La más pequeña ventaja de ciertos individuos, en cualquier edad o estación, sobre aquellos con quienes entran en competencia, o la mejor adaptación, por leve que sea, a las condiciones físicas ambientales harán a la larga inclinar la balanza a su favor.
CHARLES DARWIN,
El origen de las especies (1859)
Había en los círculos herméticos de los súperricos quienes de vez en cuando se preguntaban en voz alta por qué Hoffmann había colocado a Quarry como accionista igualitario de Hoffmann Tecnologías de Inversión: al fin y al cabo, eran los algoritmos del físico los que generaban los beneficios; la empresa llevaba su apellido. Pero a Hoffmann, por su temperamento, le convenía que hubiera otra persona, más extrovertida, para esconderse detrás de ella. Además, sabía que sin su socio no habría habido empresa. No se trataba solo de que Quarry tuviera la experiencia y el interés por la banca de que él carecía; también tenía otra cosa que Hoffmann nunca podría poseer, por mucho que se esforzara: talento para tratar con la gente.
Ese talento era, en parte, encanto natural, por supuesto. Pero también algo más. Era una capacidad para dirigir a los seres humanos hacia un propósito mayor. Si hubiera habido otra guerra, Quarry habría sido el ayuda de campo perfecto para un mariscal (un puesto que, de hecho, habían ocupado en el ejército británico su bisabuelo y su tatarabuelo): se habría asegurado de que se cumplieran las órdenes, habría disipado resentimientos, habría despedido a subordinados con tanto tacto que estos habrían acabado creyendo que se habían marchado por decisión propia, habría requisado el mejor château de la región para instalar en él el cuartel general y, al finalizar una jornada de dieciséis horas, habría reunido a rivales celosos en una cena para la que habría elegido personalmente los vinos más apropiados. Tenía matrícula de honor en política, filosofía y económicas por la Universidad de Oxford, una ex mujer y tres hijos bien escondidos en una tenebrosa mansión del arquitecto Lutyens en un rincón lluvioso de Surrey, y un chalet de esquí en Chamonix a donde en invierno iba los fines de semana con la novia de turno: una secuencia intercambiable de mujeres inteligentes, hermosas y desnutridas a las que siempre descartaba antes de que aparecieran en el horizonte ginecólogos o abogados. Gabrielle no podía ni verlo.
Sin embargo, aquella crisis los había convertido en aliados temporales. Mientras a Hoffmann le cosían la herida, Quarry fue a buscarle a Gabrielle una taza de café con leche a la máquina que había al final del pasillo. Se sentó con ella en la pequeña sala de espera, con sus sillas de madera y una galaxia de brillantes estrellas de plástico en el techo. Le cogió una mano y se la apretó en los momentos oportunos. Escuchó su relato de lo ocurrido. Cuando ella recitó la posterior serie de rarezas en el comportamiento de su marido, él la tranquilizó y le aseguró que todo se arreglaría.
—Seamos sinceros, Gabs, Alex nunca ha sido muy normal, ni siquiera en sus mejores momentos, ¿no? Ya lo solucionaremos, no te preocupes. Dame solo diez minutos.
Llamó a su secretaria y le dijo que necesitaba que le enviara inmediatamente un coche con chófer al hospital. Despertó al asesor de seguridad de la empresa, Maurice Genoud, y le ordenó con brusquedad que se presentara a una reunión de emergencia en la oficina al cabo de una hora, y que enviara a alguien a casa de los Hoffmann. Por último, consiguió que le pasaran al inspector Leclerc y le arrancó la promesa de que no exigirían al doctor Hoffmann que se presentara a declarar en la comisaría inmediatamente después de abandonar el hospital: Leclerc admitió que ya había tomado suficientes notas para componer un relato coherente que Hoffmann podría corregir donde fuera necesario y firmar más tarde, siempre que fuera ese mismo día.
Mientras Quarry hacía todo eso, Gabrielle lo observaba, a su pesar, con admiración. Era todo lo contrario de Alex: era guapo y lo sabía. Sus afectados modales del sur de Inglaterra también la ponían de los nervios (ella era una presbiteriana del norte). A veces se preguntaba si sería homosexual, y si todas sus hembras de pura sangre serían una mera pantalla.
—Hugo —dijo adoptando un tono muy serio cuando él dejó, por fin, de hablar por teléfono—, quiero que me hagas un favor. Quiero que le ordenes que hoy no vaya a la oficina.
Quarry volvió a cogerle una mano.
—Querida, si creyera que diciéndoselo iba a conseguir algo, lo haría. Pero como ya sabes, por lo menos tan bien como yo, en cuanto decide hacer algo, lo hace pase lo que pase.
—Y eso que tiene que hacer hoy ¿de verdad es tan importante?
—Pues sí, bastante. —Quarry giró ligeramente la muñeca para ver la hora en su reloj sin soltarle la mano a Gabrielle—. Es decir, no es nada que no pudiera aplazarse si realmente su salud estuviera en juego, evidentemente. Pero si he de serte sincero, sería mucho mejor hacerlo que no hacerlo. Hay personas que han venido desde muy lejos para verlo.
Gabrielle retiró la mano.
—Ten cuidado, no vayas a matar a la gallina de los huevos de oro —dijo con amargura—. Eso sí que sería malo para el negocio.
—No creas que no lo sé —replicó Quarry con dulzura. Sonrió y, alrededor de sus ojos, de un azul intenso, aparecieron unas finas arrugas; tenía las pestañas de un rubio rojizo, como el pelo—. Mira, si tengo la más leve sospecha de que está poniendo en peligro su salud, lo mandaré a casa y al cabo de quince minutos lo tendrás en la cama y bien arropado. Te lo prometo, mamaíta. Y ahora —añadió mirando más allá del hombro de Gabrielle—, si no me equivoco, aquí viene nuestra querida gallina, un poco desplumada.
Se levantó al instante.
—¡Mi querido Al! —dijo saliendo a su encuentro en medio del pasillo—, ¿cómo te encuentras? Estás muy pálido.
—Me encontraré mucho mejor en cuanto salga de aquí. —Hoffmann se guardó el CD en el bolsillo de la gabardina para que no lo viera Gabrielle. La besó en la mejilla—. Ya verás como ahora todo irá bien.
Cuando salieron del hospital por el vestíbulo principal eran casi las siete y media. Fuera ya era de día, por fin: un día nublado, frío y remiso. Las gruesas nubes que había suspendidas encima del hospital eran del mismo tono de gris que el del tejido de su cerebro, o eso le pareció a Hoffmann, que ahora veía el TAC allí donde mi rara. Una ráfaga de viento recorrió la explanada circular y le ciñó la gabardina alrededor de las piernas. Frente a la puerta principal había un grupito de fumadores, formado por médicos con bata blanca y pacientes con abrigo encima del pijama; estaban de pie y se apiñaban para protegerse del clima inusualmente frío del mes de mayo. Bajo las lámparas de vapor de sodio, el humo de sus cigarrillos ascendía en volutas y desaparecía entre finas gotas de lluvia.
Quarry encontró el coche, un gran Mercedes de un servicio de limusinas discreto y eficiente de Ginebra contratado por el hedge fund. Estaba aparcado en una plaza de aparcamiento reservada para minusválidos. El chófer —un personaje corpulento y con bigote— salió de detrás del volante al verlos acercarse y les abrió la puerta trasera. «Ya me ha llevado otras veces», pensó Hoffmann, y se esforzó para recordar su nombre mientras se reducía la distancia que los separaba.
—¡Georges! —lo saludó con alivio—. ¡Muy buenos días, Georges!
—Buenos días, monsieur. —El chófer sonrió y se tocó la visera de la gorra mientras Gabrielle subía al coche y se sentaba en el asiento trasero; después entró Quarry—. Monsieur —susurró en un aparte a Hoffmann—, perdóneme, pero me llamo Claude.
—Muy bien, chicos y chicas —dijo Quarry, sentado entre los Hoffmann, y les pellizcó a cada uno y a la vez la rodilla que tenía más cerca—, ¿adónde vamos?
Hoffmann dijo: «A la oficina» al mismo tiempo que Gabrielle respondía: «A casa».
—A la oficina —repitió Hoffmann—, y luego mi mujer irá a casa.
El tráfico ya empezaba a complicarse en los accesos al centro de la ciudad, y cuando el Mercedes entró en el boulevard de la Cluse, Hoffmann se sumió en su silencio habitual. Se preguntó si Gabrielle y Quarry se habrían percatado de su equivocación. ¿Por qué demonios lo había hecho? Normalmente no se fijaba en quién era el chófer, ni mucho menos hablaba con él: los trayectos en coche los pasaba en compañía de su iPad, buscando información técnica en internet o, cuando le apetecía una lectura más ligera, hojeando la edición digital del Financial Times o el Wall Street Journal. Casi nunca miraba siquiera por la ventanilla. Qué extraño se sintió al hacerlo ahora, cuando no había nada más que lo distrajera; fijarse por primera vez desde hacía años, por ejemplo, en la gente que hacía cola en la parada del autobús, con cara de agotamiento aun antes de haber empezado la jornada; o en la cantidad de jóvenes marroquíes y argelinos que había en las esquinas de las calles, una imagen que no existía cuando él llegó a Suiza. Pero ¿por qué no iban a poder estar allí? Su presencia en Ginebra también era consecuencia de la globalización, como lo era la suya o la de Quarry.
La limusina redujo la velocidad para girar a la izquierda. Sonó una campana. Un tranvía pasó a su lado. Hoffmann miró hacia arriba distraídamente y vio las caras de los pasajeros enmarcadas en las ventanillas iluminadas. Pareció que quedaran suspendidas un momento, inmóviles, en la penumbra de la mañana, para luego empezar a deslizarse silenciosamente: algunos miraban, inexpresivos, al frente; otros dormitaban; uno iba leyendo la Tribune de Genève, y por último, en la última ventanilla, el perfil demacrado de un hombre de unos cincuenta años con la frente abombada y el pelo gris y sucio recogido en una coleta. Se quedó a la misma altura que Hoffmann un instante, y entonces el tranvía aceleró y la aparición se esfumó en medio de un pestazo a electricidad y una cascada de chispas azules.
Fue todo tan rápido, tan irreal, que Hoffmann no estaba seguro de qué había visto. Quarry debió de notar que se sobresaltaba, o tal vez le oyera aspirar bruscamente. Se volvió hacia él y dijo:
—¿Estás bien, colega?
Pero Hoffmann estaba demasiado impresionado para hablar.
—¿Qué pasa? —Gabrielle estiró el cuello y miró a su marido por detrás de la cabeza de Quarry.
—Nada. —Hoffmann consiguió controlar la voz—. Debe de estar pasándose el efecto de la anestesia. —Hizo visera con una mano y miró por la ventanilla—. Apaga la radio, ¿quieres?
La voz de una locutora inundaba la cabina del coche con una alegría desconcertante, como si el guión le resultara desconocido; habría anunciado el Armagedón con una sonrisa.
—«Anoche el gobierno griego se comprometió a seguir adelante con las medidas de austeridad, pese a la muerte de tres empleados de banca en Atenas. Las tres víctimas perecieron cuando los manifestantes que protestaban contra los recortes presupuestarios atacaron el banco con cócteles molotov…».
Hoffmann trató de discernir si estaba alucinando o no. Si no era una alucinación, tenía que llamar enseguida a Leclerc, y luego decirle al chófer que no perdiera de vista el tranvía hasta que llegara la policía. Pero ¿y si solo eran imaginaciones suyas? Su mente retrocedió al pensar en las humillaciones que tendría que soportar. Peor aún: aquello significaría que ya no podía confiar en las señales que le enviaba su propio cerebro. Estaba dispuesto a soportar cualquier cosa menos la locura. Prefería morir a volver a descender por aquel camino. Así que no dijo nada y ocultó el rostro a los demás para que no vieran el pánico en sus ojos mientras la radio seguía parloteando.
—«Se espera que los mercados financieros abran a la baja esta mañana tras las fuertes caídas de la semana anterior en Europa y Estados Unidos. La crisis la ha provocado el temor a que uno o más países de la eurozona no paguen sus deudas. En Extremo Oriente ha seguido habiendo fuertes pérdidas en la noche pasada…».
«Si mi mente fuera un algoritmo —pensó Hoffmann—, lo pondría en cuarentena. Lo desconectaría».
—«En Gran Bretaña, los votantes irán hoy a las urnas para elegir un nuevo gobierno. Se espera que el Partido Laborista, de centro-izquierda, pierda el poder después de trece años…».
—¿Has votado por correo, Gabs? —preguntó Quarry informalmente.
—Sí. ¿Tú no?
—No, qué va. ¿Para qué iba a tomarme esa molestia? ¿A quién has votado tú? No, no me lo digas. Déjame adivinarlo. A los Verdes.
—Te recuerdo que es una votación secreta —dijo Gabrielle remilgadamente, y desvió la mirada. Le fastidió que Quarry hubiera acertado.
El hedge fund de Hoffmann tenía su sede en Les Eaux-Vives, un barrio situado al sur del lago, sólido y seguro como los empresarios suizos del siglo XIX que lo habían construido: edificios macizos, avenidas anchas que imitaban a las parisinas, con un entramado de cables de tranvía; cerezos que brotaban junto a los bordillos y dejaban caer una lluvia de flores blancas y rosadas sobre las aceras grises; tiendas y restaurantes en las plantas bajas y, encima, siete impasibles plantas de oficinas y apartamentos. En medio de tanta respetabilidad burguesa, Hoffmann Tecnologías de Inversión ofrecía al mundo una estrecha fachada victoriana, fácil de pasar por alto si no sabías lo que andabas buscando, con solo una pequeña etiqueta en un portero automático que delatara su existencia. Una rampa con puerta de acero, controlada por una cámara de videovigilancia, conducía a un aparcamiento subterráneo. A un lado había un salón de té, y al otro, un supermercado que permanecía abierto toda la noche. A lo lejos, las montañas del Jura todavía conservaban una fina capa de nieve.
—¿Me prometes que tendrás cuidado? —dijo Gabrielle cuando se paró el Mercedes.
Hoffmann estiró un brazo por detrás de Quarry y le dio un apretón en el hombro a su mujer.
—Estoy cada vez mejor. Pero ¿y tú? ¿No te importa volver a la casa?
—Genoud ha enviado a alguien —intervino Quarry.
Gabrielle miró a Hoffmann e hizo una rápida mueca: la que siempre utilizaba para expresar su antipatía hacia Hugo, que consistía en bajar las comisuras de la boca, sacar la lengua y poner los ojos en blanco. A pesar de todo, Hoffmann casi soltó una carcajada.
—Hugo lo tiene todo controlado —dijo Gabrielle—, ¿verdad, Hugo? Como siempre. —Besó a Hoffmann la mano que todavía tenía sobre su hombro—. Pero no pienso quedarme allí. Solo recogeré mis cosas y me iré a la galería.
El chófer abrió la puerta.
—Oye —dijo Hoffmann. Se resistía a separarse de Gabrielle—. Que tengas buena suerte esta mañana. En cuanto pueda escaparme, me acercaré para ver cómo va todo.
—Estupendo.
Hoffmann salió del coche. De pronto Gabrielle tuvo la premonición de que no volvería a verlo, tan vívida que casi se mareó.
—¿Estás seguro de que no sería mejor que lo canceláramos todo los dos y nos tomáramos el día libre?
—Ni hablar. Será genial.
—Hasta luego, cielo —dijo Quarry, y deslizó su bonito trasero por la tapicería de cuero hacia la puerta abierta—. ¿Sabes qué? —añadió mientras se apeaba—, creo que yo también pasaré y te compraré uno de esos chismes. Quedaría muy bien en nuestra recepción.
Cuando el coche arrancó, Gabrielle los miró a través de la luna trasera. Quarry tenía un brazo sobre los hombros de Alex y lo guiaba por la acera mientras gesticulaba con el otro brazo. Gabrielle no supo qué quería decir aquel gesto, pero dedujo que estaba bromeando. Al cabo de un instante desaparecieron.
Para el visitante, las oficinas de Hoffmann Tecnologías de Inversión se revelaban como las etapas cuidadosamente ensayadas de un truco de magia. Primero se accedía por unas gruesas puertas de cristal ahumado que se abrían automáticamente a una recepción poco más ancha que un pasillo, con techos bajos y paredes de granito marrón débilmente iluminadas. A continuación le enseñabas la cara a una cámara con analizador 3D: el algoritmo de geometría métrica tardaba menos de un segundo en cruzar tus facciones con su base de datos (durante ese proceso era importante que mantuvieras una expresión neutra); si eras un visitante, le dabas tu nombre al adusto vigilante. Una vez autorizado, pasabas por un torniquete de acero, recorrías otro pasillo corto y torcías a la izquierda, y de pronto te encontrabas ante un inmenso espacio abierto, iluminado con luz natural: entonces comprendías que en realidad aquello eran tres edificios convertidos en uno solo. La fachada trasera había sido demolida y sustituida por una cascada de hielo alpina, un cristal sin marco de ocho plantas de altura con vistas a un patio que se extendía alrededor de una fuente y unos cuidados helechos gigantes. Dos ascensores subían y bajaban sin hacer ruido por sus silos de cristal insonorizados.
Quarry, que era un gran vendedor y un gran showman, se había quedado atónito el día que les habían enseñado el local, nueve meses atrás. A Hoffmann, por su parte, le habían encantado los sistemas controlados por ordenador: la iluminación que se adaptaba a la cantidad de luz del exterior, las ventanas que se abrían automáticamente para regular la temperatura, los conductos de ventilación del tejado que hacían circular aire fresco para eliminar la necesidad de aire acondicionado en todos los espacios abiertos, el sistema de climatización geotérmica, la unidad de reciclado de agua de lluvia con su tanque de cien mil litros, que se utilizaban para las cisternas de los lavabos. Según el anuncio, se trataba de un edificio «holístico e informatizado con mínimas emisiones de carbono». En caso de incendio se cerraban los reguladores de tiro del sistema de ventilación para impedir que se propagara el humo, y los ascensores descendían automáticamente a la planta baja para evitar que los utilizaran. Y sobre todo, estaba conectado a la tubería de fibra óptica GV1, la más veloz de Europa. Eso fue lo que los ayudó a decidirse, y alquilaron toda la quinta planta. Las empresas que ocupaban el piso de arriba y el de abajo —DigiSyst, EcoTec, EuroTel— eran tan misteriosas como sus nombres. Nadie de ninguna empresa parecía reconocer la existencia de nadie de ninguna otra. En los ascensores se guardaba silencio, exceptuando el momento en que los pasajeros, al entrar, anunciaban a qué piso deseaban ir (los sistemas de reconocimiento de voz podían diferenciar los acentos regionales de veinticuatro idiomas); Hoffmann, celoso de su intimidad y que no soportaba las conversaciones superficiales, lo agradecía.
La quinta planta era un reino dentro de un reino. Una pared de cristal turquesa, opaco, impedía el acceso desde los ascensores. Para entrar, igual que abajo, era necesario mostrar el rostro relajado a un escáner. El reconocimiento facial activaba un panel deslizante; el cristal vibraba ligeramente al retirarse para revelar la zona de recepción de Hoffmann Tecnologías de Inversión: unos cubos bajos tapizados de negro y gris, amontonados y distribuidos como piezas de un juego de construcción para formar butacas y sofás, una mesa de café de cristal y cromados, y consolas regulables con pantallas táctiles en las que los visitantes podían navegar por internet mientras esperaban a que los recibieran. Todas tenían un salvapantallas en el que aparecía la rúbrica de la empresa con letras rojas sobre un fondo blanco:
EN LA EMPRESA DEL FUTURO NO HABRÁ PAPEL
EN LA EMPRESA DEL FUTURO NO HABRÁ EXISTENCIAS
LA EMPRESA DEL FUTURO SERÁ TOTALMENTE DIGITAL
HA LLEGADO LA EMPRESA DEL FUTURO
En la zona de recepción no había revistas ni periódicos: la política de la empresa establecía que, en la medida de lo posible, no debía pasar de la puerta ningún material impreso, ni papel de escribir de ningún tipo. Esa norma no podía imponerse a los visitantes, por supuesto, pero los empleados, incluidos los directivos, tenían que pagar una multa de diez francos suizos cada vez que los sorprendían con artículos de tinta y pulpa de papel en lugar de silicio y plástico, y sus nombres aparecían en la intranet de la empresa. Era asombroso lo rápido que esa sencilla norma cambiaba los hábitos de la gente, incluso los de Quarry. Diez años después de que Bill Gates predicara por primera vez el evangelio de la empresa sin papel en Los negocios en la era digital, Hoffmann había conseguido llevarlo a la práctica. En cierto modo, casi estaba tan orgulloso de ese logro como de cualquiera de los otros.
De ahí que resultara bochornoso para él tener que pasar por la recepción con su primera edición de La expresión de las emociones en los animales y en el hombre. Si hubiera sorprendido a alguien con un ejemplar, le habría recordado que ese texto estaba disponible online a través de Proyecto Gutenberg o en darwin-online.org, y le habría preguntado con sarcasmo si se creía un lector más rápido que el algoritmo VIXAL-4, o si había entrenado su cerebro para hacer búsquedas de palabras. No encontraba ninguna paradoja en su celo por prohibir los libros en el trabajo y exhibir exclusivas primeras ediciones en su casa. Los libros eran antigüedades, como cualquier otro artefacto del pasado. Habría sido como reprender a un coleccionista de candelabros venecianos o sillas con orinal de la Regencia por utilizar una lámpara eléctrica o vaciar la cisterna de un váter. Sin embargo, escondió el libro debajo de su gabardina y miró con sentimiento de culpabilidad hacia una de las diminutas cámaras de videovigilancia que controlaban la planta.
—¿Violando tus propias normas, profesor? —dijo Quarry aflojándose la bufanda—. Tiene gracia.
—No me acordaba de que lo llevaba encima.
—Y un cuerno. ¿En tu despacho o en el mío?
—No lo sé. ¿Qué más da? Va, en el tuyo.
Para llegar al despacho de Quarry era necesario cruzar la sala de operaciones. La bolsa de valores japonesa iba a cerrar al cabo de un cuarto de hora, las europeas abrirían a las nueve, y ya había cuatro docenas de analistas cuantitativos —quants en la despectiva jerga del gremio— concentrados en su trabajo. Nadie hablaba más que en susurros. La mayoría miraban fijamente y en silencio sus monitores de seis pantallas. Unos televisores de plasma gigantescos con el volumen apagado sintonizaban la CNBC y el canal Bloomberg, mientras que debajo, una hilera de relojes digitales con números de color rojo registraban silenciosamente el paso incesante del tiempo en Tokio, Pekín, Moscú, Ginebra, Londres y Nueva York. Aquel era el ruido que hacía el dinero en la segunda década del siglo XXI. El ocasional repiqueteo de un teclado era la única indicación de que hubiera allí seres humanos.
Hoffmann se llevó una mano detrás de la cabeza y se tocó la herida con forma de sonrisa fruncida. Se preguntó si se vería mucho. ¿Debía ponerse una gorra de béisbol? Sabía que estaba pálido y que iba sin afeitar y trató de esquivar las miradas de sus empleados, lo que resultó fácil, pues muy pocos se molestaron en levantar la cabeza al pasar él. El noventa por ciento de los quants de Hoffmann eran hombres, por motivos que él no acababa de entender. No era una estrategia deliberada de la empresa; sencillamente parecía ser que solo solicitaban ese empleo los hombres, casi todos refugiados de las dos grandes miserias del mundo académico: los salarios bajos y el inmovilismo alto. Media docena procedían del Gran Colisionador de Hadrones. A Hoffmann ni se le habría ocurrido contratar a alguien que no tuviera un doctorado en matemáticas o física; todas las tesis doctorales tenían que haber sido aprobadas tras un proceso de revisión por pares. La nacionalidad no importaba, ni tampoco las habilidades sociales, y el resultado era que la plantilla de Hoffmann parecía a veces un congreso de las Naciones Unidas sobre el síndrome de Asperger. Quarry lo llamaba «el mundo de los nerds». En la prima del año anterior la remuneración media había ascendido a casi medio millón de dólares.
Solo cinco directores sénior tenían despacho propio: el director financiero, el de riesgos y el de operaciones, junto con Hoffmann, cuyo cargo era el de presidente de la empresa, y Quarry, que era el director ejecutivo. Los despachos eran cubículos de cristal insonorizado estándar con persianas de lamas blancas, moqueta beis y muebles escandinavos de madera clara y cromados. Las ventanas del despacho de Quarry daban a la calle y al banco alemán privado de enfrente, con gruesos visillos en las ventanas. Benetti le estaba construyendo un súperyate de sesenta y cinco metros en su sede de Viareggio. Había planos enmarcados y bocetos artísticos en las paredes; encima de su mesa había una maqueta. El casco estaría bordeado, justo por debajo de la cubierta, por una franja de luces que él podría encender y apagar y cambiar de color con su llavero mientras cenara en el puerto. Tenía pensado llamarlo Trade Alpha. Al principio, a Hoffmann, que se contentaba con un Hobie Cat, le preocupaba que sus clientes interpretaran aquella ostentación como una prueba de que estaban ganando demasiado dinero. Pero Quarry, como siempre, entendía su psicología mejor que Hoffmann: «No, no, les encantará. Les dirán a todos: “No tienes ni idea de cómo se están forrando esos chicos”. Y aún les interesará más formar parte de esto, créeme. Son como niños. Son un rebaño».
Sentado junto a la maqueta de su barco, Quarry miró por encima de una de las tres piscinas de la cubierta y dijo:
—¿Café? ¿Desayuno completo?
—Café, nada más. —Hoffmann cruzó la habitación y se quedó junto a la ventana.
Quarry llamó a su secretaria por el intercomunicador.
—Dos cafés solos —dijo, y luego le recordó a Hoffmann, que estaba dándole la espalda—: Y deberías beber agua para no deshidratarte. —Pero Hoffmann no le escuchaba—. Y un poco de agua sin gas, tesoro, y para mí un plátano y un yogur. ¿Ha llegado Genoud?
—Todavía no, Hugo.
—Hazlo venir en cuanto llegue. —Soltó el botón—. ¿Pasa algo ahí fuera?
Hoffmann tenía las manos apoyadas en el alféizar y contemplaba la calle. Un grupo de peatones esperaba en la esquina de enfrente a que cambiara el semáforo, pese a que no venían coches en ninguna dirección. Tras observarlos un rato, Hoffmann murmuró con rabia:
—Estos malditos suizos reprimidos…
—Ya, pero acuérdate del maldito y reprimido ocho con ocho por ciento de tipo impositivo que nos aplican y te sentirás mejor.
Una mujer pecosa con músculos tonificados, un suéter escotado y una cascada de pelo rojo entró sin llamar a la puerta: era la secretaria de Hugo, una australiana (Hoffmann no recordaba su nombre). Sospechaba que se trataba de una ex novia de Hugo que ya había superado la edad de jubilación establecida para ese puesto, treinta y uno, y a la que su socio había buscado tareas más relajadas en otro sitio. Llevaba una bandeja. Un hombre con traje oscuro y corbata negra con una gabardina beis colgada del brazo esperaba permiso para entrar en el despacho.
—Ha llegado el señor Genoud —anunció la secretaria, y añadió con tono solícito—: ¿Cómo te encuentras, Alex?
Hoffmann miró a Quarry.
—¿Se lo has contado?
—Sí, la he llamado desde el hospital. Ella nos ha conseguido el coche. ¿Qué pasa? No es ningún secreto, ¿no?
—Preferiría que no lo supiera nadie más de la oficina, si no te importa.
—Como tú quieras. No lo comentes con nadie, ¿de acuerdo, Amber?
—Claro, Hugo. —Miró a Hoffmann, un poco turbada—. Lo siento, Alex.
Hoffmann levantó ambas manos en señal de aquiescencia. Cogió su café de la bandeja y volvió a la ventana. Los peatones habían cruzado la calle. Un tranvía se paró, vibrando, y abrió las puertas, y se apearon pasajeros a lo largo de todo el vehículo, como si lo hubieran cortado con un cuchillo desde un extremo hasta el otro, destripándolo. Hoffmann intentó distinguirles las caras, pero eran demasiados y se dispersaron demasiado deprisa. Se bebió el café. Cuando se dio la vuelta, Genoud había entrado en el despacho y la puerta estaba cerrada. Le estaban hablando, pero él no se había dado cuenta. Lo notó por el silencio que se produjo.
—¿Cómo?
—Le estaba explicando al señor Quarry, doctor Hoffmann —dijo Genoud con paciencia—, que he hablado con varios de mis antiguos colegas de la policía de Ginebra. Han divulgado una descripción de ese hombre. La policía científica ya está en su casa.
—El inspector que lleva el caso se llama Leclerc —dijo Hoffmann.
—Sí, lo conozco. Me han dicho que está a punto de jubilarse. Creo que va a ser su último caso. —Genoud titubeó y añadió—: Perdóneme que se lo pregunte, doctor Hoffmann, pero ¿está seguro de que se lo ha contado todo? Lo más sensato sería ser franco con él.
—Por supuesto que se lo he contado todo. ¿Por qué demonios no iba a hacerlo? —Hoffmann no se molestó en mostrarse amable.
—Me importa un cuerno lo que piense el inspector Clouseau —intervino Quarry—. Lo que importa es saber cómo consiguió burlar ese lunático el sistema de seguridad de Alex. Y si lo ha burlado una vez, ¿podrá volver a hacerlo? Y si ha burlado las medidas de seguridad de su casa, ¿puede entrar aquí, en la oficina? Para eso te pagamos, ¿verdad, Maurice? Para que te encargues de la seguridad.
A Genoud se le encendieron las descarnadas mejillas.
—Este edificio es de los mejor protegidos de Ginebra. En cuanto al domicilio del doctor Hoffmann, la policía sospecha que el intruso conocía los códigos de la verja, la puerta principal y seguramente también la alarma. No hay ningún sistema de seguridad en el mundo que pueda proteger de eso.
—Cambiaré los códigos esta misma noche —dijo Hoffmann—. Y a partir de ahora yo decidiré quién los sabe.
—Puedo asegurarle, doctor Hoffmann —señaló Genoud—, que solo dos personas de nuestra empresa conocían esas combinaciones: uno de mis técnicos y yo. Por nuestra parte no ha habido filtración.
—Eso es lo que tú dices. Pero ese tipo tiene que haberlos sacado de algún sitio.
—Bueno, olvidémonos de los códigos, de momento —intervino Quarry—. Lo más importante es que, hasta que hayan atrapado a ese tipo, quiero que Alex esté debidamente protegido. ¿Qué implicaría eso?
—Un vigilante permanente en la casa, desde luego; uno de mis hombres ya está allí. Otros dos hombres, como mínimo, de guardia esta noche: uno vigilando el jardín, y otro dentro de la casa, en la planta baja. Respecto a los desplazamientos del doctor Hoffmann por la ciudad, propongo que lo acompañen un chófer con entrenamiento antiterrorista y un experto en seguridad.
—¿Armados?
—Como quiera.
—¿Tú que dices, profesor?
Hacía una hora, Hoffmann habría descartado todas esas precauciones por absurdas. Pero el espectro del tranvía lo había sobresaltado. En su mente no paraban de prender pequeños destellos de pánico, como incendios de maleza.
—Quiero que vigilen también a Gabrielle. Estamos dando por hecho que ese maníaco iba por mí, pero ¿y si era a ella a la que buscaba?
Genoud tomaba notas en un organizador personal.
—Sí, podemos ocuparnos de eso.
—Solo hasta que lo hayan detenido, ¿de acuerdo? Luego podremos volver todos a la normalidad.
—¿Y usted, señor Quarry? —preguntó Genoud—. ¿No quiere tomar ninguna precaución?
Quarry se rio.
—Lo único que no me deja dormir por las noches es pensar en un litigio por paternidad.
—Muy bien —dijo Quarry cuando Genoud se hubo marchado—, hablemos de la presentación. ¿Sigues decidido a hacerla?
—Sí, claro.
—Bueno, menos mal. Nueve inversores, todos ellos clientes nuestros, tal como acordamos. Cuatro instituciones, tres multimillonarios, dos empresas familiares y una perdiz en lo alto de un peral.
—¿Una perdiz?
—De acuerdo, la perdiz no. No hay perdiz, lo admito. —Quarry estaba de un humor excelente. Tenía tres partes de jugador y una de vendedor, y desde hacía un tiempo esa parte crucial de él había conquistado su cabeza—. Las reglas básicas son estas: en primer lugar, tienen que firmar un acuerdo de confidencialidad respecto a nuestro producto de software, y en segundo, todos tienen autorización para venir acompañados de un asesor profesional. Calculo que llegarán dentro de una hora y media; propongo que te des una ducha y te afeites antes de que se presenten: necesitamos que ofrezcas una imagen brillante pero excéntrica, si no te importa que lo diga, y no la de un loco de atar. Les explicas lo básico. Les enseñamos el hardware. Yo les suelto el discursito. Luego nos los llevamos a comer al Beau-Rivage.
—¿Cuánto buscamos recaudar?
—A mí me gustaría llegar a los mil millones. Me contentaría con setecientos cincuenta mil.
—¿Y la comisión? ¿Qué fue lo que decidimos? ¿Mantenemos el dos y el veinte?
—¿No te parece bien?
—No lo sé. Eso lo decides tú.
—Por encima de lo normal parece especulación; si pedimos menos, mañana habrán dejado de respetarnos. Con nuestra trayectoria, es un mercado favorable al vendedor, pero aun así, yo propongo que mantengamos el dos y el veinte. —Quarry retiró su silla y puso los pies encima de la mesa con un movimiento fluido—. Va a ser un gran día para nosotros, Alexi. Hemos esperado un año entero para enseñarles esto. Y ellos están que se derriten.
Unos honorarios de gestión del dos por ciento anual sobre mil millones de dólares eran veinte millones de dólares, y eso solo por levantarse por la mañana y aparecer por la oficina. Un veinte por ciento de gratificación sobre una inversión de mil millones de dólares, suponiendo que hubiera un rendimiento del veinte por ciento —modesto según el estándar actual de Hoffmann Tecnologías de Inversión—, suponía otros cuarenta millones anuales. Dicho de otro modo, unos ingresos anuales de sesenta millones de dólares a cambio de media mañana de trabajo y dos horas de insoportable charla superficial en un restaurante elegante. Hasta Hoffmann estaba dispuesto a tener paciencia con las estupideces de la gente.
—¿Quién va a venir exactamente?
—Bah, ya sabes: los sospechosos habituales. —Quarry dedicó los diez minutos posteriores a describirlos uno por uno—. Pero tú no te preocupes por ellos. De eso ya me encargo yo. Tú limítate a hablar de tus preciosos algoritmos. Y ahora vete a descansar un poco.