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Shinar da a luz el diecinueve de artemisio a un niño sano. Le ponemos de nombre Elías. Pesa exactamente lo mismo que mi escudo pelta (unas ocho libras) y cabe cómodamente dentro del hueco cóncavo de cuero y bronce. Cuando lo baño, vocea como un soldado de la tropa. Tiene diez dedos en las manos y diez en los pies y un pene pequeñito y sonrosado por el que, tumbado boca arriba, lanza un chorro al aire como una fuente de mármol. No podría sentirme más dichoso. Shinar también ha cambiado. El niño tiene el pelo negro como ella y los ojos de color canela, como yo. Una amalgama habitual.

Con la llegada de este paquetito nuestra vida ha cambiado para siempre. Mi actitud hacia la muerte, mi ¿Narik ta?, ha desaparecido. Seguir vivo y serle útil a este niño ha pasado a ser todo para mí de la noche a la mañana.

Bandera y Estéfano nos visitan para pasarle revista a este nuevo miembro de la campaña, que los recibe con una extraordinaria defecación. Mis amigos aclaman su tamaño y su peste varonil. No me sentiría más orgulloso si el pequeño hubiese escrito una segunda Ilíada.

No quiero que mi hijo sea soldado. Que enseñe música o practique el arte de la medicina. Que críe caballos y cultive la tierra.

Yo he cambiado, sí, pero Shinar está transformada. Ahora es madre. Despierta en mí admiración y respeto. Me aferro a esta aspiración: verla departiendo con mi madre sobre cosas de mujeres. Quiero verlas reír juntas en nuestra cocina de Apolonia o caminar con el pequeño Elías por las colinas que se alzan cerca de la casa.

Me viene a la cabeza la idea de que mi hijo tiene dos primos. El hijo y la hija de mi hermana Eleni y de su marido Agatón. ¡Qué ganas tengo de ver a estos tres pequeñines jugando! La noche del nacimiento de nuestro hijo, mientras la madre y el pequeño dormían, saqué la carta de mi cuñado que he guardado tantos meses en el fondo del macuto con el resto de mi equipo.

Estoy sentado y contemplo a mi hijo menor, que es hijo de tu hermana y tu sobrino, jugar al sol en el patio. ¿Sabes, querido hermano, que mi deformidad dejó una impronta tan indeleble en mi imaginación que cuando nuestro hijo nació esperaba que tuviera, como yo, un muñón en lugar de una mano? Cuando lo vi íntegro y perfecto, lloré. Gracias a este niño siento que se ha creado un mundo totalmente nuevo.

Seis días después del nacimiento, se celebra en toda la ciudad una fiesta nupcial llamada Mazar Dar, «Nueva Vida». Su protagonista es la princesa Roxana; el día de fiesta es en su honor y los ritos son sólo para mujeres.

Algo le ocurre a Shinar durante esos rituales; no quiere contarme qué ha sido, pero de lo que no cabe duda es de que a su regreso está cambiada. Quizá sea por la calidez de verse rodeada de un montón de mujeres compatriotas zureando como palomas por su hijo recién nacido. Tal vez sea por encontrarse y hablar con las numerosas novias afganas que dentro de unos días tomarán esposos griegos y macedonios. No lo sé. Pero cuando esa noche se tiende en la cama a mi lado, manifiesta que ha cambiado de idea.

—¿Es demasiado tarde para inscribirnos en la lista de boda?

—¿Quieres decir para casarnos?

Mi amada sonríe.

—Si me aceptas…