—. Esos puntos en la cabeza… Tengo entendido que anoche lo agredieron en su propia casa.
Hoffmann sintió una extraña punzada de culpabilidad y bochorno.
—¿Cómo lo sabe?
—Me lo han contado —dijo Łukasinski como si tal cosa.
Elmira le puso una mano en el brazo a Hoffmann; tenía unas uñas largas, pintadas de rojo oscuro, que parecían garras.
—Lo siento mucho, Alex —dijo en voz baja—. Qué desagradable.
—¿Quién? —preguntó Hoffmann.
—Si me permiten intervenir —dijo Quarry, que había aparecido sin que nadie se diera cuenta—, lo que le sucedió a Alex anoche no tiene nada que ver con la empresa. El agresor solo era un chiflado al que sin duda la policía no tardará en detener. Y para responder directamente a tu pregunta, Mieczyslaw, ya hemos tomado medidas para proporcionar a Alex protección adicional hasta que se resuelva este asunto. ¿Alguien tiene alguna pregunta más relacionada con el hardware? —Hubo un silencio—. ¿No? En ese caso, propongo que salgamos todos de aquí antes de que muramos congelados. En la sala de juntas nos espera el café para entrar en calor. Si quieren ir pasando, nosotros nos reuniremos con ustedes allí dentro de un par de minutos. Necesito hablar un momento con Alex.
Estaban atravesando la sala de operaciones —tenían a sus espaldas las enormes pantallas de televisión— cuando uno de los quants dio un grito ahogado. En una estancia donde nadie hablaba más que en susurros, la exclamación resonó como un disparo en una biblioteca. Hoffmann se paró en seco, se dio la vuelta y vio que la mitad de sus empleados se levantaban de sus asientos, atraídos por las imágenes de los canales Bloomberg y CNBC. El físico que estaba más cerca de él se tapó la boca con una mano.
Ambos canales de televisión por satélite mostraban las mismas secuencias, grabadas con un teléfono móvil, de un avión de pasajeros tomando tierra en un aeropuerto. Era evidente que tenía algún problema, pues descendía demasiado deprisa, y en un ángulo extraño, con un ala mucho más alta que la otra y despidiendo humo por uno de los lados.
Alguien cogió un mando a distancia y subió el volumen.
El avión desapareció detrás de una torre de control y luego reapareció casi rozando los tejados de unos edificios bajos de color rojizo, hangares tal vez; al fondo había unos abetos. Dio la impresión de que llegaba a tocar uno de los edificios con la parte inferior del fuselaje, casi una caricia, y de repente explotó formando una enorme bola de fuego amarillo que crecía y crecía. Una de las alas, que todavía conservaba el motor, se elevó por encima de aquel infierno y dio una serie de elegantes volteretas en el aire. La cámara, temblorosa, siguió su trayectoria hasta que el avión desapareció del encuadre, y entonces llegaron el sonido de la explosión y la onda expansiva. Se oyeron chillidos agudos y unos gritos frenéticos en un idioma que Hoffmann no logró distinguir —ruso, quizá—; la imagen tembló, y entonces apareció otra toma, posterior y más estable, en la que se veía una densa nube de humo negro y grasiento, en la que se distinguían llamas de color naranja y amarillo que se extendían sobre el aeropuerto.
La voz de la locutora norteamericana dijo entrecortadamente:
—«Esas imágenes son de hace tan solo unos minutos, cuando un avión de pasajeros de la compañía Vista Airways con noventa y ocho personas a bordo se ha estrellado cuando realizaba las maniobras de aterrizaje en el aeropuerto Domodedovo de Moscú…».
—¿Vista Airways? —dijo Quarry dándose la vuelta para mirar a Hoffmann—. ¿Ha dicho Vista Airways?
En la sala de operaciones estallaron una docena de conversaciones a la vez. «Dios mío, llevamos toda la mañana vendiendo esas acciones». «Qué raro». «Qué mal rollo».
—¿Queréis hacer el favor de apagar eso? —dijo Hoffmann. Como nadie hizo nada, pasó a grandes zancadas entre las mesas y le quitó el mando a distancia de la mano al desafortunado quant. Estaban empezando a repetir las secuencias, como sin duda harían a lo largo de todo el día hasta que la familiaridad acabara gastando su capacidad para despertar interés. Encontró el botón para apagar el sonido y la sala volvió a quedar en silencio—. Bueno, ya basta —dijo—. Sigamos con lo nuestro.
Tiró el mando a distancia en la mesa y regresó junto a sus clientes. Easterbrook y Klein, veteranos curtidos en las salas de operaciones, ya se habían abalanzado sobre la terminal más cercana y estaban revisando los precios. Los otros permanecían inmóviles, aturdidos, como crédulos campesinos que acabaran de presenciar un fenómeno sobrenatural. Hoffmann notó que lo miraban. Clarisse Mussard hasta se santiguó.
—Dios mío —dijo Easterbrook girando la cabeza—, ha ocurrido hace solo cinco minutos y las acciones de Vista ya han caído un quince por ciento. Se va a pique.
—Está cayendo en picado —añadió Klein con una risita nerviosa.
—Por favor, chicos —dijo Quarry—, hay civiles presentes. —Se dirigió a los clientes—: Recuerdo a un par de agentes de Goldman que casualmente estuvieron vendiendo en corto seguros de compañías aéreas en la mañana del 11 de septiembre. Cuando se estrelló el primer avión, entrechocaron las manos en medio de la oficina. Ellos no podían saber nada. Nadie puede saberlo. Así es la vida.
Klein seguía con la mirada clavada en los datos de los mercados.
—Uau —murmuró, admirado—, tu cajita negra está limpiando a base de bien, Alex.
Hoffmann miró por encima del hombro de Klein. Las cifras de la columna de Ejecución cambiaban rápidamente a medida que el VIXAL recogía los beneficios de sus opciones de vender acciones de Vista Airways a los precios de antes del accidente. La P&L —la cuenta de resultados—, expresada en dólares, era una masa borrosa de puro beneficio.
—No sé cuánto vais a ganar con esta única operación, chicos —dijo Easterbrook—, ¿veinte millones? ¿Treinta? Dios, Hugo, los organismos reguladores se van a poner las botas.
—Tendríamos que ir a esa reunión, Alex —dijo Quarry.
Pero Hoffmann, incapaz de desviar la mirada de las cifras que aparecían en la pantalla, no lo escuchaba. Notaba una fuerte presión en el cráneo. Se tocó la herida y resiguió los puntos de sutura. Le dio la impresión de que estaban tan tirantes que iban a saltar en cualquier momento.