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Apenas hay alguna facultad más importante para el progreso intelectual del hombre que la atención. Los animales manifiestan claramente esta capacidad, como cuando un gato observa a través de un agujero y se prepara para saltar sobre su presa.

CHARLES DARWIN,
El origen del hombre (1871)

El despacho de Hoffmann era idéntico al de Quarry, con la excepción de que no había fotos de barcos ni ningún otro tipo de decoración aparte de tres fotografías enmarcadas. Una era de Gabrielle; estaba tomada durante una comida en la playa de Pampelonne, en Saint-Tropez, dos años atrás: miraba directamente a la cámara, riendo, con el sol en la cara; tenía una blanca filigrana de sal seca en la mejilla, la huella del largo baño que se había dado en el mar aquella mañana. Hoffmann nunca había visto un retrato que expresara tanta vitalidad; se ponía de buen humor cada vez que contemplaba aquella fotografía. Otra era de Hoffmann y había sido tomada en 2001; aparecía con un casco amarillo, de pie, a ciento setenta y cinco metros bajo tierra en el túnel que albergaría el sincrotrón del Gran Colisionador de Hadrones. En la tercera aparecía Quarry con traje de etiqueta en Londres, recibiendo el premio al mejor director de hedge funds algorítmicos de manos de un ministro del gobierno laborista; Hoffmann, de más está decirlo, se había negado a asistir siquiera a la ceremonia, una decisión con la que Quarry había estado de acuerdo, pues según él contribuía a fortalecer el aura de misterio de la empresa.

Hoffmann cerró la puerta y bajó todas las persianas de lamas de las paredes de cristal de su despacho. Colgó su gabardina, se sacó del bolsillo el CD con los resultados del TAC y se dio unos golpecitos en los dientes con la funda mientras decidía qué hacía con él. Su mesa estaba despejada, exceptuando el inevitable monitor de seis pantallas del Bloomberg, un teclado, un ratón y un teléfono. Se sentó en la silla giratoria ergonómica de dos mil dólares con mecanismo neumático y tapicería de color crudo, abrió un cajón y guardó en él el CD, escondiéndolo tan al fondo como pudo. Cerró el cajón y encendió el ordenador. En Tokio, el Nikkei Stock Average de 225 empresas perdía un 3,3%. Mitsubishi Corporation había bajado un 5,4%; Japan Petroleum Exploration Company, un 4%, Mazda Motors, un 5%, y Nikon, un 3,5%. El Shanghai Composite había bajado un 4,1 tras ocho meses de caída. «Esto se está convirtiendo en una huida en desbandada», pensó Hoffmann.

De pronto, sin que tuviera tiempo para darse cuenta de lo que estaba pasando, las pantallas que tenía delante se pusieron borrosas, y Hoffmann empezó a llorar. Le temblaban las manos. De su garganta salía un extraño gemido. Todo su torso se sacudía violentamente. «Me estoy derrumbando», pensó, y apoyó la frente en la mesa, desconsolado. Sin embargo, al mismo tiempo se mantenía extrañamente distanciado de su colapso, como si se observara a sí mismo desde un rincón del techo. Se daba cuenta de que jadeaba como un animal exhausto. Al cabo de un par de minutos, cuando disminuyeron los temblores y consiguió tomar aliento, vio que se encontraba mucho mejor, incluso un poco eufórico; era la económica catarsis de llanto: comprendía que pudiera volverse adictivo. Se incorporó, se quitó las gafas, se enjugó las lágrimas con las yemas de los dedos, todavía temblorosos, y se frotó la nariz con el dorso de la mano. Infló las mejillas.

—Dios mío —susurró—. Dios mío, Dios mío.

Se quedó inmóvil un par de minutos hasta estar seguro de haberse recuperado; entonces se levantó, fue a donde había dejado la gabardina y cogió el volumen de Darwin. Lo puso encima de la mesa y se sentó. La cubierta de tela verde de ciento treinta y ocho años de antigüedad y el lomo ligeramente deshilachado desentonaban en el entorno de su despacho, donde no había nada que tuviera más de seis meses. Vacilante, abrió el libro por donde había dejado de leer poco después de la medianoche (Capítulo XII: «Sorpresa-Asombro-Miedo-Horror»). Sacó la tarjeta de la librería holandesa y le pasó la mano para alisarla. «Rosengaarden & Nijenhuise, Libros antiguos médicos y científicos. Fundada en 1911». Cogió el teléfono. Tras considerar brevemente si aquella era la mejor opción, marcó el número de teléfono de la librería de Amsterdam.

El teléfono sonó largo rato sin que nadie contestara, pero no era de extrañar, porque todavía no eran las 8.30. Hoffmann era insensible a los matices del tiempo: si él estaba sentado a su mesa, daba por hecho que todos los demás también lo estaban. Dejó que el teléfono siguiera sonando y pensó en Amsterdam. Había visitado la ciudad dos veces. Le gustaba su elegancia, su carácter histórico; se respiraba inteligencia: debía llevar a Gabrielle allí cuando hubiera solucionado todo aquello. Fumarían hierba en un coffee-shop —¿no era eso lo que hacía la gente en Amsterdam?— y luego se pasarían toda la tarde haciendo el amor en la buhardilla de un hotel boutique. Se quedó escuchando el largo ronroneo del tono de llamada. Imaginó los timbrazos resonando en una librería polvorienta con pequeñas ventanas de grueso cristal victoriano, en una calle adoquinada, con árboles bordeando un canal; altos anaqueles a los que se accedía por unas escalerillas desvencijadas; complicados instrumentos científicos hechos de latón reluciente —un sextante quizá, un microscopio—; un bibliófilo anciano, encorvado y calvo, introduciendo la llave en la puerta y apresurándose hacia su mesa justo a tiempo para contestar el teléfono…

Goedemorgen. Rosengaarden en Nijenhuise.

La voz no era ni anciana ni masculina, sino joven y femenina; cantarina, chispeante.

—¿Habla usted inglés? —preguntó Hoffmann.

—Sí. ¿En qué puedo ayudarlo?

Hoffmann carraspeó y se reclinó en la silla.

—Creo que anteayer me enviaron ustedes un libro. Me llamo Alexander Hoffmann. Vivo en Ginebra.

—¿Hoffmann? ¡Sí, doctor Hoffmann! Claro que me acuerdo. La primera edición de Darwin. Un libro precioso. ¿Ya lo ha recibido? Espero que no haya habido ningún problema con el envío.

—Sí, ya lo tengo. Pero no venía ninguna nota con él, y no puedo dar las gracias a la persona que me lo ha comprado. ¿Podría darme esa información?

Hubo una pausa.

—¿No me ha dicho que se llama Alexander Hoffmann?

—Sí, exacto.

Esa vez la pausa fue más larga, y cuando la chica volvió a hablar parecía aturdida.

—Lo compró usted, doctor Hoffmann.

Hoffmann cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos le pareció que su despacho se había desplazado ligeramente sobre su eje.

—No puede ser —dijo—. No lo compré yo. Debe de haber sido alguien que se hacía pasar por mí.

—Pero si lo pagó usted mismo. ¿Está seguro de que no se le ha olvidado?

—Lo pagué ¿cómo?

—Por transferencia bancaria.

—Y ¿qué importe pagué?

—Diez mil euros.

Hoffmann se agarró al borde de la mesa con la mano que tenía libre.

—Espere un momento. ¿Cómo ha podido pasar esto? ¿Entró alguien en su tienda y dijo que era yo?

—No, ya no hay tienda. Desde hace cinco años. Solo una lista de correos. Ahora estamos en un almacén de las afueras de Rotterdam.

—Bueno, al menos alguien debió de hablar conmigo por teléfono, ¿no?

—No, ya casi nunca hablamos con los clientes. Recibimos todos los encargos por correo electrónico.

Hoffmann sujetó el auricular con la barbilla, apretándolo contra el hombro. Tecleó en el ordenador y abrió su buzón de correo. Revisó la bandeja de salida.

—¿Cuándo se supone que les envié ese correo electrónico?

—El 3 de mayo.

—Pues tengo aquí delante mis correos electrónicos de ese día y puedo asegurarle que el 3 de mayo no les envié ningún mensaje. ¿Cuál es la dirección de correo electrónico del pedido?

—A-punto-Hoffmann-arroba-Hoffmann Tecnologías de Inversión-punto-com.

—Sí, esa es mi dirección. Pero no veo ningún mensaje dirigido a ninguna librería.

—¿No lo enviaría desde otro ordenador?

—No, estoy seguro. —Pero al mismo tiempo que pronunciaba esas palabras, la seguridad desapareció de su voz y sintió un pánico casi físico, como si se abriera un abismo bajo sus pies. La radióloga había mencionado la demencia como posible explicación de los puntitos blancos que aparecían en su TAC. Quizá hubiera utilizado su teléfono móvil, su ordenador portátil o el ordenador de su casa y lo había olvidado por completo; aunque, incluso si hubiera sido así, allí habría quedado registrado de alguna forma, ¿no? Dijo—: ¿Qué decía exactamente el mensaje que les envié? ¿Podría leérmelo?

—No había mensaje. Es un proceso automático. El cliente marca el título de nuestro catálogo online y rellena el formulario de pedido: nombre, dirección, forma de pago. —La chica debía de haber percibido la incertidumbre de la voz de Hoffmann; ahora la cautela se filtraba en la suya—. Espero que no quiera cancelar el pedido.

—No, solo quiero aclarar todo esto. Dice usted que se pagó por transferencia bancaria. ¿De qué número de cuenta procedía el dinero?

—Lo siento, no puedo revelar esa información.

Hoffmann reunió toda la fuerza que pudo.

—Escúcheme. Es evidente que he sido víctima de un fraude. Esto es suplantación de identidad. Y por supuesto que cancelaré el pedido, y pondré este maldito asunto en manos de la policía, y de mis abogados, si no me da ese número de cuenta ahora mismo para que pueda averiguar qué demonios está pasando.

Siguió un silencio al otro lado de la línea. Al final la chica dijo fríamente:

—No puedo dar esa información por teléfono, pero puedo enviarla a la dirección de correo electrónico que figura en el pedido. Puedo hacerlo ahora mismo. ¿Le parece bien?

—Sí, me parece bien. Gracias.

Hoffmann colgó el auricular y exhaló. Puso los codos sobre la mesa, se sujetó la cabeza con las yemas de los dedos y miró fijamente la pantalla de su ordenador. Tenía la impresión de que el tiempo transcurría muy despacio, pero en realidad solo pasaron veinte segundos hasta que la bandeja de entrada de su correo electrónico anunció la llegada de un mensaje nuevo. Lo abrió. Era de la librería. No había saludo, solo una línea de veinte dígitos y letras, y el nombre del titular de la cuenta: A. J. Hoffmann. Se quedó mirándolo embobado y llamó a su secretaria por el intercomunicador.

—Marie-Claude, ¿podría enviarme una lista de todos mis números de cuenta personales? La necesito ahora mismo, por favor.

—Por supuesto.

—Y tiene un fichero con los códigos de seguridad de mi casa, ¿verdad?

—Sí, doctor Hoffmann. —Marie-Claude Durade era una suiza enérgica de cincuenta y tantos años que llevaba cinco años trabajando para Hoffmann. Era la única persona del edificio que no se dirigía a él por su nombre de pila. A Hoffmann le parecía inconcebible que estuviera implicada en cualquier tipo de actividad ilegal.

—¿Dónde los tiene?

—En su carpeta personal, en mi ordenador.

—¿Se los ha pedido alguien?

—No.

—¿No ha hablado de ellos con nadie?

—Por supuesto que no.

—¿Ni siquiera con su marido?

—Mi marido murió el año pasado.

—Ah, ¿sí? Ah. Claro. Lo siento. Verá, anoche entró un intruso en mi casa. Es posible que la policía quiera hacerle algunas preguntas. Se lo digo para que esté avisada.

—Sí, doctor Hoffmann.

Mientras esperaba a que su secretaria le enviara los detalles de sus cuentas, hojeó el libro de Darwin. Buscó «desconfianza» en el índice:

Un hombre puede estar lleno de la desconfianza o el odio más profundos, o estar corroído por la envidia y los celos; pero como esos sentimientos no mueven inmediatamente a la acción, y como generalmente duran cierto tiempo, no hay ninguna señal externa que los revele…

Con el debido respeto hacia Darwin, Hoffmann creía que eso era empíricamente falso. Él mismo estaba lleno de la desconfianza más profunda y no tenía ninguna duda de que esta se reflejaba en su cara: en las caídas comisuras de su boca y en la mirada inquieta de sus ojos, entornados y huraños. ¿Dónde se había visto un caso de suplantación de identidad en que el suplantador le compraba un regalo a la víctima? Alguien estaba intentando jugar con su mente: eso era lo que ocurría. Estaban intentando hacerle dudar de su propia cordura, quizá incluso matarlo. O eso, o de verdad estaba volviéndose loco.

Se levantó con esfuerzo y se paseó por su despacho. Separó las lamas de las persianas y escudriñó la sala de operaciones. ¿Tenía algún enemigo allí fuera? Sus sesenta quants estaban divididos en tres equipos: Incubación, que componía y ponía a prueba los algoritmos; Tecnología, que convertía los prototipos en herramientas operativas; y Ejecución, que supervisaba las operaciones reales. Algunos eran un poco raros, eso no podía negarse. El húngaro, Imre Szabo, por ejemplo, no podía recorrer un pasillo sin tocar los picaportes de todas las puertas. Y había otro chico que tenía que comérselo todo con cuchillo y tenedor, aunque fuera una galleta o un paquete de patatas fritas. Hoffmann los había contratado a todos personalmente, sin importarle sus rarezas, pero no los conocía bien. No eran sus amigos, sino sus colegas. Ahora lo lamentaba. Soltó la lama y volvió frente a su monitor.

La lista de sus cuentas bancarias esperaba en la bandeja de entrada. Tenía ocho: francos suizos, dólares, libras esterlinas, euros, corriente, de ahorro, offshore y conjunta. Miró si algún número coincidía con el que habían utilizado para comprar el libro. Ninguno coincidía. Tamborileó en la mesa con los dedos unos segundos; luego cogió el auricular y llamó al director financiero de la empresa, Lin Ju-Long.

—¿LJ? Soy Alex. Hazme un favor. Compruébame un número de cuenta, ¿quieres? Está a mi nombre, pero no lo reconozco. Quiero saber si está en nuestro sistema. —Le reenvió el correo electrónico de la librería—. Te lo estoy enviando. ¿Lo tienes?

Hubo una pausa.

—Sí, Alex, ya lo tengo. Bueno, de entrada ya puedo decirte una cosa: empieza por KYD. Ese es el prefijo IBAN de las islas Caimán para las cuentas en dólares norteamericanos.

—¿Podría ser una especie de cuenta de empresa?

—Voy a comprobarlo. ¿Tienes algún problema?

—No. Solo quiero chequearlo, nada más. Te agradecería que esto quedara entre nosotros dos.

—Muy bien. Oye, siento lo de tu…

—Estoy bien —se apresuró a decir Hoffmann—. No ha sido grave.

—Vale, me alegro. Por cierto, ¿has hablado con Gana?

Se refería a Ganapathi Rajamani, el director de riesgos de la empresa.

—No —contestó Hoffmann—. ¿Por qué?

—¿Tú autorizaste una gran venta en corto de Procter & Gamble anoche? ¿Dos millones a sesenta y dos por acción?

—Y ¿qué?

—Gana está preocupado. Dice que hemos superado nuestro límite de riesgo. Quiere convocar una reunión del Comité de Riesgos.

—Bueno, dile que hable con Hugo. Y dime algo de esa cuenta, ¿vale?

Hoffmann estaba demasiado cansado para hacer nada más. Volvió a llamar a Marie-Claude y le pidió que se asegurara de que no lo molestaban durante una hora. Apagó su teléfono móvil. Después se tumbó en el sofá y trató de imaginar quién demonios se habría tomado la molestia de robarle el nombre para comprarle un valioso libro de historia natural de la época victoriana utilizando una cuenta bancaria de las islas Caimán que por lo visto era suya. Pero lo extraño de todo aquel acertijo lo superaba incluso a él, y no tardó en quedarse dormido.

El inspector Leclerc sabía que el jefe de la jefatura de policía de Ginebra, obsesionado con la puntualidad, llegaba a la comisaría del boulevard Carl-Vogt a las nueve en punto y que lo primero que hacía era leer el resumen de lo ocurrido en el cantón durante la noche. Por lo tanto, cuando a las 9.08 sonó el teléfono de su despacho, ya sabía quién debía de estar al otro lado de la línea.

Una voz enérgica dijo:

—¿Jean-Philippe?

—Buenos días.

—Esta agresión al financiero norteamericano, Hoffmann.

—¿Sí, jefe?

—¿Qué tenemos?

—Ha pedido el alta voluntaria del Hospital Universitario. La policía científica está ahora en la casa. Hemos divulgado una descripción detallada. Tenemos a un agente vigilando la propiedad. Creo que nada más.

—Entonces, ¿no está gravemente herido?

—Por lo visto no.

—Menos mal. ¿Tú qué opinas?

—Me parece raro. La casa es una fortaleza, pero parece como si el intruso hubiera entrado sin ningún problema. Iba preparado para inmovilizar a su víctima, o sus víctimas, y por lo visto manejaba unos cuchillos mientras estaba en la casa. Pero acabó golpeando a Hoffmann en la cabeza y huyendo. No robó nada. Sinceramente, tengo la impresión de que Hoffmann no nos lo ha contado todo, pero no sé si es una actitud deliberada o si está aturdido.

Hubo un breve silencio al otro lado de la línea. Leclerc oía a alguien moviéndose al fondo.

—¿Has terminado tu turno?

—Estaba a punto de marcharme, jefe.

—Hazme un favor y dobla el turno, ¿quieres? Ya me ha llamado el consejero federal de Finanzas para saber qué había pasado. Me gustaría que te encargaras de este caso.

—¿El consejero federal de Finanzas? —dijo Leclerc, sorprendido—. ¿Cómo es que está tan interesado?

—Bueno, ya sabes, supongo que es lo de siempre. Hay una ley para los ricos y otra para los pobres. Mantenme informado, ¿de acuerdo?

Después de colgar, Leclerc soltó una sarta de improperios por lo bajo. Fue con andares cansados por el pasillo hasta la máquina de café y se compró una taza de expreso muy negro e inusualmente malo. Tenía los ojos irritados y le dolían los senos nasales. «Soy demasiado viejo para esto», pensó. Ni siquiera había gran cosa que él pudiera hacer: había enviado a uno de sus subordinados a entrevistar al personal doméstico. Volvió a su despacho, llamó a su mujer y le dijo que no llegaría a casa hasta después de comer. A continuación se conectó a internet para ver si encontraba algo sobre el doctor Alexander Hoffmann, físico y presidente de un hedge fund. Pero para su sorpresa no había casi nada: ninguna entrada en la Wikipedia, ningún artículo de periódico ni ninguna imagen. Sin embargo, el consejero federal de Finanzas en persona se había interesado por el caso.

Para empezar, ¿qué demonios era un hedge fund? Lo buscó: «Un fondo de inversión privado que podía invertir en una gran variedad de activos y podía utilizar una gran variedad de estrategias de inversión para mantener una cartera de acciones cubierta con el objetivo de proteger a los inversores del fondo de las caídas del mercado y, al mismo tiempo, maximizar los rendimientos de las alzas del mercado».

Seguía sin entenderlo. Volvió a hojear sus notas. Hoffmann le había dicho que había trabajado en el sector financiero los ocho últimos años; anteriormente había trabajado seis años desarrollando el Gran Colisionador de Hadrones. Casualmente, Leclerc tenía un conocido, un ex inspector de la policía, que ahora trabajaba en el departamento de seguridad del CERN, la Organización Europea para la Investigación Nuclear. Lo llamó por teléfono y, quince minutos más tarde, estaba al volante de su pequeño Renault, conduciendo lentamente en el tráfico de la mañana; fue en dirección noroeste hasta más allá del aeropuerto, tomó la Route de Meyrin y atravesó la monótona zona industrial de Zimeysa.

Más allá, enmarcado por las lejanas montañas, el inmenso globo de madera de color herrumbre del CERN parecía surgir de las tierras de cultivo como un anacronismo gigantesco: una visión de los años sesenta de cómo se suponía que sería el futuro. Leclerc aparcó enfrente y entró en el edificio principal. Dio su nombre y se colgó en la cazadora la insignia de identificación que lo acreditaba como visitante. Mientras esperaba a que su contacto fuera a recogerlo, examinó la pequeña exhibición que había en la zona de recepción. Por lo visto había mil seiscientos imanes súperconductores, cada uno de casi treinta toneladas de peso, instalados en un túnel subterráneo circular de veintisiete kilómetros, que lanzaban rayos de partículas a tanta velocidad que completaban el circuito once mil veces por segundo. Se suponía que las colisiones de los rayos a una energía de siete billones de electronvoltios por protón revelarían los orígenes del universo, descubrirían nuevas dimensiones y explicarían la naturaleza de la materia oscura. Que Leclerc supiera, nada de todo aquello tenía relación alguna con los mercados financieros.

Los invitados de Quarry empezaron a llegar poco después de las diez; los primeros —un ginebrino de cincuenta y seis años, Étienne Mussard, y su hermana menor Clarisse— lo hicieron en autobús. «Llegarán pronto —le había advertido Quarry a Hoffmann—. Siempre llegan pronto a todas partes». Ambos eran solteros y vivían juntos en un pequeño apartamento de tres dormitorios del barrio de Lancy que habían heredado de sus padres. Vestían con poca gracia. No conducían. No iban de vacaciones. Casi nunca cenaban en restaurantes. Quarry calculaba que la fortuna personal de monsieur Mussard ascendía aproximadamente a setecientos millones de euros, y la de madame Mussard, a quinientos cincuenta millones. El abuelo de su madre, Robert Fazy, era propietario de un banco privado que se había vendido en los años ochenta tras un escándalo relacionado con unos activos judíos confiscados por los nazis y depositados en Fazy et Cie durante la Segunda Guerra Mundial. Los acompañaba el abogado de la familia, el doctor Max-Albert Gallant, cuyo bufete también se encargaba de los asuntos legales de Hoffmann Tecnologías de Inversión, lo que resultaba muy práctico. A través de Gallant, Quarry había conseguido que le presentaran a los Mussard. «Me tratan como a un hijo —decía Quarry—. Son increíblemente groseros y no hacen otra cosa que quejarse».

A aquella insulsa pareja la siguió la que tal vez fuera la clienta más exótica de Hoffmann Tecnologías de Inversión: Elmira Gulzhan, de treinta y ocho años, hija del presidente de Kazajistán. Elmira, residente en París y licenciada del INSEAD de Fontainebleau, era la responsable de la administración de las propiedades de la familia Gulzhan en el extranjero, que, según los cálculos de la CIA, ascendían a aproximadamente diecinueve mil millones de dólares en 2009. Quarry se las había ingeniado para que se la presentaran en una fiesta en la estación de esquí de Val d’Isère. Los Gulzhan ya tenían ciento veinte millones de dólares invertidos en el hedge fund, una cifra que Quarry confiaba en poder doblar, como mínimo, si la convencía. En la estación de esquí también había entablado amistad con su amante fijo, François de Gombart-Tonnelle, un abogado parisino que la acompañaba a la cita. Elmira salió de su Mercedes blindado con una levita de seda verde esmeralda y, en la cabeza, un pañuelo a juego cubriéndole su reluciente cabello negro. Quarry la esperaba en el vestíbulo para recibirla. «No te engañes —le había advertido a Hoffmann—. Quizá te parezca que se va a las carreras, pero mañana mismo podría conseguir un empleo en Goldman. Y además puede hacer que su papá te arranque las uñas».

Los siguientes en aparecer, compartiendo una limusina del Hotel Président Wilson, situado al otro lado del lago, fueron una pareja de norteamericanos que habían viajado desde Nueva York especialmente para la presentación. Ezra Klein era analista jefe de Winter Bay Trust, un fondo de fondos de catorce mil millones de dólares cuyo objetivo, según las palabras de su prospecto, era «reducir el riesgo y, al mismo tiempo, obtener rendimientos elevados invirtiendo en una selección variada de carteras de acciones y no en bonos o valores individuales». Klein tenía fama de ser súperinteligente, y su costumbre de hablar a un promedio de seis palabras por segundo, más o menos el doble de la velocidad normal (en una ocasión, sus apabullados subordinados lo habían cronometrado subrepticiamente), y el hecho de que una de cada tres palabras que empleaba era un acrónimo o un término de jerga financiera fortalecían esa reputación. «Ezra está en el espectro —dijo Quarry—. No tiene esposa, ni hijos, ni órganos sexuales de ningún tipo, que yo sepa. Winter Bay podría aportar otros cien millones. Ya veremos».

A su lado, sin fingir siquiera que escuchaba la cháchara ininteligible de Klein, había un individuo corpulento de unos cincuenta años, con el uniforme completo de Wall Street: traje negro con chaleco y corbata a rayas rojas y blancas. Era Bill Easterbrook, del conglomerado de bancos estadounidense AmCor. «A Bill ya lo conoces —previno Quarry a Hoffmann—. ¿Te acuerdas de él? Es ese dinosaurio que parece que acabe de salir de una película de Oliver Stone. Desde la última vez que lo viste lo han pasado a una entidad aparte llamada AmCor Alternative Investments, que básicamente no es más que un truco de contabilidad para mantener contentos a los organismos reguladores». Quarry también había trabajado diez años para la sede de AmCor en Londres, y su relación con Easterbrook venía de muy lejos: «de muy, muy lejos», como decía él con aire soñador. Demasiado lejos para acordarse, insinuaba: de los días gloriosos de coca y prostitutas de la década de los noventa que el tiempo había dejado envueltos en una densa neblina. Cuando Quarry se marchó de AmCor para montar la empresa con Hoffmann, Easterbrook les pasó sus primeros clientes a cambio de una comisión. Ahora AmCor Alternative era el principal inversor de Hoffmann, con cerca de mil millones de dólares en activos. Easterbrook era otro de los asistentes a los que Quarry se tomó la molestia de recibir personalmente en el vestíbulo.

Acudieron todos: Amschel Herxheimer, de veintisiete años, miembro de la dinastía de financieros y agentes de bolsa Herxheimer, cuya hermana había estudiado con Quarry en Oxford, y al que estaban preparando para ponerse al frente del banco privado de la familia, de doscientos años de antigüedad; el insulso Iain Mould, de lo que en su día fuera la insulsa sociedad de crédito hipotecario Fife, hasta que a principios de siglo había salido a bolsa y, en el transcurso de tres años, había acumulado deudas por valor de la mitad del producto nacional bruto de Escocia, requiriendo la adquisición por parte del gobierno británico; el multimillonario Mieczyslaw Łukasinski, ex catedrático de matemáticas y líder de la Unión de Juventudes Comunistas polaca, que ahora era propietario de la tercera aseguradora más importante de Europa del Este; y por último dos empresarios chinos, Liwei Xu y Qi Zhang, que representaban a un banco de negocios con sede en Shanghai y que llegaron con nada menos que seis socios vestidos con traje oscuro (insistieron en que eran abogados, pero Quarry estaba convencido de que eran expertos informáticos que habían ido para inspeccionar la seguridad cibernética de Hoffmann; tras un pulso frenéticamente educado, los «abogados» accedieron a marcharse, aunque de mala gana).

Ni uno solo de los inversores a los que Quarry había convocado rechazaron la invitación. «Vienen por dos motivos —le había explicado a Hoffmann—. En primer lugar, porque en tres años, pese a las continuas caídas de los mercados financieros, les hemos dado unos beneficios del ochenta y tres por ciento, y desafío a cualquiera a que encuentre algún hedge fund que haya producido un alfa tan consistente. Es lógico que se pregunten qué demonios hacemos aquí, y sin embargo hemos declinado aceptar un solo centavo de más en inversión.

»—Y ¿cuál es el otro motivo por el que vienen?

»—Va, no seas tan modesto.

»—No te sigo.

»—El segundo motivo eres tú, capullo. Quieren verte. Quieren descubrir qué has estado haciendo. Te estás convirtiendo en una leyenda y ellos quieren tocar el dobladillo de tus pantalones solo para ver si sus dedos se convierten en oro».

Marie-Claude despertó a Hoffmann.

—¿Doctor Hoffmann? —Le sacudió ligeramente un hombro—. ¿Doctor Hoffmann? El señor Quarry me ha pedido que le diga que lo esperan en la sala de juntas.

Había tenido unos sueños muy vívidos, pero cuando abrió los ojos las imágenes se desvanecieron como pompas de jabón. Por un instante, la cara de su secretaria inclinada sobre él le recordó a la de su madre. Tenía los mismos ojos de color verde grisáceo, la misma nariz prominente, la misma expresión ansiosa e inteligente.

—Gracias —dijo, y se incorporó—. Dígale que voy enseguida. —Y añadió, impulsivamente—: Siento lo de su marido. A veces… —agitó una mano en vano— me despisto.

—No pasa nada. Gracias.

En el pasillo de su despacho había un cuarto de baño. Abrió el grifo de agua fría y ahuecó las manos bajo el chorro. Se tiró agua helada en la cara una y otra vez y se dio cachetadas. No tenía tiempo para afeitarse. En lugar de lisa y suave, notaba la piel de la barbilla y alrededor de la boca pinchuda y con relieve, como la de un animal. Era sorprendente —sin duda un cambio de humor irracional provocado por la lesión—, pero empezaba a sentirse eufórico. Había sobrevivido a un encuentro con la muerte —algo estimulante por sí mismo—, y ahora lo esperaba una sala de juntas llena de suplicantes deseosos, en palabras de Hugo, de tocarle el dobladillo del pantalón con la esperanza de que se les pegara su don para hacer dinero. Los ricos de la tierra habían abandonado sus yates, sus piscinas y sus circuitos de carreras, las salas de operaciones de Manhattan y las contadurías de Shanghai y se habían reunido en Suiza para escuchar al doctor Alexander Hoffmann, el legendario —otro término de Hugo— creador de Hoffmann Tecnologías de Inversión, predicando su visión del futuro. ¡Y menuda historia iba a contarles! ¡Menudo evangelio el que tenía que predicar!

Mientras esos pensamientos invadían su lesionada cabeza, Hoffmann se secó la cara, cuadró los hombros y se dirigió a la sala de juntas. Al atravesar la sala de operaciones, la ágil figura de Ganapathi Rajamani, el director de riesgos de la empresa, lo interceptó con un movimiento fluido, pero Hoffmann se libró de él con un ademán: cualquiera que fuese su problema, tendría que esperar.