La boda de Alejandro y Roxana tendrá lugar en Bactra, en lo alto de la gran fortaleza, Bal Teghrib. Los ritos se celebrarán al aire libre, al estilo persa. Los capitanes de las unidades —y al parecer la mitad de los príncipes de Afganistán— se congregarán en Koh-i-Waz, el palacio del señor de la guerra Corienes, vestidos con sus mejores galas.
Bandera se licencia. Vuelve a casa. Su salario y gratificaciones, contando las primas de cinco Leones de Plata y uno de Oro, ascienden a la paga de veinte años. Es rico.
Yo también presento mis papeles. Me toca el equivalente a la paga de seis años.
Mil cuatrocientas parejas —maces y sus novias extranjeras— pronunciarán los votos al tiempo que nuestro rey y su princesa en este día feliz. Hemos oído que la mitad ha elegido destinos afganos. Se establecerán con sus esposas en las guarniciones de las distintas Alejandrías: Artacoana, Kandahar, Ghazni, Kabul e incluso Alejandría Escate. Todos los soldados recibirán al menos una buena granja; los oficiales recibirán haciendas como recompensa. Bandera tuerce el gesto.
—No volverán a ver Macedonia. Hace falta ser gilipollas —dice.
Esa estupidez no va ni con él ni conmigo. Cogeremos el «diploma» y nos marcharemos sin mirar atrás. Bandera dice que no piensa dedicarse a trabajar una granja allá, en casa.
—Lo mío es la vida de cazador. Engendraré un puñado de mocosos y los entrenaré en la caza de montaña. Criaremos caballos. Tú y Shinar nos visitaréis todos los veranos. Tú intentarás liarme para que me ponga a cosechar pero ¡por Zeus que no lo haré!
Le pregunto seriamente si será capaz de dejar atrás el ejército.
—Que le jodan al ejército —contesta—. ¿Quién lo necesita?