El capitán se levanta de un salto y se pone firmes. El rey entra y se acerca a nosotros. Nos pide disculpas por haber irrumpido sin anunciarse y nos dice que no ha podido evitar oír la conversación desde fuera.
—Descansa, cabo.
Nuestro soberano lleva una sencilla capa de invierno, sin peto y sin insignias salvo el León de Oro en el hombro que sirve de broche.
—Las brigadas partirán dentro de una hora, así que disculpa que no disponga de mucho tiempo.
Me impresiona lo envejecido que está. El contraste con su aspecto juvenil cuando los reemplazos de hace dos años lo vimos por primera vez es abrumador. Sólo tiene veintiocho años, pero así, de cerca, parece un hombre de cuarenta. El sol y el aire le han dejado la piel como cuero cuarteado y en el cabello de color de miel hay mechones plateados. Manda salir al capitán, pero él no se sienta ni me da permiso para que lo haga yo.
—Sé lo duro que es perder a un amigo y más de una forma tan horrible —asegura—. Respeto tu valor por desafiar una orden que consideras injusta y comprendo que la promesa de recompensas ofenda tu sentido del honor.
El habitáculo es cerrado y del tamaño de una tienda para ocho hombres; los únicos muebles son la mesa, tres sillas y un estante para mapas y planos.
—Pero tú tienes que entender lo que está en juego. Ahora se nos presenta una oportunidad para poner fin a esta guerra, una oportunidad que no se alargará mucho. Las horas cuentan. La amnistía a nuestros cautivos bactrianos y sogdianos ha de concederse lo antes posible para que parezca un gesto de entereza y generosidad, no un movimiento político calculado.
Me cala hasta lo más hondo este gesto de nuestro soberano de hablarle a un soldado de rango tan bajo como yo igual que lo haría con un comandante del alto mando.
—La guerra es esto —dice Alejandro—. La gloria ha desaparecido. Uno busca en vano el honor. Todos hemos hecho cosas de las que nos avergonzamos. Incluso la victoria, que como dice Esquilo,
en cuyo augusto fulgor toda felonía se borra
no es igual en esta guerra. ¿Qué nos queda? Evitar la innecesaria pérdida de vidas. Demasiados hombres buenos han perecido ya sin motivo y se les unirán más si no alcanzamos la paz ahora. Se yergue y me mira directamente a los ojos.
—Rescindo la oferta del capitán de promoción y recompensa. Es un insulto a tu honor. Tampoco te obligaré a que hagas nada que vaya en contra de tu propio código, Matías. Ni ahora ni nunca. Y tampoco permitiré que te coaccionen otros. No hay nada más noble que el amor de un amigo por otro amigo. Dejémoslo así.
Se da media vuelta y sale.
Diez días después, cerca de una escarpa que los escitas llaman Mana Karq, o Riscos de Sal, un destacamento de masagetas aparece bajo bandera blanca y se entrega a una unidad de avanzada, adjunta a la brigada de Hefestión, que constituye el ala derecha de la ofensiva macedonia lanzada al norte.
Sus jefes, aseguran los masagetas, tienen la cabeza de Espitámenes. Entregarán dicho trofeo a Alejandro, añaden, si cancela el avance y acepta sus promesas de amistad.