Estalla una refriega por ese trofeo. Nuestros daas pelean entre ellos como gatos de granero (reconocen a Derdas de cuando luchaban junto a su padre) al creer que por la cabeza del chico se conseguirá un montón de oro. Estéfano y los otros oficiales maces ordenan que se separe al muchacho de los demás. Entretanto, a pesar de los desesperados esfuerzos por salvarlo, el capitán Leandro muere desangrado. Otros tres maces han recibido heridas fatales y otra docena ha sufrido lesiones graves a manos del enemigo en su feroz defensa. El chico observa todo con ojos fríos e inteligentes.
El hijo de Espitámenes viste al estilo masageta, con botas y pantalones abombados, larga capa khetal y gorro con orejeras. Nada lo distingue de sus compañeros menos ilustres, salvo una daga con mango de ónice que dos daas han sacado de entre la ropa interior del chico cuando se les desarmó a él y a los otros. Se organiza una gresca por la propiedad de ese trofeo. En la confusión, un puñado de enemigos escapa a caballo antes de que los nuestros hayan tenido tiempo de tender un cordón alrededor del lugar de captura.
Estos fugados regresarán volando hasta Espitámenes, cuyas fuerzas pueden encontrarse tan cerca como al otro lado de la próxima cadena de colinas. Esté donde esté, el Lobo no ahorrará latigazos a su montura en su afán por vengarse de nosotros… Y rescatar a su hijo.
Estéfano y dos tenientes se esfuerzan por imponer el orden. Se convoca un consejo. Como cabos, Lucas y yo tomamos parte en él. Estéfano dice que la mezcolanza del grupo enemigo —daas y masagetas con una fuerza principal de bactrianos y sogdianos— sólo puede significar que el enemigo se está reuniendo.
—Cuando estos cabrones se dispersan se disuelven en bandas tribales. Sólo cabalgan en grupo cuando se congregan.
Lucas y yo confirmamos esto. Lo vimos con nuestros propios ojos cuando estuvimos cautivos. Costas respalda la suposición de Estéfano.
—Los oficiales entrenados por persas —dice, refiriéndose a Espitámenes— se hacen acompañar por sus hijos cuando creen que van a entablar una lucha a muerte. El joven debe estar cerca para presenciar el heroísmo de su padre en la victoria o para proteger sus restos de la profanación en la derrota.
En otras palabras, que se está preparando algo gordo.
Hay que mandar un jinete de vuelta a la columna. Estalla una riña por esto. Agatocles, el oficial del servicio de inteligencia, reclama la custodia del hijo de Espitámenes. Sea cual sea el significado de la presencia del chico, hay que entregarlo de inmediato, primero a Ceno y después a Alejandro. El muchacho representa una ficha importante en el juego de la guerra y la paz. Agatocles entregará personalmente al valioso cautivo. Ordena a Estéfano que destaque una escolta.
Estéfano se niega.
Agatocles, dice el poeta, caerá en poder del enemigo en cuestión de horas yendo solo por la estepa con unos pocos hombres.
—Debe quedarse con el grueso de la fuerza, señor.
Los dos tenientes delegan en Estéfano, a pesar de tener más rango que él, en favor de su experiencia en la guerra y su fama como soldado. El poeta ordena que la columna se organice, que se ate a los prisioneros y que se atienda a los heridos. Nos pondremos en marcha todos juntos tan pronto como sea posible.
Agatocles insiste en emprender camino de inmediato con el hijo de Espitámenes. Dice que el tiempo es esencial, exige un guía y ocho hombres con caballos rápidos.
Estéfano se ríe en su cara. Ni que decir tiene que nuestro comandante desprecia el motivo secreto del oficial de inteligencia: reclamar para sí la gloria de esta captura.
—No voy a discutir más, sargento mayor —dice Agatocles.
—Ni yo —responde Estéfano. No piensa correr el riesgo de perder un prisionero tan valioso ni a cualquier mace enviado a la estepa para protegerlo a él.
—Iré yo —dice Costas al tiempo que se adelanta.
La conversación se interrumpe bruscamente. Bandera señala hacia el Yermo.
—Ahí fuera se derrama sangre, cronista, no tinta.
Hay que reconocer en favor de Costas que no se raja.
—Entonces, escribiré mi historia con ella.
—Si te niegas a darme hombres, poeta, entonces ven tú. —A Agatocles se le ha agotado la paciencia—. Protégeme. ¿O es que no tienes lo que hay que tener?
Pocas veces he visto a Estéfano perder los estribos, pero ahora Agatocles lo consigue. Bandera y Lucas tienen que intervenir y contener a Estéfano.
Agatocles ordena que traigan caballos. Su ayudante escoge hombres para la escolta; entre ellos hay varios daas, de quienes no hay que fiarse nunca; a los maces que se adelantan se los puede llamar, con generosidad, oportunistas. Echo una ojeada a Lucas. Hay que hacer algo.
—Voy con ellos —anuncio.
Mi amigo me cierra el paso.
—Ya fuiste cuando lo de Tolo.
Se refiere a que es su turno de arriesgar el cuello sin una buena razón para hacerlo.
—¡No va a ir nadie! —grita Estéfano, que cierra el paso a todos.
Pero Agatocles ya ha montado. Su rango es de capitán y Estéfano sólo es un sargento mayor. Los otros jinetes traen al valioso cautivo. Lucas recoge su equipo y sus armas; monta; Agatocles le repite a Estéfano que recuerde cuál es su sitio.
Sujeto las riendas de la montura de Lucas. En la bizaza le guardo mi capa larga de lana y una bolsa con khisar y lentejas. Me estrecha la mano.
—Me pase lo que me pase, hermano, cuenta la verdad —me pide.