En la tienda de la plana mayor hay un brasero de hierro, tres arcones que hacen las veces de sillas y una mesa de campaña. El teniente deja el cuaderno de notas de Lucas encima.
—¿Lo reconoces?
Es un rollo de cuero desgastado con dos ataduras de tiras de cuero sin curtir. En el grano de la piel de la solapa lleva repujado el emblema de un alce al que está matando un grifo.
—¿Me has oído, cabo? ¿Lo reconoces?
Los soldados saben cómo dejar el corazón insensible. Hay que salirse de uno mismo. La luz cambia, el sonido se vuelve extraño. Es como si estuvieses mirando desde un túnel. Sólo ves lo que tienes justo delante e incluso eso parece que lo esté observando otro en tu lugar, no tú; una copia tuya sacada del molde y que deja sólo una cáscara hueca e insensible como una piedra.
Soy consciente de que el teniente pone en la mesa el casco y la daga de Lucas. Incluso saca la capa larga que le di cuando partió a caballo con Agatocles; y también la bolsa con kishar y lentejas.
—Lo siento —dice. Se vuelve hacia su asistente—. Tráele algo de beber.
Cuando el teniente se marcha, Dados suelta toda la historia.
Guerreros bactrianos cayeron sobre el grupo de Agatocles que escoltaba al hijo de Espitámenes, con Lucas y Costas, a los dos días de partir del lugar del apresamiento. El enemigo se llevó a los maces, atados y con los ojos vendados, a un campamento llamado Riscos de Cal, donde se había reunido una multitud de parientes. Los hombres del clan clavaron a nuestros compatriotas en tablas, los untaron con brea y les prendieron fuego. Los sometieron a otras atrocidades cuando todavía estaban vivos. Los decapitaron. Los restos los arrastraron detrás de ponis hasta que se hicieron pedazos y se desprendieron de las ataduras.
Le pregunto a Dados cómo sabe todo eso.
—Los canallas alardearon de ello. En un correo a Alejandro.
Dados añade que nuestras tropas encontraron los cráneos en el campamento enemigo inmediatamente después de la batalla, en carretas capturadas a los bactrianos, junto con las armas y el equipo de nuestros compañeros que el enemigo se había quedado como trofeos.
Cae la noche. Patrullas maces se despliegan por la estepa en busca de Espitámenes, que ahora, con la nieve, se ha convertido en un rastro entre miles más. Alejandro prepara a las brigadas para dar caza al Lobo tan pronto como se le localice. A nuestra sección, comandada por Estéfano, la han apartado del servicio; nadie nos dice por qué. No duermo. No como. Una única meta anima mi resolución: volver a la acción lo antes posible y hacer pagar con creces a esos demonios las atrocidades infligidas a mi amigo.