Sólo tengo que mirar a Shinar para comprender que ya no respira. Ya no puedo hacer nada por ella. La sensación es igual que en combate. Me vuelvo de inmediato hacia el pequeño Elías. Un cabo, no conozco su nombre, sostiene al niño. Todos se apartan y se abre un camino desde donde estoy hasta el bebé; lo recorro. Las mantillas están empapadas como una esponja. El cabo ha echado sobre el rostro del niño parte del faldón. Es un bulto tan pequeño. Como los paquetes que te llegan en el correo. Tomo en brazos a mi hijito.
Los hombres me cuentan después que parecía estar ido. Todo lo contrario. Estoy vívida y prodigiosamente lúcido. Sé con absoluta certeza que vienen más enemigos. Así es como lucha el afgano. Te ataca una vez y cuando crees que estás a salvo cae de nuevo sobre ti.
Me pongo a bramar órdenes. Tenemos que irnos, salir de allí. Los caballerizos me miran de hito en hito como si me hubiese vuelto loco.
Fuera, un muchacho sujeta a mi yegua. Está agotada; si la fuerzo a cargar con mi peso, caerá reventada. Echo a andar con mi hijo sujeto en el doblez del brazo izquierdo, debajo del cuadro de mi escudo de caballería. Oigo hablar al capitán a mi espalda.
—Que alguien lo siga y no se separe de él.
Bandera.
Mi compañero me alcanza. Tiene la cara bañada en sudor y el uniforme cubierto del polvo levantado durante la cabalgada desde el campamento afgano. La boda. Caigo en la cuenta de que yo también llevo el uniforme de gala. Parece ridículo.
—¿Dónde vamos? —grita Bandera.
Cree que estoy ido. Se quedará conmigo. Me protegerá. Pero cree que estoy en estado de estupor de combate.
Empiezo a subir la pendiente. El campamento se asienta en la base de la ensillada occidental del Bal Teghrib. Por encima serpentea un cauce seco de drenaje por la vertiente, y más allá, un asentamiento de chabolas. Las callejas se retuercen en un laberinto cuyo curso depende de cómo descienda por la ladera el desbordamiento de las aguas. Todas las calles tienen profundos surcos. Y están desiertas. El barrio al completo se ha marchado a la boda de Alejandro y Roxana.
Subo trabajosamente la cuesta. Bandera jadea a mi lado. Quiere saber adónde vamos.
—Lo sabré cuando lo vea —contesto.
Lo que pasa cuando te afecta el estupor de combate es que hasta la tarea más sencilla se vuelve increíblemente difícil. No razonas. Los miembros te pesan como si fueran de plomo. Tienes que echar mano de todos tus recursos simplemente para permanecer en el presente. Las funciones auditivas cambian; te vuelves sordomudo. Tu compañero te puede estar gritando a dos pies de distancia pero no le oyes. A veces, en combate, parece que se apodera de un hombre el empeño de realizar una tarea sin sentido, incluso peligrosa, como evacuar a lugar seguro a un compañero que ya está muerto, en vez de seguir apoyando la misión que está en curso. Los compañeros o los jefes de escuadrón han de hacerse cargo de estos soldados. Bandera tendría que darme un puñetazo ahora, lo sé. Pero no tiene valor para hacerlo.
Sé que Shinar ha muerto, sé que al niño que llevo en brazos lo han asesinado brutalmente, pero no puedo dejar de buscar desesperadamente un lugar seguro para ellos. Una parte de mí cree —o desea creer— que si soy capaz de esforzarme con suficiente empeño, si soy capaz de buscar un refugio con suficiente fervor, si ofrezco mi propia vida a cambio de la de esta criatura, los dioses me oirán y reanimarán a este pobre envoltorio que llevo en brazos.
Conduzco a Bandera calle arriba, hacia la ciudadela. Avanzamos entre una maraña de chamizos de adobe y cañas. Sobre el hombro izquierdo cargo mi pella de caballería y, debajo, va refugiado mi hijo. El de la caballería macedonia no es un escudo completo sino una cuña más bien pequeña de roble y cuero de buey, reforzada por delante con bronce. Es manejable. Con una sacudida hacia atrás puedes dejarla colgada a través de la espalda o, con un movimiento al contrario, hacia delante, puedes colocarla sobre el hombro y la parte superior del brazo. En esta posición, te protege de arremetidas de lanzas y golpes de sable de adversarios diestros, y te deja libre el brazo izquierdo para sujetar las riendas.
Debajo de eso, defendido por eso, llevo a mi niño muerto.
¿Cuánto tiempo avanzamos trabajosamente por el barrio de chabolas? No lo sé. Pasamos calle tras calle acordonada por destacamentos de seguridad. Atravesamos toda la ensillada de la montaña; cada desvío obligado nos aleja más de la cumbre. ¿Por qué voy hacia arriba? No tengo ni idea. El instinto de buscar las alturas, quizá.
De repente todo queda envuelto en sombras. El sol se ha metido tras la fortaleza. Resuenan vítores clamorosos; se oyen timbales y címbalos, campanillas y tambores celebrando la boda. Se han echado a volar las quinientas cometas; vislumbro el ascenso de sus formas en los huecos entre casas, por encima de las callejas. Bandera se apoya en mi hombro, agotado por esta lunática búsqueda a la que lo he conducido.
Nos derrumbamos contra un muro de adobes. Las rodillas dejan de sostenernos. Bandera se desploma frente a mí. El callejón es tan angosto que nuestras piernas extendidas se entrecruzan pesadamente unas sobre otras. Estamos demasiado cansados para desenredarlas.
No he perdido la razón.
Entiendo lo que ha pasado.
Capto lo inevitable de este momento. Para mí es evidente, como lo ha sido todo el tiempo para Shinar, que los acontecimientos se han desarrollado como si estuviesen predeterminados, desde la invasión inicial de Afganistán por el ejército macedonio hasta este mismo instante. Los que hemos participado en ellos —desde Baz, Ash y Jenin hasta Bandera, Shinar y yo— no hemos tenido más libre albedrío a la hora de actuar que los planetas en su discurrir por el firmamento o los días en un mes.
Las cometas de boda surcan el cielo bañadas por la luz del sol; nosotros nos agazapamos en las sombras. Encuentro la mirada de Bandera. Detrás de él se alza una desastrada cerca de tablas que tapa un callejón secundario. Un cachorro y un chiquillo desnudo que no tendrá más de doce meses están sentados juntos en el suelo polvoriento. Una joven madre sale por una puerta. Al vernos a Bandera y a mí se apresura a tomar al pequeño en sus brazos y desaparece en un abrir y cerrar de ojos. Oigo el batir de alas.
Palomas.
Palomas blancas.
Celebrando la unión de Alejandro y la princesa Roxana, la resplandeciente bandada pasa veloz a través de un rayo de sol.
La guerra ha terminado.