Aprended de mí, si no a través de mis preceptos, al menos a través de mi ejemplo, el peligro que supone la adquisición de conocimientos, y cuánto más feliz es el hombre que cree que su pueblo natal es el mundo que aquel que aspira a una grandeza mayor de lo que su naturaleza permitirá.
MARY SHELLEY,
Frankenstein (1818)
El doctor Alexander Hoffmann, sentado junto a la chimenea de su estudio, en Ginebra, con un puro a medio fumar, apagado, en el cenicero que tenía a su lado y con una lámpara de resorte Anglepoise cerca del hombro, pasaba las páginas de una primera edición de La expresión de las emociones en los animales y en el hombre de Charles Darwin. El reloj de pie victoriano del pasillo daba la medianoche, pero Hoffmann no lo oía. Tampoco se fijó en que el fuego estaba casi apagado. Dirigía hacia el libro toda su formidable capacidad de atención.
Sabía que lo había publicado John Murray & Co. en Londres en 1872 en una edición de siete mil ejemplares impresa en dos tiradas. También sabía que la segunda tirada había introducido una errata —«htat, qeu»— en la página 208. Como en el volumen que tenía en las manos no aparecía aquel error, dedujo que debía de pertenecer a la primera tirada, lo que aumentaba considerablemente su valor. Le dio la vuelta y examinó el lomo. La cubierta era la original, de tela verde con letras doradas, y los extremos del lomo solo estaban ligeramente gastados. Era lo que en el gremio de los coleccionistas de libros se conocía como «un ejemplar en muy buen estado»; su valor debía de rondar los quince mil dólares. Estaba esperándolo cuando volvió a casa de la oficina esa noche, nada más cerrar los mercados de Nueva York, poco después de las diez. Sin embargo, lo raro era que aunque él coleccionaba primeras ediciones científicas y había hojeado ese libro online, y hasta tenía intención de comprarlo, no lo había encargado.
Lo primero que pensó fue que debía de haberlo comprado su mujer, pero ella lo había negado. Al principio él no la creyó, y la siguió por la cocina mientras ponía la mesa, tendiéndole el libro para que lo examinara.
—¿De verdad que no me lo has comprado tú?
—De verdad, Alex. Lo siento. No he sido yo. ¿Qué quieres que te diga? A lo mejor tienes una admiradora secreta.
—¿Estás completamente segura? ¿No es nuestro aniversario ni nada? ¿No se me ha olvidado regalarte algo?
—Por el amor de Dios, no lo he comprado yo, ¿vale?
El libro había llegado sin ningún mensaje a excepción de la tarjeta de una librería holandesa: «Rosengaarden & Nijenhuise, Libros antiguos médicos y científicos. Fundada en 1911. Prinsengracht 227, 1016 HN Amsterdam, Países Bajos». Hoffmann había pisado el pedal del cubo de basura y había recuperado el plástico de burbujas y el grueso papel de envolver marrón. La dirección del paquete, impresa en una etiqueta, era correcta: «Doctor Alexander Hoffmann, Villa Clairmont, 79 Chemin de Ruth, 1223 Cologny, Ginebra, Suiza». Lo habían enviado por mensajero desde Amsterdam el día anterior.
Después de cenar —pastel de pescado y ensalada verde preparados por el ama de llaves antes de marcharse a su casa—, Gabrielle, nerviosa, se había quedado en la cocina para hacer unas cuantas llamadas de último minuto relacionadas con su exposición, que se inauguraba al día siguiente, mientras que Hoffmann se había retirado a su estudio llevándose consigo el misterioso libro. Una hora más tarde, cuando Gabrielle asomó la cabeza por la puerta para decirle que se iba a la cama, él seguía leyendo.
—Procura no tardar mucho, cariño —le dijo—. Te espero despierta.
Hoffmann no contestó. Ella se demoró un momento en la puerta y lo observó. Todavía parecía joven para sus cuarenta y dos años, y siempre había sido más guapo de lo que él creía, una cualidad que ella encontraba atractiva en los hombres, además de poco común. Gabrielle había acabado por comprender que no se trataba de que fuera modesto. Al contrario: se mostraba sumamente indiferente hacia cualquier cosa que no lo atrajera intelectualmente, un rasgo por el que se había ganado la fama entre sus amigos de ser un grosero de tomo y lomo, y eso también le gustaba a Gabrielle. Tenía la cara, tan norteamericana y tan prodigiosamente infantil, suspendida sobre el libro; la luz del fuego se reflejaba en los cristales de sus gafas, que, hincadas en la mata de pelo castaño claro de su cabeza, parecían devolverle una mirada de advertencia a Gabrielle. Ella lo conocía demasiado bien para interrumpirlo. Suspiró y subió al piso de arriba.
Hoffmann sabía desde hacía años que La expresión de las emociones en los animales y en el hombre era uno de los primeros libros con fotografías que se habían publicado, pero era la primera vez que veía aquellas ilustraciones. Las láminas en blanco y negro representaban a modelos de pintores victorianos y a internos del manicomio de Surrey expresando diferentes emociones —pena, desesperación, alegría, desafío, terror—, pues aquello quería ser un estudio del Homo sapiens como animal, con las reacciones instintivas de los animales, despojado de las máscaras de las convenciones sociales. A pesar de haber nacido suficientemente avanzada la era de la ciencia como para ser fotografiados, sus ojos mal alineados y sus dientes torcidos hacían que parecieran astutos y supersticiosos campesinos de la Edad Media. A Hoffmann le recordaban a una pesadilla infantil, a adultos salidos de un cuento de hadas anticuado que podrían venir y robarte, sacándote de la cama en plena noche para llevarte con ellos al bosque.
Y había otra cosa que lo inquietaba. La tarjeta de la librería estaba insertada entre las páginas dedicadas a la emoción del miedo, como si la persona que se lo había enviado hubiera querido que se fijara en ellas:
Al principio, el hombre que tiene miedo se queda plantado como una estatua, inmóvil o sin respiración, o se agacha como si instintivamente quisiera impedir la observación. El corazón late deprisa y con fuerza, de modo que palpita o golpea contra las costillas…
Cuando pensaba, Hoffmann tenía la costumbre de ladear la cabeza y dejar la mirada fija en un punto, y eso era lo que estaba haciendo en ese momento. ¿Sería una coincidencia? Sí, razonó, debía de serlo. Por otra parte, los efectos fisiológicos del miedo guardaban una relación tan directa con el VIXAL-4, el proyecto en que trabajaba actualmente, que creía encontrar una clara intencionalidad en ese detalle. Y sin embargo, el VIXAL-4 era altamente secreto; solo lo conocían los miembros de su equipo de investigación, y aunque Hoffmann se encargaba de pagarles bien —el sueldo inicial era de doscientos cincuenta mil dólares, con generosas primas—, era muy improbable que alguno de ellos se hubiera gastado quince mil dólares en un regalo anónimo. Una persona que desde luego podía permitírselo, que lo sabía todo sobre el proyecto y que habría entendido la broma —si de eso se trataba: de una broma carísima—, era su socio, Hugo Quarry, y Hoffmann, sin pensar siquiera en la hora que era, lo llamó por teléfono.
—Hola, Alex. ¿Cómo va todo? —Aunque a Quarry le hubiera extrañado que lo molestaran después de medianoche, sus perfectos modales no le habrían permitido demostrarlo. Además, estaba acostumbrado a la forma de hacer de Hoffmann, «el profesor chiflado», como él lo llamaba, y se lo llamaba en la cara y a sus espaldas, pues parte de su encanto consistía en hablar a todos siempre de la misma forma, ya fuera en público o en privado.
Hoffmann, que seguía leyendo la descripción del miedo, dijo distraídamente:
—Ah, hola. ¿Me has comprado un libro?
—Pues… creo que no. ¿Por qué? ¿Tenía que comprártelo?
—Alguien acaba de enviarme una primera edición de Darwin, y no sé quién.
—Debe de valer mucho dinero.
—Así es. He pensado que, como tú sabes lo importante que es Darwin para el VIXAL, tal vez habías sido tú.
—Me temo que no. ¿No habrá sido algún cliente? Alguien que haya querido hacerte un regalo de agradecimiento, y que haya olvidado incluir la tarjeta. Les hemos hecho ganar mucho dinero, Alex.
—Sí, ya. Podría ser. Vale. Perdona que te haya molestado.
—No pasa nada. Nos vemos por la mañana. Mañana será un gran día. De hecho, ya casi es mañana. Deberías estar durmiendo.
—Sí, sí. Ahora me acuesto. Buenas noches.
Cuando el miedo alcanza un grado extremo, se oye el espantoso grito del terror. Brotan en la piel grandes gotas de sudor. Todos los músculos del cuerpo se relajan. A continuación se produce una postración absoluta, y fallan las capacidades mentales. Los intestinos resultan afectados. Los músculos del esfínter dejan de actuar y ya no retienen los contenidos del cuerpo…
Hoffmann se acercó el libro a la nariz e inhaló. Percibió una mezcla de olores tan intensa —a piel, polvo de biblioteca y humo de puro— que casi notó su sabor; distinguió también algo químico, quizá formaldehído o gas de hulla. Le hizo pensar en un laboratorio o un auditorio del siglo XIX, y por un instante vio mecheros de Bunsen sobre mesas de madera, matraces de ácido y el esqueleto de un mono. Volvió a insertar la tarjeta de la librería para marcar la página y cerró el libro con cuidado. Luego se lo llevó a los anaqueles y, con mucha delicadeza, le hizo un hueco entre una primera edición de El origen de las especies que había comprado en una subasta de Sotheby’s en Nueva York por ciento veinticinco mil dólares y un ejemplar de El origen del hombre que había pertenecido a T. H. Huxley.
Más tarde intentaría recordar la secuencia exacta de lo que hizo a continuación. Consultó el terminal Bloomberg de su mesa para ver los precios finales de Estados Unidos: el Dow Jones, el S&P 500 y el NASDAQ habían cerrado a la baja. Escribió por correo electrónico a Susumu Takahashi, el operador bursátil de guardia encargado de la ejecución del VIXAL-4 durante el turno de noche, quien le informó de que todo funcionaba correctamente y le recordó que la bolsa de valores de Tokio reabriría al cabo de menos de dos horas pasados los tres días festivos anuales de la Semana Dorada. Con toda seguridad, abriría a la baja para ponerse al día tras una semana de caídas de precios en Europa y Estados Unidos. Y había otra cosa: el VIXAL proponía la venta en corto de otros tres millones de acciones de Procter & Gamble a sesenta y dos dólares la acción, lo que haría ascender su posición global a seis millones. Era una transacción importante: ¿daba Hoffmann su aprobación? Hoffmann escribió un «OK», tiró el puro sin acabar, colocó una pantalla metálica de malla fina delante de la chimenea y apagó las luces del estudio. En el recibidor comprobó que la puerta principal estaba bien cerrada y activó la alarma antirrobo con su código de cuatro dígitos: 1729. (El número hacía referencia a una conversación que habían mantenido los matemáticos G. H. Hardy y S. I. Ramanujan en 1920. Hardy había cogido un taxi con ese número para ir a visitar a su colega enfermo en el hospital, y se quejó de que era «un número bien soso», a lo que Ramanujan replicó: «¡No, Hardy! ¡No, Hardy! Es un número muy interesante. Es el número más pequeño expresable como la suma de dos cubos de dos formas diferentes»). Solo dejó una lámpara encendida en el piso de abajo —de eso estaba seguro—, y luego subió por la escalera circular de mármol blanco hasta el cuarto de baño. Se quitó las gafas, se desvistió, se lavó, se cepilló los dientes y se puso un pijama de seda azul. Puso la alarma de su teléfono móvil a las seis y media, y al hacerlo se fijó en que eran las doce y veinte.
Entró en el dormitorio y le sorprendió encontrar a Gabrielle todavía despierta, tumbada boca arriba sobre el cubrecama con un quimono de seda negro. En el tocador parpadeaba una vela aromática; por lo demás, la habitación estaba a oscuras. Gabrielle tenía las manos entrelazadas detrás de la cabeza, con los codos apuntando hacia fuera, y las piernas flexionadas, una cruzada sobre la otra. Con un pie, blanco y delgado, con las uñas pintadas de rojo oscuro, describía círculos de impaciencia en el aire perfumado.
—Ostras —dijo él—, se me había olvidado qué día es hoy.
—No te preocupes. —Gabrielle se desabrochó el cinturón, se abrió el quimono y extendió los brazos hacia Hoffmann—. A mí nunca se me olvida.
Debían de ser sobre las cuatro menos diez de la madrugada cuando algo despertó a Hoffmann. Salió con esfuerzo de las profundidades del sueño y, al abrir los ojos, contempló una visión celestial de intensa luz blanca. Tenía forma geométrica, como un gráfico, con líneas horizontales escasamente separadas y columnas verticales anchas, pero sin datos inscritos. El sueño de un matemático, solo que tras escudriñarlo con los ojos entrecerrados unos segundos vio que no era ningún sueño, sino el efecto de la luz de ocho focos halógenos de tungsteno de quinientos vatios colándose por las rendijas de las persianas de la ventana, suficiente vataje para iluminar un campo de fútbol pequeño; más de una vez había pensado que tenía que cambiar aquellos focos de seguridad.
Los focos estaban conectados a un temporizador de treinta segundos. Mientras esperaba a que se apagaran, Hoffmann se preguntó qué podía haber interrumpido los rayos infrarrojos que formaban un entramado por todo el jardín para dispararlos. Pensó que debía de haber sido un gato, un zorro, o una rama excesivamente crecida sacudida por el viento. Y al cabo de unos segundos se apagaron las luces y la habitación volvió a quedar a oscuras.
Pero Hoffmann ya estaba completamente despierto. Estiró un brazo y buscó su teléfono móvil. Era de un lote fabricado especialmente para su empresa de fondos de cobertura, un hedge fund, que podía codificar llamadas telefónicas y correos electrónicos confidenciales. Para no molestar a Gabrielle, que detestaba esa costumbre suya aún más que la de fumar, lo encendió debajo del edredón y revisó brevemente la cuenta de resultados para ver las cotizaciones de Extremo Oriente. Los mercados de Tokio, Singapur y Sidney estaban cayendo, tal como estaba previsto, pero el VIXAL-4 ya había subido un 0,3%, lo que significaba, según sus cálculos, que había ganado casi tres millones de dólares desde que se había acostado. Satisfecho, apagó el móvil y lo dejó en la mesilla de noche, y entonces fue cuando oyó el ruido: débil, difícil de identificar, y sin embargo extrañamente inquietante, como si hubiera alguien en el piso de abajo.
Sin desviar la mirada de los diminutos puntos de luz roja del detector de humo del techo, extendió una mano con cautela por debajo del edredón hacia Gabrielle. Últimamente, cuando no podía dormir después de hacer el amor, su mujer tenía la costumbre de bajar a trabajar a su taller. La palma de su mano atravesó las cálidas ondulaciones del colchón hasta que las yemas de sus dedos acariciaron la piel de la cadera de Gabrielle. Al instante ella masculló algo ininteligible y se tumbó sobre el costado dándole la espalda y ciñéndose un poco más el edredón alrededor de los hombros.
Hoffmann volvió a oír aquel ruido. Se incorporó apoyándose en los codos y aguzó el oído. No era nada específico, solo un golpe débil y ocasional. Quizá se tratara del sistema de calefacción, con el que no estaba familiarizado, o de una puerta movida por una corriente de aire. A esas alturas todavía estaba bastante tranquilo. La casa disponía de un sistema de seguridad formidable y esa era una de las razones por las que la había comprado unas semanas atrás: además de los focos, había un muro de tres metros de altura con macizas verjas electrónicas, una puerta principal de acero reforzado con cerradura de teclado numérico, cristales blindados en todas las ventanas de la planta baja, y una alarma antirrobo que detectaba el movimiento y que Hoffmann estaba seguro de haber activado antes de subir a acostarse. Las posibilidades de que un intruso hubiera burlado todas esas medidas y hubiera entrado en la casa eran muy reducidas. Además, Hoffmann estaba en forma: hacía ya tiempo que había comprobado que los niveles elevados de endorfinas le ayudaban a pensar. Hacía pesas. Corría. Un instinto atávico de proteger su territorio se agitaba en su interior.
Se levantó de la cama sin despertar a Gabrielle y se puso las gafas, la bata y las zapatillas. Vaciló un momento y escudriñó la oscuridad, pero no recordaba que hubiera nada en la habitación que pudiera utilizar como arma. Se guardó el móvil en el bolsillo y abrió la puerta del dormitorio, al principio solo un poco, y luego del todo. La luz de la lámpara del piso de abajo alumbraba débilmente el rellano. Se paró un momento en el umbral y escuchó, atento. Pero los ruidos —si es que había habido ruidos, cosa que él empezaba a dudar— habían cesado. Al cabo de aproximadamente un minuto fue hacia la escalera y empezó a descender muy despacio.
Tal vez fuera porque había leído a Darwin justo antes de quedarse dormido, pero mientras bajaba la escalera se puso a registrar con frialdad científica sus propios síntomas físicos. Le costaba respirar, y los latidos de su corazón se habían acelerado tanto que le producían malestar. Se notaba el cabello rígido como el pelaje de un animal.
Llegó al piso de abajo.
La casa era una mansión belle époque, construida en 1902 para un empresario francés que había amasado una fortuna extrayendo petróleo a partir de residuos de carbón. El propietario anterior había decorado excesivamente toda la casa, que había quedado lista para entrar a vivir, y quizá por esa razón Hoffmann nunca se había sentido del todo cómodo en ella. A su izquierda estaba la puerta principal y, un poco más allá, la puerta del salón. A su derecha, un pasillo conducía hacia el interior de la casa: comedor, cocina, biblioteca y una galería que Gabrielle utilizaba como taller. Se quedó completamente quieto con las manos en alto, listo para defenderse. No oía nada. En un rincón del recibidor parpadeó el diminuto ojo rojo del sensor de movimiento. Si no tenía cuidado, él mismo dispararía la alarma. Eso ya había sucedido dos veces en Cologny desde que se habían instalado allí: enormes casas que aullaban con nerviosismo sin ningún motivo, como ricas ancianas histéricas detrás de sus altos muros recubiertos de hiedra.
Relajó las manos, cruzó el recibidor y fue hasta un barómetro antiguo que colgaba en una pared. Apretó un pestillo y el barómetro se desplazó hacia fuera. La caja de mandos de la alarma estaba escondida en un compartimiento que había detrás. Con el dedo índice de la mano derecha fue a introducir el código para desactivar la alarma, pero no llegó a hacerlo.
Ya estaba desactivada.
Se quedó con el dedo extendido en el aire mientras la parte racional de su cerebro buscaba explicaciones tranquilizadoras. Quizá Gabrielle había bajado, había desactivado la alarma y había olvidado activarla antes de volver a acostarse. O él había olvidado activarla. O la alarma había fallado.
Se volvió muy lentamente hacia su izquierda para examinar la puerta principal. El resplandor de la lámpara se reflejaba en la reluciente capa de pintura negra. Parecía estar bien cerrada, y no había indicios de que la hubieran forzado. Era lo último en diseño, igual que la alarma, y estaba controlada por el mismo código de cuatro dígitos. Giró la cabeza hacia la escalera y el pasillo que conducía al interior de la casa. Todo se encontraba en silencio. Avanzó hacia la puerta. Introdujo el código. Oyó cómo se deslizaban los cerrojos. Asió el pesado picaporte de latón, lo hizo girar y salió al porche, que no estaba iluminado.
Por encima de la oscura extensión de césped la luna era un disco de un azul plateado que parecía que hubieran lanzado a gran velocidad a través de una masa de negras nubes viajeras. Los altos abetos que protegían la casa de la calle, meras siluetas en la noche, oscilaban y susurraban agitados por el viento.
Hoffmann dio unos pasos más por el camino de grava, los justos para interrumpir el rayo de los sensores infrarrojos y disparar los focos de la fachada de la casa. El resplandor lo sobresaltó y le hizo quedarse inmóvil donde estaba, como un prisionero en fuga. Levantó un brazo para hacer visera con la mano y se volvió hacia el recibidor, iluminado con una luz amarillenta, y al hacerlo vio que había un par de botas negras y enormes que alguien había colocado pulcramente a un lado de la puerta principal, como si su dueño no hubiera querido dejar manchas de barro o molestar a los ocupantes de la casa. Aquellas botas no eran de Hoffmann, y desde luego tampoco eran de Gabrielle. También tenía la certeza de que no estaban allí cuando había llegado a casa, hacía casi seis horas.
Con la mirada paralizada por aquellas botas, buscó a tientas su móvil, que estuvo a punto de caérsele al suelo; empezó a marcar el número de urgencias usado en Estados Unidos, el 911, recordó que se encontraba en Suiza y rectificó: 117.
El teléfono solo dio un timbrazo: a las 3.59 según la jefatura de policía de Ginebra, que registra todas las llamadas recibidas y que posteriormente presentó una transcripción. Una mujer contestó bruscamente: «Oui, police?».
A Hoffmann le pareció que aquella voz sonaba demasiado fuerte en medio de tanto silencio. Le hizo darse cuenta de lo expuesto que debía de estar plantado bajo la luz de los focos. Se apartó rápidamente hacia la izquierda, saliendo del campo de visión de cualquiera que mirara desde el recibidor, y avanzó buscando el abrigo del edificio. Sujetaba el teléfono muy cerca de la boca.
—J’ai un intrus sur ma propriété —susurró.
En la grabación su voz suena tranquila, débil, casi robótica. Es la voz de un hombre cuya corteza cerebral, aunque él no sea consciente de ello, está concentrándose por entero en la supervivencia. Es la voz del miedo más puro.
—Quelle est votre adresse, monsieur?
Se la dio. Seguía desplazándose a lo largo de la fachada de la casa. Oyó que la mujer tecleaba la dirección.
—Et votre nom?
—Alexander Hoffmann —susurró.
Se apagaron los focos de seguridad.
—Okay, monsieur Hoffmann. Restez là. Une voiture est en route.
La mujer colgó el teléfono. Solo en la oscuridad, Hoffmann se quedó de pie junto a la esquina de la casa. Hacía un frío impropio de la estación para tratarse de Suiza en la primera semana de mayo. Soplaba viento del nordeste, proveniente directamente del lago Lemán. Hoffmann oía el chapoteo constante del agua en los embarcaderos cercanos, y los golpes de las drizas contra los mástiles metálicos de los yates. Se ciñó la bata. Temblaba violentamente. Tuvo que apretar las mandíbulas para que no le castañetearan los dientes. Y sin embargo, curiosamente, no sentía pánico. Estaba descubriendo que el pánico era muy diferente del miedo. El pánico era un derrumbamiento moral y nervioso, un derroche de valiosa energía, mientras que el miedo era todo vigor e instinto: un animal que se levantaba sobre las patas traseras y te llenaba por completo, que tomaba el control de tu cerebro y tus músculos. Olfateó el aire y miró más allá de la mansión, en dirección al lago. Hacia la parte trasera de la casa había una luz encendida en la planta baja. Su resplandor alumbraba los arbustos de los alrededores, que parecían formar una bonita gruta de cuento de hadas.
Esperó medio minuto y empezó a avanzar hacia allí con sigilo, abriéndose paso por el ancho arriate de plantas perennes que discurría por ese lado de la casa. Al principio no supo de qué habitación salía la luz: no había estado en esa parte del jardín desde el día en que el agente de la inmobiliaria les había enseñado la casa. Pero al acercarse más comprendió que era la cocina, y cuando llegó a su altura y asomó la cabeza por la ventana, vio la silueta de un hombre dentro. Estaba de espaldas, de pie frente a la isla con tablero de granito que había en el centro de la estancia. Sus movimientos eran pausados. Sacaba unos cuchillos de los encajes de un bloque de madera y los afilaba en un afilador eléctrico.
El corazón le latía tan deprisa que Hoffmann oía el torrente de su propio pulso. En lo primero que pensó fue en Gabrielle: tenía que sacarla de la casa mientras el intruso estaba entretenido en la cocina. Tenía que sacarla de allí, o al menos conseguir que se encerrara en el cuarto de baño hasta que llegara la policía.
Todavía llevaba el móvil en la mano. Sin apartar la mirada del intruso, marcó el número de Gabrielle. Unos segundos más tarde oyó que empezaba a sonar el teléfono, demasiado fuerte y demasiado cerca para que lo tuviera ella en el piso de arriba. El desconocido levantó la cabeza de inmediato y dejó de afilar. El teléfono de Gabrielle estaba donde ella lo había dejado antes de ir a acostarse, encima de la gran mesa de pino de la cocina; la pantalla se veía iluminada y la funda de plástico rosa zumbaba contra la madera como un escarabajo tropical panza arriba. El intruso ladeó la cabeza y lo miró. Durante unos segundos que a Hoffmann le parecieron larguísimos se quedó donde estaba. Entonces, con la misma calma exasperante, dejó el cuchillo —el cuchillo favorito de Hoffmann, el de la hoja larga y delgada especialmente útil para deshuesar—, rodeó la isla y fue hacia la mesa. Al moverse, su cuerpo se volvió ligeramente hacia la ventana, y Hoffmann pudo verlo bien por primera vez: una cabeza con la coronilla calva y con pelo canoso y largo en los lados, recogido en una coleta grasienta; unas mejillas descarnadas, sin afeitar. Llevaba un abrigo de piel marrón con rozaduras. Parecía una de esas personas errantes, como las que trabajan en los circos o en las atracciones de feria. Miraba fijamente el teléfono con cara de desconcierto, como si nunca hubiera visto uno; lo cogió, titubeó, pulsó la tecla de contestar y se lo acercó a la oreja.
Hoffmann se sintió sacudido por una oleada de furia asesina que lo inundó como una luz. En voz baja, dijo: «Sal de mi casa, cabrón», y se alegró de ver que el intruso daba un respingo de alarma, como si hubieran tirado de él desde arriba con un cable invisible. Giró rápidamente la cabeza —izquierda, derecha, izquierda, derecha— y al cabo posó la mirada en la ventana. Sus ojos, inquietos, se pararon un instante en los de Hoffmann, pero sin ver, porque lo que tenía delante era un cristal oscuro. Habría sido difícil discernir quién de los dos estaba más asustado. De pronto tiró el teléfono encima de la mesa y se abalanzó hacia la puerta con una agilidad sorprendente.
Hoffmann maldijo, se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos, resbalando y tropezando por el arriate de flores, siguiendo la línea de aquella fachada de la mansión hacia la fachada principal; le costaba andar con las zapatillas, se torció un tobillo, cada inhalación era un sollozo. Había llegado a la esquina cuando oyó que se cerraba la puerta principal. Dedujo que el intruso había echado a correr hacia la calle. Pero no: pasaban los segundos y el hombre no aparecía. Debía de haberse encerrado dentro.
—Dios mío —susurró Hoffmann—. Dios, Dios.
Avanzó como pudo hacia el porche. Las botas seguían allí, con las lenguas colgando, viejas, achaparradas, malignas. Introdujo el código de seguridad con una mano temblorosa. A esas alturas ya había empezado a llamar a gritos a Gabrielle, pese a que el dormitorio principal estaba en el lado opuesto de la casa y había pocas posibilidades de que ella lo oyera. Los cerrojos se deslizaron. Abrió la puerta de par en par y lo recibió la oscuridad. La lámpara del recibidor estaba apagada.
Se quedó un momento jadeando en el umbral, imaginando la distancia que tenía que cruzar, calculando sus probabilidades, y entonces se lanzó hacia la escalera gritando «¡Gabrielle! ¡Gabrielle!», pero todavía no había pasado del suelo de mármol del recibidor cuando le pareció que la casa explotaba alrededor, que las escaleras se derrumbaban, que las baldosas del suelo subían hacia él, que las paredes se alejaban y se perdían en la noche.