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El jurga se celebra la noche de la víspera de la boda. Por lo visto no se podía convocar un quórum antes porque muchos participantes de la tribu, que son tropas asalariadas al servicio de Alejandro, debían ensayar durante el día la participación de sus compañías en el desfile militar que precederá a las nupcias de mañana. A Bandera y a mí nos parece bien. Nuestro grupo tiene que prepararse también.

Estéfano me exime del último ensayo para que vaya al cuartel general a recoger los papeles que nos permitirán a Shinar y a mí contraer matrimonio en la ceremonia colectiva de mil cuatrocientas parejas. Este rito se celebrará a la misma hora del crepúsculo en la que se casarán Alejandro y Roxanna, sólo que será fuera de la fortaleza, en el nuevo anfiteatro de estilo griego que se ha excavado en la falda de Bal Teghrib, en el sitio desde el que nuestro rey le habló al ejército por primera vez tras cruzar el Hindu Kush.

Bandera y yo cabalgamos hacia el campamento afgano. Falta una hora para anochecer. Se suponía que Ash se reuniría con nosotros para hacer de escolta y garante, pero no hay forma de dar con él. En su lugar, tomamos a uno de nuestros shikaris, un montañés canoso llamado Jerezrah, para que presente nuestra petición de permiso para entrar. Pero ¡ay!, resulta que el tipo es de los agheila, una tribu de los panjshiri con la que nuestros anfitriones, también pactianos pero de otra clase, están en guerra. No lo dejan pasar. Entonces aparece Ash. Por lo visto nos ha estado esperando allí, preguntándose qué nos habría retrasado a Bandera y a mí. Se hace cargo de la situación. Apelando al espíritu de los Días del Perdón, persuade a nuestros anfitriones para que permitan entrar a Jerezrah. Sólo que ahora Jerezrah está molesto por el insulto y no quiere pasar.

—Conozco a estos bandidos de toda la vida —dice mientras se da media vuelta—. Siguen siendo tan marrulleros y tan indeseables como siempre.

Bandera, Ash y yo entramos al campamento. Parece que hasta el último mono de la tribu en cien millas a la redonda ha oído el runrún sobre el acontecimiento y todos se han congregado aquí, ansiosos de asistir a él. Son una pandilla de aspecto salvaje; van armados hasta los dientes y se nota que no han ido al barbero desde hace meses. Todos llevan una fusta adornada con flecos y plumas; cuando se sientan apoyan la punta de la fusta en el suelo mientras sostienen el mango entre los dedos con delicadeza, de manera que cuando la asamblea al completo se ha colocado en círculo, todos los látigos de montar apuntan hacia el centro y se sacuden rítmicamente para golpear en el suelo. Es un espectáculo pintoresco y, a su modo, bastante bonito.

El gentío se ha agrupado ahora frente al pabellón del jefe, una estructura de piel de cabra sostenida por multitud de columnas de madera y con un enorme toldo como pórtico, bajo el cual hay alfombras extendidas sobre la tierra. Nos muestran cuál es nuestro sitio. Tomamos asiento. El sol se esconde tras las montañas; al momento, se siente el frío aguijonazo del aire nocturno. Ash, sentado a mi derecha, dobla las rodillas. Los jefes y ancianos están sentados justo enfrente, con el hermano y los primos de Shinar de pie, detrás de ellos. No hay intercambio de saludos; ni siquiera dan señal de advertir nuestra presencia. Ash dice que es la costumbre. Se llama el «acomodo», cuando las partes se van conociendo por etapas, sin hablarse entre sí.

En el círculo hay un runruneo de conversaciones. Todo el mundo charla excepto Bandera y yo. Ahora traen grandes cuencos de latón con agua, pero no para beber, sino para lavarse la mano derecha. El ruido de fondo se vuelve más animado. Al instante, aparece una montaña de arroz, carne de cordero y guisantes que pasan en una carretilla cargada entre cuatro. Todo el mundo coge con la mano, así que Bandera y yo hacemos lo mismo por miedo a ofenderlos si lo rechazamos, a pesar de que acabamos de engullir en el campamento una cena de las que te hacen polvo el estómago. El hermano y los primos no se sientan. Ni comen. Se mantienen en su posición justo detrás del jefe tribal. No tengo la menor idea de lo que significa eso. Su gesto es hosco y antagónico; están cruzados de brazos. Cuando la montaña de arroz se ha devorado, cosa en la que no se tarda más de diez minutos, los hombres empiezan a debatir en pactiano el asunto de Shinar y su violación del código de la a’shaara. Nadie nos invita a hablar a Bandera y a mí; ni siquiera miran en nuestra dirección. El jefe y los ancianos mantienen un diálogo muy hilarante entre ellos y que, en apariencia, nada tiene que ver con nuestro caso. La pasión anima el debate; en cierto momento hay que separar a varios hombres del clan que casi han llegado a las manos. Todos los viejos se lo están pasando en grande.

De repente, como si sonara una señal que todo el mundo puede oír excepto Bandera y yo, el follón cesa. Se llama a hermano y primos para que se adelanten; los tres se sientan, de cara hacia mí.

—¡Toumah! —aúlla un intérprete—. Habla.

Lo hago. Me dirijo al hermano y los primos.

—¡Nah! ¡Nah! —me corrige el maestro de ceremonia. Tengo que presentar mi alegato a los ancianos.

Expongo el caso en griego y Ash lo traduce. Cuando acabo, se inicia un segundo turno de debate. De nuevo, los jefes tribales no prestan atención. De hecho, unos cuantos se levantan y se marchan, para orinar, imagino. Al volver reanudan la animada plática. El período finaliza y ahora es el hermano de Shinar, Baz, el que se levanta para hablar.

Habría preferido que estuviera más enfadado. En cambio, muestra una expresión pétrea y adusta. Se dirige a los ancianos y a la multitud, no a mí. Cuando gesticula en mi dirección, cosa que hace de vez en cuando, eleva el registro de voz. Sé suficiente pactiano para entender que más que odiarme como individuo o por cualquier agravio que haya podido hacerle personalmente, me odia por ser la representación del ejército de Macedonia, del detestado invasor. Para él soy todos los extranjeros, todos los maces. Nos odia con encendida pasión.

Ash me habla al oído.

—No te tomes esto demasiado en serio. Es un buen hombre.

Baz termina su arenga a los ancianos y a la tribu. Ahora se vuelve hacia mí. En unos términos de fría y dura truculencia, lee en voz alta una acusación que haría que la melena de Zeus encaneciera. Distingo tres palabras a fuerza de oírlas repetirse: «honor», «insulto» y «justicia». Así acaba su alegato.

—Ahora, ofrece dinero —me apunta Ash.

Me advierte que empiece con una cifra baja. Lo hago. No funciona. Mi apuesta es casi la mitad de mi gratificación, la paga de tres años. No me sirve de nada.

—Añado mi yegua —digo.

La asamblea estalla en un gran clamor. Las fustas se sacuden con desbordante energía. Los hombres del clan se dan golpecitos unos a otros con el envés de la mano derecha (hacerlo con la palma o con la mano izquierda constituiría un tremendo insulto). Mi yegua aparece como por arte de magia conducida por caballerizos afganos. La multitud la rodea en cinco de fondo. Hay que ser justo con estos bandidos: saben de caballos. Por el animado chachareo, es evidente que Khione tiene su aprobación. Echo una ojeada a Baz y a los primos. Los hombres del clan les golpean con la mano alegremente. La cosa pinta bien, según Bandera.

—Esos ladrones de ovejas le están mostrando respeto a tu hombre.

Tiene razón. Los hombres siguen felicitando a Baz. Es evidente que para ellos no hay ya ni rastro de deshonra.

Ofrecer mi yegua ha sido un golpe brillante. Aunque codicioso, a un afgano el oro lo atrae menos (apenas tiene oportunidades de gastarlo) que artículos honorables como armaduras o armas del enemigo; y más aún su montura de batalla, en especial si ese animal es un ejemplar de primera como Khione, en plenitud de sus años de combate. Adquirir semejante trofeo es casi tan satisfactorio como asesinar al propio enemigo.

—¿Hay acuerdo? —le pregunto a Ash.

Me dice que por supuesto. Sólo que habrá otra hora de regateos por bridas y arreos. Ash se encarga de ello y negocia en mi nombre.

—Accede a todo —le digo—. ¿Qué más da?

—¡Jamás! Os despreciarán a ti y al animal si no luchamos por esto.

Al final, Ash consigue conservar mi armadura y mis armas. Entonces traen una segunda comida.

—Ash, sácanos de aquí de una puñetera vez —exige Bandera.

Se cierra el acuerdo. El hermano de Shinar renunciará a su requerimiento de venganza bajo las leyes de tor y a’shaara. Yo le compensaré con mi yegua y la indemnización acordada.

Quiero terminar con esto de una vez, pero la suma que he prometido es demasiado cuantiosa para darla en oro; de todos modos ni siquiera tengo una décima parte. Tendrá que ser con una libranza del ejército y obtener esto a través del oficial de intendencia nos llevará toda la noche y gran parte de mañana, si tengo suerte.

El hermano y yo acordamos encontrarnos al día siguiente en la entrada del campamento pactiano, una hora antes de formar para el desfile.

No me da la mano al cerrar el acuerdo; esa función la lleva a cabo el jefe, como marca la costumbre.

—¡Buen trato! —me dice el hombre en griego.

—¿Lo mantendrás? —pregunto a Baz, mirándolo a los ojos.

—Trae el dinero y la yegua.

—Si nuestras naciones han conseguido las paces, tú yo también podremos hacerlas.

—Abandona mi país y no vuelvas nunca —dice, sin darse por enterado.