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Nunca había visto hombres tan ansiosos por combatir. Veintisiete meses de frustración han conseguido que a nuestros maces se les haya ido la cabeza y no poco. Quieren partir cráneos. Arden en deseos de hacer viudas.

Nuestras compañías se forman al mando de Buey en un valle junto a una hilera de catapultas que se están enganchando a los armones. Se supone que el número de unidades es de doscientas cincuenta y seis, pero si se cuentan no pasan de las noventa y una. A nadie le importa. Dondequiera que esté cada cual, que escoja un grupo y se meta en él.

Estéfano pasa por la línea a medio galope para formarnos en cuñas. Vamos a respaldar a la caballería merce.

—Supongo que nadie tiene nada parecido a unas órdenes claras —dice Bandera.

Estéfano señala a los merces.

—Vosotros haced lo que hagan ellos y ya está.

La caballería mercenaria la componen frigios y capadocios; se los identifica por los cascos puntiagudos. Ni siquiera hablamos el mismo idioma. Dados frena a su caballo al lado de Púgil y de Rojillo.

—¡Bienvenidos a la jodienda en grupo! —dice entre risas.

Los merces arrancan en columnas. Parece que saben lo que hacen. Todos son lanceros, llevan cascos con yugulares y banderines que ondean en las puntas de sus armas de doce pies. Bajamos al trote por una depresión entre montículos; es como pasar entre túmulos. El campo de batalla —o lo que se convertirá en campo de batalla— se encuentra justo detrás del cerro de la izquierda. Giramos en un recodo y ahí está.

La nieve cae ahora a montones. Fuera del valle, el frío golpea como un muro de hielo. ¿Dónde está el enemigo? El tiempo está empeorando tan deprisa que no se ve más allá de una cuña delante de nuestra posición. Con el viento y la nieve no se oye absolutamente nada.

¿Dónde está Alejandro?

¿Dónde está Espitámenes?

En cualquiera de los otros conflictos en los que he estado, el elemento dominante ha sido la confusión, seguida de la duda, el terror. Aquí sólo hay confusión; no siento miedo en absoluto. Sigo mirando alrededor por si localizo a Lucas. Sabiendo que está bien ya podré palmarla tranquilo.

Nuestras cuñas siguen a los merces. La columna gira hacia la derecha y ahora tenemos los montículos a esa misma mano; vamos a medio galope, en paralelo a ellos. A la izquierda y hacia abajo una pendiente larga, barrida por la tormenta, se prolonga en una vasta hondonada que se está llenando de nieve. Pasamos junto a un desfile de compañías de infantería ligera que avanzan hacia allí. No van deprisa y parlotean unos con otros, despreocupados como verduleras de mercado. Cae nieve a mansalva; se ve a las tropas, pero no se las oye. Bajo los cascos de mi poni el suelo es duro como piedra y resbaladizo como mármol.

Los historiadores demostrarán más adelante que Espitámenes no tenía más remedio que salir, en este lugar y momento, a descubierto. Los fuertes de Alejandro tienen rodeado al Lobo, sin dejarle un solo sitio seguro en el que instalarse. Se han cortado las vías de suministro del enemigo. Sin duda, sus vehementes guerreros tribales lo apremian en un consejo. Los masagetas no se quedarán en invierno sin tener alguna aventura con el consiguiente botín. Los perderá a ellos, así como a los daas y a los sacas, si no actúa con audacia. Se desperdigarán y nunca volverán a agruparse bajo su mando.

El Lobo no tiene más remedio que atacar. Sabe que Alejandro quiere que lo haga. Sabe que nuestro soberano ha urdido los acontecimientos de forma que no le quede ninguna otra opción. Y sabe que tan pronto como ataque, Alejandro partirá a toda velocidad hacia el norte desde su campamento en Nautaca con todos los hombres y caballos que tenga.

Que así sea.

Por fin una lucha convencional.

Nuestra caballería mercenaria va a la izquierda, en columna. La seguimos. Los mercenarios pasan directamente detrás de la infantería ligera de manera que forman un segundo frente a la retaguardia de las tropas de a pie; entonces los líderes dan la vuelta en esa evolución llamada «contramarcha lacedemonia», como caballos girando alrededor de un poste o una yunta de bueyes dando media vuelta al final del surco del arado. Dados me grita mientras avanzamos a través de la ventisca.

—¿Qué diablos pasa aquí?

—¡Tú sigue a esos cabrones!

—Estoy tan perdido como él.

Nuestra fuerza montada se detiene al borde de la hondonada llena de nieve, detrás de un amplio frente de infantería. Ahora estamos en el centro, en columna con nuestro eje largo de flanco respecto al combate; la caballería merce se para en nuestra ala derecha, con la misma formación. Oímos, pero aún no vemos, el entrechocar de armas que está teniendo lugar a media milla, pendiente abajo.

Alejandro ha mandado avanzar a una tropa de caballería de ochocientos lidios y medios en un cuadro hueco, con mil doscientos infantes merces; después nos enteramos de que son las mismas tropas con las que Lucas y yo partimos de casa. Son el cebo. Contra ellos, Espitámenes ha lanzado una formación en media luna de jinetes masagetas y daas. Las puntas de la carga enemiga han rodeado a nuestros compañeros. El adversario ataca al cuadro de infantería en masa, al estilo de los bárbaros, y gira en círculos a su alrededor a medio galope y a la distancia justa para estar fuera del alcance de lanzas y jabalinas, en tanto que se lanzan grupos en oleadas contra nuestros hombres a un ritmo regular de ataque y retirada que aprovechan para disparar andanada tras andanada de flechas y saetas.

A derecha e izquierda oímos las trompetas maces. La infantería situada delante de nosotros, más abajo en el declive, se pone en movimiento y desciende por el flanco de la hondonada llena de nieve a paso ligero y levantan con las botas remolinos blancos. El frente de las tropas de a pie se extiende a derecha e izquierda y se pierde de vista. Van directos hacia la aglomeración del círculo de jinetes enemigos. Estéfano hace girar a su castrado Parataxis, «Batalla Campal», y se sitúa al frente de nuestra unidad. Nos contiene hasta que la infantería ha avanzado unas cien yardas cuesta abajo. Entonces, avanzamos nosotros; detrás de los pisahormigas, al paso. A nuestra derecha la caballería merce avanza del mismo modo. Aún no sé qué puñetas se supone que tenemos que hacer. Tampoco lo sabe Dados; ni Púgil. Todos observamos atentos a Estéfano. Tampoco tiene ni idea.

Esta es mi primera batalla de verdad. Como todos los demás, he oído un millar de relatos sobre tales enfrentamientos, de trompetas y estandartes y grandes cargas atronadoras de multitud de tropas y caballos. Pero nada de eso me ha preparado para la magnitud del ruido ni el loco e irresistible impulso que se apodera de ti. La emoción de los animales es apabullante. Como nos pasa a nosotros, los caballos evacuan el intestino cuando los domina el miedo o la excitación. Allí donde mires, hay monturas defecando y orinando; la peste te deja sin respiración; el aire helado humea con los residuos. Los ponis patean y relinchan; notas que están escapando al control de sus jinetes, que están volviendo a la ley de la manada. Igual que nosotros. Los cascos lanzan al aire pegotes de tierra helada. El suelo tiembla bajo nosotros. En el campo de batalla se alza un repiqueteo inhumano, vibrante.

Soy un cabo; tengo a mi cargo una anda de ocho hombres. Todos mis sentidos me gritan: ¡Ponte al mando! ¡Imparte órdenes! Eso es imposible. Todos estamos atrapados en la marea y la corriente del momento. Cuando nuestros caballos salgan a galope, nosotros iremos con ellos. ¿Órdenes? Ni el mismísimo Zeus conseguiría hacerse oír por encima de este fragor y, aunque pudiera, el impulso del instante aplastaría hasta su grito más poderoso. Intuyo más dejándome guiar por el instinto que por mis sentidos. Me doy cuenta de que la tarea de la infantería es ocultar a la caballería merce, evitar que el enemigo descubra nuestro avance. Al frente, el enemigo lanza escuadrón tras escuadrón de jinetes tribales hacia el gran anillo galopante. Se propone acabar con nuestras divisiones iniciales y después volverse contra las tropas de a pie que avanzan y emplear con ellas el mismo ardid.

Ya estamos a mitad de camino del declive. Los ruidos de la batalla suben desde la hondonada en un estrépito ensordecedor. Veo a Estéfano galopar delante de nosotros, con un oficial de la caballería merce a su lado. Ese tipo lleva pegado a su lado a un portaestandarte, un joven de catorce años como mucho. El chico sostiene en alto un gran pendón serpentino de color carmesí. Sin necesidad de palabras, todos los hombres comprenden.

Seguidlo.

Seguid su bandera.

La caballería merce a nuestra derecha está torciendo hacia ese mismo lado, por el flanco, de nuevo en columna. Igual que entramos. Primero al paso y luego al trote. Nuestros caballos lo entienden antes que nosotros; quieren ponerse a medio galope. Al instante lo pillo; todos lo hacemos.

—¿Entendido, Dados? —grito en la cortina de nieve. Se ríe y señala con la lanza a la caballería merce.

—¡Hacer lo que hagan ellos!

Allá vamos. Lo último que atisbo antes de que nuestra columna salga azuzando a los caballos hacia la derecha es al cuerpo de pajes que galopa por el declive allá arriba; portan el estandarte del ágema de los Compañeros, la anterior Guardia Real, y el emblema del León de Macedonia. Alejandro y los Compañeros. Un estremecimiento penetra desde los cascos de mi montura y me sube hasta la coronilla.

Este es el día.

El único modo de contrarrestar las tácticas escitas, el gran círculo rodante de arqueros a caballo, es interceptarlo por el costado. Romperlo. Empujarlo contra un río o una montaña o un precipicio. Entonces la infantería y la caballería pueden emplear las armas. Pero aquí, en las estepas de las Tierras Salvajes, no hay ríos ni montañas ni precipicios. Por eso las tácticas escitas funcionan tan bien.

Lo que hay que hacer —lo que Alejandro hace ahora— es utilizar hombres y caballos para que hagan las veces de un río, una montaña, un precipicio. Tal es nuestro papel ahora. El nuestro y el de la caballería merce. A galope, las tropas mercenarias de élite de Frigia y Capadocia salen por detrás de los cuernos de la cortina encubridora que es la infantería en avance. Un ala se dirige a la derecha y la otra, a la izquierda. En un gran movimiento ondulatorio, oscilan hacia fuera y vuelven. Caen sobre el círculo rodante del enemigo en ambos extremos del anillo.

Ahora es el enemigo el que está atrapado entre la infantería por delante y por detrás, y la caballería a derecha e izquierda. El círculo se rompe en pedazos como una rueda al golpearse contra cuatro piedras. Nuestra anda sigue a las columnas de la caballería merce que se precipitan con gran estruendo sobre el enemigo.

Es para mí un inmenso placer relatar cómo el ataque de nuestra compañía hace que el enemigo se desmorone y se dé a la fuga, acosado, por no mencionar que mi lanza despachó a tal héroe y a tal campeón. De hecho, la caballería merce se ha encargado de todo antes de que hayamos llegado allí. Probablemente nuestra columna debe de ser la vigésima que cae sobre el enemigo, cuando ya se tambalea. Sólo somos un muro, un cerco de picas y caballos en el que inmovilizar a las hordas de Espitámenes y romper su rueda en radios y astillas.

Ahora se produce la carga de Alejandro y sus Compañeros.

Nuestro rey conduce un escuadrón de mil ochocientos hombres de caballería pesada en cuñas, doscientos en cada una. A galope, esta fuerza puede recorrer cien yardas en siete segundos. Cuando penetra en el vientre del último círculo del enemigo, hace saltar en añicos el impulso giratorio y lo convierte en una multitud que pulula sin orden ni concierto.

El combate finaliza tan deprisa que casi resulta decepcionante. A estas alturas, los jinetes de las tribus han disparado sus flechas, sus monturas están cansadas, el entusiasmo febril del ataque se ha agotado. Ahora las sarisas de la infantería ligera y la infantería pesada, así como las lanzas de la caballería merce, se vuelven contra ellos. En cuestión de segundos, perecen mil doscientos adversarios. Millares tiran las armas y el propio Espitámenes huye precipitadamente del campo de batalla.

Nuestra compañía deambula por el seno de la hondonada y se apodera de todos los caballos que andan sueltos a los que puede echar mano. El campo de batalla es una sopa. Por todo el entorno se ha acribillado y machacado la turba helada; ahora no hay más que barro. Las tropas enemigas alzan las manos vacías por doquier. Con los animales agotados que trastabillan por el lodazal, bactrianos y sogdianos tiran las armas a centenares. Sus aliados de otros tiempos, los sacas y los masagetas, aprovechan la ocasión para asaltar equipamiento y bagaje de sus antiguos compañeros y se entretienen el tiempo suficiente para apoderarse de todos los ponis y mujeres que pueden antes de servirse de la nevada para ocultar su fuga hacia las Tierras Salvajes.

Con la victoria, el campo de batalla se ha convertido en un agitado remolino de caballos. Centenares de monturas de guerra patalean el lodo hasta hacerlo espumajear. Nuestros chicos silban y dan gritos, ardiendo en deseos de conseguir un animal valioso o, al menos, un yaboo rechoncho con el que hacer dinero rápido al cambiarlo por una bolsa de plata. ¿Dónde está Lucas? Espoleo a mi caballo por la redada de animales. De repente, un destello blanco atrae mi mirada.

¡Khione!

¡Mi pequeña y bonita yegua que perdí en el Raudal de Bendiciones!

Sólo un jinete creerá que, en medio de una agitada estampida de caballos, una ojeada pueda localizar a un animal en particular. Pero allí está. Silbo. Gira las orejas. No tardo ni un segundo en desmontar y cruzar hacia ella; le rodeo el cuello con los brazos. Cuando me huele, me reconoce.

La emoción me abruma y acarició el hocico de mi pequeña. Soy consciente, aun en el momento en el que el corazón me rebosa de júbilo, que la alegría de recuperarla es un modo de suplir las otras pérdidas, mucho más intensas y aún sin compensación. Compañeros muy queridos a los que el corazón todavía no puede llorar; hermanos perdidos a los que aún busco. Todos se convierten en uno para mí en la forma de este querido animal al que creía que nunca volvería a ver y al que ahora, uno entre cinco mil, me ha venido a las manos de forma milagrosa.

Oigo hablar a los hombres alrededor. Dicen que Espitámenes ha escapado y que nuestros jinetes más veloces lo persiguen. ¿Dónde está Alejandro? Ocupándose de la rendición de bactrianos y sogdianos.

Un sargento mace dice que ha visto al hijo de Espitámenes; me pongo en alerta al instante.

—¿Dónde? ¿Cuándo?

—¿A qué te refieres, amigo?

—Has dicho que lo viste. ¿Dónde?

El sargento está ocupado con sus caballos capturados. Él y sus amigos se dan la vuelta. Voy hacia ellos y exijo saber si es verdad que lo ha visto o no. El sargento gira la cabeza para mirarme; por lo congestionada que tiene la cara comprendo que está rebotado.

—Tranquilo, hermano. Sólo he dicho que había oído…

—Entonces ¿no lo viste?

—No, pero muchos sí.

Estoy furioso. Le reprocho que se atreva a hablar de semejantes cosas sin tener confirmación. Él repite que Espitámenes y su hijo han huido.

—¡Salieron cagando leches, esos dos! ¿Te parece bien así, amigo?

Los compañeros del sargento me apartan a empujones. Púgil y Rojillo me sujetan. Siento como si me fuera a estallar la tapa de los sesos. Si el hijo de Espitámenes está vivo, entonces…

—¡Matías!

La voz de Dados se oye por encima del estruendo.

—¡Aquí, Matías!

Me vuelvo y los veo llegar a él y a otros dos compañeros del campo de batalla; frenan sus caballos. A pesar del frío, están sudando. Dados dice que me han estado buscando por todas partes. Todos tienen una expresión muy seria. Entonces veo al teniente del cuartel general que va con ellos. Le saludo.

—¿Eres Matías, hijo de Matías de Apolonia?

Le contesto que sí.

Tiene el gesto aún más serio que los otros.

—Tienes que venir conmigo —dice.