DIOS DE LOS AFGANOS
Entre los ritos más dolorosos que cualquier soldado ha de llevar a cabo está el de hacer el inventario de los efectos personales de un compañero. Cuando esas pertenencias son de una mujer y de un niño a quienes ha llegado a querer más de lo que habría creído posible, entonces esa tarea resulta mucho más desgarradora.
Al final sólo conservo dos recuerdos de Shinar: las sandalias (las destrozadas pashin con las que cruzó el Hindu Kush) y la carta que me mandó desde Bactra, escrita por un escriba en el mercado, en un griego inferior al suyo.
Voy a Maracanda. El hijo de Ghilla ha nacido. Los soldados mataron a Daria por tu hermano. Te llevo la paga. Si encuentras otra mujer, ya me las arreglaré.
Tendré otras mujeres si vivo. Quizá el recuerdo de Shinar se desvanezca con el tiempo, pero lo dudo. Era más valiente, más fuerte y más sabia que yo. Mi insensatez fue la que desencadenó su muerte, que ella previó con tanta claridad mientras que yo, ciego y sordo a las señales, la arrastré hacia nuestra perdición.
En cuanto al hermano de Shinar, no puedo odiarlo. Ni siquiera puedo condenar el código que lo compelió a arrebatarle la vida. Éramos tres. El imperio tiene treinta millones. Señaladme a uno al que la inclemente reja de la guerra no le haya roturado el corazón. Cuando las divisiones parten hacia la India en primavera, quiere el azar que nuestra compañía desfile al lado del contingente afgano del que formaban parte el hermano y los primos de Shinar. Reconozco rostros del jurga. Ahora esos hombres serán parte de la guarnición militar que, bajo la bandera de Alejandro, controlará Afganistán en su nombre. ¿Qué monumento erigiremos por esta hazaña, el gran logro de que esos hombres sirvan al mismo señor de la guerra que antes, en el mismo lugar que antes, con el mismo propósito que antes, sólo que ahora se les paga con dinero macedonio?
He vendido a Khione, mi yegua. No me traía suerte.
He decidido no licenciarme; por el contrario, me he reenganchado. En infantería. He firmado para otros dos paquetes. La unidad me concedió una promoción y ahora tengo el antiguo rango de Bandera.
Mi amigo y mentor sí se marchó a casa. Ahora soy yo el que instruye a los sorches que llegaron aquí en la última caravana de reemplazos. Son tan simplones como cachorrillos. Les meto caña. Tienes que hacerlo si quieres que sobrevivan.
Estéfano y yo seguimos juntos. Hemos «doblado paquete» a la vez. Quiere conocer la India. Ahora es capitán; príncipes de la Antigua Macedonia no son tan ricos como él. Manda todo el dinero a casa y sólo se queda con lo suficiente para reemplazar armas y armadura.
—Es todo cuanto necesita un soldado —manifiesta.
Bandera y yo nos despedimos en la Llanura de los Lamentos. Rebusca en mi mochila, saca el casco de Tolo con colmillos de jabalí y me lo planta en la cabeza.
—Eso es. Así está mejor —dice.
Ghilla está junto a mí. Los he tomando a ella y a su hijo, el pequeño Lucas, bajo mi protección. Criaré al niño como si fuese mío.
—¿Para soldado? —pregunta Bandera.
Nos echamos a reír. El chiquillo terminará siendo uno, desde luego, diga lo que diga yo. Esa mañana a primera hora, mientras la caravana se preparaba en medio de la oscuridad, mi hermano ha pasado a lo largo de la columna a medio galope, de camino hacia su posición de marcha. Filipo también viaja a la India. Sigue tan severo como siempre; o más bien, lo simula. Desmonta. Inspecciona mi equipo.
—Me rompes el corazón, Matías.
Está llorando.
—Encontrarte aquí hace realidad mis peores temores.
La columna se pone en movimiento como si le costara trabajo. Cuando el ejército de Macedonia se despliega hacia un nuevo teatro de operaciones lo hace con las divisiones dispuestas por orden de antigüedad. La mía, la taxiarquía de Ceno, es la número dos, detrás de las brigadas de élite de Alejandro.
Filipo vuelve a montar y me tiende la mano. Se la estrecho.
—Mantén agachada la cabeza en las cumbres —dice.
—Y tú no cabalgues más rápido que tu cobertura.
Tira de las riendas y clava espuelas. Con un brinco, su montura sale lanzada a galope línea adelante.
La planicie sobre la que se extiende el campamento es una gran confusión de cocinas de campaña desmontadas y tiendas de dieciséis hombres desarmadas. Todo eso no acompañará al ejército, sino que lo seguirá con los trenes de bagaje pesado. En el viaje, las tropas pegarán la pestaña bajo bichees de piel de cabra y comerán bodrio y pan rápido. El camino será el mismo por el que descendimos del paso de Khawak hace tres primaveras. Esta vez la columna cruzará por pasos más bajos y más fáciles. Nos quedaremos en el Valle de Kabul para el entrenamiento hasta que lo peor del verano haya pasado y después, con el otoño, bajaremos al Punjab. Mi madre escribe en una carta:
¿Te he perdido, hijo? ¿Volveré a tenerte entre mis brazos?
Querría consolar a esta entrañable dama para que entendiera por qué no puedo volver a casa.
¿Cómo explicárselo? ¿En que me convertiría allí si no en otro viejo triste, un veterano roto y completamente inútil para su familia, su país y para sí mismo?
Hubo un tiempo en el que quería ser soldado. Es en lo que me he convertido. Sólo que no es como me lo había imaginado.
El movimiento de avance de la columna llega por fin a nuestra posición. El trayecto del primer día nunca es largo. Si uno se ha olvidado de algo importante hay que tener la posibilidad de enviar a un hombre de vuelta.
Al pasar por los campamentos de las divisiones que irán detrás avisto una barba blanca conocida. Ash conduce una reata de dos docenas. La carga de las mulas está atada y equilibrada, aunque los animales siguen sentados para que el peso no los canse prematuramente. Ash me ha enseñado eso y también a pelar el lomo del animal para que en la capa de pelambre no se hagan nudos que se aplasten bajo la carga.
—Te dije, macito, que os echaríamos.
En efecto, lo dijo.
Me paro y estrecho la mano del viejo rufián.
—Lamento lo de tu chica, Matías.
Cito su proverbio:
Aunque ciego, Dios ve; aunque sordo, oye.
Me reúno con la columna.
—Te veré en la India.
—¡Así me muera de hambre antes!
La belleza de Afganistán radica en sus horizontes distantes y en su luz. El macizo del Hindu Kush, a cien millas de distancia, parece encontrarse tan cerca que uno podría tocarlo. Pero antes de que lleguemos allí, granizos del tamaño de proyectiles de honda repicarán contra nuestro bronce y nuestro hierro; las riadas se llevarán hombres y caballos a los que queremos; el sol nos cocerá como a los adobes de los diez mil pueblos de este país. Estamos tan contentos de largarnos de este lugar como él lo está de vernos marchar.
Una vez me burlé del dios de Ash, pero nos ha vencido. Muda, implacable, distante, la deidad afgana no renuncia a nada. Le suplicas en vano. Sin embargo sustenta a quienes se llaman sus criaturas, quienes estrujan esta tierra pedregosa y estéril para asegurarse la subsistencia. He llegado a temer a ese dios de los afganos. El que ha hecho de mí un guerrero, como lo son ellos.