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Pero el cuartel general nos tiene en cuarentena. A nuestra sección se la ha segregado a un sector en los márgenes del campamento. El servicio de inteligencia ha montado dos tiendas y esa noche hacen entrar allí a nuestros oficiales y sargentos principales: Estéfano, Bandera y los dos jóvenes tenientes que se encontraban presentes cuando se capturó al hijo de Espitámenes. Lo que se les pregunta nadie lo sabe. Cuando terminan, mandan a nuestros oficiales al ala opuesta del sector para que no puedan hablar con los que aún no han sido llamados a declarar.

Me llega el turno alrededor de medianoche. Se está descargando una tormenta de granizo; las bolas de hielo acribillan todo el campamento y destrozan tiendas y cortavientos. El frío y el estruendo son indescriptibles.

El teniente del cuartel general me entrevista. Es la misma tienda en la que me enseñó el cuaderno de notas de Lucas. Nos felicita a mí y a mi compañía por nuestra participación en esta gloriosa victoria. Al parecer me van a condecorar y a ascender a sargento. Habrá gratificaciones para todos. Entonces deja en la mesa un documento, delante de mí. Tengo que leerlo y firmarlo.

—¿Sabes leer, cabo?

—Apenas. —Me lo quedo mirando.

El pergamino es un informe del combate contra Espitámenes. Es fiel dentro de lo razonable. Excepto al final, donde relata las muertes de Lucas, Agatocles y el cronista Costas. Todos han tenido una muerte heroica combatiendo en el campo de batalla.

—No es así como ocurrió —digo.

La granizada retumba contra la lona de la tienda; las ascuas del brasero flamean con el ventarrón.

—Todos tus compañeros lo han firmado —contesta el teniente, que desestima mis palabras con un ademán.

Me enseña las firmas de Bandera, de Estéfano, de los dos tenientes y de nuestros otros oficiales de todos los rangos hasta llegar a Buey.

—A Lucas y a los otros los mataron días antes de la batalla, en la estepa. Los capturaron soldados afganos de la caballería y los masacraron —digo.

—Por favor, pon tu marca —insiste el teniente.

Le pregunto por qué hace falta que firme yo, si soy un simple cabo. ¿A quién le importa lo que yo diga?

—El cuartel general quiere la firma de todos.

Si no hubiese estado tan helado, tan agotado, tal vez habría estampado mi rúbrica. ¿Narik ta? ¿Qué importa? Pero la actitud del teniente me irrita. Con emoción, relato la captura del hijo de Espitámenes en la estepa. Describo la insistencia de Agatocles de volver a la columna para entregar al prisionero de inmediato y cómo se ofrecieron voluntarios el cronista Costas y mi amigo Lucas para unirse al grupo y cabalgar solos hacia la nada.

—El enemigo los capturó y los masacró. Eso fue lo que pasó.

—¿Vas a firmar, cabo?

—No.

El teniente se ausenta. Cuando regresa, lo acompaña un capitán. Esta vez los acompaña un secretario.

El capitán es más afable que el teniente. Traen vino, pan y sal. Charlamos. Sale a relucir que tenemos amigos comunes. Al parecer, el capitán conocía a mi hermano Elías; ensalza su valor y manifiesta pesar por su muerte prematura.

—Mira, tú y yo sabemos lo que le pasó a tu amigo Lucas —dice—. ¡Por Heracles, los animales que lo hicieron merecen la crucifixión!

—Entonces, encontrémoslos y démosles su merecido.

El capitán afirma que su preocupación es por los familiares de los muertos.

—¿De qué les servirá saber la verdad a la madre y la hermana de tu amigo? ¿Aliviará su sufrimiento? ¿Cómo recordarán a su ser querido?

—Tal como era —contesto.

—No. Lo verán despedazado. ¿Es eso lo que quieres? Empuja el papel hacia mí.

—Tu amigo fue un héroe, cabo. Dejemos que sus seres queridos lo recuerden así.

Ahora sí que estoy rebotado. Empujo la silla hacia atrás y empiezo a levantarme.

—Siéntate —ordena el capitán.

Me pongo de pie.

—¡Pon el culo en esa silla, maldita sea!

Obedezco.

Pero no firmaré.

Dos lanceros hircanios guardan la entrada. Me escoltan fuera, a una tienda de suministro que no se usa. Tengo que esperar allí y no hablar con nadie. Dados y Púgil entran a la tienda del capitán. Acaban y los mandan volver a la parte buena del campamento. La noche está mediada; la tormenta de granizo amaina y da paso a un frío glacial.

Al amanecer vuelven a llamarme. Es el mismo capitán, esta vez solo.

—Está bien —empieza—. Esta historia es una tapadera.

Me mira a los ojos, como para decirme que soy especial, que me va a poner al tanto de la verdad.

—El cuartel general considera de vital importancia que no llegue a oídos del ejército ni una palabra de esas atrocidades.

—¿Por qué no?

—Mil doscientos bactrianos y sogdianos se rindieron ayer. Alejandro quiere integrarlos en las unidades. Estos primeros darán pie a que centenares más hagan lo mismo, pero si nuestros compatriotas descubren lo que ocurrió…

Entiendo.

—Esto tiene que ver con la paz —dice el capitán—. ¡Con poner fin a la jodida guerra!

Le pregunto sobre el correo que los bactrianos enviaron a nuestro soberano.

—¿No se enterarán las tropas por ese mensaje?

—Se hizo desaparecer nada más recibirse. Los únicos que saben que existe son los oficiales que hay en este sector y un par de amigos tuyos a los que se lo contamos cuando tuvimos que implicarlos.

En una mesa auxiliar hay un puchero humeante con lentejas y pollo. También hay vino y gachas de cebada. El capitán me pregunta si he comido; le contesto que no tengo hambre.

—¿Qué causa estás defendiendo, cabo? ¡Por Zeus! ¿Por qué te niegas a firmar?

Sé que es una cabezonería. ¿Qué importancia tiene un insignificante garabato de tinta en el orden de las cosas?

—Escúchame, hijo. Esta orden proviene directamente de Alejandro. ¿Es que no amas a tu rey?

Claro que sí.

Pero no firmaré.

—¿Entiendes lo importante que es esto? ¡Estamos hablando de vidas de hombres! Si se firma la paz este invierno, se evitará una campaña durante toda la primavera.

Lo entiendo.

—¿Crees acaso que el mando va a permitir que un cabo cabeza dura malogre la posibilidad de acortar esta guerra?

—¿Es una amenaza, señor?

—Es un ruego, hombre.