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Un grano en la balanza puede determinar qué individuos han de vivir y cuáles han de morir…

CHARLES DARWIN,
El origen de las especies (1859)

Después de eso Hoffmann ya no recordaba nada —no había pensamientos ni sueños que perturbaran su mente, siempre agitada—, hasta que por fin salió de la niebla, como una lengua baja de tierra que emerge al final de un largo viaje, y percibió un despertar gradual de sensaciones —agua helada resbalando por un lado de su cuello y por su espalda, una presión fría en el cuero cabelludo, un intenso dolor de cabeza, un parloteo mecánico en sus oídos, el conocido olor a flores, intenso y empalagoso, del perfume de su mujer—, y se dio cuenta de que estaba tumbado sobre un costado, con algo blando contra la mejilla. Sintió una presión en la mano.

Abrió los ojos y vio un cuenco de plástico blanco, a escasos centímetros de su cara, en el que vomitó inmediatamente; notó en la boca el sabor amargo del pastel de pescado de la cena. Sintió náuseas y volvió a vomitar. Le retiraron el cuenco. Le apuntaron en los ojos con una luz intensa, primero en uno y luego en el otro. Le limpiaron la nariz y la boca. Le acercaron un vaso de agua a los labios. Al principio lo apartó, como haría un niño pequeño, pero luego lo cogió y se bebió toda el agua. Cuando hubo terminado, abrió los ojos otra vez y escudriñó aquel nuevo mundo.

Estaba en el suelo del recibidor, colocado en la postura de recuperación, con la espalda contra la pared. Las luces azules de un coche de policía destellaban al otro lado de la ventana como una tormenta eléctrica incesante, y en una radio se oía una conversación ininteligible. Gabrielle, que estaba arrodillada a su lado cogiéndole la mano, sonrió y le apretó los dedos. «Gracias a Dios», dijo. Llevaba puestos unos vaqueros y un jersey. Hoffmann se incorporó y miró alrededor, desorientado. Sin las gafas lo veía todo ligeramente borroso: dos enfermeros inclinados sobre una caja llena de instrumental reluciente; dos gendarmes uniformados, uno junto a la puerta con aquella radio que no paraba de hacer ruido en el cinturón y otro que bajaba por la escalera; y un tercer hombre de aspecto cansado, de unos cincuenta años, con cazadora azul marino, camisa blanca y corbata oscura, que observaba a Hoffmann con una mezcla de compasión e indiferencia. Todos iban vestidos excepto Hoffmann, y de pronto consideró urgente ponerse algo de ropa. Pero cuando intentó levantarse un poco más, comprobó que no tenía suficiente fuerza en los brazos. Un fogonazo de dolor trazó un arco por su cráneo.

El hombre de la corbata oscura dijo:

—Espere, déjeme ayudarlo. —Y avanzó hacia él con un brazo extendido—. Soy Jean-Philippe Leclerc, inspector de la jefatura de policía de Ginebra.

Un enfermero cogió a Hoffmann por el otro brazo y, juntos, el inspector y él lo levantaron con cuidado. En la pintura color crema de la pared, donde había tenido apoyada la cabeza, había una mancha tenue de sangre. También había sangre en el suelo, formando trazos alargados, como si alguien hubiera resbalado en ella. A Hoffmann se le doblaron las rodillas.

—Yo lo sujeto —lo tranquilizó Leclerc—. Respire hondo. No tenga prisa.

Con voz angustiada, Gabrielle dijo:

—Tenemos que llevarlo al hospital.

—La ambulancia tardará diez minutos —anunció el enfermero—. Se ha retrasado.

—¿Por qué no esperamos aquí? —propuso Leclerc, y abrió la puerta del salón.

Sentaron a Hoffmann en el sofá, pues se negó a tumbarse, y el enfermero se puso en cuclillas en el suelo, a su lado.

—¿Cuántos dedos le estoy enseñando?

Hoffmann dijo:

—¿Dónde están mis…? —¿Cómo se llamaban? Se llevó las manos a los ojos.

—Necesita sus gafas —dijo Gabrielle—. Están aquí, cariño. —Se las puso y le dio un beso en la frente—. Tranquilo, ¿vale?

—¿Puede ver mis dedos ahora? —preguntó el enfermero.

Hoffmann se concentró y contó. Se pasó la lengua por los labios antes de contestar:

—Tres.

—¿Y ahora?

—Cuatro.

—Tenemos que tomarle la presión arterial, monsieur.

Hoffmann se quedó tranquilamente sentado mientras le subían la manga del pijama y le abrochaban el manguito de plástico alrededor del bíceps y lo inflaban. Notó el frío del extremo del estetoscopio en la piel. Su cerebro estaba empezando a conectarse otra vez, sección a sección. Repasó metódicamente el contenido de la habitación: las paredes de color amarillo claro, las chaise longues y los sillones tapizados de seda blanca, el piano de media cola Bechstein, el reloj Luis XV que hacía un débil tictac sobre la repisa de la chimenea, los tonos carbón del paisaje de Auerbach. En la mesita que tenía enfrente estaba uno de los primeros autorretratos de Gabrielle: un cubo de medio metro hecho con cien láminas de cristal Mirogard en el que ella había trazado con tinta negra las secciones de una resonancia magnética de su propio cuerpo. El resultado parecía una criatura alienígena, extraña y vulnerable, flotando en el aire. Hoffmann lo miró como si lo viera por primera vez. Había algo que debería recordar. ¿Qué era? Aquella experiencia de no poder recuperar de inmediato una información que necesitaba era nueva para él. Cuando el enfermero hubo terminado, Hoffmann le preguntó a Gabrielle:

—¿Hoy no tenías que hacer algo especial? —Arrugó la frente, en gesto de concentración, mientras registraba su caótica memoria—. Ya lo sé —dijo por fin con alivio—: inaugurar tu exposición.

—Sí, pero lo cancelaremos.

—¿Cómo vamos a cancelarlo? Es tu primera exposición.

—Estupendo —comentó Leclerc, que observaba a Hoffmann desde su butaca—. Esto es estupendo.

Hoffmann se volvió lentamente hacia él. El movimiento provocó otro espasmo de dolor que le recorrió la cabeza. Miró a Leclerc con los ojos entrecerrados y dijo:

—¿Estupendo?

—Es estupendo que recuerde cosas. —El inspector hizo un signo de aprobación con el pulgar—. Por ejemplo, ¿qué es lo último que recuerda que le pasara anoche?

—Creo que a Alex debería verlo un médico antes de contestar a ninguna pregunta —lo interrumpió Gabrielle—. Necesita descansar.

—¿Qué es lo último que recuerdo? —Hoffmann meditó concienzudamente la pregunta, como si se hallara ante un problema matemático—. Creo que entrar por la puerta principal. Él debía de estar esperándome detrás de la puerta.

—¿Él? ¿Solo había un hombre? —Leclerc se desabrochó la cremallera de la cazadora y, con cierta dificultad, sacó un bloc de notas de algún bolsillo oculto; entonces cambió de postura en la butaca y extrajo un bolígrafo. Mientras lo hacía, seguía mirando a Hoffmann para animarlo a continuar.

—Sí, que yo sepa solo había uno. —Hoffmann se llevó una mano detrás de la cabeza. Sus dedos palparon un vendaje muy tenso—. ¿Con qué me ha golpeado?

—Por lo visto con un extintor.

—Madre mía. Y ¿cuánto tiempo he estado inconsciente?

—Veinticinco minutos.

—¿Solo? —Hoffmann tenía la impresión de haber permanecido inconsciente varias horas. Pero cuando miró las ventanas vio que fuera estaba oscuro, y según el reloj Luis XV todavía no eran las cinco—. Y he gritado para avisarte —le dijo a Gabrielle—. De eso también me acuerdo.

—Sí, te he oído. He bajado y te he encontrado aquí tendido. La puerta principal estaba abierta. Y entonces ha llegado la policía.

Hoffmann volvió a mirar a Leclerc.

—¿Lo han atrapado?

—Por desgracia, ya se había ido cuando ha llegado el coche patrulla. —Leclerc pasó las páginas de su bloc revisando las notas—. Es extraño. Parece que haya entrado sin más por la verja y que haya vuelto a salir. Sin embargo, tengo entendido que se necesitan dos códigos diferentes para abrir la verja y la puerta principal. ¿Cree que ese hombre los conocía? Porque doy por hecho que usted no le ha abierto.

—No lo había visto en mi vida.

—Ah. —Anotó algo—. Entonces, ¿ha podido verlo bien?

—Estaba en la cocina. Lo he visto a través de la ventana.

—No lo entiendo. ¿Usted estaba fuera y él estaba dentro?

—Sí.

—Perdone, pero ¿cómo es eso?

Titubeando al principio, pero con mayor fluidez a medida que recuperaba las fuerzas y la memoria, Hoffmann lo revivió todo: había oído un ruido, había bajado del dormitorio, había descubierto que la alarma estaba desactivada, había abierto la puerta, había visto las botas, se había fijado en que había luz en una ventana de la planta baja, había rodeado la casa y había visto al intruso por la ventana.

—¿Podría describirlo? —Leclerc escribía deprisa; pasaba la página antes de haberla llenado y empezaba a llenar otra.

—Alex… —intervino Gabrielle.

—No pasa nada, Gabby —dijo Hoffmann—. Tenemos que ayudarlos a atrapar a ese hijo de puta. —Cerró los ojos. Conservaba una imagen mental muy clara de él, casi demasiado clara: en la cocina, bajo una luz intensa, mirando con los ojos desorbitados—. Era de estatura media. Aspecto tosco. Cincuenta y tantos. Cara descarnada. Calva en la coronilla. Pelo largo y canoso recogido en una coleta. Llevaba un abrigo de piel, o quizá una chaqueta, no me acuerdo. —Apareció una duda en la mente de Hoffmann. Hizo una pausa. Leclerc lo miraba con fijeza y esperaba a que continuara—. He dicho que no lo había visto en mi vida, pero ahora que lo pienso, no estoy tan seguro. Puede ser que lo haya visto en algún sitio, por la calle tal vez. Tenía algo familiar… —No terminó la frase.

—Continúe —dijo Leclerc.

Hoffmann caviló un momento y luego sacudió levemente la cabeza.

—No. No me acuerdo. Lo siento. Pero si quiere que le diga la verdad… Mire, no pretendo darle demasiada importancia a esto, pero últimamente he tenido la extraña sensación de que me vigilaban.

—A mí nunca me has comentado nada —saltó Gabrielle, sorprendida.

—No quería que te preocuparas. Además, no habría sabido decir exactamente por qué me sentía vigilado.

—Podría ser que ese hombre llevara un tiempo controlando la casa —especuló Leclerc—, o siguiéndolo. Tal vez lo haya visto por la calle aunque no se haya fijado en él. No se preocupe. Ya lo recordará. ¿Qué estaba haciendo en la cocina?

Hoffmann miró a Gabrielle y vaciló.

—Estaba… afilando cuchillos.

—¡Dios mío! —Gabrielle se tapó la boca con una mano.

—¿Cree que podría identificarlo si volviera a verlo?

—Sí, claro —dijo Hoffmann con gravedad—. Ya lo creo.

Leclerc dio unos golpecitos en el bloc con el bolígrafo.

—Tenemos que transmitir esta descripción. —Se levantó—. Discúlpeme un momento —dijo, y salió al recibidor.

Hoffmann se sintió de pronto demasiado cansado para continuar. Volvió a cerrar los ojos y apoyó la cabeza en el sofá, y entonces se acordó de la herida.

—Lo siento. Te estoy estropeando los muebles —le dijo a su mujer.

—Como si me importaran mucho los muebles.

La miró con fijeza. Sin maquillar parecía mayor, más frágil y —una expresión que él nunca había visto hasta entonces— asustada. Se conmovió. Consiguió sonreírle. Al principio ella sacudió la cabeza, pero luego, brevemente, a regañadientes, le devolvió la sonrisa, y por un instante Hoffmann se atrevió a confiar en que todo aquello no fuera tan grave, en que resultara que un viejo vagabundo había encontrado los códigos de acceso en un trozo de papel tirado en la calle, y en que algún día se reirían de todo aquello: del porrazo en la cabeza (¡con un extintor!), de su falso heroísmo, de la angustia de Gabrielle.

Leclerc volvió al salón con un par de bolsas de plástico transparentes para recogida de pruebas.

—Hemos encontrado esto en la cocina —anunció mientras volvía a sentarse dando un suspiro. Levantó las bolsas. Una contenía unas esposas, y la otra, una cosa que parecía un collar de piel negra con una pelota de golf también negra en el medio.

—¿Qué es eso? —preguntó Gabrielle.

—Una mordaza —contestó Leclerc—. Es nueva. Seguramente la compró en un sex shop. Las usan mucho los aficionados al sadomasoquismo. Con un poco de suerte averiguaremos de dónde ha salido.

—¡Dios mío! —Gabrielle, horrorizada, miró a su marido—. ¿Qué pensaba hacernos?

Hoffmann volvió a sentirse débil; tenía la boca seca.

—No lo sé. ¿Secuestrarnos?

—Esa es una posibilidad, desde luego —concedió Leclerc recorriendo la habitación con la mirada—. Usted es rico, eso es bastante evidente. Pero debo decir que el secuestro es algo sin precedentes en Ginebra. Esta es una ciudad respetuosa de la ley. —Volvió a sacar el bolígrafo—. ¿Puedo preguntarle a qué se dedica?

—Soy físico.

—Físico. —Leclerc escribió en su bloc. Asintió con la cabeza y arqueó una ceja—. Esto no me lo esperaba. ¿Inglés?

—Norteamericano.

—¿Judío?

—¿Qué demonios tiene eso que ver?

—Discúlpeme. Su apellido… Solo se lo pregunto por si pudiera haber un móvil racista.

—No, no soy judío.

—¿Y madame Hoffmann?

—Soy inglesa.

—Y ¿cuánto tiempo llevan en Suiza, doctor Hoffmann?

—Catorce años. —El cansancio estuvo una vez más a punto de vencerlo—. Vine aquí en los años noventa a trabajar para el CERN, en el Gran Colisionador de Hadrones. Estuve unos seis años allí.

—¿Y ahora?

—Dirijo una empresa.

—¿Cómo se llama?

—Hoffmann Tecnologías de Inversión.

—Y ¿qué hace?

—¿Que qué hace? Hace dinero. Es un hedge fund.

—Muy bien. «Hace dinero». ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Ya se lo he dicho: catorce años.

—No, no, me refiero a aquí, en esta casa.

—Ah… —Miró a Gabrielle, frustrado.

—Solo un mes —contestó ella.

—¿Un mes? Y ¿cambiaron los códigos de acceso antes de instalarse?

—Por supuesto.

—Y, aparte de ustedes dos, ¿quién conoce la combinación de la alarma antirrobo y demás sistemas de seguridad?

—Nuestra ama de llaves —contestó Gabrielle—. La empleada doméstica. El jardinero.

—Y ¿ninguno vive en esta casa?

—No.

—¿Conoce alguien de su oficina los códigos, doctor Hoffmann?

—Mi secretaria. —Hoffmann frunció el entrecejo. Con qué lentitud trabajaba su cerebro: como un ordenador infectado por un virus—. Ah, y nuestro asesor de seguridad: él lo revisó todo antes de que compráramos la casa.

—¿Recuerda su nombre?

—Genoud. —Caviló un momento y añadió—: Maurice Genoud.

Leclerc levantó la cabeza.

—Había un Maurice Genoud en la policía de Ginebra. Creo recordar que se pasó al negocio de la seguridad privada. Vaya, vaya. —Leclerc se quedó pensativo un instante, con la mirada baja. Siguió tomando notas—. Como es lógico, habrá que cambiar cuanto antes todas las combinaciones. Le aconsejo que no revele los códigos nuevos a ninguno de sus empleados hasta que haya podido entrevistarme con ellos.

Sonó un timbre en el recibidor. Hoffmann se sobresaltó.

—Debe de ser la ambulancia —dijo Gabrielle—. Voy a abrir la verja.

Aprovechando que su mujer había salido de la habitación, Hoffmann dijo:

—Imagino que esto saldrá en la prensa, ¿verdad?

—¿Supone eso algún problema?

—Procuro evitar que mi nombre salga en los periódicos.

—Intentaremos ser discretos. ¿Tiene usted enemigos, doctor Hoffmann?

—No, que yo sepa. Desde luego, ninguno capaz de hacerme algo así.

—¿Algún inversor rico, ruso tal vez, que haya perdido dinero?

—Nosotros no perdemos dinero. —Sin embargo, Hoffmann intentó pensar si había alguien en su cartera de clientes que pudiera estar implicado. Pero no: era inconcebible—. ¿Cree usted que estamos seguros permaneciendo aquí, con ese maníaco suelto?

—Habrá agentes de policía en la casa todo el día, y esta noche podemos vigilarla. Dejaremos un coche en la calle. Pero quizá le interese saber que generalmente las personas de su posición prefieren tomar sus propias precauciones.

—¿Se refiere a contratar guardaespaldas? —Hoffmann hizo una mueca—. Yo no quiero vivir así.

—Por desgracia, una casa como esta siempre atrae más atención de la deseada. Y hoy en día los banqueros no son muy populares que digamos, ni siquiera en Suiza. —Leclerc miró alrededor—. ¿Le importaría decirme cuánto pagó por la casa?

En otras circunstancias, Hoffmann lo habría mandado a paseo, pero no tenía fuerzas.

—Sesenta millones de dólares —dijo.

—¡Madre mía! —Leclerc frunció los labios componiendo una mueca de dolor—. Yo ya no puedo permitirme el lujo de vivir en Ginebra. Mi mujer y yo nos hemos mudado a una casa al otro lado de la frontera, en Francia, donde todo es más barato. Eso significa que tengo que conducir todos los días, pero qué remedio me queda.

De fuera llegó el ruido de un motor diésel. Gabrielle asomó la cabeza por la puerta.

—Ha llegado la ambulancia. Voy a buscarte algo de ropa para llevarnos.

Hoffmann intentó levantarse. Leclerc fue a ayudarlo, pero Hoffmann se lo impidió agitando una mano. «Suizos —pensó con amargura—, fingen ser hospitalarios con los extranjeros, pero en realidad no nos pueden ver. ¿Por qué iba a importarme que viva en Francia?». Tuvo que echarse hacia delante un par de veces antes de conseguir impulso suficiente para levantarse del sofá, pero al tercer intento lo logró y se quedó de pie, tambaleándose, sobre la alfombra Aubusson. El intenso dolor de cabeza volvió a producirle náuseas.

—Confío en que este desagradable incidente no le haga abandonar nuestro hermoso país —dijo Leclerc.

Hoffmann se preguntó si lo diría en broma, pero el inspector lo miraba con seriedad.

—En absoluto.

Salieron juntos al recibidor; Hoffmann ponía un cuidado exagerado en cada paso que daba, como un borracho que se esfuerza en pasar por sobrio. Por toda la casa había personal de los servicios de emergencia. Habían llegado más gendarmes, además de los enfermeros de la ambulancia, un hombre y una mujer que guiaban una camilla con ruedas. Ante sus aparatosos uniformes, Hoffmann volvió a sentirse desnudo y vulnerable, como un inválido. Sintió alivio cuando vio que Gabrielle bajaba la escalera con su gabardina. Leclerc la cogió y se la puso sobre los hombros a Hoffmann.

Hoffmann vio un extintor junto a la puerta principal, metido en una bolsa de plástico. Solo de verlo sintió una punzada de dolor.

—¿Van a distribuir un retrato robot de ese hombre? —preguntó.

—Sí, seguramente.

—Entonces, ahora que lo pienso, tengo que enseñarle una cosa. —Se le había ocurrido de pronto, con la fuerza de una revelación.

Ignorando las protestas de los enfermeros, que pretendían que se tumbara, Hoffmann dio media vuelta y recorrió el pasillo hasta su estudio. El terminal Bloomberg de su mesa todavía estaba encendido. Con el rabillo del ojo registró un resplandor rojizo. Casi todos los precios habían bajado. Los mercados de Extremo Oriente debían de estar desangrándose. Encendió la luz y buscó en el anaquel hasta que encontró La expresión de las emociones en los animales y en el hombre. Las manos le temblaban de emoción. Pasó rápidamente las páginas.

—Aquí está —dijo, y se dio la vuelta para mostrarles su descubrimiento a Leclerc y a Gabrielle. Dio unos golpecitos en la página con el índice—. Este es el hombre que me atacó.

Era la ilustración correspondiente al terror: un anciano con los ojos como platos y con la boca desdentada abierta. Duchenne, el gran médico francés, experto en galvanismo, le estaba aplicando unas pinzas eléctricas en los músculos faciales con el fin de provocar la expresión requerida.

Hoffmann percibió el escepticismo de los otros. O peor aún, su consternación.

—Lo siento —dijo Leclerc, desconcertado—. ¿Insinúa que ese es el hombre que entró en su casa anoche?

—Alex… —dijo Gabrielle.

—No digo que sea él literalmente, por supuesto. Ese hombre lleva más de un siglo muerto. Lo que quiero decir es que se le parece. —Ambos lo miraban con fijeza. «Creen que me he vuelto loco», pensó Hoffmann, e inspiró hondo—. Está bien. Este libro —le explicó meticulosamente a Leclerc— llegó ayer sin explicación alguna. No lo encargué yo, ¿me entiende? No sé quién me lo envió. Tal vez se trate de una coincidencia. Pero tendrá que reconocer que es extraño que unas horas después de que llegara el libro, un hombre que parece salido de estas páginas entre en mi casa para atacarnos. —Se quedaron callados—. En fin —concluyó—, lo único que digo es que si quieren hacer un retrato robot de ese tipo, deberían empezar por aquí.

—Gracias —dijo Leclerc—. Lo tendré en cuenta.

Hubo una pausa.

—Bueno —dijo Gabrielle con desparpajo—. Vamos a llevarte al hospital.

Leclerc los vio marchar desde la puerta principal.

La luna había desaparecido detrás de las nubes. Apenas había luz en el cielo, pese a que solo faltaba media hora para el amanecer. Uno de los enfermeros de la ambulancia ayudó al físico norteamericano —llevaba la cabeza vendada; se había puesto la gabardina negra encima del batín y el pijama de marca y se le veían los tobillos, rosa y delgados— a subir a la parte trasera del vehículo. Hoffmann no había vuelto a decir nada después de hacer aquellos confusos comentarios sobre la ilustración victoriana; a Leclerc le pareció que estaba avergonzado. Se había llevado el libro con él. Detrás iba su mujer, que llevaba una bolsa con ropa. Parecían un par de refugiados. Se cerraron las puertas y la ambulancia arrancó; los siguió un coche patrulla.

Leclerc se quedó mirando hasta que los dos vehículos llegaron a la curva del camino que conducía a la calle principal. Las luces de freno emitieron un breve resplandor rojo antes de perderse de vista.

Leclerc entró en la mansión.

—Una casa muy grande para solo dos personas —masculló un gendarme que estaba de pie en el recibidor.

—Una casa muy grande, aunque fuera para diez personas —rezongó Leclerc.

El inspector inició una expedición solitaria con objeto de obtener más información sobre el caso que se le presentaba. Cinco, seis… no: siete dormitorios en el piso de arriba, cada uno con su cuarto de baño correspondiente, y todos por estrenar, aparentemente; el dormitorio principal era inmenso, con un gran vestidor forrado de puertas de espejo y cajones; en el cuarto de baño había un televisor de plasma, lavamanos dobles, una ducha ultramoderna con multitud de chorros. Al final del rellano, un gimnasio con una bicicleta estática, una máquina de remo, una bicicleta elíptica, pesas, otro televisor enorme. Y ni un solo juguete. Ni rastro de nada que indicara la presencia de niños; ni siquiera en las fotografías enmarcadas repartidas por el piso, casi todas de los Hoffmann durante las vacaciones en diversos destinos de lujo: esquiando, por supuesto; tripulando un yate; cogidos de la mano en un porche que parecía construido sobre pilotes en una laguna de coral de un azul increíble.

Leclerc volvió a la planta baja y trató de imaginar cómo debía de haberse sentido Hoffmann, hacía hora y media, al bajar por aquella escalera para enfrentarse a lo desconocido. Bordeó las manchas de sangre del suelo y entró en el estudio. Había una pared completamente forrada de libros. Cogió uno al azar y leyó en el lomo: Die Traumdeutung, de Sigmund Freud. Lo abrió. Publicado en Leipzig y Viena, 1900. Una primera edición. Cogió otro. La psychologie des foules, de Gustave le Bon. París, 1895. Y otro: L’homme machine de Julien Offray de La Mettrie. Leiden, 1747. También una primera edición. Leclerc no sabía mucho de libros raros, pero sí lo suficiente para comprender que aquella colección debía de representar una fortuna. No le extrañó que hubiera tantos detectores de humo repartidos por la casa. Los temas que abordaban aquellos libros eran básicamente científicos: sociología, psicología, biología, antropología. No había nada relacionado con las finanzas.

Fue hasta la mesa y se sentó en la silla de capitán antigua de Hoffmann. De vez en cuando, la enorme pantalla que tenía delante ondulaba ligeramente al cambiar la temblorosa extensión de cifras: –1,06, –78, –4,03%, –$0,95. Para él, descifrar aquello habría sido como leer la piedra Rosetta. «Si encontrara la clave —pensó—, tal vez podría hacerme tan rico como ese tipo». Sus inversiones, que unos años atrás le había animado a hacer un «asesor financiero» con la cara llena de granos para asegurarse una cómoda vejez, ya solo valían la mitad de lo que había pagado por ellas. Tal como estaban yendo las cosas, cuando se jubilara tendría que buscarse un trabajo a tiempo parcial: jefe de seguridad de un centro comercial, quizá. Trabajaría hasta desplomarse, algo que ni su padre ni su abuelo habían necesitado hacer. ¡Treinta años en la policía y ni siquiera podía permitirse vivir en la ciudad donde había nacido! Y ¿quién estaba comprando las propiedades más caras? Los blanqueadores de dinero: las mujeres y las hijas de presidentes de las llamadas «nuevas democracias», políticos de las repúblicas de Asia central, oligarcas rusos, caudillos afganos, traficantes de armas; es decir, los verdaderos criminales del mundo, mientras él se dedicaba a perseguir a adolescentes argelinos que vendían droga en los alrededores de la estación de ferrocarril. Hizo un esfuerzo, se levantó y fue a otra habitación para dejar de pensar en eso.

En la cocina se apoyó en la isla de granito y examinó los cuchillos. Obedeciendo sus instrucciones, los habían metido en bolsas y sellado con la esperanza de que conservaran huellas dactilares. Esa era la parte de la historia de Hoffmann que no entendía. Si el intruso había ido hasta allí con la intención de perpetrar un secuestro, ¿por qué no se había armado adecuadamente de antemano? Además, un secuestrador habría necesitado como mínimo un cómplice: Hoffmann era relativamente joven y parecía estar en forma: habría ofrecido resistencia. Así pues, ¿sería el robo el móvil? Pero un ladrón corriente habría entrado y salido tan deprisa como hubiera podido, llevándose todo lo que hubiera encontrado, y allí había mucho para robar. Por lo tanto, todo parecía apuntar a que el criminal estaba mentalmente trastornado. Pero ¿cómo podía conocer un psicópata violento los códigos de acceso? Era un misterio. Quizá hubiera alguna otra entrada que no estuviera cerrada con llave.

Leclerc volvió al pasillo y torció hacia la izquierda. La parte trasera de la casa daba a una gran galería de estilo victoriano que estaba siendo utilizada como taller de artista, aunque aquello no era exactamente lo que el inspector entendía por arte. Más bien parecía una unidad de radiología, o quizá un taller de cristalería. Colgado en la que había sido la pared exterior de la casa había un amplio collage de imágenes electrónicas del cuerpo humano —digitales, infrarrojas y de rayos X— junto con dibujos anatómicos de diversos órganos, miembros y músculos.

Había láminas de cristal antirreflectante y metacrilato, de varios tamaños y grosores, almacenadas en estantes de madera. En un baúl metálico había montones de carpetas llenas de imágenes computerizadas cuidadosamente etiquetadas: «Resonancias magnéticas cabeza, 1-14 sagital, axial, frontal»; «Hombre, secciones, Hospital Virtual, sagital y frontal». En un banco había una caja, un pequeño torno y un montón de tinteros, herramientas de grabado y pinceles. Había un taladro manual en un soporte de goma negra, con una lata azul oscuro al lado —«Taylor’s of Harrogate, Earl Grey Tea»— llena de brocas, y un montoncito de folletos de papel satinado de una exposición titulada «Contornos humanos» que iba a inaugurarse ese mismo día en una galería de la Plaine de Plainpalais. Dentro había una nota biográfica: «Gabrielle Hoffmann nació en Yorkshire, Inglaterra. Se licenció con matrícula de honor en Arte y Literatura francesa en la Universidad de Salford y cursó un máster del Royal College of Art de Londres. Trabajó varios años para las Naciones Unidas en Ginebra». Enrolló el folleto formando un cilindro y se lo guardó en el bolsillo.

Junto al banco, montada sobre un par de caballetes, había una obra de Gabrielle: una ecografía en 3D de un feto, compuesta por unas veinte secciones dibujadas en láminas de cristal transparente. Leclerc se agachó para examinarla. La cabeza era desproporcionadamente grande, y las piernas, flacas, estaban dobladas y pegadas al cuerpo. Vista desde un lado tenía profundidad, pero cuando desplazabas la perspectiva hacia la parte frontal parecía reducirse hasta desaparecer por completo. No supo si la obra estaba acabada o no. Admitió que poseía cierta fuerza, pero él no habría podido vivir con aquello en casa. Recordaba demasiado a un reptil fosilizado flotando en un acuario. Su mujer lo habría encontrado repugnante.

En la galería había una puerta que conducía al jardín. Estaba cerrada con llave y con pestillo; no vio cerca ninguna llave. Detrás del grueso cristal, las luces de Ginebra temblaban al otro lado del lago. Un par de faros solitarios avanzaban por el Quai du Mont-Blanc.

Leclerc salió de la galería y volvió al pasillo, en el que había otras dos puertas. Una resultó ser la de un lavabo que contenía un gran váter antiguo en el que Leclerc aprovechó para orinar; y la otra, un trastero donde se acumulaban lo que parecían restos de la anterior vivienda de los Hoffmann: rollos de moqueta atados con cordel, una máquina de hacer pan, tumbonas, un juego de croquet, y, al fondo, en perfecto estado, una cuna, un cambiador y un móvil de cuerda con estrellas y lunas.