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Ash hace otra advertencia mientras salimos a caballo del campamento: cuando entregue el dinero y la yegua tengo que asegurarme de que el hermano los tome con sus propias manos sin que haya lugar a dudas.

—Una vez que acepte las bridas, no podrá echarse atrás en su promesa. Hasta entonces, no tienes nada en firme, todo está en el aire.

Le cuento la reunión a Shinar nada más llegar. Estaba enterada de la presencia de su hermano en el campamento desde el día del Mazar Dar, la fiesta para las mujeres. Allí había hablado con dos chicas de su pueblo.

—No lo mencionaron siquiera, pero lo vi en sus ojos.

Ghilla está con nosotros; la inquietud en las dos mujeres es tangible. Quieren trasladarse a otro campamento, ahora mismo, esta noche. Temen que Baz y los primos, a pesar de sus promesas, vayan a por ellas.

Pero ¿dónde vamos a mudarnos? La ciudad está abarrotada y no queda vacante ni un cuchitril de esclavo.

Estéfano nos salva. A través de un amigo nos facilita el acceso al recinto de oficiales solteros, la parte más segura del campamento militar. Sólo para maces. Conseguimos una tienda con los caballerizos. No está mal. Debido a los caballos hay vigilancia día y noche. Entre los montones de campamentos repartidos en mil acres de terreno es imposible que Baz pueda localizarnos aquí.

Falta una hora para que amanezca cuando dejo a las mujeres y a los niños instalados. Estoy demasiado crispado para dormir y, además, tengo que presentarme temprano en el cuartel general, para solicitar la carta de pago del ejército.

Me estoy poniendo una túnica limpia cuando Estéfano aparece con su amigo, el capitán que nos metió en el recinto de seguridad. Jura velar por Shinar y por Ghilla; pondrá a tres hombres de guardia en la tienda para que así siempre haya dos despiertos.

Debería quedarme yo. Debería llamar a Bandera y a Púgil y plantarnos delante de la entrada el día entero, hasta que llegue la hora de la boda.

Pero tengo que conseguir el dinero.

Tengo que sellar el contrato.

A mediodía he cruzado y vuelto a cruzar la ciudad media docena de veces. Cada burócrata me cuenta una historia distinta: la oficina del oficial de intendencia está cerrada por la boda; la oficina está abierta pero se ha trasladado al otro lado de la ciudad; la oficina desea ayudarme, pero el secretario no encuentra mis hojas de servicio; la oficina se cierra dentro de veinte minutos.

La boda de Alejandro ha puesto en estado de histeria a la ciudad. Todas las calles están abarrotadas de alfayates y repartidores de ropa limpia. Golfillos descalzos corren por caminos secundarios de los campamentos del ejército para entregar botas recién lustradas y cascos recién bruñidos. Nunca había visto tantas capas militares tan planchadas y tan resplandecientes. Los enganches de bronce relucen como diademas. Al borde del río se alinean caballos pegados lomo contra lomo mientras los mozos los enjabonan y los restriegan. En la planicie debe de haber un millar de campamentos. A los márgenes de cada uno de ellos se acuclillan centenares de nativos que limpian sillas de montar, enceran bridas y aparejos, y saca brillo a las piezas de metal. Para mantener limpia la ciudad, nuestro anfitrión, el señor de la guerra Corienes, ha prometido una moneda de cobre por cada galón de estiércol de caballo retirado de la vía pública y entregado a sus encargados de cuadras. Los golfillos se pelean ruidosamente por las boñigas en todas las calles. La ciudad reluce.

El tercer intendente me deriva hacia al Registro de Condecoraciones. El administrativo no encuentra mis documentos de servicio, pero tiene éxito a la hora de localizar los de mi hermano Elías. ¿Sabía que tengo un abono pendiente de cobro? La mitad de la prestación por defunción de Elías; la otra mitad le corresponde a Filipo.

Esto me salvará.

¿Puedo cobrarla?

Por supuesto. En Apolonia, dentro de seis meses.

El funcionario tiene que cerrar la oficina. Sin embargo, es un tipo decente y cuando me doy la vuelta, rezongando, le llama.

—¿Y qué hay de su dote, sargento?

Me recuerda que la tesorería del rey obsequiará hoy a cada pareja de recién casados con una copa de oro que fácilmente valdrá la cantidad que me hace falta.

El problema es que el regalo llega después de la boda.

—Encuentra a un egipcio —aconseja el administrativo. Un prestamista. Alguien que me adelantará dinero en efectivo contra mi aval de la dote.

Lo intento durante otras dos horas. El barrio de los cambistas está cerrado a cal y canto por las fuerzas de seguridad, ya que esa calle conduce a la Ciudadela; nadie puede acceder por allí salvo llevando un pase con el sello real. Alguien me cuenta que los prestamistas se han trasladado temporalmente a otros emplazamientos, que sus mesas están instaladas detrás de la Calle de los Armeros. Estoy a veinte pies de esa calle cuando una procesión de sacerdotes se interpone en mi camino como un muro. Los zoroástricos avanzan a un paso con el que en comparación una babosa parecería rápida. Portadores de mazas ceremoniales flanquean a los hombres santos; no puedo cruzar entre ellos o la muchedumbre se me echaría encima. Sin embargo, alcanzo a ver a los cambistas. En todas las mesas hay una fila de veinte hombres. Uno de cada dos milicos que están sin blanca ha tenido la misma idea que yo. Para cuando consigo rodear la procesión, ya han recogido las mesas. No quedan cuartos. Los cuervos usureros han prestado todo; al doble y medio.

Regreso al recinto de oficiales solteros cuando pasa una hora del mediodía. Ghilla y otras dos chicas están preparando el baño ritual para Shinar y no me dejan entrar en la tienda; trae mala suerte. Mi capa planchada cuelga del poste. La he cagado bien. He fracasado por completo. No tengo el dinero para Baz y no hay forma de conseguirlo. Mientras me dejo caer en el banco que hay fuera de la tienda, Bandera llega a caballo. También conduce a Khione, mi yegua, por la brida. Los dos animales están almohazados y resplandecientes. Trae asimismo un tercer animal para que lo cabalgue a la vuelta.

—¿Tienes el dinero?

Sacudo la cabeza.

Bandera me lanza una bolsa de cuero que cae al suelo con un ruido tintineante, pesado.

—Cógela y ni una palabra —dice.

No me deja que le dé las gracias.

—Estaré de vuelta dentro de una hora con Púgil y Rojillo. —Se refiere a que los cuatro cabalgaremos al encuentro de Baz—. Lleva hierro extra. Por si nos desarman a la entrada.

—¿Dónde está Ash? —pregunto tras asentir con la cabeza a su recomendación.

—En el campamento pactiano. O allí es donde dijo que estaría.

El lugar donde hemos de reunirnos con el hermano y los primos de Shinar se halla a unos veinte minutos planicie adentro. Hoy tardaremos el doble de tiempo por el gentío que abarrota las calzadas.

Me visto en cinco minutos. El resto de la hora lo paso rondando por el perímetro de nuestro callejón. Los guardias del capitán están en sus puestos. Todas nuestras mujeres están localizadas, excepto Jenin, la chica de los abortos, que ha salido a recoger la ropa de la colada.

Repito para mis adentros la advertencia de Ash: poner las riendas de Khione en las manos del hermano de Shinar. Así se sellará el pacto.

Ya falta poco.

Un trámite más y habremos despejado el camino de obstáculos.

Bandera regresa con Púgil y Rojillo. Se ha cambiado y lleva el uniforme de gala para la boda, incluida la capa militar bajo la que guarda un destripador de estilo espartano (por si Baz y los primos intentan alguna jugarreta), un cuchillo khofari sujeto al muslo con una correa y un par de dagas arrojadizas metidas en las botas. Púgil y Rojillo esperan fuera, en sus caballos. Me despido de Shinar. Mis compañeros y yo tardamos una hora en llegar al campamento pactiano. Allí convergen tres calles principales; los callejones adyacentes están abarrotados de caballería, aliada e irregular, y millares de asistentes a los festejos que van a pie. El sol de la tarde es abrasador. Hay centenares de remolinos de aire que levantan tierra.

—Ahí es —señala Bandera.

Divisamos la entrada, donde ayer rechazaron a nuestro shikari. Hay un grupo de hombres de la tribu que espera. Ash se adelanta un paso.

Ni rastro de Baz.

Ni de los primos.

Freno la yegua delante del acemilero.

—¿Dónde está el hermano?

Ash parece encontrarse muy alterado.

—¿Dónde están?

—Sabía que nos la iban a jugar —dice Bandera.

—Ash…

—No lo sé —contesta.

—¿Qué pasa?

—¡No lo sé!

Bandera observa los rostros de los espectadores. Ellos sí lo saben. Han venido para vernos, para disfrutar con nuestra inquietud.

Dos afganos alargan la mano hacia las riendas de Khione, pero la libero de un tirón.

—¿Dónde está Baz? —grito en dari.

Los hombres se lanzan hacia Khione con intención de robarla. Bandera desenfunda el sable; las lanzas de Púgil y de Rojillo frenan en seco al grupo.

—¡Ash! —bramo— ¿qué coño está pasando?

—¡Matías! —Bandera señala hacia la multitud que observa. Jenin.

La chica de los abortos.

Nos ve señalándola y sale corriendo como una liebre. Clavo espuelas. En un abrir y cerrar de ojos, Bandera y yo nos ponemos a galope. La chica se escabulle entre las tiendas y una multitud nos cierra el paso.

Los cabrones nos la han pegado bien —grita Bandera—. Nos han engatusado para alejarnos del recinto. Para dejar sin protección a Shinar y al bebé.

Veo a Jenin correr por el campamento callejón abajo. La advertencia hecha por Ash ayer retumba en mis oídos:

Y temer más a las pájaras de su tribu, porque la a’shaara las tiene tan cogidas como la garra de un águila aferra a una paloma.