3

La sospecha, hija del miedo, es eminentemente característica de la mayoría de los animales salvajes.

CHARLES DARWIN,
El origen del hombre (1871)

Según el registro presentado posteriormente por los servicios médicos de Ginebra, la ambulancia se comunicó por radio para informar de que salía de la residencia de los Hoffmann a las 5.22. A esas horas solo se tardaba cinco minutos en llegar al hospital por las calles desiertas del centro de Ginebra.

En la parte trasera de la ambulancia, Hoffmann siguió negándose a obedecer las normas y tumbarse en la camilla, y se quedó sentado con las piernas colgando, pensativo y rebelde. Era un hombre brillante, un hombre rico, acostumbrado a que lo escucharan con respeto. Pero de pronto se veía deportado a un territorio más pobre y desfavorecido: el reino de los enfermos, donde todos los ciudadanos eran de segunda clase. Le fastidiaba recordar cómo lo habían mirado Gabrielle y Leclerc cuando les había enseñado La expresión de las emociones en los animales y en el hombre, como si la relación evidente entre el libro y la agresión no fuera más que el febril producto de un cerebro lesionado. Se había llevado el libro consigo; lo tenía encima de las rodillas y le iba dando golpecitos con un dedo.

La ambulancia dobló bruscamente la esquina y la enfermera alargó una mano para sujetarlo. Hoffmann la miró con mala cara. No confiaba en la policía de Ginebra ni, en general, en las administraciones del gobierno. En realidad no confiaba mucho en nadie excepto en sí mismo. Buscó su teléfono móvil en los bolsillos del batín.

Gabrielle, que lo observaba desde el asiento de enfrente, junto a la enfermera, dijo:

—¿Qué haces?

—Llamar a Hugo.

Ella miró al techo y dijo:

—Por el amor de Dios, Alex…

—¿Qué? Tiene que saber lo que ha pasado. —Mientras esperaba a que se estableciera la comunicación, Hoffmann estiró un brazo y le cogió la mano a Gabrielle para tranquilizarla—. Me encuentro mucho mejor, de verdad.

Al final, Quarry se puso al teléfono.

—¿Alex? —Por una vez, su voz, por lo general lánguida, tenía un deje de ansiedad: ¿cómo podía traer buenas noticias una llamada antes del amanecer?—. ¿Qué pasa?

—Perdona que te llame tan temprano, Hugo. Nos han entrado en casa.

—Dios mío, lo siento mucho. ¿Estáis bien?

—Gabrielle está bien. A mí me han dado un porrazo en la cabeza. Estamos en una ambulancia camino del hospital.

—¿Qué hospital?

—Creo que el universitario. —Hoffmann miró a Gabrielle buscando su confirmación. Ella asintió con la cabeza—. Sí, el universitario.

—Voy para allá.

Un par de minutos más tarde la ambulancia entró en el carril que conducía hasta el gran hospital clínico. Hoffmann atisbó brevemente sus dimensiones a través del cristal ahumado de la ventanilla. Era inmenso: diez plantas que, iluminadas, parecían la vasta terminal de algún aeropuerto extranjero; y entonces las luces desaparecieron como si alguien hubiera corrido una cortina delante de ellas. La ambulancia descendió por un túnel que describía una suave curva y se detuvo al llegar al final. Se apagó el motor. En medio del silencio, Gabrielle compuso una sonrisa tranquilizadora y Hoffmann pensó: «Abandona la esperanza si entras aquí». Se abrieron las puertas traseras y apareció ante ellos lo que parecía un aparcamiento subterráneo impecable. Un hombre gritó a lo lejos y su voz resonó en las paredes de hormigón.

Ordenaron a Hoffmann que se tumbara, y esa vez decidió no discutir: ya había entrado en el sistema y debía someterse a sus procedimientos. Se tumbó, bajaron la camilla y, con una sensación espantosa de impotencia, dejó que lo llevaran por misteriosos pasillos que recordaban a una fábrica y contempló las luces fluorescentes hasta que llegaron junto al mostrador de recepción y lo aparcaron un momento. Un gendarme que los había acompañado entregó su documentación. Hoffmann vio cómo anotaban sus datos; entonces giró la cabeza sin levantarla de la almohada y miró hacia el fondo de la sala abarrotada, donde una audiencia de borrachos y drogadictos hacía caso omiso del canal de noticias sintonizado en el televisor. En la pantalla, unos operadores de bolsa japoneses, con el teléfono móvil pegado a la oreja, mostraban diversas actitudes de horror y desesperación. Pero antes de que pudiera enterarse de algo más, volvieron a empujar su camilla por un pasillo corto y lo metieron en un box vacío.

Gabrielle se sentó en una silla de plástico, sacó un estuche de polvos compactos y empezó a aplicarse lápiz de labios dándose toques cortos y nerviosos. Hoffmann la miraba como si fuera una desconocida: tan morena, tan pulcra y tan reservada, como una gata limpiándose la cara. La primera vez que la vio, en una fiesta en Saint-Genis-Pouilly, estaba haciendo exactamente eso. Entró un joven médico turco, muy abrumado, con una tablilla con sujetapapeles; Hoffmann supo por la etiqueta de identificación que llevaba en la bata blanca que era el doctor Muhammet Celik. Consultó las notas sobre Hoffmann. Le alumbró los ojos con una linterna, le golpeó la rodilla con un macillo y le pidió que nombrara al presidente de Estados Unidos y que contara al revés desde cien hasta ochenta.

Hoffmann contestó sin dificultad. Satisfecho, el médico se puso unos guantes quirúrgicos. Le retiró el vendaje provisional a Hoffmann, le separó el pelo y examino la herida palpándola suavemente con los dedos. Hoffmann tuvo la impresión de que lo examinaban para comprobar si tenía piojos. Por encima de su cabeza se desarrollaba una conversación.

—Ha perdido mucha sangre —dijo Gabrielle.

—Las heridas en la cabeza siempre sangran mucho. Me parece que tendremos que darle unos puntos.

—¿Es una herida profunda?

—No, no muy profunda, pero la zona inflamada es bastante extensa. ¿Lo ve? El golpe ha sido con un objeto contundente, ¿no?

—Sí, con un extintor.

—De acuerdo. Déjeme anotarlo. Tendremos que hacerle un escáner.

Celik se agachó hasta que su cara quedó al mismo nivel que la de Hoffmann. Sonrió. Abrió mucho los ojos y habló muy despacio.

—Muy bien, monsieur Hoffmann. Luego le coseré la herida. Ahora vamos a llevarlo abajo para hacerle unas fotografías del interior de su cabeza. Eso lo haremos con una máquina que se llama TAC. ¿Sabe lo que es un TAC, monsieur Hoffmann?

—La Tomografía Axial Computerizada utiliza un detector rotatorio y una fuente de rayos X para compilar imágenes radiológicas. Es tecnología de los años setenta, nada del otro mundo. Y por cierto, no me llame «monsieur Hoffmann», llámeme «doctor Hoffmann».

Mientras lo llevaban en la camilla al ascensor, Gabrielle dijo:

—No hacía falta que fueras tan grosero. Él solo intentaba ayudarte.

—Me hablaba como si fuera un crío.

—Pues deja de comportarte como un crío. Toma, aguanta esto. —Le puso la bolsa de la ropa en el regazo y se adelantó para pulsar el botón del ascensor.

Era evidente que Gabrielle sabía cómo llegar al departamento de radiología, un hecho que Hoffmann encontró irritante aunque sin saber muy bien por qué. Desde hacía un par de años, los empleados de aquel hospital la ayudaban con sus obras de arte: le habían permitido acceder a los escáneres cuando no los estaban utilizando y se habían quedado después de terminar sus turnos para realizar las imágenes que ella necesitaba. Gabrielle incluso había llegado a entablar amistad con algunos de ellos. Hoffmann debería estarles agradecido, pero no lo estaba. Las puertas del ascensor se abrieron en una planta inferior escasamente iluminada. Hoffmann recordó que allí tenían muchos escáneres. Era el hospital al que trasladaban en helicóptero a los heridos más graves desde las pistas de esquí de Chamonix, Megève e incluso Courchevel. Hoffmann comprobó que había numerosos despachos y equipamientos en aquellas dependencias a oscuras: todo un departamento vacío y en silencio, exceptuando aquella pequeña unidad de emergencias. Un joven de pelo negro, largo y rizado, fue hacia ellos caminando a grandes zancadas.

—¡Gabrielle! —exclamó. Le tomó la mano y se la besó; luego se dio la vuelta y miró a Hoffmann—. Veo que esta vez me has traído a un paciente auténtico.

—Te presento a mi marido, Alexander Hoffmann —le dijo Gabrielle—. Alex, este es Fabian Tallon, el técnico de guardia. ¿Te acuerdas de Fabian? Te he hablado mucho de él.

—Creo que no —respondió Hoffmann. Miró al joven. Tallon tenían unos grandes ojos, oscuros y brillantes, una boca grande, dientes muy blancos y barba oscura de dos días. Llevaba la camisa desabotonada más allá de lo imprescindible, atrayendo la atención hacia un torso de jugador de rugby. De pronto Hoffmann se preguntó si Gabrielle estaría teniendo una aventura con él. Intentó desterrar esa idea de su cabeza, pero no pudo. Hacía años que no sentía la punzada de los celos; se le había olvidado que su agudeza podía resultar casi exquisita. Los miró a los dos y dijo—: Gracias por ayudar a Gabrielle.

—Ha sido un placer, Alex. Y ahora vamos a ver qué podemos hacer por ti. —Empujó la camilla con la misma facilidad con que habría movido un carrito de supermercado; atravesaron la zona de control y pasaron a la habitación donde estaba el TAC—. Levántate, por favor.

Hoffmann volvió a entregarse mecánicamente al protocolo. Le cogieron la gabardina y las gafas. Le dijeron que se sentara en el borde de la mesa de examen que formaba parte de la máquina. Le quitaron el vendaje de la cabeza. Le pidieron que se tumbara boca arriba en la mesa, con la cabeza apuntando hacia el escáner. Tallon le colocó la almohadilla de apoyo para el cuello. «Será menos de un minuto», dijo, y desapareció. La puerta se cerró detrás de él con un suspiro. Hoffmann levantó un poco la cabeza y vio que estaba solo. Más allá de sus pies descalzos, al otro lado de la ventana de cristal grueso que había al fondo de la estancia, vio a Gabrielle, que lo observaba. Tallon se reunió con ella. Se dijeron algo que Hoffmann no pudo oír. Se oyó un traqueteo, y a continuación la voz de Tallon, clara, por un altavoz.

—Túmbate, Alex. Procura quedarte todo lo quieto que puedas.

Hoffmann hizo lo que le ordenaban. Se oyó un zumbido y la mesa de examen empezó a deslizarse por el ancho tambor del escáner. Lo hizo dos veces: la primera brevemente, para establecer la posición; la segunda, más despacio, para recoger las imágenes. Hoffmann clavó la mirada en la cubierta de plástico blanco mientras pasaba por debajo de ella. Era como someterse a un lavado para coches radiactivo. La mesa se paró y dio marcha atrás, y Hoffmann imaginó su cerebro rociado por una luz limpiadora muy intensa, de la que nada podía esconderse: todas las impurezas quedaban expuestas y eliminadas con un silbido de materia candente.

El altavoz hizo un ruidito seco y Hoffmann oyó brevemente la voz de Gabrielle apagándose en segundo plano. Le pareció —¿sería verdad?— que hablaba en susurros. Tallon dijo: «Gracias, Alex. Hemos terminado. No te muevas, voy a buscarte». Siguió hablando con Gabrielle: «Pero mira…». El altavoz se desconectó.

Hoffmann se quedó allí tumbado lo que a él le pareció bastante rato: suficiente, por lo menos, para plantearse lo fácil que le habría resultado a Gabrielle tener una aventura aquellos últimos meses. Había pasado muchas horas en el hospital recogiendo las imágenes que necesitaba para trabajar; y él había pasado días y noches enteros en su despacho desarrollando el VIXAL. ¿Qué podía mantener unido a un matrimonio después de más de siete años si no había hijos que ejercieran cierta fuerza gravitacional? De pronto experimentó otra sensación olvidada hacía mucho tiempo: el dolor delicioso e infantil de la autocompasión. Se dio cuenta, horrorizado, de que estaba empezando a llorar.

—¿Estás bien, Alex? —El rostro de Tallon apareció por encima de la mesa de examen: hermoso, preocupado, insufrible.

—Sí, no pasa nada.

—¿Seguro que estás bien?

—Sí, sí. —Hoffmann se enjugó rápidamente las lágrimas con la manga del batín y volvió a ponerse las gafas. La parte racional de su mente reconoció que esos repentinos altibajos anímicos debían de ser los síntomas de un traumatismo craneal, pero eso no hacía que fueran menos reales. Se negó a volver a tumbarse en la camilla. Bajó las piernas al suelo, respiró hondo varias veces seguidas y cuando entró por su propio pie en la habitación de al lado ya había recobrado el control de sí mismo.

—Alex —dijo Gabrielle—, esta es la radióloga, la doctora Dufort.

Señaló a una mujer menuda con el pelo canoso y muy corto que estaba sentada ante una pantalla de ordenador. Dufort giró la cabeza y le dirigió un somero saludo; luego siguió examinando los resultados del escáner.

—¿Ese soy yo? —preguntó Hoffmann mirando fijamente la pantalla.

—Sí, monsieur. —La doctora no se volvió.

Hoffmann contempló su cerebro con indiferencia, hasta con cierta decepción. La imagen en blanco y negro que mostraba la pantalla habría podido ser cualquier cosa: una sección de arrecife de coral filmada mediante una cámara submarina dirigida por control remoto, una panorámica de la superficie lunar, la cara de un mono. Su desorden, su falta de forma y de belleza, lo deprimieron. «Seguro que podemos hacerlo mejor —pensó—. Esto no puede ser el producto final. Esto debe de ser solamente una etapa de la evolución, y la tarea de la humanidad es preparar el camino para lo que ha de venir a continuación, de la misma manera que el gas creó la materia orgánica». La inteligencia artificial, o razonamiento artificial autónomo, como él prefería llamarla —RAA—, era su gran obsesión desde hacía más de quince años. Los idiotas, animados por los periodistas, creían que el objetivo consistía en replicar la mente humana y producir una versión digitalizada de nosotros mismos. Pero la verdad, ¿por qué iba uno a molestarse en imitar algo tan vulnerable y tan poco fiable, o con semejante obsolescencia programada: un procesador que podía destruirse completamente con solo que alguna parte mecánica auxiliar —como el corazón, por ejemplo, o el hígado— sufriera una interrupción temporal? Era como perder un superordenador Cray y todos sus archivos de memoria solo porque había que cambiar un enchufe.

La radióloga inclinó el cerebro sobre su eje, de arriba hacia abajo, y fue como si saludara con la cabeza a Hoffmann, un saludo del espacio sideral. Luego lo hizo rotar. Lo giró de un lado a otro.

—No hay signos de fractura —dijo—, ni hinchazón, que es lo más importante. Pero ¿qué será esto?

El hueso del cráneo parecía el negativo de una cáscara de nuez. Una línea blanca de grosor variable revestía la materia gris y esponjosa del cerebro. La doctora aumentó el tamaño de la imagen. La imagen se agrandó, se volvió borrosa y por último se disolvió formando una supernova de color gris claro. Hoffmann se inclinó hacia delante para examinarla.

—Aquí —dijo Dufort tocando la pantalla con un dedo sin anillo y con la uña mordida—. ¿Ve esos puntitos blancos? ¿Esas estrellas brillantes? Son hemorragias diminutas en el tejido del cerebro.

—¿Es grave? —preguntó Gabrielle.

—No, no necesariamente. Probablemente es lo que cabría esperar en una lesión de este tipo. Verá, cuando la cabeza recibe un golpe fuerte, el cerebro rebota. Es lógico que sangre un poco. Parece que la hemorragia haya parado. —Se levantó las gafas y se acercó mucho a la pantalla, como un joyero que examinara una piedra preciosa—. De todas formas —agregó—, me gustaría hacerle otra prueba.

Hoffmann había imaginado tantas veces ese momento —el hospital inmenso e impersonal, el resultado anómalo de una prueba, la frialdad con que se revelaba el diagnóstico, el primer paso del descenso irreversible hacia la impotencia y la muerte— que tardó unos segundos en darse cuenta de que aquello no era otra de sus fantasías hipocondríacas.

—¿Qué clase de prueba? —quiso saber.

—Me gustaría hacerle una resonancia magnética. Ofrece una imagen mucho más clara de los tejidos blandos. Debería aclararnos si esto es una afección preexistente o no.

«Una afección preexistente…».

—¿Cuánto tardaremos?

—La prueba en sí no lleva mucho tiempo. La cuestión es saber cuándo podremos disponer de un escáner. —Abrió otra carpeta y buscó en sus archivos—. Veo que podríamos tener un hueco a mediodía, suponiendo que no haya ninguna urgencia.

—¿Esto no es una urgencia? —preguntó Gabrielle.

—No, no. No hay ningún peligro inmediato.

—En ese caso, prefiero dejarlo —dijo Hoffmann.

—No digas tonterías —replicó Gabrielle—. Hazte la prueba. Es lo mejor.

—No, no quiero hacérmela.

—Pero ¿qué dices?

—¡Digo que no quiero hacerme la maldita prueba!

Hubo un momento de silencio.

—Ya sabemos que estás molesto, Alex —intervino Tallon con serenidad—, pero no hay ninguna necesidad de que hables así a Gabrielle.

—¡No me digas cómo tengo que hablarle a mi mujer! —Se llevó una mano a la frente y notó los dedos muy fríos. Tenía la boca seca. Necesitaba salir del hospital cuanto antes. Tragó saliva antes de volver a hablar—: Lo siento, pero no quiero hacerme esa prueba. Hoy tengo cosas importantes que hacer.

Monsieur —dijo Dufort con firmeza—, todos los pacientes que han perdido el conocimiento permanecen en observación en el hospital como mínimo veinticuatro horas.

—Me temo que eso va a ser imposible.

—¿Qué cosas importantes? —Gabrielle lo miraba fijamente, perpleja—. No pensarás ir a la oficina, ¿verdad?

—Sí, voy a ir a la oficina. Y tú vas a ir a la galería a inaugurar la exposición.

—Alex…

—Sí, Gabrielle. Llevas meses preparándola. Piensa en las horas que te has pasado aquí, sin ir más lejos. Y esta noche vamos a ir a cenar para celebrar tu éxito. —Se dio cuenta de que estaba empezando a subir la voz otra vez. Se obligó a bajar el tono—. Que ese desgraciado haya entrado en nuestra casa no significa que tenga que entrar en nuestras vidas. A menos que nosotros se lo permitamos. Mírame. —Se señaló con un dedo—. Estoy bien. Ya has visto el resultado del escáner: no hay fractura ni hinchazón.

—Ni gota de sentido común —dijo alguien a sus espaldas.

—Hugo —dijo Gabrielle sin girar la cabeza—, ¿quieres hacer el favor de explicarle a tu socio que es de carne y hueso como el resto de los mortales?

—Ah, pero ¿lo es? —Quarry estaba de pie junto a la puerta con el abrigo desabrochado, una bufanda de lana roja alrededor del cuello y las manos en los bolsillos.

—¿Su socio? —repitió el doctor Celik, al que habían convencido para que llevara a Quarry hasta allí desde Urgencias, y que ahora lo miraba con recelo—. Pero ¿no ha dicho que era su hermano?

—No seas tozudo y hazte la prueba, Al —dijo Quarry—. Podemos aplazar la presentación.

—Exacto —coincidió Gabrielle.

—Os prometo que me haré la prueba —dijo Hoffmann controlándose—. Pero no hoy. ¿Le parece bien, doctora? No voy a sufrir un colapso ni nada parecido, ¿verdad?

Monsieur —la radióloga de pelo entrecano, que había estado de guardia desde la tarde anterior, empezaba a perder la paciencia—, lo que usted decida hacer o no es asunto suyo. Creo que deberíamos coserle esa herida, eso sin duda, y si se marcha tendrá que firmar un formulario eximiendo al hospital de toda responsabilidad. El resto lo decide usted.

—Muy bien. Que me cosan la herida y firmaré el formulario. Y luego volveré para que me hagan la resonancia. ¿De acuerdo? —Miró a Gabrielle.

Antes de que ella pudiera contestar sonó una musiquilla electrónica. Hoffmann tardó un momento en darse cuenta de que era la alarma de su teléfono móvil, que había puesto a las 6.30 en lo que ya empezaba a parecerle una vida anterior.

Hoffmann dejó a su mujer sentada con Quarry en la recepción de Urgencias y volvió al box para que le cosieran la herida. Le pusieron una inyección de anestesia local —un momento de dolor intenso que le hizo dar un grito ahogado— y luego le afeitaron una franja estrecha alrededor de la herida con una maquinilla de afeitar de plástico desechable. La aplicación de los puntos le resultó extraña más que desagradable; notó como si le tensaran el cuero cabelludo. Después el doctor Celik sacó un espejito y le enseñó su obra a Hoffmann, como un peluquero que busca la aprobación de su cliente. El corte solo tenía unos cinco centímetros de longitud. Una vez cosida, la herida parecía una boca torcida con gruesos labios blancos en la parte donde le habían afeitado el pelo. A Hoffmann le pareció que aquella boca le sonreía burlona en el espejo.

—Cuando se le pase el efecto de la anestesia le dolerá —dijo Celik alegremente—. Tendrá que tomar un analgésico. —Apartó el espejo y la sonrisa se desvaneció.

—¿No me la va a vendar?

—No, cicatrizará más deprisa si la dejamos destapada.

—Muy bien. En ese caso, me marcho.

Celik encogió los hombros.

—Está en su derecho. Pero antes tendrá que firmar un formulario.

Después de firmar una breve nota —«Declaro que abandono el Hospital Universitario contrariamente a las recomendaciones médicas, pese a haber sido informado de los riesgos, y que asumo toda la responsabilidad»—, Hoffmann recogió su bolsa de ropa y siguió a Celik hasta un cubículo más pequeño con una ducha. Celik encendió la luz. Al darse la vuelta, el turco murmuró de forma apenas audible: «Gilipollas»; o al menos eso fue lo que a Hoffmann le pareció que decía, pero la puerta se cerró antes de que pudiera reaccionar.

Era la primera vez que estaba solo desde que había recobrado el conocimiento, y se deleitó un momento con su soledad. Se quitó el batín y el pijama. En la pared de enfrente había un espejo; examinó el reflejo de su cuerpo desnudo bajo la luz implacable del fluorescente: la piel amarillenta, el abdomen flácido, los pechos un poco más marcados que antes, como los de una niña pubescente. Entre el vello del pecho se veían algunas canas. Por la cadera izquierda se extendía un largo cardenal negro. Se puso de lado para examinarse, pasó los dedos por la piel rasguñada y oscurecida, y luego se sostuvo brevemente el pene entre las manos. No hubo reacción, y se preguntó si un golpe en la cabeza podía dejarte impotente. Miró hacia abajo y sus pies le parecieron anormalmente separados y cubiertos de venas sobre el frío suelo de baldosas. «Esto es la vejez —se dijo, horrorizado—, esto es el futuro: parezco aquel retrato de Lucian Freud que quería comprarme Gabrielle». Se agachó para coger la bolsa y por un instante la habitación se volvió borrosa, y Hoffmann se tambaleó un poco. Se sentó en la silla blanca de plástico y puso la cabeza entre las rodillas.

Cuando se hubo recuperado, se vistió despacio y con parsimonia —calzoncillos bóxer, camiseta, calcetines, vaqueros, una camisa blanca de manga larga, chaqueta de sport—, y con cada prenda iba sintiéndose más fuerte, un poco menos vulnerable. Gabrielle le había metido la cartera en el bolsillo de la chaqueta. Revisó el contenido. Tenía tres mil francos suizos en billetes nuevos. Se sentó y se puso unas botas bajas de ante, y cuando se levantó y se miró otra vez en el espejo, se sintió satisfactoriamente camuflado. Su ropa no revelaba nada de él, como a él le gustaba. Hoy en día, el director de un hedge fund que gestionaba diez mil millones de dólares en activos podía pasar por el chico que entregaba los paquetes. Al menos en ese sentido, el dinero —dinero de verdad, dinero seguro, dinero que no tenía necesidad de exhibirse— se había convertido en algo democrático.

Llamaron a la puerta, y la radióloga, la doctora Dufort, lo llamó por su nombre:

—¿Monsieur Hoffmann? Monsieur Hoffmann, ¿se encuentra bien?

—Sí —contestó él—, mucho mejor.

—He terminado mi guardia. Tengo una cosa para usted.

Hoffmann abrió la puerta. La doctora se había puesto una gabardina y unas botas de lluvia y llevaba un paraguas en la mano.

—Tenga. Estos son los resultados de su TAC. —Le puso en las manos un CD en una funda de plástico transparente—. Si quiere un consejo, debería llevárselos a su médico cuanto antes.

—Lo haré, desde luego. Muchas gracias.

—¿Seguro que lo hará? —Lo miró con escepticismo—. Mire, se lo recomiendo encarecidamente. Si hay algún problema, no desaparecerá. Es mejor enfrentarse a los propios miedos cuanto antes y no dejar que degeneren.

—Entonces, ¿usted cree que hay algún problema? —Le desagradó el sonido de su propia voz: temblorosa, patética.

—No lo sé, monsieur. Para determinar eso necesita hacerse una resonancia.

—¿Qué cree usted que podría ser? —Hoffmann titubeó—. ¿Un tumor?

—No, no lo creo.

—Pues, ¿qué?

Hoffmann escudriñó los ojos de la doctora en busca de alguna pista, pero solo vio en ellos aburrimiento; comprendió que debía de estar acostumbrada a dar malas noticias.

La doctora dijo:

—Seguramente no será nada. Pero supongo que entre otras explicaciones podríamos mencionar, y solo estoy especulando, ¿me entiende?, esclerosis múltiple o tal vez demencia. Es mejor estar preparado. —Le dio unas palmaditas en la mano y añadió—: Vaya a ver a su médico, monsieur. Hágame caso: lo desconocido es lo que más nos asusta.