Shinar ha concebido.
Está encinta. Esta vez no le permitiré que interrumpa el embarazo. De todos modos, tampoco ella quiere. Está feliz. Y yo también.
Nuestra división se ha instalado en los cuarteles de invierno de Nautaca. Es el mejor sitio en el que hemos estado hasta ahora. La ciudad se alza en lo alto de una eminencia inexpugnable, así que no hay que trabajar para fortificarla y lo poco que hubo que hacer lo realizaron los ingenieros antes de irse para construir Alejandría del Jaxartes.
En la Fiesta de la Escarcha todos los soldados de línea reciben la paga de atrasos. La mía es de siete meses, más una prima del rey de otros dos años extra. Me llega mi tercer León de Bronce, así como la soldada de un año que se incluye con la condecoración y, lo mejor de todo, la opción de licenciamiento al final del próximo paquete. Tener tres Leones equivale a conseguir el diploma. No soy idiota. ¡No pienso dejar escapar la oportunidad! Nado en la abundancia. Igual que todos los demás.
La mejor zona de Nautaca es Cavadores, el complejo que el cuerpo de ingenieros ha levantado como su alojamiento y al que nosotros, los milicos, nos mudamos ahora. Nada de tiendas para los ingenieros. Construyeron barracones de piedra y vigas, con casa de baños, pisos de madera y pasillos techados hasta las letrinas. Cuando se trasladaron al Jaxartes a principios del invierno, el complejo pasó a ser un hospital. A mediados de invierno, los heridos se habían recuperado y se habían incorporado a sus unidades o los habían trasladado al sur, a la ciudad de Bactra.
Los nuestros lo ocupan ahora. Shinar y yo conseguirnos una habitación con ventana y una estufa khef de arcilla. Una brazada de astillas mantiene el cuarto caliente toda la noche. Ghilla y su pequeño comparten la habitación con nosotros, le ha puesto de nombre Lucas. Nunca he convivido con un bebé; adoro a ese pequeñajo. Echamos la siesta juntos. Le encanta dormir espalda contra espalda. Al principio me aterrorizaba darme la vuelta y aplastarlo, pero sus chillidos acabaron enseguida con ese temor. Tiene unos pulmones como los de un sargento abanderado. Si el bebé de Shinar es niño le llamaremos Elías. Las mujeres han alfombrado el suelo para no pasar frío y han aislado bien el techo. Nuestros amigos Púgil y Rojillo ocupan las dos habitaciones siguientes, con sus mujeres; Bandera y Estéfano están en las cabañas construidas para oficiales, calle abajo.
Casi nos da vergüenza vivir tan cómodos.
La ocupación en invierno es preparar una ofensiva para la primavera. Ahora soy sargento de línea y tengo a mis órdenes una fila de dieciséis. Tomo parte en todas las sesiones informativas a nivel de pelotón e incluso en algunas de batallón.
He escrito a mi madre para hablarle de Shinar. Por una vez puedo decir la verdad en una carta.
Cuando la campaña masageta acabó hace tres meses, nuestra sección se había internado doscientas millas en las Tierras Salvajes. No había un solo hombre que no estuviera herido y los caballos eran sacos de huesos. Se descargaron tres tormentas seguidas. Perdí dos dedos de los pies y parte de cuatro dedos de las manos, incluida la falange del pulgar izquierdo. Muchos lo pasaron bastante peor. Cuando por fin la columna regresó a trancas y barrancas a Nautaca, Shinar me estaba esperando. Había venido al norte sola, primero hasta Maracanda y luego a Alejandría del Jaxartes, para llegar finalmente aquí.
Cuando la vi, arropada de la cabeza a los pies esperando entre una multitud de esposas y amantes en la puerta de acceso, supe que no tenía que seguir buscando a la compañera de mi vida. Por entonces aún no había barracones, pero los ingenieros levantaban establos, todavía en construcción, pero que al menos resguardaban del viento.
Shinar me lleva allí y me desplomo en la paja, atontado. Cuando me despierto, como me pasa durante días presa de ataques de terror y confusión, la veo ocupándose de Khione. Almohaza a la yegua, la seca y le envuelve las pezuñas, le consigue buen grano y agua fresca.
—¿Y yo qué? —gimo.
—Me ocuparé de ti a su debido tiempo —contesta.
Parece que duermo todo un mes envuelto en su aroma. La calidez de su cuerpo me restablece.
Da la sensación de que se haya transformado en otra persona, más afable y cariñosa y menos maltrecha por dentro. ¿Habré cambiado yo también? ¿O es que no la conocía realmente?
Ghilla tiene un sexto sentido a la hora de dejarnos solos. Lo capta en el ambiente y coge en brazos al pequeño Lucas.
—Es hora de dar un paseo, Paquetito.
Como todas las mujeres de la milicia, Shinar sabe los planes del ejército antes que los propios soldados. La ofensiva de primavera será a gran escala. Quedan cuatro señores de la guerra afganos —Oxiartes, Corienes, Catanes y Austanes— con unos cuarenta mil hombres a sus órdenes. Radican en varias plazas fuertes en el Cáucaso escita. En primavera los sitiaremos. Las tropas de avanzada ya han ocupado posiciones y han puesto cerco al enemigo, además de cortar todas las vías de escape.
No soy capaz de pensar en Lucas. Cuando su recuerdo acude a mi memoria, lo borro. Es demasiado pronto. De lo contrario, me derrumbaré.
Su hijo es una bendición. ¿Qué haríamos sin él? Ghilla y yo vamos con mucho tiento el uno con el otro. Pida lo que pida, nunca será demasiado. Y ella actúa igual conmigo; jamás pronuncia el nombre de Lucas. Quizás el año que viene. No seré yo el primero en hacerlo.
El invierno es muy oscuro tan al norte. No consigo entender cómo sobreviven estas tribus o incluso por qué desean hacerlo. Hasta Alejandro siente respeto por este aislamiento. Ha terminado por llamar Alejandría Escate —Alejandría la Última— a la ciudad junto al Jaxartes. Renuncia a la conquista de las Tierras Salvajes. Que los masagetas se las queden. Nuestro soberano marcará aquí el extremo norte de su imperio y llamará aliados y amigos a los escitas de más allá de ese límite.
Es un plan tan bueno como cualquier otro.
El día en el que el viento del oeste trae la primera fragancia de la primavera, mi hermano Filipo llega de Maracanda. Ha estado al sur de las montañas haciendo tratos con jefes de las tribus de Corienes y Oxiartes. Shinar, Ghilla y yo, con Bandera y su mujer y Estéfano, que no quiere otra pareja que su esposa de Macedonia, pasamos una larga y feliz velada junto a él.
—¿Qué retrasa la paz? —le pregunta el poeta a mi hermano.
—Lo mismo que la retrasa siempre: el orgullo.
Filipo dice que hay que encontrar la forma de que ambos bandos puedan proclamar la victoria. Para los señores de la guerra es una cuestión de vida o muerte; no sobrevivirán a la furia de los guerreros de sus propias tribus si consideran que han negociado la rendición. La desconfianza entre las tribus dificulta más aún el proceso. Cada jefe teme que perderá poder en el Afganistán de la posguerra; no sancionará con su nombre ningún acuerdo hasta que no sepa qué papel juegan él y sus rivales en este proyecto. Nadie quiere seguir luchando; la guerra ha devastado el país. Filipo admite que hemos aniquilado a la mitad de los hombres en edad de combatir en una sociedad donde eso significa todos los varones entre doce y ochenta años.
—¿Y tu mujer? —le pregunta Shinar.
—No puedo permitirme el lujo de tener una —contesta entre risas.
Shinar se propone juntarlos a él y a Ghilla. Incluso una sola noche les haría mucho bien a los dos. Pero cuando llega el momento, al final de la velada, Filipo declina con elegancia.
—Al menos quédate y charla un rato —dice Shinar—. La noche es fría y quizá no volvamos a verte en muchos meses.
Mi hermano, Shinar y yo nos quedamos hablando hasta altas horas de la noche.
—No comentes que te lo he dicho yo —advierte Filipo—, pero va a haber más gratificaciones. —En primavera, Alejandro planea bañar en oro a las tropas que han sufrido con él a lo largo de esta campaña. Sólo falta que se firme la paz para que se abran las puertas de la tesorería—. ¿Vais a casaros? —nos pregunta a Shinar y a mí.
—Si ella quiere.
A Filipo le hace feliz vernos juntos.
—Hagáis lo que hagáis, no os quedéis aquí. El ejército te tentará con incentivos en dinero contante y sonante, así como con concesión de tierras más extensas que nuestro país. No caigas en la trampa. Este lugar volverá a los usos tribales tan pronto como Alejandro se marche. Coge tu paga y vuelve a casa, Matías. Eres rico. Puedes comprar cualquier hacienda que te apetezca o trabajar en la de madre con Agatón y Eleni. Nada les gustaría más. No será tan malo como crees, Shinar. No todos los maces somos demonios. Serás ciudadana, al igual que tu hijo.
Shinar asimila todo esto con aire impasible, como si fuese algún sueño que no cree que se haga realidad jamás. Filipo la observa con ternura.
—Que los dioses te bendigan, querida muchacha, y a la criatura que está en camino. Sé que has sufrido más de lo que Matías y yo podamos imaginar. Es una alegría verte feliz. Y jamás podré agradecerte lo bastante el cambio que has operado en mi hermano.
Se le quiebra la voz. Shinar cruza la alfombra junto a él y lo toma de la mano.
—¿Y tú, Filipo? ¿Volverás a casa ahora?
—El ejército es mi hogar, Shinar.
La luz de la lámpara revela el gris en el cabello de mi hermano. Sé que unas calenturas se han llevado a su mujer, allá en casa; dentro de unos cuantos años su hijo saldrá hacia el este con el ejército. Sólo el cielo sabe cuántos amigos habrá perdido en combate. La esperanza de Shinar de que vuelva a casarse lo hace sonreír.
—¿Y qué esposa iba a tomar, pequeña? ¿A qué mujer podría hacer feliz? He pasado demasiado tiempo con putas de campamento. Me gustan. No tengo que justificarme con ellas. ¿Lo entiendes? ¿Podría realmente hacer saltar sobre las rodillas a un niño? —Suelta una risa desganada—. Llevo en guerra, de muchacho y de hombre, dos tercios de mi vida. ¿Qué otro oficio conozco? Mi hogar, si acaso, está en el infierno, donde me esperan aquellos a los que amo. —Sonríe—. Creo que no los haré esperar mucho.
—No digas eso —le reprende Shinar—. Yo he hecho lo mismo y no sirve de nada.
Filipo admite que tiene razón.
—¿Puedo regresar a Macedonia? —pregunta—. Antes de que Elías muriera, tal vez, pero ahora no. Nunca. Lo único que me mantiene vivo sois vosotros dos y la criatura que está en camino. Así que os repetiré a los dos lo que os he dicho antes: no hagáis como yo. Marchaos de aquí. Aferrad con fuerza vuestra felicidad mientras aún estáis a tiempo.
Falta una hora para que amanezca cuando Filipo se va. Salimos bajo las estrellas que resplandecen como ascuas. El frío agarrota las piernas lesionadas de Filipo.
—¿Y qué hay del hermano de Shinar? —me pregunta.
Sabe que la obligación del hermano según el nangwali es borrar la vergüenza que ella causa a la familia por estar conmigo. Y también los dos primos que están con él y que sólo esperan que se les presente la ocasión.
—Son todos unos fanfarrones —contesto—. En cualquier caso, están trescientas millas al sur, con las brigadas de montaña.
—En primavera vamos a estar todos en el sur.
Filipo quiere los datos completos —el nombre, el patronímico, el clan, la tribu— del hermano y los primos.
—Mira, no quiero que les hagas nada —le digo.
Filipo me mira seriamente.
—¿Por qué no?